SINOPSIS
En una de las más fascinantes
epopeyas contemporáneas, Url, El Señor de las Montañas, un ser dotado de
poderes divinos, libra feroces batallas al lado de sus guerreros para salvar a
su nación de las garras de La Fuerza del Mal, comandadas por el sanguinario
dictador Adolfo Láchez, quien posee un entrenado y bien armado ejército de más
de un millón de hombres. Para enfrentarlo, utiliza los poderes de El báculo de
la Esperanza, un poderoso madero de gran fuerza destructiva que le fue legado
por El Creador. Katria, una bella ex modelo, Longar, el soldado negro, Hatch,
el guerrero petrolero y Kunato, el japonés estratega, son algunos de los héroes
Libertarios que luchan a lado de Url en unas inhóspitas montañas enclavadas en
La Cordillera de la Costa. El día de La Batalla Final, ocurrirá un
acontecimiento que hará estremecer de miedo hasta a los más fieros guerreros.
La terrible realidad venezolana en una
premonitoria epopeya fantástica.
Esta novela es una obra de ficción. Los
nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la
imaginación del autor o están usados de manera ficticia, así como la relación
de tiempo y espacio, existente o por existir. Cualquier semejanza con personas
actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya
sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin permiso
previo del autor.
1
Altivo, con las dos piernas abiertas bien afincadas al
suelo, Url escrutaba el horizonte desde el risco más alto de la montaña. En sus
manos sostenía una larga vara de madera mientras que de su hombro colgaba un lanzacohetes
de corto alcance.
Blanco, con el rostro curtido por las inclemencias del
tiempo y la edad, vestía una harapienta batola de lino que ligeramente rozaba
las puntas de sus botas de campaña. Un pedazo de cuero viejo anudado en uno de
sus extremos le servía de cinto. Su abundante barba y despeinada cabellera
entrecana enlazada en forma de cola de caballo, ondulaba al capricho de los
vientos del norte.
Estaba en el punto más empinado de toda la región, una
especie de atalaya natural que los moradores del lugar llamaban Paraje del elefante porque la formación
rocosa semejaba la cabeza de un elefante con su trompa enrollada y orejas
expandidas, como si estuviese a punto de atacar.
Ese día, un cuatro de abril, Url esperaba lo peor. Los
combates fratricidas que habían estallado hace más de tres años estaban
llegando a su punto culminante. Presentía que la batalla final estaba por
llegar, pero no sobrevendría esa tarde.
Url era el líder y comandante supremo de La Fuerza
Libertaria de La Cordillera de la Costa. Aunque la mayoría de los guerreros del
Ejército del Bien nunca lo había visto, conocían de sus hazañas y prodigios y
de las batallas ganadas pese a que las comunicaciones con los otros frentes
eran muy precarias, casi nulas.
Entre los valientes que luchaban por la libertad en las
diferentes regiones del extenso territorio dominado por llanuras, mares y
montañas, Url era el más excepcional de todos ellos, ya que poseía poderes
extraordinarios, como ningún otro ser sobre la faz de la tierra.
Esa tarde, ante la atenta mirada de más de un centenar de
guerreros que lo acompañaban, un ruido, imperceptible para cualquier otro oído
humano, que procedía de lo profundo del bosque, hizo que deslizara en
movimiento instintivo el lanzacohetes del hombro para dispararlo hacia las
copas de los árboles.
Dejando una estela de humo a su paso el proyectil penetró el
corazón del follaje. Su estallido ensordecedor fue seguido por otras
detonaciones y lenguas de fuego. Por la cantidad de explosiones, presumieron
que había hecho blanco en un pequeño convoy de blindados ligeros que se había
colado en la montaña y abría paso sigilosamente por un angosto sendero.
Cómo supo aquel hombre que La Fuerza del Mal había penetrado
los dominios Libertarios, nadie siquiera lo imaginó.
Impasible y con la mirada fija en la humareda, alzó el brazo y con la vara hizo señas a los vigías
de las otras montañas vecinas para que estuviesen alerta.
Sin moverse del acantilado, dirigió la mirada al cielo y
entre la cresta de dos picos gemelos distinguió la silueta de tres
cazabombarderos camuflado con un barniz negro mate que se acercaban hacia ellos
a velocidad supersónica.
Cuando los tuvo a distancia, indiferente a las ráfagas de
metralla que escupían por sus bocas aquellos pájaros asesinos, extendió los
brazos en forma de cruz y los volvió a cerrar dejando deslizar intencionalmente
el lanzacohetes del hombro, el cual rodó dando saltos hasta sus pies. Aprisionó
con fuerza la vara entre las manos, cerro momentáneamente los ojos, como
buscando inspiración, y la apuntó hacia el supercaza más cercano.
De aquel madero, que en su punta tenía tallado la cabeza de
un majestuoso carnero, brotó un rayo que impactó en el aparato dejándolo hecho
añicos en cuestión de segundos. Los otros dos corrieron la misma suerte.
Del este y el sur apareció un par más, pero fueron
derribados por las certeras baterías antiaéreas enclavadas en los flancos de
las montañas.
El regocijo fue tal, que desde los siete picachos que se
elevaban en aquella región tan solitaria, se escuchó el chasquido de disparos
al aire en son de triunfo.
Una pertinaz llovizna comenzó a rociar la verde montaña, sin
embargo Url siguió estático en el borde del Paraje
del elefante a la espera de otra arremetida, pero esta no ocurrió.
Convencido de que no habría más ataques, giró sobre sus
talones, recogió el lanzacohetes del suelo y fue al encuentro de sus hombres,
quienes a su paso lo vitorearon.
Caminó entre ellos altivo. Su semblante no denotaba
felicidad sino una profunda preocupación. Algo le perturbaba. De pronto se
detuvo y preguntó a un grupo de guerreros sobre las bajas.
–Son pocas, apenas nos tocaron –informó con el rostro
pincelado de gloria un joven soldado que no debería pasar de los diecisiete
años.
–Me duele igual… No importa si fuese una o mil –respondió
con frustración.
–Los ataques están arreciando... Será difícil contenerlos
por mucho tiempo. Tú, más que nadie, lo sabe… ¿Qué haremos?... –preguntó
nervioso Longar, el fornido comandante negro que siempre estaba a su lado en
las grandes batallas.
–Nada… Seguiremos aquí. Es el punto más elevado y con más
Libertarios que montaña alguna haya tenido. Aquí resistiremos hasta lograr la
victoria y la libertad.
–Pero señor, ya nos tienen ubicados y seremos blanco fácil
de sus incursiones –señaló confuso Kunato, un joven de descendencia japonesa
que luchaba junto a ellos hace un par de años.
–El Padre me pide que permanezca aquí y así lo haré
–concluyó Url sereno, sin dar más explicaciones.
–Si así lo deseas, así se hará señor... –respondió con
humilde obediencia achinando aún más sus rasgados ojos.
Url sabía que un poder divino regía cada uno de sus actos
pero no lograba comprender por qué. Aunque a veces era asaltado por perniciosas
dudas, acataba sin consternación los sacros designios que le eran transmitidos
desde lo más profundo de su alma. Su fe lo mantenía inflexible.
– ¿Vas al valle? – indagó Kunato al verlo melancólico.
– Después… Todavía tengo cosas que hacer –contestó sin
ofrecer más explicaciones.
Junto a Longar, uno de sus más fieles comandantes y capitán
desertor de Las Fuerzas Armadas de la nación que ahora buscaba libertar, caminó
por la boscosa vereda de eucaliptos que conduce al improvisado hospital de
campaña construido en un desfiladero cercano. A pocos metros de la entrada, el
olor a sangre y muerte se percibía en toda su profana crueldad.
Al verlo descorrer la destartalada cortina que fungía de
puerta con El báculo de la esperanza,
como llamaban sus seguidores a la inseparable vara que siempre llevaba consigo,
médicos, heridos y convalecientes, automáticamente hicieron silencio. Con la
vista acompañaron sus movimientos mientras se desplazaba hacia el final de la
barraca.
Pese a los quejidos y requerimientos de algunos heridos, Url
siguió caminado sin siquiera ver hacia los costados. Sus oídos estaban prestos
a escuchar, pero no oían sus súplicas. Tenía centrado los cinco sentidos en un
código indescifrable que sólo él podía entender.
Cuando lo creyó oportuno se desvió y fue hacia un hombre
cubierto desde el pecho hasta el abdomen por gasas y vendas ensangrentadas.
Yacía adormilado sobre un camastro con aspecto de féretro. Estaba tan débil que
siquiera tenía fuerzas para lamentarse.
Url se le acercó, posó su mano derecha en la frente del
herido y, entre labios, rezó una confusa oración. Al terminarla, del vestíbulo
de la muerte aquel guerrero volvió a la vida como por arte de magia.
–Toda oscuridad huirá de ti… Así fue creado el mundo –dijo
antes de retirar la mano.
Ninguno volvió a quejarse, menos a pedirle ayuda. Sabían, de
antemano y por experiencias vividas anteriormente, que su sola presencia en la
enfermería era garantía de vida y que si había salvado a uno de muerte segura,
los otros estaban fuera de peligro porque de otra forma también los habría
protegido.
Eso los reconfortaba y daba paz. Tanto, que después de sus
visitas algunos afirmaban que un farol color esmeralda les iluminaba el sueño
durante las noches, por lo que su recuperación casi siempre era atribuida a
algo milagroso.
Url dejó el hospital de campaña solo cuando estuvo seguro de
que, al menos esa noche, no habrían más muertes.
Desde el inicio de los combates habían transcurrido más de
tres horas y la noche había arropado con su manto a la montaña.
Al salir de la enfermería se dirigió lentamente hacia la
cabaña que le servía de morada. Los fulgores y estallidos de bombas y morteros
de luchas en otros frentes que se desdibujaban en la lontananza atrajeron su
atención.
Apoyado en el báculo, que a veces le servía también de
bastón, se detuvo a mirar los destellos. Sus atisbos parecían distantes, tanto
como sus pensamientos. De pronto dejó de ver y siguió bajando por el
desfiladero aparentemente distraído. Algo imperceptible había en su expresión.
Era tan insondable, que ni Longar, que marchaba a su lado, así como Kunato, que
los alcanzó cuando los vio salir del hospital, pudieron advertirla.
Ellos sólo hablaban de hazañas de guerra. De la lucha y de
lo que devendría si La Fuerza del Mal, comandada por el sanguinario tirano
Adolfo Láchez, seguía atacándolos de esa manera, tal como lo habían hecho esa
tarde. Estaban realmente preocupados y no notaban nada extraño en el aspecto de
su líder, el hombre que desde que llegó a las montañas los había llevado de una
victoria a otra.
Al llegar cerca de la cabaña, Url les hizo señas para que se
retiraran. Los dos comandantes obedecieron sin decir nada y caminaron hacia el
fondo de Valle Encantado, que había comenzado a emerger como un pesebre gracias
a los candiles que encendían las sigilosas y combativas mujeres del valle.
Al sentirse sólo, se despojó de un tirón de la parte frontal
de su larga vestimenta, asió entre las manos la cadena con el Cristo de plata
que pendía de su cuello desnudo y postrándose de rodillas comenzó a orar.
2
Antes de
convertirse en fiero
guerrero, Url no era Url. En
la época pacífica era un simple ingeniero, de poca o ninguna notoriedad. Cuando
estalló la guerra fratricida entre su pueblo, tomó acciones. Participó en
marchas y protestas contra el gobierno dictatorial. No obstante, pese a las
marchas y contramarchas, sin ningún resultado viable contra el tirano, se
sintió defraudado y deprimido.
Por ello, sólo después que su único hijo y esposa perecieran
en un accidente vial, se internó en una montaña ubicada al noreste de la gran
ciudad.
La guerra ya había estallado. A Url, cuyo nombre verdadero
era Cristhian Odín La Vella, lejano descendiente de una noble familia italiana,
no le importó nada. Su pesar, su luto y angustia era todo su bagaje de vida.
Juzgaba que no había más sufrimiento que el suyo, ni pena
más grande que consolar. Estaba tan atormentado, que en las noches poco o nada
dormía. Las pesadillas y los recuerdos asaltaban su mente en frenética danza
infernal. Además de su guerra interior, libraba otra batalla con sus ideas
libertarias para acabar con la tiranía.
Una nublada mañana, casi inmediatamente después de despertar
y sin siquiera tomar café, se terció en la espalda un pequeño morral y,
decidido, se alejó de la ciudad. Caminó hacia la más alta montaña que sus ojos
veían. Y allá, entre el rompecabezas de árboles, follaje y pequeños arroyos, se
quedó.
Al cuarto día de destierro voluntario, desfallecido por el
hambre y el frío, invocó a Dios. No obtuvo respuesta. Comió hojas de árboles y
arbustos y una que otra fruta o flor silvestre que encontraba a su paso a fin
de obtener fuerzas suficientes como para no morir.
Pasó cuarenta y cinco días en ayuno impuesto, hasta que al
tercer canto del gallo del día cuarenta y seis, mientras se bañaba en un pozo,
de la pequeña cascada que la alimentaba la charca un palo arrastrado por la
furia del torrente casi le da en la cabeza.
Después de esquivarlo y viéndolo emerger de lo profundo, lo
agarró. A pesar de haber tocado aguas casi congeladas, aquella vara quemaba.
Sobresaltado, la soltó y se vio la mano. Estaba desecha y
cubierta de llagas purulentas. Para mitigar el ardor la sumergió hasta el codo
a fin de amainar el ardor.
A los pocos segundos, al no percibir más dolor, la sacó y
ante su asombro vio como la herida se reabsorbía ante su atónita mirada.
Volvió a asir el madero, el cual ahora flotaba a su lado. Ya
no estaba caliente. Lo examinó. Una hermosa talla que mostraba la cabeza de un
majestuoso carnero con sus fuertes cachos invertidos hacía atrás, adornaba la
punta. En su recia y plana frente tenía esculpido, en alto relieve, un
triángulo que en su centro encerraba un gran ojo, el cual parecía estar
observando la inmensidad. Lo creyó obra de un tallador que la había perdido en
la cima de la cascada y que la violencia de las aguas lo arrastró a través del
manantial hasta el pozo donde ese mañana se bañaba.
Aunque no entendía qué había pasado con su mano y porqué esa
vara, a pesar de haber caído en aguas gélidas lo quemó, decidió llevárselo
consigo.
Tenía cuarenta y seis días viviendo como un ermitaño. Cuando
decidió internarse en la montaña, en la mochila sólo puso una escuálida cobija,
un suéter mangas largas, un pantalón, algunas latas de atún, un encendedor y
una pequeña Biblia. Ese era todo su equipaje.
Cristhian soportó estoicamente y sin lamentos todas las vicisitudes
y penurias que le depararon aquellas interminables jornadas.
Metido como un animal en la erosión de un cerro, que por su
profundidad semejaba una cueva, la cual apuntaló con leños secos para que no se
le desmoronase encima, estuvo meditando y viendo, desde lo alto, como su pueblo
se desangraba en una guerra civil. Hubo momentos en que no resistía más, quería
bajar y luchar juntos a sus hermanos, morir por su nación. No obstante, pese a
su furia y llanto, nada pudo. Estaba paralizado. Su sufrimiento interior era
mayor que sus deseos.
Una noche, mientras dormía prendido de aquella vara que
concebía como un amigo imaginario, el palo comenzó a vibrar entre sus brazos.
Tanto, que lo despertó sobresaltado.
Cuando abrió los ojos una luz resplandeciente iluminaba toda
la cueva. Incrédulo se frotó con fuerza los ojos y trató de incorporarse del
suelo. En ese instante el madero le habló: “Sigue el camino del Padre”, le dijo, y luego enmudeció.
Creyó que estaba alucinando por el hambre, el frío y las
pesadillas de los recuerdos. No hizo caso y volvió a dormirse.
A la mañana siguiente meditó sobre lo ocurrido, pero no
encontró respuesta alguna.
Nunca hubo otra señal. No obstante, Cristhian entendió. Supo
que el mensaje se refería a la libertad de su pueblo, el cual estaba siendo
tiranizado por una dictadura cruel y sanguinaria.
Pasaron otros tres días antes de que tomase una decisión. Al
amanecer del cuarto, hurgó en el morral, sacó la Biblia y se la colocó debajo
del brazo. Asió por una de las cintas el bolso, lo hizo girar con fuerza sobre
su cabeza y lo lanzó hacia un profundo barranco.
Le dio un último vistazo a la cueva que durante los últimos
cuarenta y nueve días había sido su hogar y refugio y con serena placidez le
hizo la señal de la cruz a manera de bendición. Tomó el madero y dándole la
espalda a todo, a sus recuerdos y a su expiación, partió en dirección al este.
Duró tres días caminando entre cimas y faldas de montañas.
En la noche del primero, agotado y alimentándose únicamente de hierbas y flores
silvestres, se echó bajo un frondoso apamate,
el cual estaba repleto de brillantes y hermosas flores violetas que destilaban
vida. Enseguida quedó dormido.
Un par de horas después del amanecer y con el sol quemándole
los parpados, despertó. Al abrir los ojos instintivamente miró hacia arriba. El
día lucía esplendido, ni una nube robaba la quietud de aquel cielo azul
celeste.
Alegres pájaros de diferentes colores que no cesaban de
trinar, así como algunas ardillas y pequeños lagartos de montaña, de color tan
verde como la esmeralda, estaban a su lado como si no le importasen en nada su
presencia.
Contrario a los días precedentes, una dicha infinita lo
colmó. Antes de dejar aquel remanso de paz, pausado acercó la mano al más
próximo de los reptiles, el cual dócilmente se dejó acariciar el espinoso lomo.
Se incorporó y pensó en el largo trayecto que tenía por
delante. Sabía que en algunos sectores conseguiría puntos infranqueables y
mortalmente peligrosos, pero estaba decidido.
Sonreído volvió a dirigir la mirada hacia los bellos y
mansos animales, tomó el madero, el cual había recostado al píe del apamate, junto a la Biblia, y comenzó a
andar.
Llegada la noche del segundo día estaba pisando La
Cordillera de la Costa. Desde una de las cumbres percibía el olor a salitre y
los vientos del norte, los cuales palmeaban su cara con frescor húmedo y un
penetrante olor a pólvora.
El inmenso mar estaba cerca, al norte, pero no podía verlo.
Otra cadena de sierras, llenas de tupidos árboles, se lo impedía.
Desde lo alto Cristhian distinguió un escampado y se dirigió
hacia él con la intención de pasar ahí la noche. Exhausto, se acostó en el
suelo y otra vez se puso a contemplar aquel fascinante cielo con encaje de
diamantes que se abría a su vista.
Con los ojos apuntando las estrellas estuvo meditando largo
tiempo. Antes de dormirse tomó la Biblia y a la luz de la resplandeciente luna
llena se puso a leer algunos de sus capítulos.
Al terminar cerró el Libro Sagrado, tomó el madero, que se
había convertido en su inseparable bastón, y comenzó a hacerle un minucioso
examen al tallado.
Primero pasó los dedos suavemente por los cuernos del
carnero, a los que apreció fuertes y bien delineados. Luego deslizó la mano
hacia el triángulo que encerraba aquel ojo de mirada lánguida, pero divina, que
tenía cincelado en la frente el carnero. Al tocar las tres puntas del
triángulo, notó que en cada uno de sus ángulos había una protuberancia casi
imperceptible, pero por la poca visibilidad no pudo saber de qué se trataba.
Después se concentró en explorar el ojo, el cual no tenía párpado alguno. Lo
palpó una y otra vez sin advertir nada. A veces lo intuía gomoso y otras tan
consistente y frío como el acero, pese a que era de madera. Parecía que su
elemento real se transmutaba con el paso, a veces firme y otro delicado, de los
dedos.
Así, tendido sobre la hojarasca y acariciando al madero,
quedó profundo.
Al despertar, la luna y las estrellas se habían marchado. Un
cegador sol que presuroso buscaba el cenit lo sacó de su modorra. Se levantó,
batió la cabellera al viento, dirigió la mirada al este y siguió caminado entre
valles, montañas y colinas hasta que al caer la tarde, luego de remontar una
empinada loma, a la distancia distinguió el furor de una batalla. A hombres
luchando. Decenas contra cientos. El combate era desigual.
Como si supiese de qué se trataba, asió la vara y la apuntó
hacia el grueso de los soldados. Nunca imaginó que aquel leño podría tener
poder alguno. No obstante, de lo más hondo de su alma brotó un pensamiento:
“¡Destrúyelos, Señor!”.
Enseguida del madero salieron centellas de fuego como si se
tratasen de misiles. Decenas de milicianos cayeron abatidos por las mortíferas
descargas.
Abajo todo era confusión. Los comandantes del batallón de
uniformados, no entendían qué estaba ocurriendo ni quién los atacaba. Sólo
sabían que un arma enemiga muy poderosa estaba siendo disparada contra ellos.
Aterrados veían el resplandor que los apuntaba desde lo alto del cerro. Pese a
las órdenes de sus superiores, las tropas del Ejército del Mal entraron en
pánico y en desbandada corrieron a refugiarse en las profundidades de un bosque
vecino.
Desconcertado por lo que acababa de suceder, Cristhian
estuvo a punto de soltar la vara. No entendía cómo pudieron salir rayos de
aquel leño.
Mientras trataba de reponerse, más de una docena de los
guerreros salvados de muerte segura, unos a caballo y otros a pie, eufóricos
salieron a su encuentro.
Al estar frente al hombre del arma poderosa que lanzaba
rayos, lo rodearon, alzaron en hombros y comenzaron a bajar por la pendiente
gritando vítores.
Cuando la embriaguez del triunfo se fue aplacando, un negro
alto y fornido, que parecía ser el líder del grupo, se abrió paso entre los
otros guerreros y se detuvo frente él.
– ¿De dónde vienes y quién eres? –preguntó dejando resonar
su gutural y autoritaria voz.
–Soy Url y vengo de la montaña que domina la gran ciudad
–contestó sin inmutarse.
El negro guerrero lo observó inquisidoramente. No había que
ser adivino para deducir que ese no era su verdadero nombre, pero no insistió.
Los había salvado y por ahora se conformaba.
Cristhian había mentido intencionalmente. Un alerta
subconsciente lo impulsó a hacerlo. En esos momentos de persecuciones y
asesinatos, el sólo hecho de revelar la verdadera identidad a personas
desconocidas podría ser sinónimo de muerte.
Durante los últimos años el territorio estaba plagado de
traidores y sanguinarios bandoleros. La llamada “Peste Roja” había funestamente
podrido y corrompido hasta a los más insospechados ciudadanos. Ya no se podía
confiar en nadie. No había escrúpulos. Cualquiera podría atreverse a vender a
su propia madre con tal de salvar el pellejo.
Como apasionado de las computadoras, a las cuales permanecía
atado más de doce horas diarias, Cristhian escogió adrede el nombre de Url por
las siglas URL (Uniform Resource Locator, que en español quiere decir
Localizador Universal de Recursos), que es pura y simplemente la dirección que
identifica un sitio o documento en Internet. Era una forma de mantenerse, por
ahora, a salvo y anónimo.
Después del inesperado interrogatorio y el insólito episodio
con el madero, Cristhian, ahora rebautizado gracias a sus propios instintos de
supervivencia con el nombre de Url, recuperó el aplomo parcialmente perdido.
– ¿Y quién eres tú? –preguntó irreverente, afianzando el
madero en el suelo.
– Soy Longar, comandante Libertario
de Las Fuerzas del Este… ¿Ese no es tú verdadero nombre, verdad? –demandó sin
exigencias dejando emerger de sus labios una bribona risa mientras se pasaba
una mano por su brillante cabeza rapada.
–Repito, me llamo Url y vengo a unirme a ustedes –afirmó
desentendido, evadiendo la respuesta.
–Serás bienvenido si El Consejo de Ancianos te acepta, mucho
más después de lo que hiciste por nosotros.
–No fue nada… Gracias… –precisó natural, aunque su mente
bullía confusa por lo ocurrido.
Por más que le daba vueltas a la cabeza no lograba
comprender cómo aquel pedazo de leño hizo lo que hizo.
– ¿Y tu arma?… ¿De qué infierno la sacaste? –indagó el negro
comandante buscando entrar en confianza.
–No viene de ningún infierno, sino todo lo contrario, ya que
sólo puede ser utilizada por causas nobles y justas –respondió adivinando, pero
con convicción, mientras aferraba fuertemente el madero–. Además, no me está
permitido revelar por qué y cómo funciona, menos cuándo debo utilizarlo.
No podía contestar de otra forma, ya que ni él mismo sabía
qué lo hizo funcionar y cómo salieron esos rayos a través de los cuadrantes del
triángulo, no así del ojo, el cual, pese al calor intenso que despidió el
madero, seguía igual de incorrupto y frío.
–Lo que tú digas… No me importa qué es ni de dónde viene…
Mientras los dos estén de nuestro lado serán bienvenidos –expresó.
– ¿Quiénes los atacaban?... –preguntó Url con premeditada
ingenuidad mientras se acercaba a uno de los heridos para ayudarlo a levantarse
del suelo.
–Las tropas de Láchez... Esos malditos nos emboscaron
mientras retirábamos las provisiones que nos lanzaron desde unos helicópteros…
Gracias a Dios que llegaste, de otra forma nos hubiésemos quedado sin comida ni
armas…Si quieres unirte a nosotros está bien, eres bienvenido, pero quiero
confesarte que estamos pasando por malos momentos y…
–Por eso estoy aquí, para incorporarme a la lucha contra el
tirano –precisó sin titubeos.
–Si es lo que quieres, eres…
– ¡Bienvenido!, ya lo sé… –lo interrumpió remedándolo y
mostrándole el madero, el cual alzó en forma de saludo.
Longar sonrío. Le dio la espalda y se dirigió hacia sus
hombres, a quienes ordenó auxiliar a los heridos y cargar las cajas de
provisiones y armas que estaban esparcidas por el campo.
Al terminar de recogerlas marcharon por un sendero hasta
internarse en un espeso bosque.
El recién llegado caminó silencioso al lado de Longar, quien
de cuando en cuando lo miraba de reojo, tanto a él como a la larga vara que
sostenía.
Remontaron un cerro lleno de exuberante y florida
vegetación, luego bordearon un río de baja profundidad hasta llegar a un grupo
de cascadas cuyas blancas aguas, suavemente espumosas, se deslizaban como un
tul sobre las piedras de la superficie. Sin hacer el más mínimo ruido corrían
como hebras de cabellos relucientes sobre las rocas, las cuales las peinaban
con ternura hasta posarlas entre las aguas.
Aparentemente, ese era el final del camino, ya que frente a
ellos se alzaba una enorme roca tan lisa e inexpugnable como una daga de acero,
no obstante nadie se detuvo.
Url estaba desconcertado, pero siguió a los otros, quienes
en grupo de dos comenzaron a subir por una ladera tapizada de un musgo enano
suave como alfombra.
Al llegar al pie de la más grande de las cascadas, cuyas
aguas fluían como una gran cortina blanca, los guerreros colocaron sus armas
sobre la cabeza a fin de protegerse de los salpicones y siguieron caminado
hasta adentrarse en ella.
Era un pasaje secreto que conducía a través de un túnel
interior al otro lado de la montaña.
Estuvieron andando un centenar de metros entre paredes
rocosas ennegrecidas por el oxido y la inmortalidad. Al sobrepasar un manantial
fangoso llenó de hojas deshechas y putrefactas, ante los caminantes se abrió un
paisaje majestuoso presidido por un valle rodeado de altas montañas surcadas de
telarañas de caminos que descendían desde lo alto.
Al llegar a la aldea enclavada en la explanada, la hazaña
del guerrero de la vara milagrosa se expandió velozmente.
Mujeres, hombres, niños y ancianos lo recibieron con gran
alegría. Longar lo declaró Héroe de la Montaña ante los otros comandantes y
capitanes del ejército Libertario
allí estacionado.
Por largas horas su proeza trasformó a la apacible aldea en
lugar festivo. Estuvieron danzando y hablando de combates, libertad, justicia y
muertes hasta que el cansancio y el sueño comenzó a invadirlos.
Url fue acomodado cerca de un pequeño depósito de
comestibles, el cual le serviría temporalmente de dormitorio. El nuevo
integrante del Ejército Libertario estaba exhausto. Su agotamiento no se debía
al sopor del viaje, el cual, ciertamente, había sido fatigoso, sino a sus
meditaciones. No lograba entender cómo, gracias a la fuerza y decisión de su
pensamiento, de aquel madero salieron lenguas de fuego.
Tendido a ras del suelo sobre una endeble colchoneta, se
preguntaba en sus adentros una y otra vez: “¿Por qué yo?… ¿Por qué yo, Dios?...
¿Qué méritos he hecho para obtener Tú bendición?... ¿Por qué a un pecador como
yo?...”.
–No preguntes porqué. Has sido ungido para llevar justicia
divina sobre esta tierra maltratada. Con el tiempo sabrás porque fuiste
elegido. Lee el Salmo 110 y comenzarás a comprender –escuchó que le decían casi
acariciándole los oídos.
Sobresaltado volteó hacia el lugar por donde creyó provenir
la voz, pero no vio nada, sólo el polvoriento muro de barro de la parte
posterior de la cabaña. Todo estaba en penumbras. Nada se movía. Siquiera los
espectros de la montaña, que por aquellos parajes debían haber muchos debido a
los crueles combates.
Sin explicarse lo sucedido, tomó la Biblia que había
colocado junto al madero y buscó frenético el Salmo 110, que era de David, y
leyó:
“Jehová dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que
ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Jehová enviará desde Sion la vara
de tu poder; domina en medio de tus enemigos. Tu pueblo se te ofrecerá
voluntariamente en el día de tu poder, en la hermosura de la santidad. Desde el
seno de la aurora tienes tú el rocío de tu juventud. Juró Jehová, y no se
arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. El
Señor está a tu diestra; quebrantará a los reyes en el día de su ira. Juzgará
entre las naciones, las llenará de cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas
tierras. Del arroyo beberá en el camino, por lo cual levantará la cabeza”.
Terminada la lectura, cogió en sus manos la cadena de plata
que colgaba de su pecho, besó el Cristo y se sumergió en profunda oración hasta
quedar dormido.
Al día siguiente despertó mucho antes del amanecer. La aldea
aún soñaba.
Se asomó a la puerta y a través de las sombras vio las
siluetas de centinelas que se movían en penumbra en lo alto de la montaña.
Volvió a entrar a la cabaña, buscó una vela e iluminándose
con ella fue al depósito de víveres.
Escrutó en la oscuridad. A un lado, tirados sobre unos
cajones de madera, vio unos sacos de harina vacíos. Los tomó y comenzó a
destejerlos. Al terminar, con un trozo de vidrio le hizo varios cortes. Sacó un
clavo de cabeza roma de una de las viejas cajas y pacientemente empezó a coser
una larga batola utilizando como hilo las tiras que iba desprendiendo de los
sacos.
Al despuntar el alba había concluido. Se despojó de la
harapienta franela y los jeans, que igualmente estaban andrajosos, y vistió su
nuevo traje, cuya cintura sujetó con un pedazo de cuero de cabra que consiguió
arrumado entre un montón de desechos.
3
Ya habían pasado tres años desde que Url arribó a Valle
Encantado, como le decían los guerreros a la ensoñadora aldea rodeada de
montañas. Cruentas luchas y sanguinarias batallas se habían librado durante
todo ese tiempo. Muchos murieron en el fragor de los combates, otros por la
peste y enfermedades.
Ahora, gracias a su valor e inspiración, el bastión que
defendía junto a los guerreros Libertarios era impenetrable pese a la
superioridad, tanto en armas como de hombres, del enemigo.
Días tras día recibía más dones y ayuda divina. Su única
presencia los mantenía en pie de lucha. Debido a su imbatibilidad y decisión,
apenas al par de meses de haber llegado a la montaña lo convirtieron en su
líder y guía espiritual, aunque nunca trató de convencer a nadie y, siempre que
podía, evitaba hablar de religión. Sus acciones hablaban por si solas.
Después de la última victoria, sintiéndose peligrosamente
penetrados por La Fuerza del Mal comandada por Adolfo Láchez, un brutal
dictador equipado con la más sofisticada de las tecnologías bélicas y de los
grandes recursos monetarios que le proporcionaba el petróleo de la región, de
cuyas plantas y pozos se había adueñado, Url convocó a sus siete comandantes a
una reunión, a la cual asistirían también los miembros del Consejo de Ancianos
formado por los patriarcas de las montañas vecinas.
A las cuatro de la tarde del día convenido, en la afueras de
Valle Encantado todo estaba listo para la reunión. Junto a El Hombre del Báculo,
como algunos llamaban a Url, los comandantes Libertarios de La Cordillera de la
Costa se sentaron uno al lado del otro formando un amplio círculo.
Kunato, un joven empresario de origen japonés, avezado
estratega y cultor del bushido, que
había sido despojado de su industria de procesamiento de residuos químicos por
La Fuerza del Mal, se situó a su
derecha. En tanto que el inquieto Abraham, hijo único de un rico comerciante
judío asentado en la región, que también fue esquilmado de su cuantiosa fortuna
por las huestes del dictador, permanecía de cuclillas, a su izquierda,
acariciándose impacientemente la poblada barba.
Sentada en posición india, la deslumbrante y temeraria
Katria, una bella ex modelo hábil en el manejo de casi todas las armas de
combate, ya que desde niña fue entrenada por su padre, un viejo general
brutalmente asesinado al oponerse al régimen de terror impuesto por Láchez, no
dejaba de quitarle sus hermosos ojos verdes de encima.
Al lado de la guerrera, visiblemente preocupado, estaba
Silvio Torres, puertorriqueño por parte de padre y héroe de guerra que
conquistó tres Medallas Púrpura en Irak durante La Madre de Todas las Guerras.
Del otro, escoltándola como si fuese su hermano mayor, tenía a Doyle Hatch, ex
gerente petrolero de descendencia norteamericana y experto ingeniero de
sistemas, cuya familia fue asesinada por la Guardia de Honor del régimen del
mal durante un asalto a la refinería enclavada al norte de Mar Azul, donde era
Jefe de Operaciones.
Recostado del tronco de una milenaria ceiba, José “Pepe” Alcántara, joven abogado hijo de inmigrantes
catalanes, cuyos padres y pequeña hermana de apenas doce años fueron vilmente
masacrados a mansalva durante “La marcha de las Antorchas” por soldados afectos
al sistema, lucía pensativo.
Con su piel brillando al sol, tanto que parecía habérsela
pulido, el último de los comandantes reunidos allí esa tarde era Longar, el
fuerte ex capitán del ejército regular, del cual desertó luego de condenar
públicamente la corrupción, represión y asesinatos de los secuaces del dictador
Láchez. Desde el mismo día en que conoció a Url, hacía ya más de tres años, se
convirtió en su sombra protectora y en su más fiel e incondicional amigo.
Sólo los acompañaban trece, de los diecisiete patriarcas de
las montañas vecinas convocados a la reunión. Los otros habían perecido durante
el último ataque.
Los contornos del valle estaban protegidos por un cúmulo de
nubes grises perforadas a instantes por pequeños haces de sol que impregnaban
con su luz a los hombres reunidos en la falda del cerro.
Antes de tomar la palabra, Url esperó que otro guerrero que
se unió tardíamente al grupo se acomodase en su puesto. Era Giovanni Petracca,
hijo de inmigrantes napolitanos que desde el inicio de la guerra combatía al
lado de Los Libertarios y que por su valiente desempeño en el campo de batalla
se había ganado un sitial de honor entre los guerreros. Cariñosamente lo
llamaban El trovador, ya que nunca
dejaba de entonar el estribillo de una hermosa canción italiana. Aún en las
luchas más encarnizadas tenía una a flor de labios.
De esa forma se cerraba el círculo humano que habían formado
con sus cuerpos. Estaban a unos doscientos metros, colina abajo, de Valle
Encantado. Todo era paz. Nada hacía presagiar vientos de guerra.
–Los he reunido aquí porque el día de la gran batalla se
acerca, aunque todavía nos faltan librar otros feroces combates… Para alcanzar
la victoria final es imperativo que los valientes que resisten en las otras
provincias del territorio se nos unan… –aseveró.
–Por ahora eso es imposible –interrumpió Silvio Torres–.
Casi todas nuestras líneas de comunicación han sido cortadas y las pocas que
quedan están inservibles.
–Lo sé, valiente guerrero… Me refiero a otra cosa que se las
explicaré cuando llegue el momento –atajó evasivo–. De todas formas tenemos que
prepararnos y luchar como un todo, como un solo hombre y una sola idea… Debemos
trazar un plan infalible…
– ¿Y cómo lograrlo si estamos dispersos, con pocas armas y a
gran distancia unos de otros? –interrumpió Katria, cuya belleza siquiera podía
ser opacada por la desaliñada indumentaria militar que vestía.
Url la observó inmutable, le sonrió, pese a que muy pocas
veces lo hacía, y apacible contestó su interrogante.
–Precisamente con paciencia e inteligencia… Donde cada
eslabón tendrá que fusionarse dentro del otro como si se tratase de una cadena
invisible, pero totalmente impenetrable, sólida y letal.
– ¿En qué estás pensando? –indagó Longar, buscando entender
las palabras de su líder mientras se acariciaba su pelada cabeza.
–Llevar a cabo una guerra victoriosa –puntualizó apretando
con fuerza el báculo que reposaba en sus piernas–. Diseñar una estrategia que
permita someter al enemigo sin derramar mucha sangre… Las batallas no sólo se
ganan estrictamente en el plano militar, de destrucción y muerte… –subrayó sin
concluir la idea.
Todos estaban atentos, pero no comprendían a qué se refería.
Url sabía que aún mucha sangre sería derramada antes del día esperado por
todos: la derrota del tirano y la conquista de la libertad, sin embargó
prosiguió.
–Tenemos que conseguir información precisa y detallada de
los movimientos de las fuerzas de Láchez para penetrar y vulnerar su esencia,
no sólo desde el punto de vista bélico sino también financiero y moral…Si
logramos ese objetivo, su caída y derrota será inminente.
– ¿Introducir espías entre ellos? –preguntó Kunato, con esa
misteriosa agudeza oriental que le daba características secretas a cada una de
sus palabras.
–Has dado en el clavo, joven comandante… Si conocemos sus
puntos débiles, allí radicará nuestra fuerza, aunque seamos inferiores en
hombres, armas y recursos.
–Pero si los descubren serán torturados y descuartizados
brutalmente –intervino persuasivo Pepe Alcántara.
–No si son bien escogidos –intercedió pausado Silvio
Torres–. He sido entrenado por los Servicios Secretos y entiendo lo que nos
pide Url. Con información de primera mano sabremos dónde, cuándo y con cuántos
hombres atacar sin descuidar ningún flanco y con pérdidas mínimas de vidas y
pertrechos.
–Estoy de acuerdo con Torres… Todo depende de cómo y en qué
momento movemos las piezas –aprobó Doyle Hatch, quien pese a su endeble
contextura era muy respetado por su arrojo y valentía en el campo de batalla.
–Tú tendrás mucho que ver con esto … Eres el único experto
petrolero con que contamos y tus conocimientos serán vitales –expresó Url
complacido al ver que el taciturno guerrero había intervenido, ya que nunca o
muy pocas veces lo hacía en las reuniones del Consejo.
Giovanni Petracca y Abraham Kamhazi escuchaban atentos,
evaluando las reacciones de los otros. Lo mismo hacían los consejeros
patriarcas de las montañas. No obstante, para tomar una decisión y comenzar a
trazar un plan específico deberían estar todos de acuerdo.
La reunión estaba por concluir y muchas interrogantes
flotaban en el ambiente. La inquietud abrumaba a los comandantes. Url lo sabía
y los entendía. Observó callado el tiempo suficiente para que llegasen a sus
propias conclusiones. Cuando lo creyó oportuno, pidió silencio y se dirigió a
Abraham.
– ¿Qué piensas del plan, estás de acuerdo? –demandó fijando
sus ojos en aquel rostro endurecido por el sufrimiento.
–Lo veo factible. En una época el Mozard utilizaba las
mismas tácticas y sus resultados fueron valiosos contra un enemigo que los
superaba en hombres y territorio. Pero –inquirió– y me perdonas, no entendí lo
de “la cadena”.
– Se unirá cuando… –trató de explicar Url, pero fue
interrumpido por una voz más que familiar. Era la de Giovanni.
–Cuando tengamos en nuestras manos los detalles sobre sus
puntos débiles formaremos una cadena circular y los exterminaremos en segundos…
¿Cierto, Url? –expresó sin dejar de mirar el imperturbable rostro de El hombre del báculo.
–Claro, amigo… Si tenemos éxito, al final se hará algo
parecido a lo que dices –contestó y dirigiéndose a todos los comandantes y a
los líderes del Consejo de Ancianos, preguntó–: ¿Están todos de acuerdo con el
plan?
Un silencio áspero invadió el valle. Las dudas no se
fundamentaban sobre el plan en sí mismo, sino en cómo llevarlo a cabo, cómo
evitar más muertes si los combates arreciaban. Valor no les faltaba, pero si
armas efectivas, más poderosas, y muchas municiones. Por ello vacilaban. Sólo
contaban con la esperanza que les ofrecía aquel hombre que había prometido
salvarlos gracias a la fuerza de su fe y el poder de un madero milagroso. Una
férrea determinación, que ellos mismos no comprendían, los impulsaba a
seguirlo.
Cuando todos los patriarcas y comandantes levantaron la mano
en signo de aprobación, a fin de asegurarse de que la decisión había sido del
todo unánime e inequívoca, volvió a preguntar.
– ¿Y ustedes, consejeros, están seguros de que podrán seguir
adelante?
Sin pronunciar palabra, asintieron con la cabeza. El Consejo
de Ancianos siempre era el primero en certificar las estrategias de Url. Sus
integrantes sabían que aquel hombre de tez blanca y rostro curtido por el sol,
no sólo era un enviado de Dios sino un guerrero valiente y recio en las
batallas.
Al tener el consentimiento de los patriarcas del valle, Url
levantó la sesión y llamó aparte a Silvio Torres, Hatch y Kunato.
–Hoy mismo comenzaremos a diseñar el plan –comunicó a los
tres comandantes–. Ustedes vayan a sus puestos y estén alertas –ordenó
dirigiéndose a los otros–. Cuando tengamos algo en firme se los comunicaremos
–advirtió.
Antes de irse Katria se le acercó y estampó un beso en la
mejilla.
– ¡Qué Dios te ilumine, Señor
de las Montañas! –le dijo esbozando una dulce sonrisa.
Asombrado por la ocurrencia, ya que era la primera vez que
alguien lo llamaba así, le dio las gracias y caminó hacia la gran barraca,
especie de Cuartel General de Los Libertarios, escoltado por los otros tres
guerreros.
– ¡Con qué Señor de
las Montañas! –repitió Torres satisfecho mientras descorría la cortina que
fungía de puerta de entrada del comando.
4
Url rayaba los cincuenta y tres años, pero era un hombre
fuerte y vigoroso. De contextura atlética, no pasaba del metro setenta, aunque
parecía más alto de lo que era. Siempre caminaba erguido y su nariz aguileña le
daba aire de confiabilidad, mientras que el largo cabello que a veces recogía
en la espalda en forma de cola de caballo y la poblada barba entrecana, de
sabiduría y sensatez.
Nunca hizo gala de vanidad o presunción, mucho menos de
soberbia entre Los Libertarios. Era todo lo contrario: mansedumbre y humildad
con sus semejantes, pero indómito en el combate, aunque piadoso con el caído,
al que socorría si estimaba mal herido.
Se ganó con dignidad el sitial de honor que todos le habían
conferido en la montaña. Las mujeres del valle se lo disputaban. Querían
charlar con él o simplemente tocarlo, pero las evadía con sutileza. Su misión
no le permitía momentos de distracción o banalidades. La vida o la muerte de
muchos hombres estaban en sus manos y tenía que cumplir con la tarea divina de
salvar a un pueblo que estaba siendo exterminado en forma cruel.
Acostumbrado desde su niñez a no comer carne, excepto la de
pescado, Url se alimentada de pan, semillas, frutas, legumbres, hortalizas y
uno que otro hongos silvestres que encontraba en los valles y que sus bien
educados ojos los hacían percibir inocuos. Tampoco bebía vino o licor alguno,
pero si mucha agua y jugos frutales.
Hacía una vida solitaria y dedicada a la meditación. Después
de perder a sus seres queridos juró no volver a hacer familia. Aunque se sentía
atraído por algunas mujeres, prefería alejar esos pensamientos de su mente.
Nunca, siquiera en su juventud, las concibió como objetos sexuales, sino como
seres de tan admirable pureza que podían concebir vida, aunque, también sabía,
podrían convertirse en cuestión de segundos en víboras venenosas y letales.
Por ahora todas sus energías estaban centradas en Dios y en
salvar de las garras del tirano, y por ende de la esclavitud y la muerte, a su
pueblo.
Había sido librado de sus placeres mortales por mandato
divino y él, Url, acataría, sin siquiera preguntar el porqué, cualquier
señal que proviniese del Creador.
Pese a que nunca había sufrido de insomnio, la noche
anterior a la reunión con los consejeros y comandantes despertó inquieto. Algo
que no podía descifrar martillaba su mente de tal manera que le impedía
conciliar el sueño.
Recordó muchas cosas. Algunas lo hacían sufrir terriblemente,
otras no. Se echó encima una pesada manta de lana para protegerse del frío y,
vara en mano, salió de la cabaña.
Caminó cabizbajo cerca de los húmedos huertos y maizales que
habían sembrado en el valle las hacendosas mujeres de Los Libertarios, aunque
muchas de ellas también eran bravías guerreras, tan valientes como el más
fuerte y aguerrido de los hombres.
Mientras avanzaba, una fuerza invisible lo obligó a dirigir
la mirada hacia el firmamento. En todo su invernal esplendor, presidiendo como
un príncipe divino el cielo, vio la Constelación de Orión, cuya espada colgaba
precisamente encima de su cabeza. Url la contempló con deleite. Formada por
tres estrellas aparejadas oblicuamente, la espada resplandecía con fuerza.
Su fascinación fue aún más grande al observar, a la
izquierda de la constelación, un lucero que cambiaba de color de forma
intermitente. Aquel astro, a veces rojo y otro moteado, semejaba un arco iris
en la oscuridad.
Sin apartarle la vista se hizo lentamente la señal de la
cruz como si estuviese frente a la presencia de una imagen divina. Su rostro,
inmaculado por una expresión de imperceptible dulzura, lo hacían predecir
distante del valle y las montañas que lo circundaban. Mientras observaba aquel
extraño lucero percibió en su extraordinario fulgor una señal muy clara,
totalmente diferente a todas las que había recibido con anterioridad.
Permaneció inmóvil instantes imprecisos en el tiempo mirando
a aquella estrella que cambiaba de colores. Ni un pestañeo mientras absorbía
con deleite embriagante un mensaje que sólo a él le estaba permitido recibir y
descifrar.
Toda la densa preocupación que había oprimido su espíritu
esa noche se disipó como por encanto. Se sentía dichoso. Finalmente se le había
revelado la solución para evitar más e inútiles derramamientos de sangre en una
guerra intestina y cruel.
Con la paz recobrada, sutilmente concibió una idea que, en
su debido momento, informaría a todos sus comandantes y seguidores.
5
– ¡Hay agitación en la montaña, debemos ir allá! –precisó
Longar descorriendo repentinamente la cortina de la barraca donde Url junto a
Kunato y Silvio Torres planificaban la forma de introducir espías en las líneas
enemigas.
–Tranquilo…Ten calma y dime qué está sucediendo –atajó Url.
–Los buitres que dormitaban en los farallones de La Montaña
de las Aves emprendieron vuelo sin motivo aparente.
–Eso no me gusta… ¡Vamos, no hay tiempo que perder! –urgió
Url frunciendo el ceño.
– ¿Y Hatch, dónde está? –preguntó Longar.
–Diseñando unos mapas que nos serán muy útiles… ¡Iremos sin
él! –puntualizó mientras iba hacia el rincón donde estaba recostado el madero
sagrado.
Al pasar por la mesa de trabajo, Kunato le extendió la
rudimentaria alforja donde siempre llevaba algunas semillas de girasol, frutas
y la pequeña Biblia de la que nunca se apartaba.
– ¡Corramos, no hay tiempo que perder! –precisó mientras se
la terciaba entre hombros y espalda.
–Los animales están ensillados y nos aguardan afuera –indicó
impetuoso Longar.
Con agilidad Url montó Nube, una yegua blanca que los
consejeros del valle le habían obsequiado. Seguido por sus comandantes y otros
oficiales cabalgaron por las empinadas espirales abiertas en las faldas de la
montaña hasta llegar a la cima. Lentamente dirigió el dócil animal hasta el
peñasco más saliente de El paraje del
Elefante.
Ninguno de los Libertarios se atrevía a llegar hasta ahí con
sus bestias. Las peligrosas vertientes de la gran roca, que casi siempre
estaban húmedas y resbaladizas, hacían el paraje doblemente intrincado. Url era
el único jinete que se arriesgaba a avanzar hasta esos bordes.
Desde aquella altura el paisaje era ensoñador. La gran
cadena de montañas y colinas, con sus verdes multicolores, se desdibujaban y
confundían con las más lejanas entre un rosario de nubes blancas y plomizas que
separaban el cielo de la tierra, al sueño de la realidad, como una obra maestra
pincelada en el edén.
El guerrero de larga cabellera y barba cana, se irguió sobre
el lomo de Nube y comenzó a atisbar hacia el lugar donde sobrevolaban los
buitres. Su vista era tan aguda, que no necesitaba de ningún aparato para ver
más allá del horizonte.
A un par de metros atrás, los otros comandantes escrutaban
con los binoculares el punto indicado por los vigías.
– ¿Viste algo? –rompió el silencio Katria, quien tenía listo
y a punto de disparo un lanzacohetes RPG-7, arma que Los Libertarios habían
bautizado como El matasiete debido a
su enorme poder destructivo.
Era el mismo que hasta hace poco usaba Url. Se lo cedió a
Katria después del último combate, día en que juró no volver a usar más nunca
un arma de fuego. El báculo era más que suficiente.
– ¡Sí! –respondió Longar–. Hacía el sur de la montaña… Un
reflejo parpadeó por instantes, pero ya no logro distinguirlo.
Todos estaban alertas y con sus cinco sentidos puestos en
aquel punto en el horizonte.
Sólo el vuelo alto y solitario de media docena de buitres
rompía la monotonía del lugar. Siquiera las ramas más delgadas de los árboles
se movían. En esa parte de La Montaña de las Aves no soplaba viento porque
otras elevaciones, de mayor dimensión, hacían una especie de muro de contención
en torno a ella.
–
¡Protéjanse!... ¡Todos a sus puestos! –alertó de improviso Url.
No había acabado de dar la orden, cuando la luminosa silueta
de tres cohetes que avanzaban sobre ellos fragmentó el aire.
Mientras los guerreros buscaban guarecerse, el estruendo de
los proyectiles retumbó con eco mortal sobre la montaña.
Url quedó firme sobre Nube. El animal apenas movió la cabeza
al escuchar los estallidos. Su jinete evitó moverse a fin de calcular con
precisión el sitio de donde provenían los disparos.
Con la vista hizo varios cálculos y, al estar seguro, apuntó
el madero hacía el saliente de una gran roca. Con furia, del ojo del báculo
brotaron fulminantes rayos de color azul-violeta que desprendieron gran parte
de la cumbre montañosa provocando un derrumbe infernal que arrasó el lugar en
instantes.
Pronto la batalla estalló en todo su sangriento furor. Fuego
de artillería, morteros y misiles se cruzaron en el aire para impactar contra
sus blancos con rúbrica de muerte y dolor. Como salidos de un nido enclavado en
los abismos del averno, un escuadrón de helicópteros Apache avanzó hacia Los
Libertarios escupiendo su mortal carga de cohetes Hellfire.
Amparado tras el tronco de un robusto eucalipto, Silvio
Torres afianzó su lanzamisil “Stinger” sobre el hombro, miró a través del
visor, centró a uno de los helicópteros en la retícula y disparó contra el
blanco. En segundos aquel pájaro mortal quedó convertido en mil pedazos de
hierros retorcidos y ardientes.
Una polvareda salpicada de sangre y dolor rompió la quietud
de las montañas. El horizonte se tiñó muerte y furiosos tornados de humo nacían
de las entrañas de voraces incendios convirtió en más tétrico al campo de
batalla.
Como espectros, abriéndose paso a toda velocidad entre las
nubes y las baterías antiaéreas, aparecieron varios mortíferos cazas Sukhoi, de
fabricación rusa, y los escurridizos MiG-29 de
los sanguinarios “Boinas Rojas del Aire” de la Fuerza Aérea del tirano Adolfo
Láchez.
Los misiles, seguidos de explosiones estridentes, infectaron
de salpullido horripilante y purulento a la tierra.
– ¡Son muchos y superiores a nosotros! –advirtió Katria,
quien se había quedado junto a Url en El
Paraje del Elefante.
El Señor de las Montañas observó los flancos. Desolación,
confusión y muerte. Los Libertarios estaban siendo arrasados a mansalva. Debía
actuar y pronto, de otra forma sería el final. Un final que no había sido
predicho ni por las estrellas ni en sus sueños.
Pensó por instantes, invocó con fe suprema a Dios, a su Dios
Glorioso y Omnipotente, el único que podría establecer la diferencia en tan
mortal batalla. Luego, decidido y destilando brillo de gloria a través de sus
ojos, hizo girar en forma circular el madero sobre su cabeza y lo apuntó hacia
los escuadrones aéreos de La Fuerza del Mal.
Del ojo esculpido en el centro del triángulo se
desprendieron potentes fogonazos de un vapor blanco que tejieron en el cielo un
escudo cristalino de hielo sólido separando de esa forma a las dos fuerzas en
pugna.
Ante el asombro de los guerreros Libertarios, los aviones y
helicópteros de la Fuerza del Mal fueron estrellándose uno tras otro contra la
cortina protectora. Pedazos de fuselaje ardientes, alas y rotores se
desplomaban como migajas inservibles entre peñascos y barrancos.
Cuando el ruido de turbinas cesó, prodigiosamente aquella
defensa celestial se fue disipando en el aire hasta convertirse en límpidas y
blancas nubes.
Todos exaltaron la proeza. El júbilo poseyó, otra vez, a Los
Libertarios, pero la batalla no había terminado.
Desde La Montaña del Tigre, custodiada por Kunato, decenas
de escaladores Boinas Rojas de La
Fuerza del Mal habían logrado sobrepasar las fortificaciones enclavadas en el
lugar. Todos los hombres de montura cabalgaron velozmente y con sus armas
prestas a fin de ofrecer ayuda al comandante de la guarnición en peligro.
Cuando los refuerzos llegaron, Kunato ya tenía la situación
parcialmente controlada. Estudioso de “El Arte de la Guerra” y proverbial
amante de las enseñanzas de Sun Tzu, puso en práctica esos conocimiento
ancestrales y les funcionaron a la perfección.
Poco a poco los disparos se fueron apagando y la calma
regresó a la montaña. Los heridos comenzaron a ser atendidos por la legión de
médicos que desde que se inició la guerra se sumaron a Los Libertarios, y los
prisioneros, varias decenas de ellos, puestos bajo custodia en sitio seguro.
–Longar fue herido, pero no es nada grave –comunicó un
mensajero que llegó a toda carrera ante Url.
– ¿Dónde lo tienen? –preguntó pausado.
–En la cabaña de La Atalaya de los Susurros –precisó
indicando con su mano hacia el norte.
– Katria, debo ir a verlo… Ordena que los prisioneros sean
tratados bien y que curen a los heridos como si fuesen nuestros propios
guerreros. Otra cosa: por ningún motivo deben ser llevados a Valle Encantado ni
saber que el lugar existe… Es imperativo, ¿entiendes?
–No te preocupes, Señor de las Montañas, tus órdenes serán
cumplidas al pie de la letra –respondió entornando sus hermosos ojos.
Url sacudió la cabellera, le dio la espalda y fue en busca
de Nube. Muy cerca un guerrero tenía al animal sujeto por las riendas.
Al escuchar otra vez de sus labios Señor de las Montañas,
como lo había llamado en varias ocasiones durante los últimos días, en forma
instintiva giró hacia ella.
Katria no había dejado de mirarlo. Admiraba a aquel hombre
extraordinario y misterioso. Mientras lo veía, un torbellino de interrogantes sacudía
su cerebro.
– ¿Otra cosa más, señor? –preguntó al verlo voltear.
– ¡Sí, por favor, deja de llamarme Señor de las Montañas!
–fanfarroneó remedándola.
La hermosa guerrera sonrió, levantó con firmeza su mano
derecha hasta la punta de la frente, a manera de saludo militar, como para
expresarle “¡Sí, mi comandante, lo que usted ordene!”.
Url recogió el estribó, lo calzó en la bota y haló con
firmeza las riendas de Nube para que virara.
Katria no dejaba de clavarle sus hermosos y dulces ojos
color verde llenos de fulgor.
–Una cosa más, y esto va muy en serio –precisó indiferente a
su mirada–. Necesito ropa limpia. Más de una docena de pantalones, franelas,
zapatos y frazadas para mañana mismo. Diles a las mujeres del valle que se
pongan a coser y remendar todo lo que tengan a mano –puntualizó.
Aunque Katria era una implacable guerrera, no dejaba de ser
mujer. Por ello de lo más profundo brotó su innata curiosidad femenina.
– ¿Y para qué necesitas tanta ropa? –indagó.
Al notar la expresión en el rostro de Url inmediatamente se
arrepintió de haber preguntado.
Sin contestar levantó la mano a manera de despedida. Ella
hizo lo mismo. Espoleó con fuerza a Nube y remontó las pendientes para
dirigirse a La Atalaya de los Susurros.
Fue la última imagen que ese día quedó grabada en aquellas
pupilas verdes, especie de manzanos de primavera en flor, de la hermosa Katria.
6
Adolfo Láchez se había entronizado en el poder desde hacía
diez años. Lo que al inicio parecía ser un hombre de principios y amoroso con
su pueblo, al cual había prometido acabar con la pobreza y la corrupción, a la
vuelta de dos años se había convertido en un tirano inescrupuloso y malvado.
Nunca terminó con la pobreza, sino la esclavizó. A los ricos
y pudientes les confiscó sus bienes o, para quitárselos de encima, simplemente
los desaparecía de la faz de la tierra. Miles de cementerios malditos, con
osamentas de extraños que nunca fueron reconocidos o identificados por las
autoridades del régimen, fueron apareciendo a la luz pública gracias a la
meticulosa investigación de los medios de comunicación, la única voz y ojos que
el pueblo tenía para saber qué estaba ocurriendo en la región.
Cuando estos, los periodistas y jerarcas de las grandes
editoriales y televisoras comenzaron a resultarle incómodos, el tirano les
clausuraba los periódicos, cerraba los canales y los ponía a la orden del
Estado. Pisoteó, pateó y mancilló la libertad de expresión, pero nunca la
acalló totalmente.
Pequeños bastiones de valerosos periodistas trabajaban en la
clandestinidad para llevar al pueblo la verdad aunque el intento les costase la
vida. ¡Libertad, dignidad o muerte!, gritaban algunos cuando se les restringía
en su ejercicio profesional.
El que osase oponérsele o entablarle juicio, nunca llegaba
al veredicto final. Los demandantes, o se fugaban del país ante las funestas
amenazas de “Los Círculos de la Muerte” del régimen, o simplemente perecían en
un “accidente” cualquiera e inexplicable, urdido, por supuesto, por el
sanguinario Ministerio de Relaciones Interiores de Láchez, el cual financiaba a
escuadrones de la muerte, o a manos de la temible Guardia Nacional y su grupo
de exterminio, los cuales eran comandados por coroneles pretorianos
incondicionales a Láchez y su revolución.
La educación privada desapareció y el monopolio de la
enseñanza pasó a manos de terroristas, así como todo el gabinete del dictador,
cuyos ministros eran ex convictos, guerrilleros comunistas, secuestradores y
conocidos asesinos y criminales, cuyos prontuarios estaban en manos de la alta
dirigencia mundial de los Derechos Humanos y Amnistía Internacional, quienes
esperaban ansiosos enjuiciarlos por Crímenes de Lesa Humanidad.
Lo mismo sucedió con la empresa privada, la cual fue
estatizada por el Régimen del Terror después de acusar caprichosamente a
empresarios e industriales de traidores a la patria a fin de acallarlos y despojarlos
de sus bienes e industrias. La propiedad privada, simplemente desapareció como
por arte de magia. Ahora todo era del Estado porque el Estado “proveía” de
bienestar al pueblo. La riqueza personal se convirtió en crimen y los antiguos
capitalistas eran perseguidos y asesinados bajo la acusación de ser agentes y
espías del imperio de ultramar.
El territorio vivía un estado de sitio permanente, donde la
seguridad personal y los más elementales derechos del hombre eran objeto de
burla, por lo que la vida no valía nada. La delincuencia se había adueñado del
día y de la noche en todas las grandes ciudades y barrios. El parte de guerra
diario sobrepasaba el centenar de muertos a manos del hampa. El régimen se
cruzaba de brazos bajo el absurdo pretexto y pretensión que de esa forma
acabaría con la delincuencia. “¡Qué se maten entre ellos mismos!”, afirmaban
entre risas mientras degustaban finos manjares y el más caro escocés en sus
reuniones revolucionarias, donde siempre estaban flanqueados por docenas de guardaespaldas
bien armados por su temor a ser asaltados y robados al salir de aquellos
lugares.
Pese a que el Régimen de Terror de Adolfo Láchez había
heredado leyes justas, los tribunales estaban infestados por los tristemente
célebres Mercenarios de la Ley, como llamaba el pueblo a los Jueces de la
Revolución, en su mayoría abogados inescrupulosos y “delincuentes de camisas
rojas”, quienes simultáneamente tenían el descaro de ocupar cargos importantes
en La Corte Revolucionaria de Justicia, el máximo, más denigrante y corrupto
tribunal del país.
En el mal llamado Palacio de Justicia se acataba una sola,
única y absoluta ley, la del dictador Adolfo Láchez, un teniente coronel que se
hizo del poder masacrando a la décima parte de la población. A la del hombre que
en sus años de academia militar lo llamaban La
piraña voladora debido a lo rapaz y hábil que era cuando integró el
escuadrón de paracaidistas del ejército al cual ahora había disgregado,
deshonrado y pervertido.
En el territorio, el octavo más rico productor de petróleo
del mundo, ya no se respiraba oxígeno sino monóxido de carbono. El dictador y
sus secuaces habían envenenado con odio apestoso y destructor a toda la
población.
Cuando decretó La
Guerra Petrolera en la región a fin de adueñarse, en propio provecho y de
sus más próximos seguidores de toda la riqueza que le brindaba el subsuelo, el
pueblo, sin distingos de razas, credos, nacionalidad, ni condición social, se
unió para enfrentársele.
Esgrimiendo su desacuerdo, más del ochenta por ciento de la
población se declaró en desobediencia civil y pacífica y, empuñando como única
arma la bandera nacional, comenzó a protestar contra el régimen con marchas y
contramarchas.
Sordo, el dictador ordenó a sus feroz y sanguinaria Guardia
Nacional y a “Los Círculos de la Muerte” aniquilarlos.
Fue así como devino la matanza. Todo el ancho territorio se
tiño con sangre de personas inocentes y desarmadas.
La Iglesia, siempre cómplice con su silencio y a fin de no
ver vulnerado el gran poder conquistado a través de los siglos con baños de
sangre, muerte, lujuria y asesinatos, ni un redoble de campanas en honor a los
caídos se atrevió a tocar.
El pueblo, sintiéndose solo y abandonado hasta en su fe,
resolvió declararse en desobediencia civil y entonces devino la guerra
fratricida.
Decidió enfrentarse a un ejército bien armado y poseedor de
los más sofisticados implementos de muerte, blandiendo con orgullo únicamente
la bandera de la libertad, la de su territorio, vulnerado y humillado.
En ese entonces en manos del pueblo sólo habían pocas y
rústicas armas, ya que el dictador, en una engañosa y hábil razzia que denominó
“Libros por armas”, desarmó a todos sus opositores a fin de dejarlos
desguarnecidos y a merced de sus sanguinarios esbirros. Mientras tanto armaba
hasta los dientes con fusiles de asalto rusos Kalashnikov AK-103 a sus “Círculos de la Muerte”, una
especie de batallones populares integrados por drogadictos, ex convictos,
delincuentes, proxenetas y prostitutas. En manos de La Fuerza del Mal y La
Guardia Pretoriana del dictador estaban más de cuatrocientos mil de esos
mortíferos fusiles que disparan seiscientas balas por minuto y con un alcance
efectivo de 300 metros.
Sin embargo no pudo acallar la voz del pueblo. Todo lo
contrario, las protestas aumentaron en número y cantidad de personas. El pueblo
contaba con un arma muy poderosa e indestructible: sus ansias de libertad y
justicia, la cual estaba soldada a su insoslayable determinación de romper las
cadenas que lo aprisionaban. En sus mentes y corazones tenían tatuada
claramente la palabra libertad y eso el dictador jamás podría incautársela.
Cuando la situación se volvió incontrolable, el dictador y
su gabinete títere, ya que el verdadero sustento del poder de Láchez estaba en
manos de su Fuerza Armada Pretoriana y sus aliados rojos de otros países,
impusieron el toque de queda en todo el extenso territorio.
Fue una medida desproporcionada y salvaje. No solo fue
establecida para evitar las aglomeraciones, reuniones y marchas y prohibir la
circulación de civiles desde las seis de la tarde hasta la seis de la mañana
del día siguiente, sino que durante las horas del toque de queda se le
eliminaba al pueblo los servicios de luz, comunicaciones telefónicas e Internet
con el objeto de tener bajo control la noche. A los únicos que se le permitían
esos servicios, pero bajo supervisión del Estado, eran a los hospitales,
algunas clínicas, farmacias de turno y, por supuesto, a la policía y todos los
entes del gobierno.
Los lacayos del régimen no tenían ningún problema con cortar
la luz eléctrica y la telefonía urbana, debido a que desde las centrales
desconectaban los perímetros por ellos previamente escogidos y catalogados como
“zonas escuálidas”, tal como denominaban a los sectores y urbanizaciones donde
residían los opositores del dictador. Pero se toparon con serias dificultades
con la telefonía celular, la cual, pese a que el gobierno controlaba y era
dueño de la más grande central del país en ese tipo de comunicación, les era
virtualmente imposible fiscalizar a todos los habitantes del territorio
nacional.
A fin de persuadir a la población, el Gobierno del Mal, a
través de avisos desplegados a páginas completa en todos los periódicos
nacionales y en emblemáticas cuñas transmitidas en emisoras de radio,
televisoras y altavoces colocados en los sitios más neurálgicos y de mayor
concurrencia en las principales ciudades del país, advertía amenazante que
durante el toque de queda estaba terminantemente prohibido la utilización de
celulares y que su uso clandestino sería castigado so pena de muerte, tanto
para el que fuese sorprendido in fraganti como para el que durante las horas de
restricción era sindicado, por mínimo tres miembros de “Los Círculos de la
Muerte”, de tener en su poder el pequeño aparato encendido.
Pese a las criminales amenazas, no se rompió la red
informativa entre los opositores al Régimen del Terror. No obstante la dicha
duró poco.
El Ministro de la Red Revolucionaria de Comunicaciones
adquirió un novedoso sistema de GPS que podía localizar a quien fuese con solo
digitar el número celular de la persona.
“Hagan la prueba, se van quedar asombrados –afirmaba
complacido el alto jerarca del gobierno en reuniones del alto gabinete–. Solo
con marcar el número del teléfono, es decir sin claves, pueden localizar y atrapar
a quien sea. La tecnología de hoy en día nos ha rebasado. Cuando quieran saber
dónde anda cualquier “escuálido” que traiga celular lo pueden ubicar fácilmente
por triangulación de señal celular combinada con tecnología de GPS” –finalizaba
soltando una sórdida carcajada.
Semanas antes de que estallase la guerra fratricida, el
gobierno del tirano Láchez decretó la prohibición de empleo de celulares y
otros medios de comunicación similares, como Internet, también durante el día,
por lo que comenzaron en todas las dependencias, gubernamentales o no, un
decomiso masivo de aparatos y revisión meticulosa de las conexiones de las
computadoras.
Desde el día en que entró en vigencia tan desatinado
decreto, sólo se podía utilizar ese tipo de teléfonos con un salvoconducto, el
cual, por supuesto, emitía el Ministerio Revolucionario de Comunicaciones del
régimen.
Enseguida se inició un mercado negro de celulares y
salvoconductos que tenía sobre ascuas a los secuaces del dictador, porque las
comunicaciones entre los que después se denominaron Libertarios seguía con más
fuerza y decisión, sin importar que fuesen o no identificados. Por supuesto
usaban claves y códigos y se intercambiaban celulares para despistar a sus
perseguidores. Otra de las tácticas que utilizaban a fin de no ser
descubiertos, era “distraerles por minutos” el celular a la gente del gobierno
mientras se emborrachaban en las lujosas discotecas de la región. Para ello
disponían de una red bien compacta integrada por barman y mesoneros que
adversaban el régimen de Láchez y a sus sanguinarios esbirros.
Ya todas las libertades habían sido vulneradas y sólo
quedaba el camino de las armas. Desde lo más profundo del corazón del pueblo
brotó la “Insurrección Libertaria”. Sus líderes, muchos de los cuales habían
sido identificados por el régimen, trabajaban en las sombras. Otros,
perseguidos y torturados, y una gran mayoría vivía en la clandestinidad. Sobre
sus cabezas colgaba el péndulo de la muerte inmediata y sumaria.
Con ínfimos recursos de capital, debido a que la totalidad
de los bienes de los que poseían fortuna habían sido confiscados o simplemente
robados por el dictador y sus secuaces, el pueblo, unido en una sola voz,
comenzó a dar la gran batalla a Adolfo Láchez.
Unos se apertrecharon en Los Picos Nevados, otros, quizás
los más numeroso, en Los Valles Verdes. Los pescadores y trabajadores de
oriente en Mar Azul y los pobladores de la capital y otras grandes urbes, en La
Cordillera de la Costa, donde luchaban Url y sus guerreros.
El régimen no sólo poseía las armas más mortíferas, sino el
petróleo, recurso económico que alimentaría por muchísimos años la construcción
de un Estado de Muerte y un ejército inexpugnable. La riqueza que tenía que
haber sido destinada al bienestar del pueblo, ahora se volvía contra este como
arma asesina.
Precisamente en esos días, cuando los combates comenzaron a
arreciar en la gran ciudad y zonas aledañas, Cristhian, el ahora rebautizado
gracias a los fragores de la guerra como Url, para evitar que sus sienes
estallasen, decidió refugiarse en la espesura de El Águila, la alta montaña
aledaña a la metrópoli donde vivía.
Antes del fatal accidente donde perecieron su esposa e hijo,
era uno de los más acérrimos detractores del régimen. No dejaba de participar
en ninguna convocatoria del “Grupo de los Ilustrados”, una especie de alianza
mágica que había logrado que todos los sectores adversos al dictador se uniesen
en una sola voz y propósito. El régimen comenzó a perseguir a sus integrantes,
ya que la estrategia del dictador se basaba en la división del pueblo con el
objeto de reinar sin molestias.
Láchez, desde la óptica de Maquiavelo, siempre le repetía a
sus íntimos: “Mejor ruinas humeantes y unos pocos sobrevivientes acobardados,
que reino ninguno… La primera preocupación para el príncipe no es el bienestar
de sus súbditos, sino la continuidad en el poder”.
Y eso era lo que realmente pretendía el tirano para su
Estado-Reino: ruinas humeantes y hombres acobardados, porque significaba la
continuidad de su poder.
Los jerarcas del mal no lograron ese objetivo. Víctimas de
su propia soberbia y prepotencia, en vez de desunir al pueblo lograron
ensamblarlo en una sola fuerza, tan compacta y sólida como el acero, y ante que
acobardarlos le inyectaron decisión y valor.
Fue así como los sectores más irreconciliables de la
sociedad, entre ellos empresarios y obreros, se aliaron en un sólo ideal: la
libertad de su pueblo.
En aquellos días Cristhian no podía hilvanar paz con
sufrimiento, ni terror con batallas. Por eso hizo lo que hizo. Nunca rechazó el
combate. No se consideraba cobarde ni valiente, sino simplemente un hombre
común que, al igual que todos los demás, exigía respeto a la dignidad humana y
a su don más preciado: la libertad, la cual había sido ultrajada por el Régimen
del Terror implantado por Láchez.
Luchaba para extirpar, de una vez por todas, el cáncer del
odio que el dictador había sembrado en todo el territorio y acabar con la
muerte, la miseria y el hambre del pueblo.
En ese entonces Cristhian tuvo que soportar un doble dolor:
el que confrontaba su región y sus hermanos de sol, quienes perecían en lucha
desigual, y la de su pérdida, tan dolorosa como la que estaba aconteciendo
abajo, en el valle, donde la gran ciudad capital se desangraba y lloraba.
Sabía que la tiranía se había posesionado de almas y bienes.
Sobre todo de la élite de generales y sátrapas corruptos, quienes como Judas
vendían su voluntad al diablo, no por treinta monedas, sino por muchos millones
de dólares que el dictador les ponía en bandeja de plata y en sitio seguro en
bancos del exterior.
La región se había convertido en reino de impunidad. La
inversión de valores era el pan nuestro de cada día. Al que le asistía la razón
y el derecho era delincuente, y el que tenía las armas y el poder, se convertía
en único poseedor de la verdad y saber absoluto.
Todo estaba al revés. Los principios habían sido mancillados
y pisoteados tan vilmente, que la libertad se convirtió en una marioneta que
giraba en un carrusel loco y desbocado.
Lo peor era la cadena de persistentes asesinatos que día
tras día iban tejiendo un manto con encajes de muerte sobre las ciudades más
importantes del territorio.
Todo, hasta las más viles de las afrentas, habían sido
soportadas con dignidad.
El aumento de los asesinatos y “desapariciones” sin sentido
de muchas personas, cuyos cadáveres luego eran hallados en remotas zonas con
despiadados signos de tortura, colmó la paciencia del pueblo, el cual, a una
sola voz, salió en gran marcha hasta el palacio presidencial implorando
libertad y condenado la represión.
Miles y miles, quizás millones de hombres, mujeres, niños y
ancianos, estudiantes, negros, blancos o mulatos, ricos, pobres o indigentes,
gritando: “¡No tenemos miedo!... ¡Ni un paso atrás!… ¡Libertad!”... marcharon
por largas y serpenteantes avenidas de la capital.
Visto desde lo alto de los edificios, semejaba el más
caudaloso de los ríos humanos. Siquiera la fantasía más prolífica hubiese
podido jamás imaginar una cosa igual. Nunca ojo alguno sobre la Tierra había
visto tan fiel y compacto caudal de decisión marchar por un mismo y único
ideal: ¡La libertad! Con el atardecer, cuando el sol buscaba pesaroso su
descanso, entre las miles y ondeantes banderas que enarbolaban aquellos seres
ungidos de esperanza parecía brotar una aureola espiritual que se expandía
hacia lo profundo del universo.
En cada marcha se percibía el sollozo del alma. Se podía
aspirar en cada paso, en cada movimiento, el latido de un inmenso corazón que
clamaba libertad. Millones de almas palpitaban a un solo ritmo, en un solo
ahogo.
No obstante, ráfagas de metralla y francotiradores ubicados
estratégicamente por el Régimen del Terror sobre techos de edificios y puentes,
convirtió en alfombra llena de sangre y dolor a “La Madre de Todas las
Marchas”, la cual desde norte y sur, este y oeste, se dirigía pacíficamente
hacía el Palacio Blanco de Gobierno para exigirle al tirano elecciones libres.
Niños y mujeres, ancianos y hombres, pobres y ricos, débiles
y fuertes, desvalidos y mendigos, dejaron su último aliento en el caliente
asfalto de calles y avenidas de la capital.
No hubo tregua ni compasión, sino una matanza cruel y
sádica. Varios miles, quién sabe cuántos, porque muchos cuerpos nunca
aparecieron, fueron asesinados por las metrallas de los esbirros del dictador y
“Los Círculos de la Muerte” que el mismo Estado había creado para masacrar a
sus propios hermanos de sol.
El fratricidio había dado a luz aquella tarde del 11 de
abril.
Los muertos se contaban por cientos en todas las calles. El
odio se había desbordado en sangre con macilento dolor. Desde ese momento la
consigna, el parte de guerra del pueblo, fue: “¡Abajo el tirano!... ¡Muera la
opresión!”.
De allí devino la cruenta lucha que Cristhian, ahora llamado
Url, estaba librando junto a Los Libertarios, los sobrevivientes de las
masacres y persecuciones del Régimen del Terror.
7
Cuando Url llegó a La Atalaya de los Susurros, Longar ya
había sido atendido por los médicos.
–Fue sólo un rasguño –rezongó el aguerrido comandante
mostrándole el hombro vendado, aunque era mucho más que eso, pero trataba de
ocultarlo.
– ¡Déjame ver! –solicitó Url apartándole la mano con la que
se cubría la herida.
–Bien… Si quieres ver, mira… Pero no es nada grave
–insistió.
– ¿Un rasguño, eh?...–musitó El hombre del báculo al ver las lesiones que le habían causado las
esquirlas de una granada.
Longar estaba en las afueras del hospital sentado en un
desvencijado taburete de madera forrado con piel de cabra. Tenía la espalda
recostada de la pared de tablas de la barraca y una de sus piernas estaba
sujeta a un rudimentario cabestrillo atado con vendas. A su lado otros
guerreros, con contusiones menores, habían sido acostados en improvisadas
camillas hechas con troncos de eucalipto.
Url se inclinó apoyándose en el madero divino y colocó la
nariz muy cerca de la herida. Estuvo en esa posición apenas algunos segundos.
Luego se incorporó.
–Las esquirlas no
tocaron ningún hueso… Pronto sanarás, pero debes cuidar tu pierna, porque con
ese desgarre perderás mucha movilidad –pronosticó reposado.
– ¿Y cómo lo sabes, si aquí no tenemos equipo de rayos X?
–interrogó el guerrero negro.
– ¡Adivina! –contestó haciendo un mueca y dándole la
espalada se dirigió hacia el interior del hospital para atender a los otros
heridos.
Longar movió la cabeza apenado por estar, a estas alturas,
preguntado algo tan obvio como inexplicable.
Larga media hora después de estar con los otros combatientes
Url buscó la salida. Silvio Torres lo esperaba.
– ¿Cuáles son las bajas? –preguntó al verlo.
–Muchas, aún no tengo cifras… Algunos heridos están siendo
auxiliados en el mismo lugar donde cayeron –notificó el joven comandante
mientras sacudía el “aguijoneador” para removerle unos pequeños restos de barro
que se le habían adherido durante la batalla.
– ¿Dónde están Alcántara y los demás?
–Interrogando a los prisioneros… Los otros evaluando bajas y
reparando algunas defensas –precisó.
–Los prisioneros no deben ser llevados, por ningún motivo, a
Valle Encantado –señaló con autoridad–. Katria tiene instrucciones al respecto
y espero que, por nuestro bien –enfatizó–, todos las cumplan.
–No te preocupes, así se hará –aprobó el héroe de La Madre
de Todas las Guerras.
Antes de dejar la atalaya le pidió a Silvio que convocase a
todos los comandantes a una reunión que sostendrían la mañana siguiente, muy
temprano, en la explanada de Valle Encantado, en el mismo lugar donde lo habían
hecho siempre.
Mientras cabalgaba de regreso, Url era aclamado por
centenares de Libertarios, entre ellos las valientes mujeres-guerreras que se
cruzaban en su camino, a quienes contestaba alzando el báculo, el cual sostenía
en su mano izquierda.
Al llegar a una pendiente repleta de pedruscos, se detuvo y
haló suavemente la rienda para que Nube girara hacia el este.
Miró hacia La Atalaya de los Susurros, único lugar de todas
las montañas dominadas por Los Libertarios que tenía en su cima un pequeño
bosque de altos y frondosos eucaliptos. En sus sombras los guerreros habían
construido una bucólica chozuela de madera desde donde los centinelas dominaban
parte de la inmensa Cordillera de la Costa. Cuando los radiotransmisores eran
inutilizados por el enemigo, a través de ella se comunicaban con los otros
vigías utilizando pedazos de espejos que hacían reflejar al sol.
Entre el ceniciento verde de las laderas, donde apenas nacía
una maleza silvestre y rastrojos enanos, aquel paraje parecía un oasis en la
punta del cielo. Url la concebía como una obra maestra esculpida por la madre
naturaleza.
Mucho más fascinante era contemplarla durante el crepúsculo,
porque tanto los grandes eucaliptos como la endeble choza, parecían suspendidos
sobre nubes color miel que se refractaban en el infinito.
El hombre del báculo
esbozó una sonrisa de satisfacción, le echó un último vistazo y siguió bajando
por los empinados desfiladeros.
Antes de llegar palpó el talego que tenía terciado en la
espalda para asegurarse que la Biblia aún estaba allí, que no la había perdido
durante el fragor del combate. Al tocarla se tranquilizó e internó en la densa
neblina que como sábana milagrosa protegía a Valle Encantado de las incursiones
de los mortíferos Sukoi y de cualquier mirada curiosa que proviniese del cielo.
Un grupo de alegres chiquillos que lo vieron acercar, así
como mujeres y ancianos, corrieron a recibirlo.
Cuando estuvo frente a la cabaña, desmontó. Un joven
guerrero que esperaba su regreso tomó las riendas de Nube y lo condujo al
establo para asearlo y darle de comer.
–Fue sólo una batalla… Habrá otras… La guerra aún no ha
terminado... –dijo para contener la embriaguez festiva de los lugareños que lo
rodearon.
No hubo forma de refrenarlos. Tampoco había porqué. Después
de tanto sufrimiento, una victoria más era sinónimo de esperanza, de vida y
nuevo amanecer.
Los observó con afecto mientras se retiraban lanzando
vítores, dio un paso al frente y dándoles la espalda entró a la cabaña. Apoyó
el báculo de la pared, se despojó del talego y de su interior extrajo la
pequeña Biblia. Con El Libro Sagrado entre las manos se echó sobre el camastro,
la abrió al desdén y comenzó a leer.
Estaba casi por cerrarla y disponerse a dormir, cuando de
improviso sus ojos tropezaron con un pasaje que lo estremeció. Se irguió y
volvió a leerlo. Las palabras ahí escritas respondían cristalinamente todas las
dudas, todos los temores e interrogantes que se había venido haciendo. Le
concedían la explicación que terca e inútilmente trataba de buscar en la
lógica, pero no hay lógica en lo divino, en lo Omnipotente, en lo Supremo. Al
fin pudo comprenderlo todo cuando leyó:
Alzaré mis ojos a los montes. ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de
Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero, ni se
dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a
Israel. Jehová es tu guardador, Jehová es tu sombra a tu mano derecha. El sol
no te fatigará de día, ni la luna de noche. Jehová te guardará de todo mal, el
guardará tu alma. Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para
siempre.
Al terminar la lectura aprisionó con fuerza entre las manos
el Cristo de plata que colgaba de su cuello, cerró el Libro Sagrado, lo posó en
un extremo de la colchoneta y con la mirada fija en el rincón más oscuro se
puso a meditar.
“¿Por qué dudé Dios mío, por qué?”, se preguntaba una y otra
vez desde lo más profundo de su ser... “¿Qué me hizo vacilar y por qué?”…
¡Dios, por qué lo hice!... ¿Por qué dudé?”… ¡Perdóname, por favor!”. Se
recriminaba en silencio. No comprendía su repentina debilidad, su indecisión durante la batalla y porqué se sintió
inseguro en aquellos instantes en que la vida y la muerte de casi un millar de
guerreros y toda la seguridad del valle y del Ejército Libertario dependían de
él y del báculo… ¿Qué le indujo a dudar del poder del madero cuando pensó crear
un escudo de hielo para contener el ataque de los aviones enemigos?... ¿Por qué
flaqueó si él sabía que el báculo funcionaba en concordancia con sus
pensamientos?
Por más que trató de hallar respuesta, no pudo encontrarla
ese día, quizás jamás lo haría, pero se juró a si mismo que no volvería a
flaquear. Nunca más se estremecería ante su decisión o pensamiento. Mucho menos
después de leer el hermoso pasaje que le ofrendó El Libro Sagrado.
Katria estaba sentada al pie de un risco balanceando
distraídamente sus blancas y torneadas piernas al vacío. El lanzacohetes lo
había apoyado a un costado, al alcance de sus manos.
Los rubios rizos de su cabellera batían al capricho de las
impertinentes ráfagas de viento. Estaba tan absorta en sus pensamientos, que
siquiera se molestaba en quitárselos delante del rostro.
Lucía agotada. En su mente se repetían escenas de guerras,
muerte y sangre. Aunque ese día aquellos fantasmas de destrucción y desolación
no la perturbaban tanto como la imagen de Url, sus movimientos, esa misteriosa
mirada que no había podido descifrar y los latidos que le producía en el
corazón de sólo verlo. Estaba atrapada en una paradójica encrucijada que no
podía resolverse con balas ni con los más intrincados cálculos matemáticos.
Advertía, aunque trataba infructuosamente de camuflarle ese sentimiento a la
razón, que en su ser había germinado la semilla del amor. De un amor que ella
misma no comprendía, pero que era tan transparente, real y puro como el agua
del manantial que veía fluir por el desfiladero que tenía frente a ella.
Mientras su corazón se debatía entre lo posible y lo
imposible, en la parte baja de la montaña, entre una enramada tejida por el
viento, vio a Abraham hablando con otros dos guerreros. Aunque por la distancia
no pudo distinguir sus rostros, presumió que eran Libertarios.
Aquella escena la alarmó y puso, instintivamente, sobre
aviso.
“¿Qué hacía ahí Abraham si su comando quedaba al sur de esa
depresión montañosa?... ¿A qué se debía esa reunión aparentemente clandestina?…
¿Por qué no estaba con los otros comandantes interrogando a los prisioneros?”,
se preguntaba confusa.
Sin hacer ruido se incorporó y agazapada fue desplazándose
sigilosamente hacia un costado con el objeto de ver mejor e identificar las
personas que estaban con Abraham.
Pese al esfuerzo y agilidad felina, cuando apenas alcanzó un
punto de observación más directo, la imagen se desvaneció ante sus ojos.
No obstante vio el momento de la despedida, cuando Abraham
alargó la mano y estrechó, a manera de saludo, la de uno de los hombres, que
durante todo el tiempo permaneció con la cara oculta tras unos arbustos.
Enseguida aquellos espectros de la enramada desaparecieron
entre la espesura.
Desconsolada, sacudió la cabeza a fin de disipar los
sombríos pensamientos que por instantes la asaltaron y regresó donde estaba
sentada. Recogió del suelo el lanzacohetes, se lo echó al hombro y comenzó a
caminar a hacia Valle Encantado.
Url despertó muy temprano al día siguiente.
Pese a que la reunión con los comandantes estaba fijada para
las siete, antes del amanecer salió de la cabaña y caminó hacia la ladera este,
donde las flores nacen con más color y brillo porque son rociadas por los
primeros y milagrosos rayos de la mañana.
A medida que avanzaba hacia un rápido reconocimiento a los
puestos de vigilancia. Al verlo, algunos centinelas lo saludaban levantando sus
armas, a lo que Url respondía moviendo el báculo sobre sus hombros.
Antes de salir estuvo leyendo la Biblia iluminado por la luz
de una gruesa vela que había colocado en lo alto de la cabecera de su rústica
cama.
En Valle Encantado todos los quehaceres se realizaban de
día, por lo que no le estaba permitido a nadie hacer fogatas. Cuando en las
noches tenían que desplazarse de un lugar a otro lo hacían con linternas. Las
chozas, cabañas y pequeñas edificaciones de la aldea, se alumbraban con velas,
la mayoría de ellas hechas de cebo de res. Sólo había un cobertizo, el cual era
utilizado para los caballos. Las vacas, cabras, cochinos, conejos, gansos,
gallinas y demás animales, pastaban y dormían libres, a la intemperie. Allí
tanto el día como la noche comenzaban muy temprano, antes de que el sol se
atreviese a salir o la luna a brillar. En ese solitario paraje nunca hubo
vestigios de luz eléctrica. No obstante se tomaban precauciones para resguardar
a Valle Encantado de cualquier incursión nocturna, la cual no había sido
totalmente desechada por los comandantes pese a que todas las arremetidas de La
Fuerza del Mal acontecían de día.
Mientras caminaba utilizando el báculo como bastón, se
repetía mentalmente unas frases que había leído momentos antes en la Biblia.
Se sentía desconcertado. No lograba entender el significado
real de la parábola que le advertía: ¡Libra mi alma, oh Jehová, del labio
mentiroso y de la lengua fraudulenta!… ¿Qué te dará, o qué te aprovechará, oh
lengua engañosa?
Estuvo reflexionando sobre aquella extraña referencia hasta
que llegó la hora acordada de la reunión.
Con pasos firmes, báculo en mano y el cabello batiéndole en
la espalda cada vez que brincaba uno de los terraplenes que dividían huertos y
sembradíos, se dirigió hacia el sitio del encuentro.
Todos, disciplinadamente, lo estaban esperando. Al arribar a
la explanada los comandantes saludaron con afecto a su guía y salvador, quien
como respuesta les brindó una sonrisa.
Katria le indicó un lugar para que se sentase junto a ella.
Url se desplazó hacia el sitio señalado por la guerrera y se
acomodó a su lado.
–Hoy tendremos que tomar decisiones muy importantes –dijo
después de sentarse–. De ello dependerá nuestra subsistencia y la victoria
final sobre La Fuerza del Mal.
–Se ha perdido mucha sangre… No creo que podamos soportar
más destrucciones y sacrificios –interrumpió Giovanni, quien todavía tenía
parte de su vestimenta manchada de sangre enemiga.
–Por eso debemos apresurarnos –contestó Url sin inmutarse.
El Hombre del Báculo
no sólo era parte de la guerra. ¡Era la guerra en sí misma y su solución!...
Una solución, una respuesta, que esperaba que viniese del mismísimo Creador.
–Muchos guerreros han muerto hoy… La gente va perdiendo la
esperanza…–exhortó Longar, quien por sus heridas estaba recostado de un árbol
sosteniendo en sus manos un par de muletas hechas con leños secos.
–Lo sé… Sé que muchos, más de los que yo esperaba, han
muerto… Sin embargo les pido calma…
–Tú fe y tu valentía nos ha mantenido con vida hasta ahora,
pero qué pasará mañana… ¿Qué pasará si esto dura otro año más?… –preguntó
agitado Abraham, quien tenía anudado en la cabeza un pañolón verde oliva.
–Nada pasará si seguimos firmes y unidos… No hay lugar para
flaquezas… ¡Entiendan!... ¡Nuestra única fuerza es la fe! –expresó Url
mostrando el báculo.
–La guerra ha minado nuestra fe, pero estamos contigo… ¡Tú
eres nuestra fe!... –terció Katria tratando de acabar con las dudas y temores
que había entre los guerreros.
– Gracias, bella comandante, pero me urge comunicarles algo…
De ello dependerá nuestra subsistencia…
–Eso es lo que nos gusta de ti… Siempre nos tienes sorpresas
–expresó risueño “Pepe” Alcántara, quien tenía terciadas dos bandoleras
repletas de cartuchos en el pecho.
–Pareces adivino, Pepe, porque lo que les voy a comunicar
parecerá disparatado, pero de ello dependerá nuestras vidas.
–Dinos de qué se trata –interrumpió nervioso Doyle Hatch,
quien sostenía un vaso lleno de jugo de naranja mezclado con zumo de zanahoria
y remolacha, bebida la cual, según decía muy convencido, era elixir de dioses y
un reconfortante muy poderoso.
–Escuchen bien, porque lo que voy a decir es muy serio… Por
eso presten bien atención –afirmó pausado Url.
– ¿Es tan grave la situación? –indagó Abraham más sereno,
pero sin ocultar su preocupación.
–Sí, terrible… Tanto, que tendremos, ahora más que nunca,
que trabajar como un sólo hombre… Como un engranaje de precisión, de otra forma
será el fin.
– ¿Qué peligro tan terrible nos amenaza?… ¿Qué más nos
podría suceder? –preguntó confuso Kunato.
–Escuchen bien y no olviden lo que voy a decir. Me fue
revelado que debemos reunir toda la madera posible para construir navíos que
tengan la suficiente capacidad para embarcar a todos los hombres, mujeres,
niños, ancianos y animales que moran en Valle Encantado.
Sus palabras causaron una reacción de inmediata perplejidad
y confusión. Todos, incluso Katria, lo miraron asombrados. Esperaban que sus
labios pronunciasen otra cosa. Todo, menos aquello. Por instantes creyeron que
su conductor había perdido la razón.
Url alzó los brazos para tranquilizarlos. Los comandantes
callaron, no obstante el desconcierto persistió.
–De qué hablas, ¿barcos sin tener mar? –preguntó con
insolencia el más vigoroso de los Consejeros.
Url aparentó no haberlo escuchado. Sus pensamientos estaban
más allá de su cuerpo. Su fe era grande y superficialmente imperceptible. Un
solo suspiro suyo bastaba para absorber el aroma de Dios a su alrededor.
–Veo que no es el día… En otra oportunidad les hablaré de
ello –enfatizó tolerante–. La segunda propuesta que traigo, aunque fue
discutida en el anterior Consejo, es la de crear una red de inteligencia que
penetre las filas enemigas… De eso ya he hablado con Kunato y Silvio, quienes
me expusieron un plan que es de mi entera satisfacción… Lo último que quiero
que aprueben –dijo respirando profundo–, es una operación relámpago para
sabotear las instalaciones petrolíferas de El Haíto, en Mar Azul… El objeto es
cortar la capacidad de refinación de la planta para disminuirle a Láchez los
fondos para comprar más armas.
Hizo silencio por unos instantes a fin de sopesar la
reacción de sus comandantes, pero todavía estaban desconcertados con el anuncio
de la construcción de los barcos.
–Ese punto, el del saboteo –prosiguió imperturbable, pero
sin dejar de acariciar el báculo–, está en manos de Hatch, quien es experto
petrolero y conoce al detalle cada rincón de la refinería de El Haíto y sus
puntos vulnerables… La acción –participó cauto– en caso de que se apruebe, la
llevaremos a cabo con cinco comandos integrados por cinco hombres cada uno… La
finalidad es ganar rapidez estratégica y evitar ser descubiertos. Es todo lo
que quería decir… Los detalles sobre las operaciones están en manos de Kunato,
Silvio y Hatch. Estoy listo a escuchar sus inquietudes –concluyó en tono suave,
casi paternal.
–Y lo de los barcos, ¿qué significa y quién estará frente a
ella? –inquirió Longar, quien seguía de pie y apoyado en las rudimentarias
muletas.
–Veo que eres el único que ha escuchado con seriedad mis
palabras… Por eso voy a insistir… Todos… Mujeres, niños, ancianos y todos los
guerreros de que podamos disponer deberán aportar sus fuerzas para construir
los navíos… Diez de ellos y muy grandes…
– ¿Barcos en la montaña?... ¿No estarás exagerando? –asomó
despectivo Abraham.
–No, querido amigo. Nada más lejos…
–Entonces, ¡explícanos!... –intervino Giovanni, quien
acomodándose su boina negra agregó con ironía –: ¿Góndolas en la cordillera?...
Es lo único que me faltaba ver.
La impertinencia turbó de tal forma a Katria, que resuelta
salió en defensa de Url.
– ¿Son imbéciles o se lo hacen?... –Soltó furiosa por su
sensual boca–. ¿No los ha guiado hasta ahora a la victoria?… ¡Sin su apoyo
hubiésemos perecido hace mucho tiempo!… ¡Escuchen sus palabras porque están
respaldadas por Dios!
La reprimenda provocó un sepulcral silencio, el cual fue
roto por Url.
–Sé, amigos y guerreros, cuán eficaces y leales han sido,
pero Katria tiene razón, no es una decisión mía, sino del Señor, a quien le
debo mis dones y amor.
Al escuchar la palabra “amor” Katria volteó instintivamente.
Sus bellos ojos se adhirieron a los suyos como un adhesivo. Era la primera vez,
durante todo el tiempo que había estado en la montaña, que pronunciaba esa palabra.
–Pero, ¿con qué finalidad, y me disculpas, debemos construir
barcos en estas desoladas montañas, si el mar está a más de cien kilómetros de
distancia de aquí? –interrogó Silvio, el estratega, el hombre más avezado en
tácticas de guerra entre todos los comandantes.
–Está a mucho más de cien kilómetros de nosotros, en caso de
que pudiésemos avanzar, pero eso es imposible, en línea recta hacia el mar
–corrigió Url–. La finalidad… La finalidad, ya que eres el primero que lo
pregunta, es la de evitar morir bajo las aguas…
– ¿Morir ahogado en tierra y nuestra única salvación serán
unos barcos de madera? –inquirió confuso Pepe Alcántara mientras mecía la
cabeza incrédulo.
– ¡Sí!... Así me fue revelado y así se los comunico a
ustedes –contestó parco, pero seguro de lo que estaba diciendo –. Además,
debemos crear inmediatamente –agregó ante sus sorprendidos comandantes– una red
de correos que transmita esta decisión a todos los líderes Libertarios de las
demás regiones… Tanto de oriente, como de occidente y sur o donde haya un
bastión de guerreros que luchan por nuestra misma causa… Se tendrá que hacer
con cautela a fin de no alertar al enemigo –concluyó con determinación alzando
en alto El báculo de la Esperanza.
– ¡Mi voto es para que se haga lo que dice El Señor de las
Montañas! –afirmó inmediatamente Katria para disipar cualquier indecisión entre
los comandantes.
Al escuchar otra vez de labios de Katria lo de El Señor de
las Montañas, Url la vio con embarazo.
–Hasta ahora tú nos ha llevado a la victoria…Yo creo en ti
tal como creo que Dios existe… ¡Mi voto también es para ti, Url, Señor de las
Montañas! –expresó con su voz ronca y decidida el negro comandante Longar
dejando caer una de sus muletas para alzar en alto la ametralladora MAG que
sostenía en la mano.
La aprobación de todos los demás, incluido el Consejo de
Ancianos, prosiguió en estruendosa euforia.
– ¡Todos estamos contigo, Señor de las Montañas! –gritaron
casi al unísono los fieles guerreros.
Desde aquel momento y gracias a la persistencia de Katria,
en la comarca todos comenzaron a llamarlo El Señor de las Montañas o,
simplemente, Señor de las Montañas.
El sol empezaba a calentar las laderas de Valle Encantado y
algunos rayos que se colaban como ráfagas entre los árboles dieron por
terminada la reunión.
Todos a sus puestos –ordenó Url–. Veremos que nos depara
este nuevo día.
9
En el cuartel general de Defensa Estratégica, el Estado
Mayor de La Fuerza del Mal afinaba los últimos detalles de lo que ellos
llamaban “el plan maestro” para acabar con los sediciosos y rebeldes que se
oponían al régimen de Adolfo Láchez.
Mucas Picón, un general de tres soles, convertido por obra,
gracia y capricho de Láchez en Mariscal de Campo, sin tener otro mérito que su
incondicional servilismo para ostentar tan alto grado, se dirigía a los
miembros del Estado Mayor.
–Tenemos un problemita que debe ser resuelto por ustedes
–comenzó diciendo–. Al parecer y según informes de inteligencia, un hechicero
acantonado con los rebeldes en La Cordillera de la Costa está perturbando
nuestras defensas–. Tomó aire, hizo un ademán de superioridad y con énfasis
prosiguió–: Tal parece que un país del norte, el cual se considera a sí mismo
Imperio, les está enviando armas desconocidas, hasta ahora, por nosotros.
Mientras lo asistente escuchaban con atención, Mucas se
arregló unas pesadas y brillantes medallas que colgaban del peto de su
guerrera, cogió delicadamente entre dos dedos una fina copa de bacará que tenía
al frente, sobre la mesa, y luego de tomar un largo un sorbo de agua, sentenció
orgulloso.
–Nosotros estamos muy cerca de construir, y de hecho ya lo
tenemos casi formado, uno de los ejércitos más poderosos del mundo.
– ¡Somos el poder, Láchez es nuestro Libertador!… ¡Láchez
Libertador!... ¡Láchez Dios de la nación! –interrumpieron en marcial barullo
los generales reunidos en la larga mesa.
–Para lograrlo, para tener el Ejército más grande del mundo,
cosa que alcanzaremos en apenas seis u siete meses gracias a nuestros aliados
de China, Irán, Cuba, las FARC y Al Qaeda, debemos aniquilar a los rebeldes, a
esos grupos de indigentes que están fastidiando nuestras operaciones tácticas.
Mucas se acomodó la boina roja que escondía parte de su
abundante cabellera negra, acarició con enfado la barbilla y utilizando un tono
sutilmente amenazante, precisó a los treinta y cinco componentes de su Estado
Mayor.
–Espero de ustedes soluciones inmediatas… No sólo se lo pido
yo, sino Adolfo Láchez, quien está inquieto con esta situación –finalizó
intimidatorio.
Los generales, almirantes y algunos coroneles miembros del
Estado Mayor sentados en la gran mesa semejaban marionetas en posición de
firmes pese a estar bien apoltronados en los mullidos asientos de aquel cuartel
que, por su opulento decorado, parecía más bien un elegante salón de banquetes.
El mariscal esperaba una rápida respuesta, pero esta no
vino. Hizo un torpe y concluyente ademán con la mano invitando a los
integrantes de su séquito a que tomasen la palabra. Pese a la persistente
mirada con la que los incitaba y la sonrisa que jamás dejó de esbozar, el
silencio prosiguió.
De repente y ante la expectativa del mariscal, los miembros
del Estado Mayor al unísono, como impulsados por un resorte extendieron su
brazo con el puño cerrado en alto y gritaron.
– ¡Láchez!... ¡Láchez!... ¡Patria, revolución o muerte!
– ¡Calma!... ¡Calma! –exigió Mucas levantando la voz–. Eso
está muy bien, pero lo que les estoy pidiendo es una solución a la cuestión del
brujo que está en la cordillera.
Todos volvieron a callar. Nadie osaba hablar del asunto, el
cual, sabían de antemano y por desafortunadas experiencias, les había traído
muchas bajas y pérdida de equipo sin ningún resultado satisfactorio. Todo lo
contrario: cada incursión a la Cordillera de la Costa se convertía en un
verdadero desastre para las huestes del Ejército del Mal.
Mucas Picón esperó y como nadie se atrevió a responder su
solicitud, estalló en furia.
– ¿Y es qué nadie va a decir nada, cuerda de imbéciles?
Nada. Ni una mosca se atrevió a romper aquel silencio. No
tenían explicaciones, mucho menos un plan para acabar con los rebeldes de La
Cordillera de la Costa.
De pronto, del borde más lejano de la larga mesa, se escuchó
una voz.
–Con su permiso mariscal, yo si tengo algo qué decir.
– ¡Entonces dilo!... ¿Qué estás esperando? –repuso con
indignación Mucas.
Quien se había atrevido a romper el mutismo era Luis Racía
Carnero, un espigado y negro general, recién ascendido por su adhesión
incondicional al Régimen del Terror. Soles que logró por dirigir una de las
masacres más sanguinarias en la historia de la región, en la cual perecieron
cerca de un centenar de civiles, entre hombres, mujeres, niños y ancianos.
Todos ellos desarmados. Fue en la época de las grandes marchas y contramarchas
cuando el pueblo, armado solo con la bandera de su territorio, exigía libertad
y la renuncia del dictador.
–Mariscal, debo decirle, con toda la seriedad que el caso
amerita, que el líder que dirige las montañas del este, no es ningún brujo, babalao, o hechicero…Usted, mariscal,
sabe que yo sé de eso y que he estudiado durante muchos años la magia negra y
la brujería… Por eso le digo, con toda seriedad y convicción, que en el este no
estamos batallando contra un brujo, sino contra un Dios, porque…
Mucas no lo dejó terminar. Exasperado se dirigió a La
Guardia de Honor.
– ¡Saquen a este loco de aquí!… –rumió fuera de sí–.
¡Rápido!... ¡Fucílenlo por traición a la revolución y a la patria!...
Antes la incoherente orden de Mucas Picón, Carnero trató de
sacar su arma, pero fue inmediatamente sometido por La Guardia de Honor, la
cual, en grupo de a dos y fuertemente armados, había sido previamente apostados
a pocos centímetros de cada uno de los asientos de los treinta y cinco
componentes del Estado Mayor.
Mucas, con una desfachatez propia de los criminales más
despiadados, trató de justificar su decisión ante los otros miembros del Estado
Mayor.
– ¡Cómo diablos me habla de Dios si él es un hereje
asesino!… –afirmó–. Un cultor de las más perversas y diabólicas hechicerías…
¡Si habla de Dios es porque es un traidor a la patria y a la revolución!… ¿No
lo creen ustedes? –demandó dirigiéndose con mirada alucinada a todos los
generales y almirantes.
Nadie osó abrir la boca siquiera para respirar, menos para
responder a su petitorio.
– ¡Esto lo va a saber Láchez! –bramó–. ¡Un Dios en la
montaña!... Realmente el hombre está loco.
Mientras el mariscal Mucas Picón hablaba, el repiqueteo de
tres ráfagas de ametralladoras provenientes del patio trasero de la
comandancia, evaporó su voz, por lo que hizo una pausa. Al terminar los disparos,
miró al conclave sonreído.
–Bueno, no está loco… ¡Estaba! –sentenció con frialdad
sádica.
Una eufórica algarabía en adhesión a las últimas palabras
del mariscal estremecieron las paredes del recinto del Estado Mayor.
Para contenerla, el mariscal levantó los brazos y pidió
calma. Esperó paciente que generales, almirantes y coroneles recobraran la
compostura.
– ¿Alguien más tiene algo qué decir? –preguntó. En vista del
silencio reinante, sentenció –: Por ahora se levanta la sesión… Tengo que ir
con Láchez… Mañana, a la misma hora, nos reuniremos otra vez… ¡Y quiero
respuestas precisas!... Escucharon bien, ¡respuestas precisas! –recalcó–. ¡Nada
de brujería ni santería!... ¡Se levanta la sesión!... ¡Qué pasen un muy buen
día!
El ejército de Láchez contaba con más de un millón de
hombres bien entrenados y con suficientes pertrechos de guerra y armas tan
sofisticadas como los vehículos de combate blindados AFV y LAV-3, totalmente
digitalizados, lo que le daba gran capacidad de ataque a sus tropas, aunque poca
movilidad en terrenos tan escarpados como las montañas donde se había
atrincherado La Fuerza del Bien comandada por Url. Sin decir de los cañones
autopropulsados Crusander y tanques Abrams, los cuales les eran casi imposibles
adecuar en los términos de lucha que habían impuesto los Libertarios en las
escarpadas montañas.
Los crueles Boinas
Rojas del Aire de su Fuerza Aérea estaban dotados de varias “Comadrejas
Salvajes” F-4G, infalibles aviones de combate que preparaban el terreno a los
ataques de los Sukhoi 27 rusos y los MiG-29 Fulcrum, además de media
docena de A-10 “Trueno”, un avión destructor de tanques y fuerzas terrestres y
un par de “Cazas Furtivos” F-117A, los silenciosos atacantes, capaces de eludir
cualquier tipo de radar, que siempre rondaban los predios de Los Libertarios,
además de varios F-14 Tomcat y F-15 Eagle.
Pero lo que más aterraba a La Fuerza del Bien eran las
incursiones de los ultramodernos F-22, llamados “el cazador”, uno de los
aviones de combate más temibles debido a su velocidad supersónica y baja
visibilidad, así como las del potente helicóptero ruso MIL MI-28 “Havoc”,
equipado con cañones de 23mm y misiles aire-aire, además de los mortíferos
UH-60 Blackhawk y el AH-64 “Apaches”, un helicóptero que desarrolla 227
millas/h. y con poder de disparo de hasta 16 misiles “Hellfire” o 76 cohetes
aire-tierra en sólo treinta segundos.
Agriamente para Los Libertarios, los F-22 estaban artillados
con misiles AGM-88 HARM y una ametralladora bajo el fuselaje que escupía 625
proyectiles por minuto, tanto de día como de noche, gracias al radar que le
daba autonomía para vuelos nocturnos. Esos aparatos y los Sukoi rusos, se
habían convertido en la más terrorífica pesadilla de los guerreros comandados
por Url.
La Fuerza Aérea de Láchez también poseía en su lista de
armas destructivas a varios bombarderos B2 “Predador”, el F-117 Nighthawk,
algunos F-111 y misiles Tomahawk y AGM-86, además de unos cuantos
cazabombarderos “Joint Strike Fighter”, los aviones monoplazas de función
múltiple más radicales en los combates de tierra y lugares tan escarpados como
en los que estaban pertrechados Los Libertarios.
En el mar, además de media docena de destructores de largo
calado, un par de portaviones gigantes de la clase Nimitz, tenían bajo su
dominio al eficaz DD-21, destructor propulsado por energía eléctrica, el cual,
aunque con poca tripulación, era capaz de causar un desastre inesperado y sin
precedentes.
Gracias a los recursos millonarios del petróleo, el dictador
había comprado una buena dotación de los poderosos misiles balísticos
intercontinentales rusos SS-N-22 capaces de hundir cualquier nave y derribar
cualquier avión por muy avanzado que sea. Así como una sofisticada red del
sistema táctico-operativo de cohetes soviéticos Iskander E para la infantería, destinado a la preparación sigilosa
y ataques eficaces contra blancos de “poca dimensión”. Este sistema se
distinguía de otros similares por su alto grado de automatización en la
preparación del lanzamiento, el poco tiempo que le tomaba y la elevada precisión
del tiro. Durante las pruebas del cohete Iskander
E efectuadas por el Ejército de Mal en los médanos cercanos a mar Azul,
estos no se desviaron siquiera un centímetro de la ruta programada y daban
justo en el blanco.
La Fuerza Armada de Láchez también tenía en su poder el
sistema ruso denominado Krasnopol, un
cañón de tiro guiado que garantizaba el impacto en los blancos con el primer
disparo a una distancia de hasta 20 kilómetros. Con los Krasnopol podían disparar simplemente hacia el sitio donde estaba
el enemigo y el proyectil se encarga de encontrar el blanco, aunque fuese
móvil, como tanques o carros blindados, a los cuales alcanzaba en el lugar más
vulnerable, como la escotilla de la torreta.
Lo último que el dictador había adquirido de sus amigos
rusos fue el sistema Vijr, que figura
entre las armas universales de alta precisión, la cual puede abatir tanques y
carros blindados de infantería, blindajes en general, puestos de ametralladoras
y las tropas enemigas. El cohete de este sistema perfora la coraza de un tanque
a una distancia de hasta 10 kilómetros. Hasta ahora no ha sido creada un arma
contra este cohete que vuela a velocidad supersónica y que recorre cuatro mil
metros en escasos nueve segundos.
Láchez aprobó que su Ministro Revolucionario de Guerra
comprara caprichosamente los cohetes antitanques rusos Fagot y Concurs,
dirigidos por rayos láser, considerados los mejores del mundo y el cohete
antitanque Cornet teledirigido, que
no tiene quien le haga competencia en la lucha contra objetivos blindados,
sobre todo en las montañas.
Pese a toda esa fuerza devastadora, en la montaña donde
estaban Url y sus guerreros esas armas de nada o poco valían. El peligro
potencial estaba en la fuerza aérea y, más que nada, en los cazas Sukoi, que
fue lo último que adquirió Láchez, porque los demás aparatos por falta de un
adecuado mantenimiento, impericia y total ignorancia, tenían poca operatividad
y estaban casi en desuso pese a ser nuevos.
El ejército de Adolfo Láchez se distinguía por el
emblemático puño rojo cerrado, símbolo de fuerza, con el cual el dictador
saludaba a sus seguidores. Las boinas rojas que portaban, tanto soldados como
comandantes, tenían ese mismo emblema, así como sus cascos, pero en color
negro.
Sus naves llevaban la insignia pintada muy grande en la proa
y los aviones en las alas, cola y fuselaje. La bandera de la Revolución del
Mal, era roja como la sangre que día tras día se derrababa impunemente sobre la
nación. En su centro tenía estampado el inmenso puño cerrado en color negro con
ribetes blancos, para que desde lejos pudiese distinguirse en todo su terror.
El Ejército del Mal había desechado la antigua bandera de la
región para adoptar la de la revolución que pregonaba Láchez, que apenas era
una vil caricatura del comunismo más rancio y arcaico del planeta tierra.
La bandera nacional, conformada por tres grandes franjas
horizontales color amarillo, azul y rojo, cruzadas por un arco iris de
estrellas blancas, que representaban las veintitrés provincias de la nación,
fue rescatada y dignificada por Los libertarios, quienes en todos sus combates
la enarbolaban con honor, dignidad y gloria.
Láchez había utilizado las incalculables sumas de dinero
obtenidas por la extracción y venta de petróleo en la compra de material bélico
de última generación y de instalar una fábrica, bajo supervisión rusa, de
fusiles Kalashnikov, los precisos y mortales AK–103. Pero lo que lo hacía más
peligroso para el concierto de naciones del mundo y para su propio pueblo, era
el acuerdo secreto que había suscrito, develado posteriormente por los medios
de comunicación, con otras naciones infieles para emplazar bases nucleares
secretas en toda la inmensa región.
Desplegados a grandes titulares, los más prestigioso
rotativos del mundo libre hablaban de compras, a países afectos al Régimen del
Terror, de cargas nucleares, satélites, de bombas de penetración subterránea,
misiles balísticos ICBM, de alcance superior a los cinco mil kilómetros, de
algunas armas biológicas y neutrónicas e incluso de los sofisticados ASAT, un
sistema de armamento para destruir, dañar o perturbar el funcionamiento o
cambiar la trayectoria del vuelo de cualquier satélite artificial que
sobrevolase la Tierra.
Su ambición asesina y cruel para dominar la región y otros
países al norte y sur del continente, era incalculable.
Los Libertarios carecían de poderío bélico de primera. Sus
armas eran convencionales, a excepción de una muy buena dotación del pequeño,
ligero, fiable y fácil de manejar lanzamisil FIM-92 “Stinger”, al que Los
Libertarios llamaban “El aguijoneador”, porque era muy eficiente en los
combates tierra-aire. Era la misma arma que los temerarios muyahidines utilizaron certeramente contra los aviones y
helicópteros soviéticos en Afganistán.
El “Stinger” era, más que nada, una especie de bazuca, muy
moderna y de gran precisión, aunque de alcance limitado. Sus misiles eran
absorbidos por el calor de las turbinas de los aviones enemigos, a los cuales
perseguían hasta impactar en ellos o explotar a su lado derribándolos. Era el
arma favorita del Ejército del Bien por ser liviana y de sencilla operatividad,
mucho más en las montañas y escarpadas laderas donde tenían que enfrentar a un
enemigo sanguinario y bien armado.
También tenían una buena dotación, de fusiles M-4, dotados
de lanzagranadas, rifles PSG-I, utilizados por los francotiradores Libertarios
apostados en las colinas, el AR-15 MIG, subametralladoras MP5, minas
direccionales y los viejos lanzacohetes contra tanques RPG, el popular Matasiete, el arma que en un principio usó Url y que después cedió a la bella
Katria y muchos Kalashnikov que
iban dejando sobre el terreno los soldados abatidos de La Fuerza del Mal.
Los Libertarios no poseían un ejército como tal, sino un
gran deseo de justicia y libertad. Tampoco endosaban uniforme ni ropas de
campaña, sino sus propios atuendos marcados con un insignia rectangular negra
que en su centro tenía bordada una paloma blanca en vuelo, símbolo universal de
la libertad, que las mujeres de Valle Encantado zurcían en cada una de sus
camisas y gorras, por más desgastadas que estas fuesen.
A los únicos que se les permitía vestir ropa militar o de
camuflaje, eran a los soldados, oficiales y comandantes rebeldes que habían
desertado de La Fuerza del Mal para unírseles. Ellos mismos arrancaron de sus
uniformes rango y condecoraciones y en su lugar cosieron el distintivo con la
paloma blanca en vuelo.
La verdadera y gran arma de Los Libertarios residía en su
decisión y valor, puesto toda a prueba en las más encarnizadas de las batallas.
Su determinación estaba signada por la libertad de su patria y en el amor a los
derechos de todos y cada uno de sus semejantes, fuesen del color que fuesen y
tuviesen el poder que tuviesen.
Y ahora contaban con la ayuda de Url y su báculo divino.
10
Mientras el Estado Mayor de La Fuerza del Mal estaba reunido
en la comandancia con el mariscal Mucas Picón, en Valle Encantado Kunato y
Silvio Torres concebían el plan que Url había sugerido para infiltrar una red
de informantes dentro de las tropas enemigas.
–Me gustaría utilizar tres tipos de espías –manifestaba
Kunato–. En primer lugar unos agentes vigilantes,
luego los nebulosos y por último los prescindibles.
– ¿Qué estás diciendo?... Amigo mío no te entiendo…
–respondió Silvio sorprendido –. Menos con esos nombres que le has puesto… Si
me lo detallas buscaremos darle forma al plan que tienes en mente –demandó el
ex veterano de guerra.
–Bien… Disculpa la ligereza –se excusó con parsimonia
ancestral el joven japonés–. Te explicaré. Los espías vigilantes lo integrarán un grupo muy selecto de hombres sacados de
nuestras propias filas. Escogeremos guerreros inteligentes, intrépidos,
prudentes, de aspecto estúpido y apariencia inofensiva, pero con la suficiente
habilidad y valor para abrirse paso hasta las filas enemigas sin ser
descubiertos. Aunque, también –precisó–, deberán tener otras cualidades:
soportar hambre, frío y todo tipo de vicisitudes, humillaciones y, si fuese
necesario, hasta las más crueles de las torturas. En conclusión, deben ser
guerreros élite, de primera.
Kunato, cuyos ojos rasgados semejaban un boceto inconcluso
de Picasso, calló por instantes. Quería escrutar si en el rostro de Silvio
había algún vestigio de duda, pero como ni abrió la boca, prosiguió.
–Los nebulosos
serán reclutados entre los prisioneros que hemos capturado… Les prometeremos
dinero y asistencia para que se pasen a nuestro lado…
–Esa gente es pura escoria – interrumpió Silvio–. Yo no
confiaría ni un segundo en ellos.
–Lo sé, amigo… Precisamente de eso se trata. Como no tienen
dignidad y mucho menos honor, no dudarán en venderse al primero que le ofrezca
más dinero. Por eso a ellos les suministraremos información falsa. Eso
confundirá temporalmente a nuestro enemigo y podremos cumplir impecablemente
con nuestras verdaderas operaciones sin distracción alguna…
–Me gusta… Es bastante aceptable. Yo había pensado algo
semejante… ¿Pero de dónde sacaremos el dinero?
–Todo será virtual, querido amigo… Promesas… ¡Sólo promesas!
Les diremos que a fin de protegerlos, el dinero les será depositado en cuentas
bancarias cifradas en el exterior y que las transacciones las haremos a través
de Internet… Son ignorantes… Cuando se den cuenta del engaño la guerra ya habrá
terminado…
– ¿Y si exigen efectivo?
–Saben que no pueden hacerlo…Que correrían peligro de muerte
si sus superiores los descubren con dinero en los bolsillos… Los ejecutarían de
inmediato bajo el pretexto de traición a la patria a fin de
desplumarlos…Recuerda que todos ellos, de coronel para arriba, son unos
apestosos delincuentes y corruptos.
Complacido por la forma como Kunato iba exponiendo el plan,
Silvio asentía cada una de sus palabras moviendo la cabeza.
El guerrero japonés estaba tan entusiasmado con su plan, que
apenas se dio cuenta de que algunos jóvenes se detenían a ratos para escuchar
lo que estaba diciendo.
–Los agentes prescindibles serán campesinos de la
zona. Ellos se convertirán en nuestros ojos y oídos a más de mil kilómetros a
la redonda… Aunque sean útiles, no serán indispensables, por lo que podremos
desecharlos y cambiarlos por otros a nuestro antojo… Si logramos compactar las
tres ‘secciones’ de manera armónica, tendremos una Divina Red de información y espionaje a nuestra disposición
–concluyó con su innata humildad oriental.
–Eres muy fantasioso, pero no está nada mal – admitió
Silvio-. Sin embargo me gustaría añadirle algunos detalles… Manejas muy bien la
teoría, pero recuerda que en la práctica todo es diferente… Soy experto en eso
y sé lo que digo… No todo es verde en la montaña… –manifestó sonriéndole en forma
de chanza mientras se quitaba de la cabeza una pañoleta tipo pirata que usaba
para protegerse del sol.
–Debo confesarte que el plan no es totalmente mío… Los
principios fundamentales los extraje de las enseñanzas descritas en El Arte de la Guerra de Sun Tzu, pero
con algunas modificaciones –manifestó Kunato con humildad.
– ¡Son palabras mayores!… Ese misterioso guerrero chino fue
un verdadero estratega, quizás tan o más grande que el mismo Alejandro Magno.
Los dos comandantes estaban sentados a orillas de uno de los
muchos manantiales que brotan de las entrañas del valle y que silenciosamente
desaguan en un precioso pequeño lago interior enclavado en la hondonada, desde
donde, junto a otros riachuelos, sigue su curso hacia el pasadizo secreto que
alimenta las cascadas que dan acceso a Valle Encantado.
Mientras definían el plan observaban de reojo a Katria,
quien momentos antes se había zambullido en el lago para refrescarse.
Nadaba tranquila, a sus anchas, sin percatarse que los dos
hombres no le quitaban la vista de encima.
Era tan hermosa, que su agraciada silueta se adivinaba hasta
debajo de los harapientos pantalones que vestía, sus largas botas y el mugroso
abrigo que le había quitado hace algún tiempo a un oficial enemigo caído en
batalla. Siquiera esa indumentaria disimulaban sus voluptuosas formas y
sensualidad.
Su rubio y ondulado cabello, reluciente como finas espigas
de oro al reflejo del sol, armonizaban con sus angelicales ojos.
Todos los hombres la codiciaban, aunque nadie se atrevía,
siquiera, a insinuársele. Era una comandante bravía y ninguno, por respeto a su
rango y valor, osaba pretenderla, menos en esos aciagos momentos donde la vida
y la muerte exigían una total concentración debido a la superioridad del
enemigo y a su sanguinaria crueldad.
Hace mucho tiempo
Katria centraba todas sus energías y fuerzas en la derrota del tirano y sus
secuaces, aunque, como mujer, sabía que era objeto de deseo y codicia de los
hombres. Eso no le era extraño. Pero, por ahora, lo primordial era exterminar a
La Fuerza del Mal y acabar, de una vez por todas, con ese imperio perverso y
lleno de terror comandado por Adolfo Láchez.
Después de divorciarse de un rico y poderoso magnate
financiero, propietario de una amplia red de canales de televisión y hoteles,
con quien estuvo casada durante seis años, no hubo ningún otro hombre. De eso
habían pasado casi cuatro años, durante los cuales, antes de unirse a las
fuerzas Libertarias, un desfile de
pretendientes estuvo asediándola.
Katria siempre se mantuvo inalcanzable. Se refugió en la
intimidad de su silencio para ahuyentar cualquier tentación. Sabía que algún
día irremediablemente volvería a enamorarse, pero que ese momento estaba muy
lejos de cualquier pretensión humana. Mucho más después de la traumática
separación de aquel hombre de televisión que únicamente adoraba el dinero y el
poder y despreciaba con arrogante humillación las cosas más sencillas en una
joven pareja, como la dicha de formar familia.
Resguardada por un pequeño jazmín que acababa de florecer,
Katria salió del agua. Vestía un diminuto top blanco que se le adhería al
cuerpo transparentando sus majestuosos pechos. Caminó hacia la orilla, recogió
el cabello con las manos y lo trenzó para escurrirlo hacia un lado. Pequeños
hilillos de agua rodaron sobre su espalda y hombros. Con tenue ademán estiró el
cuello hacia atrás y batió vigorosamente la cabeza hacia adelante para que los
mechones mojados se deslizaran sobre su rostro. Repitió el ritual hasta estar
satisfecha. Después comenzó a desenredar lentamente el cabello con la punta de
los dedos.
Mientras lo hacía se percató de que los dos comandantes la
estaban viendo.
– ¡Hey! –gritó–. …¡Silvio!… ¡Kunato!...
Los dos hombres contestaron levantando la mano.
– ¡Espérenme!... ¡Voy con ustedes! –gritó la hermosa
guerrera temida por sus enemigos, pero deseada y codiciada por muchos.
Se ocultó tras unos arbustos y a los pocos segundos volvió a
salir endosando su vestimenta de campaña. Pese a los años transcurridos desde
su época de top-model, no había
perdido la habilidad de vestirse y desvestirse en instantes.
Sacudiendo constantemente el cabello a los lados para que
terminase de escurrir el agua, pronto estuvo junto a ellos.
–El Señor de las Montañas me pidió que hablase con
ustedes... A eso venía –apuntó jadeante–, pero cuando vi el lago no pude
resistir la tentación de echarme un baño –se excusó la guerrera, quien con su
cabello semimojado se veía aún más fascinante.
–Somos puros oídos… ¿Cuál es el mensaje? –preguntó Silvio
contemplándola con discreto disimulo.
–Como ustedes son los encargados de la parte del espionaje
–afirmó abriendo aún más de lo normal sus bellos ojos verdes–, Url me pidió que
les dijese que encargó a las mujeres del valle remendar alguna ropa vieja para
cambiarla con los uniformes de algunos prisioneros.
– ¿Y para qué?... De qué nos servirá eso –preguntó distraído
Kunato.
–Para que el plan tenga éxito –contestó Silvio con la
intención de refrescarle todo lo que habían hablado.
Obviando las penetrantes miradas de los comandantes Katria
volvió a batir el cabello.
–Quiere que ustedes hagan la selección, según grado y
condición, para saber con cuales guerreros debemos intercambiar los trajes…
¿Comprenden?
– ¿Y con qué finalidad? –indagó otra vez con perpleja
ingenuidad Kunato.
–De infiltrar en las filas enemigas, con sus propios
uniformes, a algunos de los nuestros –apresuró a responder Silvio.
–Ciertamente es así –asintió Katria–. Aunque creo que es
sumamente peligroso –dijo con inquietud–. En sus manos está llevarlo a cabo con
éxito, aunque Url me pidió que les dijese que si las probabilidades son
remotas, mejor era renunciar al plan.
–Tenemos varios puntos a nuestro favor –se escuchó una voz
ronca tras ellos–. Lamentablemente estamos luchando hermanos contra hermanos y
por ende usamos el mismo idioma, las costumbres son similares y conocemos, por
igual, el territorio por donde nos desplazamos.
Era Longar, quien gracias al paso lento y silencioso que le
consentían las muletas, se había acercado sin hacer ruido.
–Aunque –agregó– estoy de acuerdo con Katria… Es aventurado,
pero no imposible.
– ¡Bienvenido amigo! –saludó con agrado Silvio–. Has caído
del cielo… Ni Kunato ni yo nos habríamos atrevido a tomar una decisión tan
delicada… –precisó con alivio.
– ¿Cómo van tus heridas? –preguntó Kunato.
–Url tenía razón. La que más me molesta es la de la pierna.
El hombro sanará pronto… Ya estiro el brazo –afirmó haciendo una demostración
de movimiento.
Longar era el menor de tres hermanos, todos ellos
descendientes de una familia de pescadores que desde épocas pretéritas se había
asentado en una costa de la región llamada Margarita. Tanto sus otros dos
hermanos como él, influenciados por su padre, habían tomado la carrera de las
armas. De sus dos hermanos mayores, uno de ellos alcanzó el grado de teniente
coronel y el otro de mayor del ejército. Al igual que él, formaban parte de Las
Fuerzas Armadas de su patria antes de que Láchez se entronizara en el poder.
Los tres hermanos, junto a decenas de otros oficiales, se declararon en
“Desobediencia Legítima” al no estar de acuerdo con el régimen de terror del
dictador.
Todos fueron perseguidos. Los más afortunados aún se pudren
en las repugnantes cárceles del régimen, otros fueron asesinados y, los que
tuvieron la oportunidad de hacerlo, huyeron a las montañas y se unieron a Los
Libertarios.
Uno de ellos fue el entonces capitán de infantería José
Antonio Longar y Páez. Sus hermanos corrieron con la peor de las suertes:
tortura y fusilamiento en el paredón de la misma academia militar donde habían
estudiado y prestado servicios con honor a la patria.
Con su metro noventa y cinco de estatura, ciento doce
kilogramos de pura fibra y piel color azabache bruñido, la sola presencia de
Longar infundía respeto, más a quienes conocían la estirpe de guerrero que
poseía.
– ¡Todo esto es un matadero, queridos amigos! –sentenció
apuntando sus grandes y blancos ojos a los contornos de la montaña–. Todos
amamos la vida, pero ninguno de nosotros dudaría siquiera un instante en darla
por la libertad de nuestro país… ¡Ese es el riesgo y todos lo asumimos!
–Tienes razón Longar –aprobó Silvio–. Sabemos que es así y
nunca vacilaríamos en dar nuestra vida por la libertad, pero es difícil decidir
sobre la vida de otros –discernió–. Si Kunato y yo nos equivocamos en escoger a
las personas adecuadas, morirán, por eso necesitamos tú ayuda –demandó dándole
unas palmaditas en el hombro sano.
Katria, escuchaba en silencio. Seguía recogiendo entre sus
dedos abiertos en forma de horquilla mechones de cabello para luego escurrir
las puntas.
–Si al Señor de las Montañas concibió ese plan –intervino
incorporándose–, asumo que pensó también en todo lo que ustedes ahora están
discutiendo… Además, olvidan que su fiador es Dios y…
Un estrepitoso trueno, que retumbó con eco ensordecedor en
el valle, no la dejó terminar la frase. Todos, instintivamente, dirigieron su
mirada al cielo.
Mientras charlaban no se habían percatado de que una
tormenta eléctrica se avecinaba. El cielo que momentos antes era de un
inmaculado azul, matizado por profusas y blancas nubes, se había tornado en
cenizo plomo. En cosa de segundos, grandes gotas penetraron la cortina de
niebla de Valle Encantado para precipitarse sobre los comandantes acabando con
ello la reunión.
– ¡A nuestros puestos! –sugirió Silvio.
–Katria y yo ayudaremos a Longar a subir –manifestó Kunato.
La urgencia se debía a que en Valle Encantado, nunca,
después de la tormenta, venía la calma, sino la guerra, ya que La Fuerza del
Mal, creyéndoles débiles, adormecidos o reparando los daños causados por la
tempestad, atacaban sin piedad. Ya había ocurrido en otras oportunidades en
otras montañas. Si el enemigo tenía pensado eso, a ellos no les tomarían
desprevenidos.
11
En la Montaña del Búho, a poco más de un par de kilómetro de
Valle Encantado, los prisioneros estaban inquietos.
Los habían recluido en “La Roca de los Lamentos”, lugar
sumamente escarpado y circundado por infranqueables precipicios, de donde era
casi imposible fugarse porque la única salida era un pequeño paso de cabras que
conducía directamente al cuartel general de Abraham, al cual los guerreros
llamaban “El Ojal de la Muerte”, ya que era más fácil que un elefante entrase
por el ojal de una aguja que un prisionero se escapase por aquella pendiente.
Los otros tres flancos de la montaña estaban compuestos por
farallones tan profundos que ni en día soleados se podía ver el fondo y, por si
fuese poco, sus paredes eran de rocas tan lisas y pulidas por el viento que
parecían la hoja de una navaja. Siquiera el escalador más avezado se atrevería
a intentar una aventura tan suicida.
Habían pasado cinco días desde que amainó la tormenta y el
malestar entre los prisioneros se debía a que de las tres chozas erigidas allí
con troncos de eucalipto y otros árboles, dos habían quedado seriamente
dañadas. Tanto, que durante las noches la fuerza del viento las hacía crujir de
tal forma, que temían que en cualquier momento podrían desmoronarse por el
abismo con todo y ocupantes.
En el improvisado sitio de reclusión no había guardias ya
que era virtualmente imposible huir de allí. Se les enviaba comida dos veces al
día, una en la mañana y otra al atardecer, por lo que los prisioneros estaban a
sus anchas. Conversaban de lo que querían, maldecían a quién quisiesen y urdían
planes de fuga sin temor a ser escuchados por sus captores.
Las quejas sobre el estado de las cabañas llegaron a Abraham
a través de los guerreros comisionados en llevarles alimentos. El comandante
judío hizo caso omiso a las peticiones, las cuales fueron escritas en un sucio
trozo de papel y firmadas por un coronel y dos capitanes, los de mayor rango
entre todos los soldados capturados durante el último asalto a la montaña.
Abraham, ancestral heredero de las mañas de Moshé Dayán,
héroe de la Guerra de los Seis Días librada entre Israel y otros estados árabes
y quien era conocido mundialmente como El León de Sinaí, siquiera se molestó en
contestarles. Adrede buscaba desesperarlos.
Evitaba cualquier estéril interrogatorio porque de antemano
sabía que siquiera con la más lacerante de las torturas podría sacarle lo que
quería saber de boca de esos hombres entrenados para la muerte y la crueldad.
Su intención era quebrarles el ánimo. Provocar fricción y
dudas. Bajarle la moral a tal grado que los incitara a pelarse y crear
incidentes que los constreñiría a maldecir y renegar a sus comandantes. Si esto
ocurría, tal como lo presumía Abraham, les sería más fácil a los Libertarios
obtener nombres, tácticas y posiciones. En fin, el plan era dividirlos y
confundirlos para sacar provecho de sus informaciones.
Abraham no pensaba siquiera tocarlos con el pétalo de una
rosa, ya que en la montaña Url había terminantemente prohibido cualquier
intento de tortura o vejación hacia el enemigo capturado. Allí todos los
derechos humanos eran respetados, a diferencia de lo que ocurría en el Ejército
del Mal, cuyos esbirros de la Policía Militar eran desalmados homicidas.
El comandante judío aspiraba conocer, de primera mano y con
rapidez, alguna señal, un pequeño detalle que revelase los planes de La Fuerza
del Mal.
Para obtener rápidos resultados introdujo a dos de sus
hombres entre los prisioneros para que no sólo escuchasen de qué hablaban, sino
para incitarlos a la desmoralización y la cólera.
Para evitar que fuesen descubiertos, los proveyó de
uniformes, los cuales obtuvo al despojar de ellos a dos soldados de La Fuerza
del Mal caídos durante la última incursión en la montaña. Algo muy similar a lo
que planificaba Url, pero enfocado de otra manera.
Los guerreros que vistieron el uniforme enemigo eran los
mismos hombres que Katria vio conversando con Abraham mientras estaba sentada
en el borde del risco.
Cuando a Abraham le avisaron de que la situación en “La Roca
de los Lamentos” estaba llegando a un punto insostenible, les pidió a sus
hombres que les trajesen al coronel y a los dos capitanes que firmaron la
solicitud, además de otros siete prisioneros, los cuales escogerían al azar.
Una hora más tarde los diez hombres estaban frente a él en
el cuartel de campaña enclavado en el lado norte del “Ojal de la Muerte”.
Los prisioneros, visiblemente deshechos moral y físicamente,
sucios y malolientes, con un agotamiento mental que patéticamente se reflejaba
en sus rostros, saludaron militarmente al comandante Libertario y tomaron posición de firmes.
¡Descansen!... –ordenó–. Soy puro oídos, pero hable uno sólo
de ustedes –exigió con enfado mientras echaba con fuerza hacia atrás la silla
para que el respaldar se recostara de la pared.
Abraham sabía que en las instalaciones militares del
Ejército del Mal, tanto a soldados como a oficiales, sin importar rango ni
antigüedad, les lavaban el cerebro con videos subliminales y películas
doctrinarias que exaltaban anacrónicos postulados comunistas, así como la
idealización de la imagen de Láchez, a quien en los videos lo calificaban como
El Libertador de esa gran nación, por lo que era virtualmente imposible
sacarlos de su alucinación ideológica. Era parte de su entrenamiento, un
entrenamiento diseñado para aniquilarles el poco discernimiento que les
quedaba. Por lo tanto tenía que ser firme e inflexible. Su fidelidad a la
“Revolución del Mal” rayaba en la enajenación, ya que erradamente estaban
convencidos de que no existía fuerza en el mundo posible de derrotarlos.
El coronel encargado de presentar las quejas habló con tanta
arrogancia, que parecía habérsele olvidado de su condición de prisionero.
Abraham escuchó tolerante sus palabras y lo dejó concluir
sin interrumpirlo.
Cuando al fin terminó, contundente y con frialdad, negó
todos los requerimientos.
– ¡Ya no tendrán dos raciones de comida diaria, sino una!
–afirmó categórico e indignado mientras golpeaba con el puño la pequeña mesa
del comando de campaña.
–Según La Convención de Ginebra y el Acuerdo Internacional
sobre Prisioneros de Guerra, usted está obligado a… –trató de mediar en tono
grave el oficial cautivo.
– ¡Ustedes no son prisioneros de guerra! –atajó con
repugnancia incorporándose de la silla–. ¡Ustedes son unos asesinos al mando de
otro loco asesino! –espetó casi escupiéndole la cara al coronel que se había
atrevido a alzarle la voz.
Abraham estaba provocando deliberadamente una situación
explosiva para hacer salir de sus casillas a cualquiera de ellos.
–Pero, señor, usted debe comprender que nosotros, como
soldados, cumplimos órdenes superiores y…
– ¿Les ordenan asesinar al pueblo y la cumplen como
borregos?... ¿Esa su misión?... ¿Eso es ser soldado?… ¡No, eso es ser animales,
imbéciles asesinos descerebrados! –rugió antes de volver a sentarse.
El comandante judío estaba rodeado por más de treinta
guerreros Libertarios bien armados, quienes con histeria furibunda apoyaban
cada una de sus palabras.
–Por lo menos repárenos las cabañas –insistió el coronel,
ahora en tono suplicante–. Tenemos varios heridos y ameritan un poco más de
atención.
– ¿Por qué no los matamos a todos de una vez y no libramos
de esta peste? –propuso Jorge, el segundo de Abraham.
– ¡Buena idea!... Así no tendremos que racionar más nuestra
comida para dársela a estos asquerosos piojos… ¡Es despreciable quitarle el pan
de la boca a nuestra gente para alimentar a estos animales! –maldijo con
aversión otro de los Libertarios levantando el fusil sobre su hombro.
– ¿Vinimos a pactar, no?…Exigimos que se cumplan nuestros
derechos –intercedió trémulo uno de los capitanes.
– ¡Ustedes son animales!… ¡Escoria!... ¡Han masacrado a un
pueblo desarmado!... Y ahora hablan de pacto, de Derechos Humanos...
¡Comencemos a matar a estas ratas de una vez! –expelió reflejando un profundo
odio Luis Felipe, un arisco Libertario
que apuntaba amenazante su AK-103 al grupo de prisioneros.
La situación dentro del comando tomó visos incontrolables.
La excitación y la sed de venganza contagió a todos.
– ¡Empecemos por aquel, que se está riendo de nosotros!...
¡Matemos a estos inmundos animales! –clamó otro de los guerreros señalando con
su índice a uno de los capitanes.
– ¡Y a ese otro también! –expresó Ana María, una de las más
viejas y agresiva de las guerreras a la orden de Abraham y de las primeras
mujeres en llegar a Valle Encantado.
Abraham estaba entre la espada y la pared. Sus hombres le
exigían justicia. La situación se le estaba escapando de las manos. Sabía que
debía actuar pronto, de otra forma perdería el control y respeto de sus
hombres. Los Libertarios no dejaban
de gritar enloquecidos y destilando odio por cada uno de sus poros. La suerte
estaba echada. No tenía alternativa.
– ¡Saquéenlos y fucílenlos! –ordenó señalando a dos de los
soldados.
Seis de los guerreros Libertarios
sujetaron a los soldados indicados por Abraham y a empellones los sacaron de la
cabaña.
– ¡Noooo!... Por favor tengan piedad... ¡Tengan piedad!
–imploró uno de ellos sollozando.
– ¡Usted es un bruto criminal! – rezongó el coronel.
– ¡No me maten por favor, tengo tres hijos!... Le juro que
les diré todo lo que sé, pero por favor no me maten... –suplicó el otro escogido para la ejecución.
Los ruegos de los dos condenados no fueron escuchados. A los
pocos segundos, detrás de la cabaña se escucharon disparos seguidos de gritos y
tétricos gemidos.
Con sus armas aún humeantes y el odio tatuado en el rostro,
el pelotón de ajusticiamiento regresó al interior del cuartel.
– ¡Misión cumplida, comandante! –reportó uno de ellos.
– ¿Suficiente por hoy, o quieren más? –preguntó Abraham a
los demás prisioneros.
– ¡Y después dicen que los animales somos nosotros!
–masculló el coronel entre dientes.
–Precisamente porque no somos animales como ustedes
–respondió con insolencia Abraham– mañana mismo les enviaré el material que
necesitan para que reparen las chozas… Y porque soy humano –agregó magnánimo–,
mantendrán las dos comidas diarias… ¡Ahora llévenselos! –gritó furibundo
haciendo un gesto a sus guerreros.
Los prisioneros se retiraron temblando de pies a cabeza, no
por el frío sino por el terror que les invadía. Un terror que conocían bien,
porque fueron los autores de las más brutales masacres y asesinatos que tiñeron
de sangre y muerte a la región. Ahora lo estaban viviendo en carne propia.
Mientras eran conducidos de regreso a “La Roca de los
Lamentos”, Abraham y sus hombres permanecieron callados.
Cuando los presumieron lejos del comando, estallaron en
fuertes carcajadas y entre silbidos y gritos se felicitaron entre ellos.
Una euforia complaciente los invadió. Comentaban sobre lo
aterrados que estaban los prisioneros. De la forma cobarde como se comportaron
pese a su fama de temibles y aguerridos soldados.
Abraham observaba a sus hombres mientras sorbía un humeante
té de hojas y flores silvestres que uno de sus ayudantes le había servido
momentos antes. Se notaba tranquilo.
Contagiado por sus guerreros, también explotó en estruendosa
carcajada. Luego calló, miró a su alrededor y se dirigió a uno de sus segundos.
– ¡Qué entren ya! –ordenó aún risueño después de limpiarse
con la mano un residuo de saliva de su labio inferior.
Varios soldados salieron a cumplir la orden.
A escasos segundos los guerreros regresaron con los
presuntos “ajusticiados”, que eran los dos espías que Abraham había infiltrado
entre los prisioneros. Era la única forma de sacarlos de allí sin despertar
sospechas entre los prisioneros.
Nadie había muerto esa tarde. Todo obedecía a la “Operación
esponja”, un plan que el comandante judío había urdido a fin de “absorber” el
pensamiento de los prisioneros. Quería saber qué decían, cuál era su
comportamiento en cautiverio y, sobre todo, averiguar qué sabían sobre los
próximos desplazamientos del Ejército del Mal.
La estratagema funcionó con precisión matemática. Fue pulcra
y perfecta.
Los resultados de la operación fueron indiscutibles, aunque
contó con la sanción de Url y el Consejo de Comandantes, ya que Abraham no lo
consultó y en la montaña todo se hacía democráticamente y con aprobación de la
mayoría.
Como castigo, le quitaron temporalmente el mando de La
Montaña del Búho y lo encomendaron a labores, en su misma condición de
comandante, de catequesis, como “General de almas en conflicto y recolector del
bien de la humanidad”.
12
No muy lejos de Valle Encantado y con la tarde brindando los
últimos rayos de luz, Pepe Alcántara estaba sentado en el hoyo de una trinchera
garabateando un pedazo de papel que tenía afincado sobre un trozo de madera.
Le escribía una carta a su novia Isabel, quien se había ido
a vivir con Don Ignacio, un tío de éste, en Puente de los Faros, una aldea
enclavada en las faldas de Los Picos Nevados, lugar muy distante de las grandes
batallas.
Isabel se había marchado contra su voluntad y si no hubiese
sido por la insistencia de su novio, estaría luchando junto a él. Don Ignacio,
hermano mayor del padre de Pepe, el cual fue asesinado junto a su pequeña
hermana durante “La Marcha de las Antorchas”, estaba muy enfermo y necesitaba
atención permanente.
Isabel, al igual que muchas otras mujeres de la región,
estaba sola en el mundo. Pepe era lo único que le quedaba. Su soporte, aliento
de vida y gran amor. Huérfana de padre desde temprana edad, su madre, al igual
que cientos de otras mujeres, fue asesinada por los esbirros de la Revolución
del Mal.
Isabel y Pepe se amaban como adolescentes. Era tan puro su
amor, que parecían respirar, soñar y vivir a través de un sólo cuerpo.
Ella era jovial y dulce. Desde el mismo día en que la
conoció durante una de las tantas marchas y contramarchas contra el Régimen de
Terror de Adolfo Láchez, Pepe quedó inmediatamente prendado de ella. Del rostro
blanco de Isabel, casi marmóreo, florecían unos carnosos labios rojos que eran
envidia de muchas. No muy alta, ligeramente delgada y poseedora de unos
hermosos y vivaces ojos negros, todos los que la veían le brindaban un suspiro
a su paso.
Era todo lo contrario de Pepe, quien por su musculatura y
forma de caminar, siempre mostrando pectorales y bíceps a través de ajustadas
franelas, parecía un irritado bulldog a punto de atacar. Lo único que tenían en
común era el cabello color miel, ya que Pepe, al contrario de Isabel, poseía
ojos pardos.
No obstante su vasta experiencia como abogado, de redactar
folios tras folio en sus días de ejercicio profesional, esa tarde no encontraba
cómo darle forma a aquellas líneas. Sólo había escrito: “Amor mío: Ni te
imaginas la falta que me haces y lo tanto que te quiero. Han pasado largos seis
meses desde la última carta, pero hoy...”. Ese era el último párrafo. Ahí se
quedaba. No encontraba cómo decirle lo que debía sin angustiarla. Quería
comunicarle, más que nada, además de expresarle lo mucho que la amaba, la orden
que había dado El Señor de las Montañas sobre la construcción de barcos, pero
no hallaba las palabras adecuadas.
“¿Cómo decirle a la mujer amada que tiene que ir a Los Picos
Nevados para abordar en su cumbre un barco sin que sospeche que uno está loco
de remate?”, se interrogaba hasta el cansancio.
Ese era el gran dilema, no obstante debía encontrar, y
pronto, la forma, sino ella y su tío correrían peligro de muerte.
Tenía fe ciega en Url, pero el asunto de las naves lo
consideraba descabellado y fuera de toda lógica, aunque nunca había lógica en
las hazañas de aquel misterioso hombre.
Presentía que algo terrible estaba por suceder. Las
profecías de El Señor de las Montañas, por más paradójicas que pudiesen
parecer, eran igualmente divinas, y él, como católico e hijo de practicantes
cristianos españoles, lo sabía de sobra. Por ello la urgencia de notificárselo
a Isabel.
Sentado en el suelo de la trinchera y con la vista perdida
en el vacío, Pepe trataba de hallar las palabras exactas que debía usar en esa
carta que tan difícil se le había hecho.
De pronto escuchó que alguien se acercaba cantando. Era
Giovanni Petracca, quien tarareaba La
luna che non c’é, una hermosa canción italiana popularizada por Andrea
Bocelli.
– ¡Hola Pepe!... ¿Qué haces? –preguntó al verlo acurrucado
en aquel hoyo, cuyo alrededor estaba protegido por rocas camufladas con
arbustos secos.
–Trato de escribir una carta, pero no lo consigo –confesó
con impotencia.
– ¿Cómo qué no puedes?... Si te he visto redactar maravillas
en los panfletos que enviábamos a la capital –contestó extrañado Giovanni.
¡Te juro que no puedo!... Es muy difícil decir las cosas que
debo decir sin alarmar a la persona a quien va dirigida la carta –explicó
dándose unos golpecitos en la pierna con la tabla en la que asentaba la hoja de
papel.
– ¡Espera!… ¡Espera, comandante-abogado!... No te angusties…
Si me dice cuál es el problema, quizás pueda ayudarte –lo tranquilizó extrañado
por la actitud de Pepe, quien siempre mostraba ser un hombre de temple sereno.
Pese a sus veinticinco años, Giovanni era un hombre curtido
en la vida y sus miserias. Hijo de inmigrantes italianos desembarcados en las
postrimerías la Segunda Guerra Mundial en tierras extrañas y hostiles, tuvo que
soportar vejaciones y maltratos desde la niñez. Sus padres le enseñaron desde
temprana edad las leyes de la vida y la subsistencia en sus condiciones más
precarias. De ellos heredó con temple, además de honor y dignidad, la tenacidad
y humildad, puestas de relieve en la pureza de su corazón noble y valiente.
Aunque largas y profundas cicatrices permanecen aún vivas en los laberintos de
su alma, su gloria es el humanismo que refleja en las peores de las
situaciones.
Robusto, de un metro noventa de estatura, pelo negro rizado,
el cual siempre lleva largo y rozándole los hombros, Giovanni esbozó una mirada
alegre y se sentó al lado de su amigo, quien estaba sumergido en un dilema que
no podría resolver sólo.
– ¡Tú angustia es también la mía, guerrero!... –expresó–.
Quizás dos mentes puedan desatar la que perturba a la otra… ¡Dime cuál es el
problema! –requirió con benevolencia.
Con cierto pudor y renunciando a su intimidad, Pepe le contó
lo que le tenía el alma en un hilo.
–Sobre ese asunto yo también he meditado mucho –manifestó
preocupado cuando le refirió lo de las naves–. El problema es realmente
angustiante… Pero vamos a lo de tú novia–. Pensó unos instantes mientras Pepe
lo observaba inquieto y luego expresó–: Porqué no le escribes simplemente:
“Querida Isabel: Te amo más que a mi propia vida y tú lo sabes... Si vas a los
barcos que construyen en Los Picos Nevados pronto me reuniré contigo para
abrazarte y besarte con la pasión de un guerrero que te ama más que a la
libertad... No preguntes… ¡No me falles, amor”!… ¡Es todo!... ¡Suficiente!…
Creo que no hay que decir más nada… ¿No te parece?
– ¡Eres un príncipe, Giovanni! –exclamó complacido Pepe–.
Has salvado la vida de la mujer que más amo en el mundo y la de mi tío… ¡El
amor te debe su gloria y yo mi reconocimiento! –gritó lanzando al aire el papel
donde borroneaba la nota.
–No es para tanto, amigo, apenas fueron unas frases
–reconoció humildemente Giovanni mientras se alejaba de la trinchera entonando
otra vez la vieja canción napolitana.
13
Las diez naves que había ordenado construir Url aún no
tomaban forma alguna pese a que entre Los Libertarios asentados en Valle
Encantado se encontraban buenos y reconocidos arquitectos e ingenieros.
La lentitud se debía, más que nada, a la carencia de algunos
materiales esenciales para su ensamblaje.
Reunido con un grupo de “astilleros de montaña”, les explicó
la urgencia y que, lo más importante, no era que los barcos navegaran, sino que
simplemente pudiesen flotar con una carga no mayor de trescientos hombres a
bordo cada uno y que tendrían que proveerlos de buenos y fuertes desaguaderos
para que el agua que podría caer del cielo, venir del mar o salir del mismo
infinito, no los hundiese.
De tanto decirlo y repetirlo, al fin los ingenieros
comprendieron.
– ¿Lo que quieres son urna flotantes? –preguntó con ingenua
gracia uno de los peritos.
–Algo parecido, pero en vez de nuestros últimos habitáculos,
serán nuestra salvación –contestó El Señor de las Montañas sin aspavientos–.
Por favor, transmite esa idea y ejecútala… Recuerda que las naves no son para
luchar, sino para sobrevivir…
El ulular de las sirenas que alertaban sobre un inminente
ataque, interrumpió la conversación.
Cuando Url se detuvo a supervisar la construcción de las
naves, se dirigía a La Montaña del Búho para notificarle a Abraham que le había
sido levantada la sanción impuesta por quebrantar las reglas imperantes en
Valle Encantado.
Entre el estallido de bombas y cohetes y el repiqueteo de
ametralladoras, morteros y baterías antiaéreas, de un salto se subió al lomo de
Nube y enfiló hacía el comando de Abraham, ya que El Paraje del Elefante, su lugar de observación preferido, estaba
muy retirado de donde se encontraba en esos momentos.
Báculo en mano cabalgó sobre las cumbres entre una andanada
de balas. Sospechaba que la ofensiva de La Fuerza del Mal no ameritaría su
intervención, ya que era ligera, aunque contundente.
A su paso, muy cerca de un desfiladero, una bomba estalló
casi a los pies de Nube. El animal lanzó un relincho de espanto, movió
nerviosamente su cuello de un lado a otro y en cuestión de segundos se elevó en
sus dos patas.
Url se asió fuertemente de las riendas a fin de caer, evadió
el gran hoyo humeante que se había abierto delante de él y con Nube repuesta
prosiguió hacia su destino.
Al llegar a La Montaña del Búho, vio a Abraham accionando
mortalmente su ametralladora M60, de seiscientos disparos por minuto, la cual
sostenía fuertemente entre sus dos brazos mientras vomitaba hacia un lado
centenares de cartuchos vacíos.
Una nueva invasión estaba en pleno desarrollo. La incursión
estaba encabezada por cuatro helicópteros artillados del tipo “Puma” y un par
de “Apaches”, los cuales avanzaban protegidos por el vuelo exterior de dos
cazas que a su paso dejaban caer un enjambre bombas mientras escupían ráfagas
de metralla por su nariz.
Url desmontó Nube atropelladamente y se unió a Abraham en el
preciso instante en que uno de los guerreros tocó con sus balas la cola de uno
de los rápidos y esquivos “Apaches” el cual, herido de muerte, comenzó a girar
en espiral mortuoria hacia el desfiladero.
Por los lados de “La Roca de los Lamentos”, en el sector
donde estaban recluidos los prisioneros, altas columnas de humo buscaban
presurosas el cielo.
Tanto los helicópteros como los cazas hicieron dos
incursiones más. Luego, tal como habían aparecido, se fueron.
En esta oportunidad El Señor de las Montañas no tuvo
necesidad de utilizar el madero divino.
– ¿Por qué no usaste el báculo? –preguntó extrañado Abraham
al calmarse la situación.
–No era necesario… No venían por nosotros –dijo indicando
hacia la humareda en “La Roca de los Lamentos”–. Además, cuando los tuve en la
mira volaban sobre Valle Encantado… De derribarlos hubiese causado una tragedia
aún mayor.
La incursión de La Fuerza del Mal fue rápida y deliberada,
aunque a su paso dejó una estela de muerte y desolación.
– ¡No entiendo porque cesó el ataque tan de improviso!
–gruñó Abraham con los ojos saliéndosele de las órbitas…
–Nosotros no éramos el blanco –indicó Url señalando hacia la
montaña–, sino su propia gente. Exterminaron a todo los prisioneros a fin de que
no abriesen la boca –sentenció.
Un mensajero que olía a pólvora y muerte, llegó presuroso
con las buenas nuevas.
–“La Roca de los Lamentos” es un gran cementerio. Pronto
vendrán los buitres –afirmó
–Debemos calcinar los cuerpos de esos pobres desdichados
–dijo dirigiéndose a Abraham–. Debe hacerse rápido o nuestras posiciones
quedarán al descubierto por largo tiempo.
–Me ocuparé de inmediato –respondió el comandante judío
dando marcha atrás para dirigirse hacia el desfiladero que conduce a “El Ojal
de la Muerte”.
–Espera un momento –atajó Url–. Antes del ataque venía hacia
acá para escuchar de tus labios las razones que tuviste para violar las normas
de la montaña… ¿Por qué infiltraste a tus guerreros entre los prisioneros sin
consultar a nadie?
–Fue una estupidez, lo sé –reconoció Abraham–, pero dio
buenos resultados… Lo hice de esa forma para proteger a mis hombres… Era una
operación encubierta y muy peligrosa… No podía exponer sus vidas –afirmó a
manera de disculpa–. Mientras menos personas lo supiesen, menos riesgo
correrían.
–Es cierto, pero no por ello se debía excluir al grupo de
comandantes y consejeros… Quebrantaste nuestra confianza, pero el Consejo ya te
levantó la sanción.
–Fue una torpeza… No volverá a ocurrir –reconoció Abraham.
El sector estaba repleto de Libertarios evaluando daños. Uno de ellos, vestido con un desteñido uniforme
que tenía bordado en su espalda una gran paloma blanca en vuelo, se le acercó a
Abraham.
–Esta vez no hubo víctimas entre los nuestros, pero sí daños
de cierta consideración –informó.
– ¡Gracias a Dios! –exclamó Url levantando su mirada al
cielo.
–Muy bien… Ahora ocúpense de las labores de incineración…
Avísenme si consiguen algún sobreviviente entre los prisioneros… Yo los
alcanzaré en instantes –indicó el comandante judío.
Katria acababa de llegar al lugar. Se apeó del brioso alazán
que montaba y secándose con la mano el sudor que bañaba su frente, se aproximó
a ellos.
– ¡Hola! –saludó–. ¿Cómo les fue por aquí?
–Sólo algunos daños y, gracias a Dios, ninguna víctima –contestó
Url y volteando hacia Abraham, preguntó, retomando el tema de los infiltrados–:
¿Cuáles fueron los buenos resultados?
–Esos soldados hablaban hasta por los codos. El coronel les
prometía que muy pronto serían rescatados porque tenían un poderoso arsenal
oculto en tres frentes. –afirmó Abraham visiblemente preocupado– Figúrate que…
– Esa no es ninguna novedad… Esa bestia tiene armas por
todas partes– lo interrumpió Katria iracunda.
–Déjalo concluir, por favor… –le solicitó suavemente Url
haciéndole señas de callar.
–Bueno, figúrate que el más grande de esos arsenales está en
Mar Azul, donde, gracias al Todopoderoso, hay bastante resistencia Libertaria, como tú bien sabes –expresó
tuteándolo–. El otro en Los Picos Nevados de Occidente y el último aquí, en La
Cordillera de la Costa, donde Láchez, de acuerdo al coronel, le dio un
ultimátum al ejército para que en un plazo no mayor de tres meses acabe con
todo lo que se mueva por estos lados, de lo contrario amenazó con fusilar a los
miembros responsables del Estado Mayor –concluyó expeliendo con fuerza una gran
bocanada de aire.
– ¡Te felicito!... La información es verdaderamente vital…
Eso nos obligará a acelerar la construcción de las naves.
–Por cierto –intervino otra vez Katria, pero esta vez con su
educada serenidad–, Hatch me dijo que ya tiene listos los mapas de la refinería
de El Haíto y la forma de cómo piensa sabotear sus instalaciones.
–Bien, mientras ustedes hablan voy a ocuparme de la
incineración de esos pobres prisioneros –se disculpó Abraham mientras emprendía
hacia el “Ojal de la Muerte”, donde un piquete de guerreros lo esperaban con
palas, picos y sacos de cal.
– ¿Hatch te comentó algo del plan? –preguntó Url.
–No, dijo que preferiría discutirlo primero contigo antes de
someterlo al Consejo –respondió Katria.
–Hubo víctimas por allá.
– ¡No!... Sólo le hicieron algunos rasguños a la montaña
–contestó mientras se acomodaba el lanzacohetes, cuya cinta se le había rodado
del hombro.
14
De regreso a Valle Encantado Url y Katria fueron al
encuentro de Doyle Hatch. Estaba en su cabaña con Margarita, una bella morena,
mezcla de india y flor silvestre, con quien hacía vida marital.
Rubio, alto y de modales refinados, al verlos entrar Doyle
los invitó a sentarse junto a él en la mesa de trabajo. Desplegó un mapa muy
elemental que había dibujado la noche anterior.
–Esta –dijo señalando con su índice el lugar en el plano– es
la refinería de El Haíto. Aquí quedan los fondeaderos de Mar Azul –dijo
indicando otro punto–. Por ese lado será difícil, casi imposible, penetrar. La
Fuerza del Mal tiene ancladas ahí varias fragatas y las lanchas patrulleras del
servicio de guardacostas de la marina están en constante movimiento. Pero, por
aquí –apuntó clavando un alfiler en el sitio–, por La Cola de la Ballena, si la
buena suerte nos acompaña, podremos entrar sin ser notados –concluyó levantando
la vista y buscando el consentimiento del Señor de las Montañas.
–Me parece bien… Es el sitio adecuado –aprobó Url.
La Cola de la Ballena era una especie de bahía cuya forma
semejaba el extremo de uno de esos enormes cetáceos. Sus aguas eran pocos
profundas, por lo que, tanto para penetrar la refinería, como en la retirada,
una vez concluida la misión, sería perfecta.
Katria dejó a los dos hombres para que estudiasen los planos
a solas y fue en busca de Margarita, quien estaba en el fondo de la choza. Las
dos mujeres empezaron a conversar animadamente.
–Una vez adentro –prosiguió Doyle extrayendo debajo de otros
papeles un croquis–, el trabajo será enteramente mío. En este dibujo está
reflejado el cerebro de la planta –dijo enseñándoselo–. Esto que ves aquí es la
sala de programación y arranque. Todo se mueve gracias a una sofisticada red de
computadoras. Este es el panel central –precisó indicándolo en el papel– y es
aquí donde yo debo hacer mi trabajo. Después de poner en marcha la computadora
central, introduciré en el sistema un virus que bloqueará toda operación
posible dentro de la refinería. ¡Quedarán sin una gota de petróleo! … ¿Qué te
parece? –preguntó para finalizar mientras doblaba meticulosamente el mapa en
varias partes iguales.
– ¡Una maravilla! –afirmó entusiasmado El Señor de las
Montañas.
–Tardarán meses para liberar el virus del sistema…Yo, en
caso de que la planta vuelva a nuestras manos, lo podría hacer en menos de una
hora, ya que desarrollé un antivirus que obedece a un código que al
introducirlo en la red y darle la orden, el mismo se autodestruye. Pero, lo
importante ahora, es bloquearlos.
–Me sigues asombrando, querido Doyle –exteriorizó Url con satisfacción. Luego, acariciando su
larga y despeinada barba, agregó–: Debo reducir el número de comandos… Quizás
tres sean suficientes… ¿Qué opinas? –preguntó.
–Estoy de acuerdo contigo, Señor de las Montañas. Con menos
personas hay menos probabilidad de errores –coincidió Doyle.
–Bien, entonces llevaremos sólo tres comandos de cinco
hombres cada uno. Tú capitanearás uno, el otro Katria y el último yo.
15
La luna estaba entrando en cuarto menguante. Silvio Torres
se apresuró en comunicarle a Longar y a Kunato que era el momento indicado para
iniciar la “Operación virus” porque con la luna su favor los guerreros estarían
protegidos por las sombras y podrían desplazarse con seguridad entre las filas
enemigas.
Url, Katria y Doyle estaban listos y sólo esperaban la
confirmación de los encargados de escoger a los integrantes de la “Red Divina”,
cuyos hombres, según habían acordado, bajarían junto a ellos por las cataratas
que sirven de puerta de entrada a Valle Encantado. Una vez lejos de las montañas,
los espías se dispersarían hacia los lugares establecidos por los organizadores
del grupo, mientras los comandos tomarían rumbo a la refinería de El Haíto, a
unos ciento veinte kilómetros de distancia de donde se encontraban.
Establecieron, por razones de seguridad, que los guerreros
de la “Red Divina” se desplazarían a pie, mientras que los comandos irían a
caballo por los valles y montañas que conducían a Mar Azul y a la costa donde
estaba enclavada la gigantesca refinería. Al finalizar la misión, el regreso,
según las estimaciones de la ida, se haría por el mismo camino. Si algo salía
mal tomarían una ruta alterna, mucho más peligrosa, que atravesaba enclaves de
La Fuerza del Mal.
Url descansaba en su choza, echado sobre el camastro leyendo
la Biblia, cuando escuchó a Longar requiriendo su presencia.
– ¡Pasa, amigo! –indicó desde dentro.
–Señor, la Red está lista –refirió el negro comandante,
quien ya movía el brazo con ligereza, sin reflejar dolor–. Silvio sugiere que
salgamos esta misma noche, con la luna en cuarto menguante, así su ruta estará
protegida por la oscuridad.
–Buena idea…Creí que no lo íbamos a lograr por la demora que
ocasionó la conformación la Red… ¡Nos pondremos en marcha ahora mismo!... ¿Los
otros ya fueron informados? –preguntó cerrando la Biblia y guardándolo en el
talego.
– ¡Sí! –respondió con firmeza. Luego, con voz suave y
curiosa, indagó–: ¿Qué tantos lees en la Biblia en medio de este infierno de
balas y angustias?
–La Biblia, querido amigo, encierra el pensamiento de Dios,
el camino de la salvación, el perdón eterno, la condenación de los pecadores y
la felicidad de los creyentes…–Hizo una pausa para que Longar asimilase sus
palabras y prosiguió–: Su doctrina es santa, sus historias verdaderas y sus
decisiones inmutables… ¡Léela y te convertirás en sabio! –finalizó sonriéndole
mientras agarraba el báculo.
–Lo haré, te lo prometo –aseveró llevándose la diestra al
corazón en forma de juramento.
–Recuerda que después que parta quedas al mando. Suceda lo
que suceda, lo más importante es que la construcción de las naves no se
detenga. Si es posible haz que trabajen en varios turnos de día y de noche, con
lluvia o sin ella y, por favor, eviten las fogatas… ¿Ya enviaste emisarios con
los planos de las naves a las otras regiones? –consultó intranquilo.
–Hace cuatro días fueron distribuidos a través de nuestros
mensajeros… Creo que a estas alturas todos deben tenerlos en sus manos
–contestó dubitativo el fornido comandante.
– ¿Le anexaste la carta donde subrayé lo vital que era
construirlas?
–Sí, pero he recibido pocas confirmaciones, recuerda que
nuestras comunicaciones son precarias.
– ¡Sí, lo sé! –afirmó resignado–. ¡Quiera Dios que no lo
echen al pote de la basura!
Url aprisionó el báculo con ambas manos y ponderado miró a
su amigo.
–En caso de que no regresemos o que nuestra misión falle,
las naves deberán estar listas ante de la luna nueva –advirtió.
– ¡Claro que regresarán! –rezongó inquieto Longar.
–Bien, pero mantén en secreto lo relativo a la construcción
de los barcos. Sólo los ingenieros y nosotros, los comandantes, sabemos de qué
se trata, no así los demás. A ellos se lo diremos a su debido tiempo. No tiene
objeto alarmarlos ahora. Al referirte a las naves utiliza la palabra clave “Los
Diez Mandamientos”.
– ¡Tus órdenes serán cumplidas Señor de las Montañas!
16
La mayoría de los oficiales del Ejército del Mal estaban
enardecidos con la ejecución del general Luis Racía Carnero, pero no se
atrevían a contradecir los dictámenes del régimen porque sabían que correrían
con la misma suerte.
El mismo día que Url y sus comandos salieron hacia la
refinería de El Haíto, Láchez convocó a su Estado Mayor y otros altos oficiales
a una reunión urgente en el Palacio de Gobierno.
El encuentro había sido pautado para las cero ocho horas,
pero desde antes de las seis de la mañana casi todos los generales y almirantes
habían llegado y charlaban animadamente en el Salón Dorado, contiguo al
despacho presidencial donde se realizaría la junta.
– ¡Atención!... ¡Firmes!...–retumbó de pronto una orden
marcial desde el fondo de la puerta de entrada.
Cinco minutos antes de que el reloj marcase las ocho, el
dictador, escoltado por su guardia de honor y un selecto y numeroso grupo de
bien armados guardaespaldas, hacía su entrada en la sala.
Al ver que la endiablada figura de Adolfo Láchez aparecía
tras la puerta en toda su despreciable arrogancia, los ofíciales que estaban
arrellanados en los mullidos sofás del salón se levantaron de los asientos como
expelidos por un resorte y, en posición de firmes, saludaron con el puño
cerrado en alto.
– ¡Viva Láchez y la revolución!… ¡Viva el padre del
pueblo!.. ¡Viva Láchez, El Libertador!... –gritaron al unísono haciendo
estremecer los ventanales y las relucientes lágrimas de los cuatro colosales
candelabros que iluminaban el majestuoso y elegante salón.
Imperturbable, Láchez escrutó a sus partidarios con sus
pequeños y achinados ojos negros, herencia de su mestizaje indígena. Parecía
una víbora al acecho. Luego levantó la diestra e hizo señas de callar.
Bien amaestrados y conociendo la voracidad sanguinaria del
dictador, los altos oficiales obedecieron inmediatamente. Firmes y en silencio
se quedaron inmóviles al lado de sus sillas a la espera de que Láchez llegase a
la punta de la mesa, donde se ubicaría para presidir la reunión. Al llegar se
sentó dándole la espalda a una enorme pintura suya que colgaba de lo alto de la
pared, la cual finalizaba casi rozando el suelo. En el inmenso óleo Láchez
aparecía vestido con un estrafalario traje de mariscal prusiano montado en el
lomo de un hermoso caballo blanco erguido sobre sus patas traseras. Lucía
altivo y con una expresión maléfica reflejada en el rostro, resaltada aún más
por la fiereza con la que levantaba su puño izquierdo en alto.
Arrellanado en la confortable poltrona dorada, la cual
habían mandado a confeccionar especialmente para él en Europa, se quitó la
boina roja y miró de reojo para cerciorarse de que sus guardaespaldas habían
terminado de tomar sus posiciones. Luego, con un torpe movimiento se acomodó la
gran cantidad de medallas y condecoraciones que pendían de la pechera de su
uniforme militar, juntó las manos en forma de oración y se las llevó lentamente
hasta la altura de la barbilla.
– ¡Hasta cuándo voy a orar por ustedes! –exclamó con voz
gutural y seca–. Mi paciencia tiene un límite… Los he dotado con las mejores y
más sofisticadas armas del mundo y no pueden acabar con un grupo de vagos que
se refugian en las montañas… –Calló y los miró de arriba abajo. Nadie se
aventuraba siquiera a pestañear. Golpeó con furia la mesa, se incorporó y
preguntó punzante–: ¿Qué clase de soldados son ustedes?–. La mudez de los altos
oficiales prosiguió. Aunque Láchez esperaba una explicación, esta no vino.
Volvió a sentarse y prosiguió–: El plazo que les di está corriendo y, para bien
de todos ustedes, quiero que se cumpla la orden, de otra forma no responderé de
los actos del pueblo –advirtió amenazante y escudándose en un supuesto respaldo
popular. No obstante, la rabia volvió a hacer presa de él y nuevamente gritó enardecido–:
¡Tienen que estrangularlos!... ¡Aniquilar a esos cerdos de las montañas!..
–Hizo otra pausa. El silencio era absoluto. Ni una mosca se atrevía a
romperlo–. Bien, veo que están de acuerdo conmigo y me han entendido bien…
Vayamos ahora a los detalles –dijo señalando a uno de los generales, que sacó
de su portafolio una serie de papeles y los extendió sobre la mesa.
Después de escuchar con desgano el informe, Láchez se
disculpó y retiró del salón. Les pidió que siguiesen sin él porque tenía otra reunión
con sus ministros.
–Eso está bien, pero lo importante ahora es la cuestión de
La Cordillera de la Costa… ¡No quiero más demoras! –le dijo antes de salir al
general que seguía sacando informes y papeles del portafolios.
Adolfo de la Encarnación Láchez era el menor de nueve
hermanos provenientes de una humilde familia mestiza de agricultores llaneros.
Su infancia estuvo signada por el hambre, privaciones y humillaciones. Dos de
sus hermanos murieron, aún siendo niños, afectados por la desnutrición y paludismo.
Sus progenitores, ante la imposibilidad de proveerles sustento y educación, a
medida de que los varones iban cumpliendo los dieciocho años, los obligaba a
enrolarse en el ejército.
Despierto y ambicioso, Láchez fue el único, de otros tres
hermanos, que alcanzó el grado de teniente coronel. Con mando dentro de las
tropas, se fue ganando con astucia y engaños el cariño de sus subordinados, a
quienes un buen día arrastró hacia una rebelión militar contra el gobierno
imperante en aquel entonces. Después de un gran baño de sangre se hizo del
poder y se autonombró Amo del Ejército y Padre del Pueblo.
De aquel entonces ya habían pasado diez años. Y del hombre
humilde y amante de su pueblo que revelaba ser en sus discursos populistas, se
convirtió en un despiadado y sanguinario dictador al crear un poderoso y bien
armado ejército, bautizado por sus detractores como El Ejército del Mal, con el
cual ahora reprendía sin piedad contra ese mismo pueblo y a todo el que osase
oponérsele.
17
Url y los comandos llevaban dos días cabalgando. Sólo
descansaban pocas horas. Con las estrellas aún sobre sus cabezas volvían a
ensillar los caballos y proseguían viaje.
El grupo élite había sido seleccionado entre los guerreros
más disciplinados y de mejor movilidad táctica. Eran valientes, callados,
decididos y con una determinación asombrosa. Conformaban el equipo perfecto.
Los quince ensamblaban el brazo y la fuerza que necesitaba Url para salir
airoso de esa peligrosa misión.
La mañana del tercer día, mientras tres de los hombres
mantenían sujetos por las riendas y en calma a los caballos, El Señor de las
Montañas y el resto de los comandos
se arrastraron hacia lo alto de una colina.
Abajo Mar Azul se abría en toda su mansedumbre, enturbiada
sólo por más de media docena de acorazados fondeados cerca de la costa. A la
izquierda se alzaba majestuosa la inmensa refinería de El Haíto. Parecía un
castillo encantado hecho de tubos, vigas y conductos humeantes y
resplandecientes como la plata. Sus contornos estaban fuertemente protegidos
por soldados y tanquetas del Ejército del Mal.
Tendido sobre el suelo, Doyle examinaba la refinería con los
binoculares. Lo mismo hacía Katria y los otros guerreros. Url, por el
contrario, evaluaba, a golpe de vista, la distancia entre el mar y los
acorazados y entre estos y las tanquetas. El trecho era bastante reducido. Un
ataque por mar jamás hubiese resultado exitoso. Por aire tampoco, debido a que
tenían varias docenas de caza tanques con cañones de 90mm y camiones antiaéreos
Bofors 40/70 emplazados en forma de círculo a un par de kilómetros de la
refinería, lo que le proporcionaba al Ejército del Mal un escudo perfecto, sin
importar de qué punto cardinal procediese cualquier eventual ataque. No
obstante, Url advirtió un flanco vulnerable: ¡La playa!
– ¡Huao! …¡Esto es una locura infernal!... Convirtieron a la
refinería en un cuartel… ¡Ni la reconozco! –expresó espantado Hatch al ver a su
antiguo centro de trabajo plagado de soldados, tanques y cañones.
–Toda nuestra patria está en las mismas condiciones
–sentenció con tristeza Katria.
– ¿Qué piensas? –preguntó Hatch girando hacia El Señor de las Montañas.
–Percibo una sola forma de entrar en ese avispero, pero es
muy arriesgada y…
– ¿Cuál? –interrumpió vacilante–. Porque yo veo todos los
pasos cortados.
–Por la playa –dijo– indicando la bahía donde estaban
atracados unos surpertanqueros en labores de carga de crudo.
–También me parece el sitio indicado –convino Katria–. Por
el mar no entraría siquiera una canoa. Ellos se sienten confiados, por eso hay
poca vigilancia. Apenas hay unos veinte soldados y la mayoría están descuidados
o conversando con la tripulación de esos mastodontes que se llevan en sus
barrigas nuestro petróleo –sentenció.
–Es el punto más vulnerable –consintió Url seguro de lo que
estaba diciendo–. Esperaremos la noche para bajar y guarecernos cerca de La
Cola de la Ballena y cuando sea conveniente entraremos por el lado norte...
Hatch lo miró indeciso, no obstante confirmó con la cabeza.
Luego Url se dirigió a los otros guerreros.
– ¿Lo creen posible? –preguntó.
– ¡Sí, todo es posible con la protección del Señor de las
Montañas! –exclamó con decisión Alfonso, el más joven del grupo élite.
Los demás rieron la ocurrencia de su compañero y también
asintieron.
–Bien… Les recuerdo que lo más importante de esta misión es
que Doyle entre al nervio motor de la planta, donde está el cerebro que la hace
funcionar, sin que él ni su “arma” –dijo dándole unas palmaditas al morral que
Hatch tenía en la espalda– sufra siquiera un rasguño… ¿Entendido?
Url se refería a la pequeña computadora portátil que Hatch
había llevado a Valle Encantado el día que decidió ingresar a las filas
Libertarias. Siempre la cuidó con esmero, como si se tratase de un pequeño y
frágil bebé. Sus pilas de cadmio, que eran la fuerza energética que la hacía
funcionar, las limpiaba con “maternal” cuidado y ponía al sol durante varias
horas para evitar que hongos y el pernicioso moho de la montaña pudiesen
dañarlas. En aquella época, muchos se burlaban del celo exagerado con que Hatch
preservaba la máquina, hoy en día convertida en una gran aliada y en el “arma
letal” que podría salvar a mucha gente de muerte segura.
Gracias a su ingenio, con el pequeño procesador Hatch había
creado un virus que inutilizaría todo el sistema computarizado de la refinería
de El Haíto.
18
Sin la presencia de Url en las montañas, Longar se sentía
vulnerable e inseguro. Buscando obtener una defensa más poderosa cambió de
posición varias piezas de artillería, las más livianas, entre ellas el Obús de
105mm-56P, de fabricación italiana, que podía ser desmontado en doce segmentos
para simplificar su transporte de un lado a otro.
Como medida preventiva ordenó a Pepe Alcántara y a Giovanni
que repartiesen entre los guerreros el último cargamento de armas que le habían
enviado sus aliados de la UCTI, Unión Contra el Terrorismo Internacional.
En el interior de las cajas que Giovanni comenzó a abrir
junto a sus hombres había una buena provisión de fusiles automáticos pesados de
7,62mm, ametralladoras MAG, pistolas semiautomáticas Browning, lanzamisiles
“Stinger” de 3,5mm y muchas granadas, además de otros pertrechos de guerra,
mantas e impermeables, ya que la temporada de chubascos estaba por llegar.
La montaña lucía triste y en máximo estado de alerta.
Después de abrirse paso durante toda la noche entre las
filas enemigas, uno de los espías Libertarios regresó a Valle Encantado con
noticias de primera mano. Reunido con Longar en el comando general, le informó
que grandes desplazamientos de tropas se estaban realizando en los cuarteles
del Ejército del Mal vecinos a la montaña, por lo que sospechaba que
proyectaban una gran ofensiva contra ellos.
El guerrero negro lucía exhausto. La tensión diaria y la
responsabilidad que Url había dejado en sus manos, no lo dejaban dormir. En las
noches supervisaba hasta entrada la madrugada la construcción de las naves, las
cuales apenas estaban en su esqueleto, aunque los ingenieros le aseguraban que
esa era la parte más difícil y que la recubierta sería rápida, cosa de días.
No tenía noticias de Url y eso le mortificaba. Mucho más
porque tercamente decidió no llevarse ninguno de los pocos radiotransmisores
que tenían en la montaña so pretexto de no dejarlos incomunicados. El Señor de
las Montañas le argumentó que cualquier tipo de transmisión podría ser
interceptada por el enemigo y poner en peligro la misión. Aunque ese no era su
motivo real. Los aparatos eran vitales en Valle Encantado para la comunicación
con los otros frentes. Privarlos de ellos, más en esos momentos de frenéticas y
repentinas batallas, los hubiese dejado desguarnecido y a ciegas.
Era la mañana del tercer día desde que los comandos habían
partido hacia El Haíto. Aunque sus heridas habían sanado, todavía caminaba con
pesadumbre. Después de su habitual recorrido, el fornido comandante se alejó de
los “astilleros” de montaña y fue a sentarse a la sombra de unos macizos
peñascos.
Giovanni tenía tiempo observándolo. Lo percibía intranquilo.
Sabía que algo le molestaba y debía ir en su ayuda. Tarareando una canción
caminó hacia él.
– ¿Cómo sigue tú pierna? –preguntó al llegar.
–En un par de días podré correr como antes –contestó sin
dirigirle la mirada.
–Si es así, cuando estés listo te reto a una carrera –bromeó
a fin sacarlo de su abatimiento.
Como Longar no le respondió, dibujó una sonrisa en su
rostro, como acostumbraba a hacerlo cuando alguien no estaba de humor.
–Todos lo extrañamos, amigo… Pronto lo veremos regresar
victorioso y entero – comentó cambiando el tono de su voz.
–Para que así sea ruego a Dios todas las noches –afirmó
Longar un poco animado.
– ¿Rezar tú? –soltó socarrón y asombrado su compañero de
lucha.
– ¿No me crees?… Pues te lo demostraré –dijo sacando de uno
de los bolsillos de la camisa una pequeña Biblia–. ¿Y ahora qué dices? –le
preguntó mostrándosela.
– ¡Qué me dejaste pasmado! –exclamó abriendo de par en par
los ojos.
–Bueno, en realidad apenas la estoy comenzando a hojear… Un
buen amigo me recomendó que la leyese… Deberías hacer lo mismo porque encierra
el pensamiento de Dios, el camino de la salvación, el perdón eterno, la
condenación de los pecadores y la felicidad de los creyentes… –expresó
ceremonioso, repitiendo lo que Url le había dicho–. ¡También deberías leerla!
–sugirió con aire de fingida sabiduría.
–Ahora, además de pasmado, estoy aturdido –refirió Giovanni
vacilante y tragando saliva, prometió–: ¡Lo haré!
19
El reloj marcaba las 2:35 a.m. Los comandos habían tomado
posición y esperaban tendidos boca abajo sobre la arena de la playa. Con más de
medio cuerpo metido en el mar y sus rostros teñidos con betún semejaban
tiburones al acecho. Las olas batían mansamente sobre sus espaldas, aunque nada
podría distraerlos en ese momento. Estaban alerta y con los cinco sentidos
enfilados en su objetivo. En la Cola de la Ballena el silencio era total.
Apenas se escuchaba el susurro del agua que los acariciaba.
Los guerreros más expertos estaban armados con fusiles de
mira telescópica, otros con FAL y GALIL israelíes. Los más corpulentos
sostenían en sus manos las letales ametralladoras HK21 de novecientos disparos
por minuto. Silenciosos aguardaban la orden de Hatch, quien con su cronómetro
medía el tiempo exacto de desplazamiento de un potente reflector que deslizaba
su luz por el sitio escogido para penetrar en la planta.
Cuando el foco dio vuelta en media luna, hacia la izquierda,
Hatch hizo señas a uno de los comandos para que violentasen la cerca de
alambre.
Con sigilo tres guerreros se movieron entre las sombras y
cortaron la alambrada que los separaba del interior de la refinería.
De los quince guerreros que emprendieron la misión, al pie
de la planta sólo estaban diez de ellos. Url le pidió al resto que se quedaran
en la colina, unos cuidando los caballos y otros, expertos francotiradores,
duchos en el manejo de rifles con mira telescópica infrarroja, atentos para
protegerles la retirada.
Al siguiente giro del reflector, Katria y su grupo entraron
a las instalaciones. De último lo hizo Url y sus hombres.
En silencio fueron deslizándose por los corredores. Hatch
los guiaba. Durante trece años estuvo trabajando en aquella planta y conocía
cada uno de sus recovecos a la perfección, aunque todos habían estudiado con
atención el mapa del lugar que les había proporcionado días antes el mismo
Doyle Hatch.
Ni un ruido. Sólo el murmullo del mar, que en su sempiterno
eco depositaba sus lágrimas de sal en la playa, se escuchaba a la distancia.
El penetrante olor a petróleo que despedían los
supertanqueros fondeados en Bajo Grande, arrancó un estornudo de la boca de
Katria. Todos se detuvieron. Pronto la guerrera se repuso y continuaron
caminando en la oscuridad.
Se movían rápido, pero cautelosos. Pasados algunos minutos
llegaron al punto neurálgico de la planta, “La madre” del complejo, como
llamaban los petroleros al centro de computación. Sólo los separaba pocos
metros de la puerta de entrada que estaba a un costado de donde se encontraban.
Con precaución Hatch asomó la nariz para ver hacia el fondo
del pasillo, el cual estaba totalmente alumbrado, pero enseguida retrocedió. Le
dijo a Url que mirase.
Una docena de soldados, fuertemente armados y bien
despiertos, vigilaban la puerta principal de la sala.
Cansado de tantas muertes inútiles, Url les ordenó a todos
que se quedasen tranquilos donde estaban, que no hiciesen uso de sus armas y
que esperasen una señal suya. Le pidió a Katria que bajara su Matasiete y caminase junto a él.
Con su cabellera cana enmarañada y goteando todavía agua de
mar por la larga batola, tomó de la mano a la bella guerrera y cruzó como un
aparecido la esquina que dividía los comandos de los soldados del Ejército del
Mal.
– ¡Qué mierda es ésta! –exclamó poniendo a tiro su
ametralladora el primero de los guardias que los vio.
– ¿Quiénes son ustedes?… ¡Alto, o disparo! –rumió el que
estaba al lado de la puerta.
–Soy el hombre que les viene a salvar la vida – expresó Url
en tono indulgente mientras levantaba el báculo.
Todos los soldados tenían a Katria y a Url en la mira y
estaban a punto de halar del gatillo para acabar con los intrusos cuando el
báculo divino irradió un rayo color violeta que en fracciones de segundos los
neutralizó.
– ¿Están muertos? –preguntó Katria sorprendida.
–No, sólo un poco dormidos –respondió mientras con un dedo
tocaba la puerta del centro de computación, la cual se abrió de par en par sin
siquiera introducirle llave o contraseña–. ¡Diles a los otros que vengan!
–apremió.
Url entendía que el báculo funcionaba sólo en caso de
inminente peligro y que la única fuerza para activarlo era la de sus
pensamientos, los cuales eran regidos por Dios. Él apenas era un instrumento y
sus decisiones escapaban de toda comprensión humana. Sabía, sin embargo, que
debía cumplirlas con fe y despojado de cualquier duda, ya que la duda
pertenecía a los abismos del mal.
El control maestro de la refinería estaba completamente
iluminado. Construido en forma circular, albergaba decenas de computadoras, las
cuales permanecían encendidas las veinticuatro horas del día durante los
trescientos sesenta y cinco días del año. Empotradas en paneles de aluminio e intercaladas
en tres bandas superpuestas, semejaba el interior de una de esas fantásticas
naves extraterrestres de las películas de ciencia ficción.
Hatch le dio un breve vistazo y se dirigió directamente al
sitio donde estaba un monitor que emitía ondas cruzadas por cuadros y números.
Se le instaló al frente, sacó del morral el ordenador portátil, desconectó
varios puertos del cerebro central, vinculó los cables del pequeño aparato a
estos y lo encendió.
Url y Katria se colocaron a su lado y observaban callados
cada uno de sus movimientos. Dos de los guerreros tomaron posición al lado de
Hatch y expectantes vigilaban la puerta de entrada. Afuera y protegidos por la
oscuridad luego de que Url desactivara con el báculo las baterías de luces que
alumbraban el pasillo, el resto de los comandos esperaban atentos.
Hatch comenzó a pulsar el teclado de su computador. La
sonrisa que delineaban sus labios hacía presumir que todo estaba saliendo a
pedir de boca. El guerrero petrolero parecía inspirado. Sus ojos brillaban de
satisfacción mientras vaciaba los datos que luego convertiría en el letal virus
que anularía el cerebro de la refinería de El Haíto, la más grande e importante
de la nación.
El silencio fue súbitamente roto por el traqueteo de
ametralladoras. Provenían del exterior de la edificación, pero se escuchaban
bastante cerca. Katria y los guerreros que vigilaban la entrada corrieron hacia
el pasillo para indagar qué estaba sucediendo.
Pasados un par de minutos volvieron alarmados.
– ¡Debemos irnos!... ¡Están por todas partes!... ¡Hay que
evitar que nos rodeen! –manifestó la guerrera alterada.
Evidentemente, habían sido descubiertos. De otra forma no se
explicaba la refriega que había afuera.
–Algo hicimos mal… ¡Pronto, Hatch, vámonos! –apremió Url.
– ¡Espera!... Espera… Falta muy poco… Si lo dejo así, todos
nuestro esfuerzo habrá sido vano –contestó mientras sus dedos hacia funcionar
el teclado febrilmente de la pequeña computadora.
Las detonaciones se escuchaban cada vez más cerca.
– ¡Vámonos ya! –urgió inquieta Katria.
– ¡Esos malditos seguramente instalaron un sistema de
seguridad en las computadoras!... Por eso nos descubrieron… ¡Mierda! –sentenció
con desprecio Hatch.
–Entonces tenemos que salir de aquí cuanto antes... ¡Déjalo
así!... No vale la pena perder la vida por esto –sugirió Url.
–Es cierto, Doyle, ¡vámonos! –lo apoyó Katria.
– ¡Noooo! –gritó fuera de sí Hatch dibujando en su rostro
una mirada infernal–. ¡Esta refinería es parte de mi vida y no voy a dejar que
esos desgraciados se salgan con la suya!... ¡Váyanse, que no me dejan
concentrar! –espetó en sofocos.
Al notar que su amigo estaba fuera de sí, Url le hizo señas
a dos de los guerreros para que lo sujetaran y corriesen con él hacia la
salida.
Al advertir que los hombres lo cogían por debajo de la axila
y trataban de incorporarlo del asiento, Hatch buscó mediar.
– ¡No!... No es para tanto… ¡Voy con ustedes! – accedió
levantándose de la silla.
Comenzó a caminar junto a ellos. Aparentemente estaba
resignado, aunque iba refunfuñando con cada paso que daba. Su trabajo había
quedado inconcluso y con él la esperanza de un mundo mejor.
El repiqueteo de ametralladoras y disparos de fusiles se
escuchaban en todas direcciones y muy cerca de ellos. Katria, Url y los demás
comandos estaban siendo atacados desde varios ángulos.
Hatch y sus escoltas apenas habían sobrepasado la puerta de
entrada de la central de computación. Los guerreros iban con las armas en alto
y el dedo puesto en gatillo. En un descuido, Doyle los empujó y corrió hacia
atrás para introducirse nuevamente en la sala de computación asegurando
rápidamente la puerta tras de sí. Los esfuerzos que hicieron sus escoltas para
abrirla fueron vanos. Frustrados, corrieron para salir de aquel infierno por el
mismo camino que habían entrado. A menos de cien metros se consiguieron con sus
compañeros atrapados en un fuego cruzado disparando sus armas en todas
direcciones. Url estaba inclinado en el suelo auxiliando a un guerrero que
yacía herido. Trataba infructuosamente llevárselo a los hombros, pero el herido
estaba tan desvanecido, que no podía.
– ¡Siga, Señor, nosotros nos encargaremos de él! –manifestó
uno de los comandos al llegar donde estaba.
– ¿Y Hatch?... ¿Dónde está Hatch? –inquirió preocupado.
–Fue imposible detenerlo… Regresó y se encerró en la sala…
¡Ya no hay nada qué hacer! –precisó otro de los guerreros a fin de atajar a
Url, que se disponía ir en su búsqueda.
– ¡El muy tonto se salió con la suya!... ¡Qué Dios lo
proteja y tenga misericordia de su alma! –imploró.
– ¡Pronto!... ¡Por aquí hay una salida! –susurró Katria.
En medio de una lluvia de balas y fuego de morteros, los
comandos se abrieron paso hacia el sitio indicado por Katria descargando sus
armas hacia el enemigo.
Corrieron a través de una telaraña de ductos y tuberías de
diferentes tamaños y formas hasta llegar a la ensenada de Bajo Grande, donde
los supertanqueros se abastecían de petróleo.
Protegidos por las sombras, uno tras otro se fueron metiendo
en el mar. Oculto tras unos barriles, Url esperó la llegada de los comandos que
traían al herido. Con su ayuda lo bajaron a las quietas aguas de ese inmenso
litoral mientras otros guerreros que ya estaban con medio cuerpo metidos en el
mar lo sujetaron por la cintura.
Poco a poco y sin hacer ruido nadaron a ras de la costa
hasta alcanzar La Cola de la Ballena.
En la refinería todo era confusión. Pese a que Los
Libertarios estaban fuera de alcance y lejos de sus miradas, los disparos no
cesaban.
Otros tres grandes reflectores se encendieron y comenzaron a
alumbrar el mar. Igualmente hicieron desde los tanqueros, aunque con luces
menos potentes. Ni rastro de ellos. Los gritos, maldiciones y órdenes seguían
escuchándose por todo lo largo y ancho de la refinería. Estaban desesperados.
Su seguridad había sido vulnerada pese a todas las medidas, armas y centenares
de hombres que tenían apostados en las inmediaciones.
Url y los comandos habían alcanzado la orilla de la playa y
sin hacer ruido fueron internándose en la arenosa colina por donde habían
bajado una hora antes. Subían velozmente, sin siquiera voltear hacía atrás
creyendo que los guerreros que estaban apostados arriba, en la retaguardia, les
cuidarían las espaldas.
No fue así. Varios reflectores apuntaron hacia ellos
dejándolos al descubierto.
Ametralladoras y armas de todos los calibres escupieron
plomo pesado hacia los comandos que subían como cabras cuesta arriba. Eran un
blanco fácil. Entre explosiones y gritos, el terror cundió entre Los
Libertarios.
– ¡Nos van a masacrar! –exclamó sobresaltada Katria.
Url subía la inclinada pendiente agarrándose de pequeñas
hierbas a fin de obtener velocidad. Los otros hacían lo mismo. Al escuchar a
Katria se detuvo. Habían superado más de las tres cuartas partes de la colina,
no obstante les faltaba todavía unos cuarenta metros para estar a salvo de las
balas de los soldados del Ejército del Mal. Desde lo alto no se percibía
respuesta. Estaban desprotegidos y atrapados por el fuego enemigo.
Sudoroso, se irguió, clavó con fuerza el báculo en tierra y
elevó el rostro y manos al cielo.
En ese preciso instante, un obús disparado desde uno de los
puestos de la refinería, hizo blanco en el madero. Url cayó envuelto en una
tormenta de tierra y arena.
– ¡Mataron al Señor de las Montañas!... ¡Lo mataron!…
¡Desgraciados!... ¡Asesinos!... –chilló desconsolada Katria.
Todos los comandos se detuvieron al escuchar los lamentos de
la guerrera y dirigieron la mirada hacia donde hasta hace poco Url subía junto
a ellos. Una espesa nube de polvo les impedía ver con claridad. Repentinamente
los disparos cesaron. Ahora sólo se escuchaba el mar quejándose en los labios
del viento.
Como un fantasma surgido de los abismos del firmamento, la
silueta de un hombre comenzó a tomar forma entre la polvareda. Era Url, quien
sacudiéndose el polvo de su larga batola se levanto e hizo señas con los brazos
a los comandos para que siguiesen subiendo. Milagrosamente había salido ileso.
Totalmente repuesto y sin heridas visibles, observó a su
alrededor tratando de ubicar al madero divino. A un lado, en el mismo sitio
donde lo había apuntalado, permanecía de pie, sin siquiera un arañazo.
Humeante, pero sin detonar, un pesado cartucho de 90mm yacía
a su costado parcialmente inutilizado. El proyectil había atinado en el centro
del Báculo de la Esperanza pero no lo
destruyó.
Invadido de una paz celestial que se reflejaba en su blanco
rostro, lo desencajó, aprisionó con fuerza entre las manos y desde lo alto lo
apuntó hacía sus atacantes y los poderosos reflectores que los tenían cegados y
a merced de las balas.
Enseguida una irradiación púrpura salió del báculo iluminando tierra, cielo y mar a todo lo largo y ancho de Mar
Azul.
Proveniente de la refinería se escucharon gemidos y
desgarradores gritos de dolor.
– ¡Mis ojos!... ¡No puedo ver!... ¡Esa luz quema!...
¡Auxilio!… ¡Mis ojos sangran!... ¡Ayúdenme! –clamaban algunos de los soldados
del Ejército del Mal.
Protegidos por ese manto de luz, Url y los suyos lograron
remontar los pocos metros que faltaban para alcanzar la cima de la colina.
– ¡Qué carnicería, Dios mío! –exclamó con aflicción Katria
al llegar a la cumbre.
Los guerreros apostados en la colina para protegerle la
retirada yacían muertos sobre la calcinante tierra.
Los signos de lucha dispersos en el lugar indicaban que
fueron atacados a traición, por la espalda, y en gran número. Pese a que se
defendieron heroicamente, no pudieron con la cobarde acometida. Al lado de sus
cuerpos masacrados, una alfombra de cadáveres de milicianos de La Fuerza del
Mal era el más grande testimonio a su valentía.
La desigual lucha también fue teñida de atrocidad. Dos de
los comandos que lograron sobrevivir a la emboscada fueron brutalmente
torturados antes de que les dieran muerte. Los desollaron aún estando vivos y
sus cuerpos atados a troncos secos mostrando parte de sus vísceras colgadas al
aire.
Url enmudeció ante tal barbarie. Fue recorriendo lenta y
pensativo el sombrío escenario. Katria, que no lograba contener sus sollozos y
rabia, lo seguía en cada uno de sus pasos.
–No los dejaré aquí, a merced de los buitres… Son almas
puras… Debemos sepultarlos… ¡Pronto, cavemos una fosa!... –dispuso hablando
entrecortado, pero con voz firme, aunque su corazón parecía querérsele salir
del cuerpo.
Amparados por la Luz Divina que mantenía a raya a sus
enemigos en Bajo Grande y toda la costa cercana a Mar Azul y El Haíto, en
silencio abrieron un profundo hoyo y le dieron cristiana sepultura s sus
compañeros víctimas de la masacre.
Url reunió a los guerreros al lado de la fosa, abrió el
talego que tenía terciado en el hombro y extrajo la pequeña Biblia de su
interior. Buscó una página, pero no la encontró. Volvió a buscar y sus ojos se
posaron sobre unas frases que nunca antes había leído.
–“He aquí, yo estoy a
la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él”. –Leyó. Luego inclinó la cabeza, aprisionó los
párpados con tanta fuerza que parecía quererlos absorber en su interior, y
expresó de memoria–: Ten piedad de ellos, oh Dios, conforme a tu misericordia,
conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones y concédeles el
descanso eterno en Tú morada.
Al concluir la oración pidió que cubriesen la sepultura con
abundante tierra y colocasen piedras sobre ella para evitar que los cuerpos
fuesen pasto de buitres y otros carroñeros.
Katria estaba deshecha. No se apartaba del Señor de las
Montañas. Durante la oración se recostó de su hombro y no pudo evitar sollozar
con amarga impotencia.
Cuando los guerreros terminaron de recubrir con piedras la
fosa, Url recogió del suelo un par de ramas, las unió en forma de cruz y la
clavó en el extremo del montículo que apuntaba hacia el este.
Derrotados y turnándose sobre sus hombros al herido, el cual
transportaban con sumo cuidado, emprendieron a pie el regreso.
De los caballos ni rastro. Seguramente se habían desbocado
durante la refriega o incautados por el enemigo.
Estaba por concluir el cuarto días desde el inicio de la
misión y la luna menguante aún protegía su retirada.
Con la desgracia tatuada en sus rostros, cruzaron valles y
ensenadas llenas de floridos árboles, los cuales no parecían percibir que todas
las montañas olían a pólvora, guerra y muerte. Remontaron una cima tras otra,
donde los vientos del norte les recordaban su hogar y la placidez de Valle
Encantado.
Una verde enramada que se tejía silenciosa cerca de un
riachuelo plagado de incautos pececillos, les sirvió esa noche de cobijo y
camuflaje para el descanso.
Nadie se quejaba, siquiera el herido. Afligidos por la
muerte de sus compañeros, en su mente fluía una sola idea: derrotar a La Fuerza
del Mal y su régimen de terror. De ellos, sólo de ellos y de los demás
Libertarios que luchaban en las otras regiones del territorio, dependía el
futuro, la libertad y la paz de su pueblo.
Al segundo día, casi al filo del mediodía, una agradable
sorpresa alegró sus almas.
No lejos de donde se encontraban, Nube y los demás caballos
pastaban tranquilos en un claro.
Al verlo, Url puso dos de sus dedos en la boca y expirando
con fuerza emitió un silbido que sólo Nube podría reconocer.
Al escucharlo el leal animal giró nerviosamente la cabeza,
batió la blanca crin y seguido por los demás caballos galopó hacía el sitio de
donde provenía aquel sonido tan familiar. Al estar frente a Url lo olfateó casi
con devoción humana. Después echó sus patas delanteras hacia el frente y se
hincó en forma de reverencia.
A una señal, Nube se incorporó para dejarse montar
mansamente. Los demás guerreros hicieron lo mismo con los otros caballos.
Galoparon incansablemente. Url vigilaba la luna. Intuía que
después de la luna nueva, en cualquier momento podría devenir el final que le
habían presagiado.
Al anochecer del quinto día, los comandos llegaron a La
Entrada de la Lluvia, el grupo de cascadas que dan acceso a Valle Encantado.
Poco a poco subieron la cuesta. Pasaron a través del pasadizo de agua, surcaron
el túnel y de pronto allí, frente a sus ojos, aquel remanso de paz y quietud
que pese a la guerra irradiaba la naturaleza salvaje del valle que se abría
ante ellos como un paraíso.
El primero en verlos llegar fue Longar, quien olvidando el
dolor de las heridas, salió corriendo a su encuentro. Enseguida lo siguieron
los otros comandantes, guerreros y pobladores del villorrio.
Plenos de tristezas, los hombres relataron lo sucedido.
Luego hablaron de fracasos y victorias, de libertad y justicia durante todo lo
que quedaba de aquella noche.
Abatidos por la muerte de sus compañeros y al mismo tiempo
dichosos por el regreso de Url y los otros, estuvieron entonando himnos a la
libertad y cantos que hablaban de amor y gloria.
La pérdida de Doyle Hatch la consideraban absurda. Un
sacrificio que podría haberse evitado.
Aunque, en verdad, nadie sabía, a ciencia cierta, si aquel
testarudo comandante había logrado su propósito. Menos si seguía vivo.
Luego de la carnicería perpetrada con los comandos apostados en la retaguardia, nada bueno
se podría esperar de ese ejército asesino. Hatch, irremediablemente, había
corrido con la misma o peor suerte que ellos.
20
La Fuerza del Mal preparaba su arremetida final en todos los
frentes, y no sólo en La Cordillera de la Costa, como le había informado el
espía Libertario a Longar.
Las órdenes de Láchez fueron contundentes, por ello la gran
movilización de divisiones, batallones y blindados por todas las regiones.
Cuando Láchez exigió a su Estado Mayor “estrangular” a las
Fuerzas del Bien, no se refería sólo a someterlos –y ellos lo sabían bien–,
sino de acabar con ellos para siempre y sin dejar huellas: cero prisioneros,
cero rendiciones y cero vidas… ¡Los quería a todos muertos!
Al mando de la fuerza que invadiría a los Libertarios
asentados en La Cordillera de la Costa había ido asignado el cruel y
sanguinario general Luis Felipe “Langosta” Charles, un hombre blanco, muy
fornido y de casi dos metros de estatura. Quienes lo conocían decían que era un
despiadado salvaje que asumía el destino, la vida o la muerte, tanto de sus
propios soldados como del enemigo, con brutal desprecio, tal como le gustaba al
dictador que se comportasen todos sus generales. Realmente, más que general era
un infeliz carnicero con el cerebro más pequeño que el de un pollo.
Charles había adquirido el apodo de “Langosta” de boca del
mismo Adolfo Láchez, “mérito” que logró luego de dirigir un tenebroso ataque
contra una manifestación pacífica de mujeres, donde fueron masacradas cuarenta
y cinco de ellas en menos de unas horas. Nueve de manos del propio general,
quien las tomaba por los cabellos y estrellaba contra el piso para después
darles un tiro de gracia en la cabeza. Otras sesenta y ocho resultaron heridas,
algunas de gravedad, y trasladadas a hospitales y ambulatorios lejos de la
vista del criminal general.
Entre las tropas que comandaba “Langosta” Charles no existía
la palabra piedad, menos discrepancia, ya que al primer signo de oposición a
sus órdenes, ejecutaba tanto a soldados como a oficiales superiores, sin
importarle en lo más mínimo rango o antigüedad.
Todos, en Valle Encantado, conocían los estragos que dejaba
a su paso en los campos de batalla, por lo que jamás les hubiese gustado
enfrentarlo, aunque también todos deseaban su muerte. El destino lo ponía ahora
en su camino.
En una oportunidad Longar, quien antes de estallar la guerra
fratricida estuvo bajo el mando de “Langosta” Charles cuando éste apenas era
coronel, le contó a algunos miembros del Consejo de Ancianos sobre las
atrocidades que en ese entonces cometía el aprendiz de asesino.
“Ese infeliz no tiene escrúpulos. Mancha de sangre y
deshonor el uniforme que lleva puesto con el más infame desprecio hacia la vida
humana…–refería al contar las experiencias vividas en los cuarteles–. Una vez,
cuando apenas me habían acabado de ascender a capitán, presencié el
ajusticiamiento de un cabo que hacía limpieza en su despacho… El pobre, débil y
enfermo, una mañana dejó caer el tobo de agua sucia sobre sus zapatos. Charles,
sin siquiera escuchar las disculpas del cabo, arremetió a puntapiés contra el…
No contento con eso y sin conmoverse por sus gritos y súplicas, el muy hijo de
puta lo levantó como si fuese una pluma y lo estrelló contra el suelo… Al oír
sus huesos crujir, el endemoniado soltó una desvariada carcajada… No pude hacer
nada para evitarlo. ¡Ese maldito es un monstruo! –Condenaba Longar furioso,
como si estuviese reviviendo el amargo momento–. Ese mismo día decidí abandonar
a esos malditos y al ejército, aunque esa muerte la llevó como una cruz tatuada
en mi memoria… Tuve miedo… Mucho miedo de informar sobre la novedad, porque el
muy animal enseguida me amenazó: “El hombre se cayó y murió, entendido. En caso
contrario, tú carrera y tú vida estarán acabadas”… Siempre me reprocho no
haberlo denunciado ante mis superiores –relataba con sincero arrepentimiento–.
Aunque no hubiese servido de nada, ya que desde ese entonces era uno de los
protegidos del dictador y participaba en las orgías que, con hombres y mujeres
por igual, montaban en palacio… ¡Todos son unos sádicos sodomitas!… ¡Unos
degenerados asesinos!” –concluía asqueado.
Url, quien esa tarde estaba junto a los ancianos del
Consejo, se inquietó al ver tan desconsolado al comandante negro y trató de
calmarlo. “Batallar contra uno mismo es una guerra inútil y dolorosa, amigo
mío. Vencer los miedos y perdonar es alcanzar la libertad y la victoria más
perfecta y la paz del alma… –expresó para tranquilizarlo –. Hiciste bien, eras
muy joven… No te reproches por eso. No tenías alternativa –subrayó solidario–.
No estaba en tus manos enjuiciarlo…Ten paz, porque la persona sin paz vive en
permanente guerra consigo mismo, con el mundo entero y con todos sus fantasmas
y eso lleva directamente al borde de la enajenación”.
Las palabras de Url penetraron la mente de Longar como una
bendición y después de tanto tiempo, de pronto dejó de sentir el peso de la
culpa en su alma. Una culpa que le atormentaba porque se creía cómplice de
“Langosta” Charles al no denunciarlo por su crimen. Ahora, como por divina
gracia, comprendía que no era así y que su angustia había llegado al fin. Que
el suyo no había sido un acto de cobardía, sino de humana supervivencia. Sintió
un gran alivio. La pesada cruz que llevaba en su memoria se desintegró.
Esa sensación se reafirmó en su interior cuando se percató
que El Señor de las Montañas lo observaba paternalmente.
“Matar a una persona por un ideal, no es defender un ideal,
sino asesinar a un ser y a todos los ideales juntos…–expresó en tono humilde
Url sin dejar de mirarlo–. Siempre que tengas dudas entre matar o morir,
recuerda que si aplicamos el ojo por ojo, el mundo acabará ciego”.
21
Encerrado en el centro de computación, Doyle Hatch persistía
en su intento de inocular el letal virus en el sistema maestro para dañar todas
las operaciones de la planta refinadora de El Haíto.
Desde afuera escuchaba inmutable los esfuerzos que los
soldados del mal hacían para echar abajo la puerta.
Las manos de Doyle comenzaron a moverse con mayor rapidez
sobre el teclado de su computadora portátil. Una ráfaga de metralla lo distrajo
por instantes, sin embargo siquiera volteó a mirar qué había ocurrido y
prosiguió en lo suyo.
Al fin la puerta fue derribada y en tropel, dejando resonar
sobre el piso de granito sus ruidosas botas, una veintena de milicianos rodearon
a Hatch en cuestión de segundos.
Un mayor del ejército, que estaba al mando del grupo, le
arrebató de un manotón el pequeño ordenador de las manos, el cual fue a
estrellarse estrepitosamente contra el piso.
– ¿Quién eres y qué haces aquí, maldito? –preguntó furibundo
y mal encarado el oficial.
–Un ex trabajador de la empresa –contestó Hatch sonreído e
indiferente.
– ¿Y tus amigos, quiénes eran y qué hacían aquí?
– ¿Cuáles amigos? –respondió con desgano acariciándose la
barbilla.
– ¡Maldito perro! –expelió con rabia el mayor mientras le
lanzaba un puñetazo en la cara que lo hizo rodar cuan largo era por el suelo.
Hatch se incorporó delineando una incendiaria sonrisa en los
labios, de los cuales manaba sangre.
– ¿De qué te ríes hijo de puta? –gruñó mal encarado el
mayor.
– ¡De ti, maldito cabrón cobarde! –ripostó lanzándole un
escupitajo salpicado de sangre en el rostro.
Fuera de sí y apretando los dientes con furia, el militar le
aprisionó entre las dos cejas la 45mm que llevaba en la mano y echó el gatillo
hacia atrás con la intención de disparar.
El comandante Libertario
clavó retadoramente sus ojos en los del oficial enemigo. Sus labios vibraron
con mueca de asco nauseabundo, pero en su semblante no había vestigio de miedo.
Durante segundos se miraron fijamente destilando un pestilente odio.
Confuso, el mayor emponzoñó sus ojos como una víbora a punto
de atacar y, sin pensarlo siquiera, halo del gatillo.
Hatch cayó a medio metro de distancia salpicando de sangre
los uniformes de varios soldados. El mayor, no contento con su acción y para
asegurarse que estaría bien muerto por siempre, se acercó al cuerpo inerte de
Hatch y a mansalva le hizo otros dos disparos en el pecho.
– ¡Éste ya no cuenta!... ¡Recojan lo que tenía en las manos
y vámonos de aquí! –ordenó a sus hombres satisfecho, como si hubiese cumplido
un gran servicio a la patria.
Los soldados levantaron del suelo la pequeña computadora,
que había quedado parcialmente deshecha, le echaron un vistazo al cadáver de
Hatch, que tenía el rostro casi totalmente destrozado, y emprendieron hacia la
salida.
– ¡Mayor, espere, el control maestro no funciona! –se oyó
alertar a uno de sus subalternos mientras corría para alcanzarlo.
Doyle Hatch había logrado con éxito su propósito. Su vida
fue ofrendada heroicamente por una causa noble y humana, de la cual dependía la
vida o la muerte de muchas personas inocentes. Sabía que al cortarle los
recursos económicos provenientes de la venta del petróleo, La Fuerza del Mal
estaría imposibilitada de reorganizar con rapidez su aparato bélico cuando
comenzasen a escasearle aviones, misiles y pertrechos de guerra. Eso le daba
una oportunidad, aunque fuese remota, a Los Libertarios para triunfar en la
batalla final, la cual creía próxima.
Hatch era el único hijo varón de unos respetables ingenieros
norteamericanos. Aunque vivió con sus abuelos maternos hasta que cumplió los
ocho años de edad en Warrenton, una pequeña ciudad de Virginia cercana a
Washington, había nacido en la tierra por la que combatía y no un extranjero de
paso por la región, como creían algunos. Abrió por primera vez sus ojos a la
vida en El Nido del Horizonte, un poblado petrolero ubicado a pocos kilómetros
de la refinería en la cual ahora había entregado la vida, en la época en que
esas instalaciones eran manejadas- por expertos ingenieros norteamericanos,
quienes residían dentro de planta con el fin de capacitar al personal criollo
para que por sí mismos administrasen en el futuro la industria. De ahí su
imperiosa necesidad de servir a la patria con las armas que fuesen y sin
importar el sacrificio que ello implicaría.
22
Al día siguiente de su regreso a Valle Encantado, después de
hacer algunos cambios en las posiciones de las tropas Libertarias, Url fue a
inspeccionar la construcción de las naves. Se sorprendió al verlas casi
concluidas.
– ¡Se han cumplido tus órdenes, Señor de las Montañas!
–exclamó Longar saliendo detrás del casco de una de las embarcaciones.
– ¡Te felicito!... Creí que no lo lograríamos –contestó
satisfecho.
Totalmente rectangulares en su apariencia, pero ligeramente
curvas en proa y popa, con una quilla muy rudimentaria, aunque herméticamente
selladas, las naves semejaban inmensos sarcófagos al no estar provistas de
mástiles, palos y velas. Cuatro grandes escotillas dispuestas a lo largo de la
cubierta daban acceso a las bodegas a través de primitivas escaleras hechas con
troncos de eucaliptos. No tenían hélice, pero si un sólido timón y anclas
fabricadas con desechos de guerra. En su parte interior estaban rústicamente acondicionadas
y lucían confortables para la ocasión. Varias pilas de literas bien sujetas al
suelo y a la parte superior, tanto hacia estribor como a babor, y un conjunto
de lavabos y letrinas que desaguaban a través de unos ingeniosos canales
ideados por los arquitectos eran todo su “lujo”.
–Los ingenieros sugirieron ponerle nombres a “Los Diez
Mandamientos” –notificó Longar–, pero no quise autorizarlo sin tú aprobación…
Me parece una buena idea, por lo que…
–Esta no es ninguna armada y menos un juego, Longar –atajó
Url–. De esos camastrotes dependerán nuestras vidas… Sugiero que para
identificarlos simplemente los enumeren del uno al diez y debajo de cada número
dibujen… –antes de terminar lo que iba a decir se interrumpió y preguntó–: ¿Hay
pintura negra?...
Longar contestó afirmativamente moviendo la cabeza, por lo
que prosiguió.
–Bien, entonces dile a los carpinteros que en la proa,
debajo de cada número dibujen un ojo de pez, muy rústico… Tal como este
–precisó tomando una rama del suelo para dibujar sobre la tierra húmeda dos
líneas semicurvas las cuales unió en sus extremos. En el centro trazó un
círculo y dentro de este otro más pequeño, a manera de pupila. Al terminar
preguntó–: ¿Simple verdad?
–Muy simple… –contestó el robusto negro alzándose de hombros
y haciendo una mueca, fingiendo naturalidad, agregó parsimonioso–: ¡Elemental!
–Bien, ve y diles… Y, por favor, que apuren el acabado
porque nos queda muy poco tiempo.
Cumpliendo el encargo, Longar comenzó a subir por las
veredas que conducen a las otras montañas. A los lejos, los inmensos barcos
parecían esculturas olvidadas en el tiempo.
De cuanto en cuanto se detenía y, frunciendo el ceño, de
reojo los detallaba con curiosidad. Una curiosidad que se debatía entre
desconcierto y perplejidad. “¿Para qué necesitamos barcos en la cima de estas
montaña?… ¿De qué servirán?... ¡Armas, muchas armas y hombres es lo que nos
hace falta!”, se decía mentalmente, pero por más que buscaba no hallaba una
respuesta lógica en su cerebro.
Al llegar los recibió Giovanni y Pepe Alcántara, quienes lo
vieron subiendo por el cerro y lo esperaron al pie de un acantilado.
Ellos también se hacían las mismas interrogantes. Al estar
juntos conversaron sobre la utilidad de las embarcaciones, aunque no se
atrevían a emitir juicio contra las órdenes de Url. Respetaban demasiado sus
decisiones. Sólo albergaban curiosidad, pero no duda. Los había salvado muchas
veces de muerte segura y ese era aval suficiente. Sólo hacían conjeturas. En
especial sobre el anuncio que les hizo sobre una inminente y pronta batalla
final.
Los comandantes estaban tan distraídos, que no se percataron
que Katria avanzaba hacia ellos.
La guerrera tenía recogido su largo y rubio cabello a manera
de cola de caballo, tal como lo llevaba en un tiempo Url. Había desechado el
viejo abrigo y vestía unos ajustados pantalones negros y una camisa que una vez
fue blanca, cuyas mangas tenía enrolladas hasta los codos. Un cinto repleto de
cartuchos cruzaba entre sus senos y de su hombro pendía el inseparable Matasiete, al cual los guerreros de
Valle Encantado llamaban El exterminador,
gracias a su letal poder destructivo.
–Ya hablé con Kunato y los otros –precisó con su
aterciopelada voz al llegar frente a ellos–. El Señor de las Montañas me envía
para decirles que a partir de este momento debemos estar en máximo estado de
alerta y redoblar la vigilancia nocturna.
– ¿Qué pasó?... Si hace poco hablé con él y no me dijo nada
–indagó alarmado Longar.
– ¡No lo sé! –contestó Katria extrañada–. La verdad es que
por primera vez lo vi tan intranquilo –concluyó.
–Quizás alguna revelación… –intervino Giovanni.
– ¡Quizás!... Lo cierto es que debemos estar alertas y
obedecer sus órdenes –respondió Katria.
–Bien, entonces vamos con nuestros hombres –precisó Longar
disponiéndose a dejar el grupo, pero un pensamiento lo hizo retroceder.
– ¿Y los barcos, dijo algo de los barcos? –preguntó
acomodándose el fusil-lanzagranadas en el hombro.
– ¡No!... Supongo que hay que camuflarlos con ramas, igual
como lo hacemos todas las noches.
– ¡Entonces, manos a la obra! –apuró Giovanni.
– ¡Hostia!, porque siempre la peor parte me toca a mí
–rezongó Pepe Alcántara, quien había permanecido callado hasta ese momento.
La noche lucía pálida. Un lujurioso enjambre de nubes
acariciaba con embeleso una sensual luna llena que a instantes se escondía
entre sus brazos de algodón y pronto volvía a la vida más bella, más
reluciente. Semejaba una danza de amor en los confines del universo.
Una quietud inusitada, pero perceptible en el aire, arropaba
cada rincón de Valle Encantado.
Los constructores Libertarios habían cumplido con la labor
encomendada impecablemente. “Los Diez Mandamientos”, si bien no eran una obra
maestra de ingeniería, lucían estables, aunque su apariencia era muy primitiva.
Nadie sabía, a ciencia cierta y menos se atrevía a aventurar un pronóstico, si
esos inmensos sarcófagos podrían, alguna vez, flotar. No había forma de
comprobarlo en una montaña tan abrupta, por lo que todo quedaba, en caso de que
alguna vez los fuesen a utilizar, en manos del Creador.
Una cosa era segura, sus cortes y uniones fueron selladas
tan herméticamente, que ni el temporal más inclemente haría penetrar gota
alguna de agua en su interior.
La prueba de fuego fue superada con éxito durante el último
temporal que cayó sobre Valle Encantado. De ello habían dado fe los propios
ingenieros, quienes durante la tormenta durmieron toda la noche en el interior
de las naves.
– ¡Ni una gota cayó sobre nuestros cuerpos! –aseguró uno de
ellos cuando Url le preguntó.
Al menos las naves eran impenetrables desde el cielo. Pero,
el gran dilema era: ¿resistirían el peso de trescientos hombres y animales en
medio de un vendaval o tormenta?
Por la confianza que reflejaba en su rostro El Señor de las
Montañas cuando las inspeccionaba, tanto comandantes como constructores creían
que sí.
Para ellos el beneplácito de Url tenía un solo significado y
una única lectura: los barcos navegarían contra viento y marea, de no ser así
Dios se lo hubiese revelado.
23
Margarita lloraba agazapada en un rincón de la choza donde
vivía junto a Doyle Hatch. Momentos antes Katria y Url habían ido a visitarla y
buscaban en vano confortarla. Una y otra vez le explicaron que Doyle había
muerto como un héroe, que dio la vida por la libertad de su pueblo, pero nada
lograba sacarla de ese pesar tan profundo.
Su aflicción no tenía tregua. Menos entendía explicaciones.
El dolor se había clavado en su corazón como un filoso puñal. En sus oídos sólo
retumbaban las palabras que ella misma se repetía en sollozos: “¡Por qué!... ¡Por
qué, Dios mío!... ¡Por qué lo arrebataste de mi lado si sabías lo tanto que lo
amaba!”.
Los voluptuosos labios de la hermosa mulata, de los que
Hatch presumidamente decía que habían sido pincelados por el espectro del
mismísimo Leonardo Da Vinci, tomaron un rictus de opaco sufrimiento.
La pena de Margarita parecía no tener fin ni consuelo. De
pronto sobrevino un prodigioso cambio.
– ¡Escuchen! –les dijo enjugando sus lágrimas–. Voy a
cantarles “Dios está hablando contigo”… Doyle me la enseñó… No, no me miren
así… No he enloquecido –expresó para serenarlos al ver la forma como la
observaban.
Sorprendidos por la transformación, ambos asintieron
moviendo ligeramente la cabeza y se dispusieron a prestarle atención.
Margarita dejó el rincón donde estaba llorando sus penas. Se
pasó las manos por el rostro a fin de secar el resto de lágrimas que rodaban
por sus mejillas, se deshizo del delantal de flores que tenía sujeto a la
cintura y con grácil armonía se movió hacia el centro de la choza. Al
encontrarse cara a cara con sus amigos, comenzó a cantar celestialmente una
antigua canción Cherokees que había aprendido, en idioma indígena, de labios de
Hatch.
Un hombre susurró:
¡Dios habla conmigo!,
y un ruiseñor comenzó
a cantar,
pero el hombre no oyó.
Entonces el hombre
repitió:
¡Dios habla conmigo!,
y el eco de un trueno
se oyó,
mas el hombre fue
incapaz de oír.
El hombre miró a su
alrededor y dijo:
¡Dios, déjame verte!,
y una estrella brilló
en el cielo,
pero el hombre no la
vio.
Katria y Url la escuchaban deslumbrados. Dos grandes
lágrimas brotaron de los ojos de Katria, quien no sólo estaba conmovida por las
palabras de aquella canción que entonaba Margarita, sino del sentimiento que le
imprimía a cada frase, a cada sílaba que salía de su boca. Posó suavemente su
mano sobre el hombro de Url y siguió oyendo. De la melodiosa voz de Margarita
brotaban frases tan dulces y plagadas de sentimiento, que jamás se atreverían a
interrumpirla.
El hombre comenzó a
gritar:
¡Dios, muéstrame un
milagro!,
y un niño nació.
Mas el hombre no
sintió el latir de la vida.
Entonces el hombre
comenzó
a llorar y
desesperarse:
¡Dios, tócame y déjame
saber
que estás aquí,
conmigo!,
y una mariposa se posó
suavemente en su
hombro.
El hombre espantó a la
mariposa
con la mano y
desilusionado
continuó su camino
triste, solo y con miedo.
– ¿Hasta cuándo tenemos que sufrir para comprender que Dios
está siempre donde está la vida? –preguntó Margarita después de finalizar la
canción– ¿Hasta cuándo tendremos cerrado nuestro corazón a los milagros de la
vida que diariamente se revelan ante nuestros ojos?... Ya no sufro… ¡Dios está
conmigo! –finalizó obsequiándole una redentora mirada a sus compañeros de
lucha.
Tanto a Katria como a Url se les hizo un seco nudo en la
garganta. Por momentos quedaron sin aliento, pensativos. No encontraban
palabras para interpretar aquel repentino cambio en Margarita. Era algo tan
puro, tan profundo, que era de ella sola y de más nadie. Entenderlo no tendría
objeto. Sin embargo, fue como presenciar el último adiós a un amor ido y
prodigiosamente reencarnado en savia de vida, en alegría de vivir y volver a
soñar. En dejar siempre latente la huella de un amor imperecedero. Nadie podría
penetrar, y menos en ese momento, las entrañas del amor. De un amor convertido
en el canto más sublime de la integración de dos almas nacidas para amar y
vivir perpetuamente en la inmensidad.
El de Margarita y Doyle había sido un amor sin barreras. La
caricia de lo sagrado, donde lo verdaderamente importante era la fuerza
poderosa e invisible que hace latir los corazones que aman sin condición. Que
lo entregan todo, hasta lo más preciado, con una mirada, en un pestañeo. Era el
ser y el no ser. El ser hombre y mujer a la misma vez. El escuchar campanas
celestiales redoblando en lo infinito.
Katria y Url se acercaron a Margarita con los ojos
humedecidos y la estrecharon contra sus cuerpos.
A lo lejos un susurro pregonó a los vientos: “Si yo hablase
lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena
o címbalo que retiñe”.
24
Desde que se impuso el estado de máxima alerta en Valle
Encantado habían pasado dos días y nada anormal se apreciaba, excepto que las
nubes se disiparon casi por completo, dejando ver el rostro del sol en toda su
brillante candidez.
En el valle el día transcurría con toda normalidad. El
inicio de la primavera había hecho germinar un arco iris de flores, el cual
serpenteaba la hondonada convirtiendo al valle en un encaje multicolor, pleno
de vida. Pájaros, abejas, abejorros y un tropel de insectos danzaban a sus
alrededores ávidos del néctar que les daría subsistencia.
Riachuelos, quebradas y manantiales arrullaban con el canto
de sus aguas cristalinas las labores diarias. Todo, pese a la guerra, rebosaba
a aroma de vida y de paz.
En un impreciso instante en el tiempo y el espacio, una
sombra funesta arropó con mortal ruido al valle.
Decenas de aviones y helicópteros, de todos los modelos y
tamaños, oscurecieron el cielo y en rugido ensordecedor fueron dejando caer su
carga mortal sobre las montañas Libertarias que en compacto círculo protegían a
Valle Encantado.
En cuestión de segundos la silenciosa paz se convirtió en
horror y ruinas. Los guerreros del valle comenzaron a caer como moscas.
Comandantes y lugartenientes respondieron con valentía las
embestidas de aquel repentino ataque. No obstante, poco o casi nada podían
contra esa poderosa fuerza destructora.
Al tercer paso sobre cielo Libertario, panzudos aviones
Hércules y helicópteros del tamaño de ballenas, eructaron de sus vientres a
centenares de paracaidistas, quienes descendían escupiendo fuego por sus armas.
Montado sobre Nube y con las balas silbándole los oídos, Url
permanecía, como siempre lo había hecho, inmóvil en la cumbre de El Paraje del Elefante.
Todo era confusión, dolor y muerte. A los lejos, en la
hondonada, la mujeres de Valle Encantado recogían aterradas a su hijos para
ponerlos a salvo.
Dispersos por el inesperado ataque, algunos batallones
Libertarios buscaban reagruparse para contener aquella avalancha infernal,
aunque todo parecía inútil.
En su caída los paracaidistas descargaban a mansalva ráfagas
de metralla sobre los guerreros del valle. Parecían enjambres de abejas ávidas
de sangre. Pronto decenas de ellos comenzaron a posar su cólera asesina en las
montañas exterminando con brutal saña todo lo que encontraban a su paso.
Los incendios convirtieron en un infierno lleno de tinieblas
todo el lugar. Columnas de humo se elevaban al firmamento huyendo con terror de
la batalla. Nadie quería estar en aquel camposanto teñido de sangre, dolor y
lágrimas.
Con dificultad, los más audaces guerreros Libertarios
rescataron a los heridos de manos de la furia del mal. Cadáveres diseminados
entre rocas y arbustos sosteniendo aún entre sus manos inertes la bandera
Libertaria, era el canto mudo a la maldad y opresión.
El Señor de las Montañas no reaccionaba. Seguía estático en
la atalaya observándolo todo. Ni un solo cabello de su abundante y enmarañada
cabellera se movía.
Parecía petrificado en los sueños, un ser sin realidad. ¿Qué
pasaba por su mente en esos momentos?.. ¿Qué pensaba?... ¿Qué efectos producía
en su corazón ver a tantos guerreros muertos y ensangrentados?... ¿Por qué no
reaccionaba?... ¿Qué había sucedido con sus dones divinos? Eran algunas de las
interrogantes que se hacían los guerreros que estaban a su lado.
De pronto su rostro inmutable se transformó y volvió a tomar
el aspecto que siempre había tenido, aunque su mirada no era la misma.
Haló ligeramente las riendas de Nube para que el animal
apuntase su hocico hacía la tierra que estaba siendo sembrada de espanto y con
destreza hizo girar el báculo que sostenía en alto, en su mano izquierda, para
dirigirlo hacia el sitio donde como insectos malignos se posaban los
paracaidistas.
Pasaron los segundos y todo seguía igual. Nada sucedía. El
tiempo parecía haberse detenido. De pronto, tal como si fuesen expelidas de las
mismas entrañas del infierno, desde cientos de huecos que se abrieron como
capullos en flor sobre la dura tierra, comenzaron a salir centenares de víboras
de todas las especies, tamaños, formas y colores.
Como dirigidas por un invisible encantador de serpientes que
las guiaba con su flauta mágica, las víboras se arrastraron por la montaña a
velocidad inusitada. Al alcanzar a los paracaidistas que se posaban sobre suelo
Libertario, se erguían sobre su cola y en mortal latigazo clavaban sus
venenosos colmillos en los cuerpos de los invasores.
Uno tras otro fueron siendo aniquilados rápidamente. De las
bocas de los soldados del Ejército del Mal, además de alaridos lacerantes que
resonaban con eco aterrador en las montañas, salía una viscosa espuma verde
antes de caer muertos sobre el suelo que habían osado invadir.
Después de hundir sus letales colmillos en cuerpos, rostros,
manos o piernas de los paracaidistas, las serpientes volvían a deslizarse hacia
los hoyos. Las que todavía no habían logrado su cometido, como relámpagos
ondeaban las laderas hasta encontrar y ponzoñear a su presa. Luego, con
velocidad inusitada, surcaban la colina y se metían en las madrigueras por las
que habían salido hasta desaparecer en las cavernas del centro de la tierra.
Lo alucinante era ver como la tierra se reabsorbía después
que las víboras terminaban de pasar su cola por la abertura dejando el paisaje,
asombrosamente, igual que antes. La montaña quedó libre de la amenaza de los
paracaidistas en cuestión de minutos, pero no de su olor a muerte.
Envalentonados, los hombres de Url se lanzaron furiosos
contra los pocos milicianos que habían logrado sobrevivir al ataque de los
reptiles. Los guerreros festejaban aquella victoria, aunque la batalla apenas
estaba por comenzar. La pesadilla no había terminado. Pronto sobrevino una
segunda andanada.
Desde todos los flancos un atronador fuego cruzado de
morteros y cañones pesados escupían su poder demoledor sobre Los Libertarios.
Mientras sucedía, batallones de cazadores Boinas Rojas, comandados por el
propio “Langosta” Charles, trepaban con cuerdas y arneses por los riscos.
El Señor de las Montañas pidió calma a sus hombres y ordenó
no disparar hasta no tenerlos al alcance.
Cuando llegó a Valle Encantado les explicó que las
fortalezas montañosas eran castillos naturales casi inexpugnables. Que aunque
el enemigo los doblara en hombres y fuerzas, difícilmente podrían ser
derrotados, menos en un sitio tan escarpado como en el que estaban
fortificados. Por ello, les pidió serenidad y paciencia.
No obstante, esta vez los esquemas eran diferentes: Los
soldados del Ejército del Mal los quintuplicaban y, además, contaban con muchos
pájaros de muerte surcando el cielo.
La artillería pesada del ejército de Láchez seguía horadando
las montañas. Los guerreros Libertarios, protegidos en sus trincheras de tierra
y piedras, esperaban intranquilos las órdenes de sus comandantes.
Las bajas eran considerables.
Url estimaba que por lo abrupto del terreno, hasta al
ejército mejor entrenado le sería difícil penetrar aquellos dominios. Imaginaba
que sólo algunos comandos se colarían hasta sus dominios, pero nunca miles de
hombres, por ello estaba sereno, aunque a la expectativa.
Las víboras habían realizado impecablemente su trabajo con
los paracaidistas. La batalla sería dura, pero no imposible. Ya en otras
oportunidades, cuando el enemigo había intentado destruirlos, los habían
vencido.
Su optimismo y cálculos se derrumbaron en instantes. Algo
peor y totalmente devastador, estaba por suceder.
Los aviones y helicópteros regresaron, esta vez con mayor
fuerza ofensiva y decisión. El cielo y el sol volvieron a oscurecerse a su
paso. La arremetida fue bestial. Nunca hombre alguno en el valle había visto
sombra tan funesta opacar al día.
Los Libertarios eran abatidos como si se tratasen de
soldaditos de plomo. Explosiones, fuego, humaredas, olor a pólvora y fantasmas
de muerte se alojaron en las sombras. Todo ardía, menos la vida. Fuego y
cenizas, como si un volcán hubiese hecho erupción, se notaba en la lejanía.
Hordas de Boinas Rojas alcanzaron las posiciones Libertarias
apostadas en casi todas las cumbres. El último bastión a la libertad había sido
miserablemente vulnerado.
La Cordillera de la Costa se hallaba cubierta por una túnica
de sangre y dolor. Parecía como si el reino de las tinieblas hubiese abierto
sus puertas para que se desatasen los demonios sobre las montañas.
Los comandantes estaban desesperados. Sabían que a esas
abejas asesinas no podrían contenerlas la fuerza de un sólo hombre o sus
pensamientos, aunque estos fuesen inspirados por Dios. Debían batallar, de otra
forma serían diezmados.
Seguida por los demás jinetes, Katria trotaba velozmente
entre las balas en busca de El Señor de las Montañas, quien otra vez se había
apostado en la atalaya.
Al llegar al Paraje
del Elefante, el primero en hablar fue Longar.
– ¡Los están acabando a todos! –advirtió.
Url no contestó.
–Debemos ir hacia ellos enseguida –propuso Giovanni.
Otra vez permaneció callado. No percibía el pánico en las
pupilas de sus hombres.
– ¡Ya penetraron La Montaña del Búho! –afirmó con voz
trémula Abraham.
Mientras sus comandantes le daban el parte y buscaban
controlar sus briosos animales que se movían nerviosos con cada disparo, Url
seguía con la vista perdida en el horizonte.
– ¡Es ahora o nunca! –apremió suplicante Katria al ver que
su guía, el Hacedor de las Guerras y la Paz no reaccionaba.
– ¡Señor de las Montañas, mire! –indicó Pepe Alcántara señalando
hacia La Montaña del Búho.
Url giró lentamente hacia el picacho más alto. Vio como los
batallones de Boinas Rojas que iban conquistando la cima arremetían con
crueldad asesina contra Los Libertarios.
– ¡Vamos por ellos! –gritó Silvio mientras dejaba salir de
su “aguijoneador” un certero disparo que fue a estrellarse en el corazón de un
Apache que volaba hacia ellos.
– ¡Señor de las Montañas! –imploró otra vez Katria–. No
están aniquilando y usted no hace nada para evitarlo… ¿Qué tenemos que hacer?
–preguntó mientras trataba de calmar su alazán, que excitado por el estallidos
de las bombas daba vueltas en círculo.
– ¡Aquí está su caballo, señor! –indicó Longar acercándole
las riendas de Nube.
–Quería impedir más derramamiento de sangre, pero veo que no
será posible –contestó Url saliendo de sus cavilaciones–. Este no es el fin,
aunque está próximo –sentenció tajante.
– ¿Qué quieres decir? –inquirió confusa Katria.
–La Gran Guerra apenas está comenzado, pero saldremos
victoriosos –respondió penetrando con dulzura los ojos de Katria.
– ¡Señor! –alertó Giovanni– …¡Están ganando terreno!
– ¡Canta, amigo, canta y vamos por ellos! –exclamó
quitándole a Longar de la mano las riendas de Nube.
Flanqueado por sus comandantes, El Señor de las Montañas
trotó hacía el corazón de la batalla. Al verlos, los guerreros entendieron que
les quedaba una esperanza y se sumaron a ellos.
Las verdes laderas teñidas de sangre parecían ahora sonreír.
Siete jinetes, montados sobre sus briosos corceles y con Url a la cabeza,
cabalgaban como fantasmas por los contornos de las montañas entre un denso humo
y lluvia de balas.
Eran los únicos hombres que en arrebato de valor y heroísmo
podrían salvarlo todo.
Mientras la brisa y el fuego de artillería acariciaban sus
mejillas, los comandantes apuntaban las armas hacia los invasores, aunque ahora
sabían que su más grande arma era su fe y esperanza.
De espaldas al sol los siete jinetes parecían espíritus
sobre lomos de bestias salidas de ultratumba.
Url, cuya desvencijada bata se confundía con el blanco y
sucio pelaje de Nube, tenía esculpido en su semblante la victoria.
El crepúsculo desdibujaba de negro aquellas siluetas que
cabalgaban hacia la vida o la muerte, el triunfo o la derrota, la libertad o la
opresión.
En formación de “V” abierta, con El Señor de las Montañas a
la cabeza y cobijados tras su decisión y valor, avanzaron hacia enemigo entre
bombas y estallidos. A una orden, accionaron frenéticamente todas sus armas
hacia el invasor. Mostrando el báculo en alto, Url no temía a la muerte. Sabía
que cabalgaban hacia la gloria imperecedera y el fin de la tiranía.
Cuando lo consideró oportuno, hizo girar con fuerza el
báculo por encima de sus hombros y el madero despidió una polvorienta lava
escarlata que fulminó en instantes a cientos de los soldados que entre bramidos
ardieron como piras humanas.
Desconcertado por los efectos de aquella arma, el general
“Langosta” Charles, que iba al frente de un bien armado batallón y protegido
entre decenas de guardias pretorianas que resguardaban su tétrica figura
encerrándola en semicírculo, inició la retirada. Con el espanto reflejado en
cada músculo de su cuerpo, sus sanguinarios milicianos dispararon sin objetivo
preciso racimos de granadas con las M4.
Protegidos por la densa capa de lava escarlata, los
guerreros comandados por El Señor de las Montañas le cortaron el paso y
penetraron sus filas. La batalla no se hizo esperar.
Alaridos y sangre germinada de espanto brotó en todos los
confines de la montaña como preludio de muerte.
Longar se consiguió frente a frente con “Langosta” Charles,
quien al verlo se le encimó.
– ¡Traidor!... ¡Acabaré contigo con mis propias manos!
–vomitó lleno de cólera el general lanzando al suelo su lanzagranadas.
– ¡Maldito asesino!... ¡Criminal!... ¡Al fin vengaré a todas
tus inocentes víctimas! –espetó con rabia Longar arrojando también su arma.
Los dos gigantescos soldados entablaron una salvaje lucha
sin cuartel cuerpo a cuerpo.
Utilizando todos sus conocimientos de artes marciales, se
lanzaron puntapiés, golpes de karate y patadas voladoras. La lucha era a muerte
y su fuerza pareja.
Ensangrentados, ambos cayeron al suelo en varias ocasiones.
No se presentía un desenlace a favor de ninguno de los dos hasta que Longar lo
tomó por el cuello y lo aprisionó con fuerza para estrangularlo.
Casi sin aire y a punto de desfallecer, “Langosta” Charles
extrajo un cuchillo de cazador que tenía enfundado a la altura de la
pantorrilla y se lo clavó en el muslo mientras lo hacía girar sobre su filo.
Longar, exhalando un gemido de dolor, lo soltó. El general aprovechó el momento
para propinarle un fuerte puntapié en el rostro que hizo rodar, cuan largo era,
al negro comandante a tierra.
– ¡Es tú fin, maldito traidor! –rumió “Langosta” arrojándose
sobre el enardecido.
En un supremo esfuerzo, Longar, que estaba tirado con la
espalda contra el suelo, le inmovilizó la mano con la que blandía el filoso
puñal y dando una rápida voltereta atenazó con sus dos piernas la cabeza de
“Langosta” Charles y se lo quitó de encima con un fuerte giro.
Charles cayó a dos metros de distancia con el puñal todavía
en sus manos. Se incorporó enseguida. Longar no pudo hacer lo mismo. La herida
era profunda y manaba sangre a borbotones. Exhausto y totalmente bañado en
sudor, apenas pudo levantarse a medias y apuntalar una de sus rodillas a
tierra.
– ¡Muere negro bastardo! –rugió “Langosta” Charles mientras
se le abalanzaba con aversión mortal.
Longar abrió la boca buscando un poco de oxígeno y apretó
con fuerza sus blancos dientes para contener la arremetida. Al tenerlo encima
le sujetó el brazo con sus dos manos y utilizando su rodilla en tierra como
palanca, se lo invirtió con fuerza para enterrarle su mismo puñal en el
estómago hasta el mango.
Con los ojos irrigados de alucinado estupor, “Langosta”
Charles se desmoronó lenta y mortalmente en la tierra que había osado invadir.
Quiso pronunciar palabras, pero estas no salieron de sus labios, los cuales
temblaban epilépticamente mientras borbotones de una sangre casi negra manaba
de su boca.
– ¡Púdrete en el infierno, maldito asesino! –sentenció el
comandante negro mientras se incorporaba.
Longar contempló el cuerpo inerte de su enemigo, quien quedó
con los ojos abiertos apuntado hacia el lado de la montaña por donde había
subido, sacudió el polvo de su desgastado uniforme, recogió el lanzagranadas
del suelo y se reunió con sus guerreros, quienes batallaban fieramente.
En las montañas del sur y del oeste, regimientos enteros,
apoyados por escuadrones de blindados de La Fuerza del Mal seguían conquistando
terreno.
Cuando Url presenció a escasos metros de distancia como un
niño-guerrero era abatido por ráfagas de metralla mientras hundía la bandera
Libertaria en un montículo, ordenó el repliegue.
El final estaba cerca. No había alternativa, sólo era
cuestión de tiempo y lo sabía.
Aunque con El Báculo
de la Esperanza había abatido a aviones y helicópteros, entendía que, por
más fuerza que le imprimiese a sus pensamientos, era casi imposible vencer a un
ejército de tal magnitud y provisto de armas tan letales.
Cabalgó sólo hacia la atalaya. Desde El Paraje del Elefante
observó cómo sus guerreros eran arrasados.
Moviéndose felinamente
entre explosiones y balas, Katria fue a buscarlo.
– ¡Señor!... ¡Señor!... ¿Qué hacemos ahora? –preguntó
descorazonada cuando estuvo frente a él.
Su vestimenta estaba desgarrada y llena de polvo. Igual su
bello rostro y ondeado cabello rubio, el cual lucía apagado, sin vida. Su arma,
todavía humeante, la mantenía presta, pero estaba tan exhausta, que antes de
que Url respondiese, el Matasiete se
le deslizó de las manos y cayó al suelo.
– ¡No lo sé! –contestó El Señor de las Montañas sin
dirigirle la mirada.
Sus ojos apuntaban hacia los centenares de aviones que
escupían muerte sobre las montañas y sus hombres.
– ¿Y el báculo? –preguntó Katria nerviosa.
–Ya nada puede… Son muchos… –expresó.
– ¡Entonces éste es el final! –presagió al tiempo que
levantaba del suelo el lanzacohetes para dispararlo contra un helicóptero que
volaba rasante sobre sus cabezas.
Herido de muerte, vio como aquel pájaro de acero se desplomó
por el barranco. Al perder de vista los pedazos calcinados de la nave, volteó
otra vez hacia Url.
– ¡Piensa, Señor de las Montanas!... ¡Piensa! –suplicó
intranquila.
Animado por las palabras de Katria, tal como lo había hecho
en otras ocasiones, dirigió la vista cielo.
El silencio circundó a El
Hombre del Báculo. Parecía poseído por una invocación divina. Su rostro
blanco, curtido por los años y el sufrimiento, se tornó sereno. Una mansa brisa
lo acarició y su cabellera cana fue a entremezclarse con la de Katria, quien
estaba atenta al brutal ataque de La Fuerza del Mal.
Modelada en el valor y las batallas más sangrientas, la
bella guerrera recobró la compostura perdida momentos antes. Su serenidad duró
poco porque boquiabierta vio como ante sus propios ojos El Señor de las
Montañas comenzaba a transformarse. El rostro de aquel hombre tranquilo e
inmutable, se torno de pronto en joven y tomó la plácida apariencia de un
ángel. Una paz indescriptible parecía envolver todo su ser y de sus labios
finos y delicados brotaron palabras y frases incomprensibles.
– ¡Alnitak!… ¡Alnilam!… ¡Mintaka!… Rigel… Betelgeuse…
¡Bajen!... ¡Bajen pronto!... ¡Se los ordeno!...
Vocablos similares y otras voces confusas las fue repitiendo
sin dejar de apuntar sus ojos al cielo.
Katria se desconcertó por instantes, pero al contemplar
aquel rostro iluminado por una luz celeste, se tranquilizó. Lo conocía, y
cualquier cosa, por imposible que fuese, Url podría hacerla, aunque nadie sabía
cómo ni cuándo.
Lo siguió observando. Trató de interrumpirlo, pero no pudo.
El Señor de las Montañas cerró los ojos, apretó el báculo
contra su pecho, como si se tratase del reencuentro con un hijo amado que tenía
largo tiempo sin ver. Fue tanta la fuerza que hizo, que sus ojos volvieron a
abrirse.
De pronto rayos, truenos, vientos huracanados y centellas
comenzaron a adueñarse del firmamento. De norte a sur y de este a oeste, todo
el territorio parecía envuelto en una tormenta endemoniada mientras los aviones
seguían haciendo caer su carga destructiva sobre las montañas.
Como surgidas del recóndito universo y a la velocidad de la
luz, de lo más alto de la bóveda celeste comenzaron a desprenderse miles de
millones de pequeñas nubes rojas ribeteadas de ébano y amarillo incandescente.
El cielo en instantes se volvió rojo carmesí. Diminutas motas titilantes
desprendían con fulgor su luz por el espacio.
Todos los que observaban desde tierra aquel extraño fenómeno
entraron en pánico. Parecía como si la misma Constelación de Orión se hubiese
desprendido y que, en caída libre, inevitablemente acabaría con todo, hasta con
el mismo planeta.
A pesar de la impresionante velocidad con la que se
desprendían del universo, al arribar a un punto neutro de la estratosfera
terrestre, las motas se detenían pausadamente forrando con espectral imagen al
cielo. Abarcaban tanto espacio, que ni vista humana o aparato de medición,
habría podido calcular la superficie que proyectaban en el infinito. Las nubes,
de un rojo purpúreo, con tenues pinceladas de negro y amarillo en sus bordes,
parecían tener vida propia, ya que en conjunto se movían rítmicamente, como en
respiración fatigosa.
El único, entre los miles de hombres que observaba el
fenómeno, que permanecía sereno y complacido, era El Señor de las Montañas.
No así Katria, quien estaba aterrorizada ante aquel pandemónium
sideral.
Para serenarla, Url le pasó la mano por la espalda y la
abrazó a su cuerpo.
–Era un temible cazador –dijo mientras su rostro volvía a
tomar sus facciones normales–. Se decía que era tan alto, que podía caminar por
el fondo del mar con la cabeza fuera del agua, pero le arrancaron los ojos… Sin
embargo él supo que volvería a ver cuando caminara hacia el sol.
– ¿De qué hablas? –preguntó Katria con voz temblorosa.
– ¡De él! –respondió apuntado su índice hacia arriba.
– ¿Quién?… ¿Qué?... –balbuceó la guerrera sin entender.
– ¡De Orión! –precisó El Señor de las Montañas.
Por instantes los combates se detuvieron en el tiempo.
Nadie, tanto las milicias de La Fuerza del Mal como Los Libertarios, apartaban
sus ojos de la extraña colcha de nubes que semejaba ser parte de un organismo
que respiraba en ahogos.
Mientras observaban, el corazón de aquella acosadora y
amenazante cobija cósmica que se cernía sobre ellos fue bombardeado por rayos
curvos que salían de sus entrañas abriendo un descomunal agujero en su centro.
De pronto la abertura irradió una luz de profundo blanco azulado y ante la
vista de los asombrados pobladores y guerreros, de su boca brotaron cataratas
de agua que despidieron fuego y luz sobre la poderosa Flota Aérea del Mal que
todavía sobrevolaba las montañas Libertarias.
En un soplo, helicópteros, cazas y bombarderos, comenzaron a
caer como libélulas. Rápidamente la flota quedó reducida a ruinas y escombros
ardientes.
Al no quedar más aviones en el cielo, el fuego cesó. No
obstante, la gran catarata, cien veces más caudalosa e inmensa que la del
Niágara y mil veces más alta que El Salto Ángel, siguió despidiendo agua a
torrentes, convirtiendo a colinas, valles y montañas en un gran lodazal.
Decenas de soldados del Ejército del Mal que trepaban las
cuestas fueron arrastrados por ríos de barro hasta los profundos barrancos. Los
Boinas Rojas que aún estaban abajo, morían víctimas de la cólera de las aguas y
su caudal, que aumentaba su nivel tan aceleradamente, que era prácticamente
imposible que alguien saliera vivo de aquella súbita inundación. Los que tenían
la fortuna de poder nadar, sólo flotaban por breves instantes antes de ser
tragados por frenéticos remolinos que giraban por las vertientes de las montañas.
Qué significado tenía y a qué se debía aquel catastrófico
fenómeno, nunca nadie jamás lo podrá explicar, ya que el terror paralizó mentes
y pensamientos, discernimiento y lógico entendimiento.
Sólo El Señor de las Montañas sabía la verdad, porque le
había sido revelada semanas antes por el Altísimo.
– ¡Vamos, ha llegado el momento! –le indicó a Katria al
observar hacia el norte.
Gigantescas olas, provenientes del mar, se abrían paso en la
lejanía entre montañas, colinas y valles.
– ¿Cuál momento? –preguntó sin entender a qué se refería.
¡De abordar las naves, valiente guerrera! –apremió.
25
En Los Picos Nevados, como en Mar Azul y en Los Llanos
Verdes, el panorama era idéntico. Igual en las grandes ciudades de la región.
Era como si la ira divina hubiese ordenado al gigante Orión
salir de su soledad para convertirse en techo de esa gran nación subyugada por
el tirano Láchez.
El pánico se esparció por toda la comarca. En el palacio de
gobierno los reportes eran aterradores. Las comunicaciones comenzaron a
interrumpirse a todo lo largo y ancho del inmenso territorio.
Láchez estaba desesperado. Ya nadie obedecía sus órdenes. A
uno de sus más cercanos ministros lo asesinó con su propia arma al verlo tan
espantado que daba lástima. Igual suerte corrieron dos de sus generales.
Su temible y tristemente célebre Guardia Roja Pretoriana se
había reducido a menos de la mitad. Unos huyeron, otros se escondieron quién
sabe dónde.
Las últimas informaciones recibidas en palacio indicaban que
toda La Flota de Mar del dictador había sido reducida a cero por gigantescos tsunamis que batieron las naves contra
arrecifes y riscos. Los cruceros, torpederos y portaaviones quedaron hechos
añicos al no poder sortear olas cruzadas de gran calado que las arrastraron como
barquitos de papel hacia rompientes marinas en bahías, ensenadas y golfos.
Igual suerte corrieron sus “Boinas Rojas del Aire”, como el
dictador se jactaba en llamar a su Fuerza Aérea.
Pese a todo ello, Adolfo Láchez, de temperamento frío y
cruel, estaba impávido ante lo que acontecía, aunque no podía contener la rabia
que le ocasionaba ver a sus generales y ministros correr como gallinas
atemorizadas.
Personalmente recibió un reporte de las lejanas tierras de
Los Picos Nevados donde se informaba que grandes avalanchas de nieve y deslaves
ocasionadas por las cataratas que caían del cielo, habían sepultado a casi toda
su División Alpina y que de los sobrevivientes poco o casi nada se sabía.
Cuando sus más allegados le dijeron que las aguas habían
comenzado a inundar a la capital, donde estaba asentado el palacio de gobierno,
Láchez ordenó a sus escoltas que preparasen su helicóptero a fin de dirigirse
al pequeño aeropuerto secreto que había mandado a construir en una alta montaña
situada al este del palacio, el cual le serviría, en caso requerido, de
fortaleza o escape.
El helicóptero del dictador, un Puma XL, una edición
especial que el mismo se había mandado a construir cuando le hacía la corte al
poderoso imperio del norte del continente, estaba artillado con los más
sofisticados misiles, tanto de aire-aire como de aire-tierra, y tenía capacidad
para veinte hombres.
Al llegar al helipuerto, ubicado en la terraza de uno de los
edificios más altos adyacentes al palacio de gobierno, Láchez salió del
ascensor y esperó en la puerta hasta que uno de sus guardaespaldas le indicó
que podía salir sin peligro.
Incesantes, las centellas y relámpagos seguían
desprendiéndose de aquella gran cobija de nubes rojas carmesí que había
arropado a la nación. Aunque desde ese lugar las cataratas que salían del hoyo
sideral se apreciaban lejanas, no así sus efectos, porque olas pequeñas y
grandes, formadas por el ímpetu de poderosas ráfagas de viento crudo e
indómito, eran transportadas sobre todo el territorio como si fuesen plumas,
pero con una fuerza destructiva total. Todo lo que encontraban a su paso
quedaba hecho trizas.
Al ver la señal, el dictador, que llevaba como equipaje sólo
un maletín negro de tamaño mediano, salió a pasos raudos junto a Rosa Isabel,
su amante. Atrás venían ocho de sus perros falderos del gobierno y algunos de
sus más temibles esbirros.
Cuando Láchez iba a poner píe en la escalerilla –siempre era
el primero en embarcar– una ola arremolinada de mediano tamaño que se había
desprendido del mismo centro del hoyo sideral, hizo tambalear al helicóptero y
resbalar dictador, quien del impacto soltó el maletín de sus manos.
Miles de diamantes, de todas las formas y tamaños, se
esparcieron por la plataforma del helipuerto. Láchez y Rosa Isabel, así como
algunos de los ministros de Estado, se apresuraron en recoger las gemas para
volverlas a introducir en el portafolio.
Mientras lo hacían, una imponente ola surgida del norte
arrasó con todos lo que se movía en la terraza. Lo último que se vio de Láchez
fue el terror dibujado en su rostro mientras era tragado por el agua. Su
comitiva corrió con el mismo fin.
Agonizante y con las aspas girando moribundas sobre la
cresta de la ola, el helicóptero presidencial se hundió a los pocos segundos en
las turbulentas aguas. El palacio de gobierno y todo lo que estaba a su
alrededor fue reducido a escombros.
Sólo algunos pedazos de hormigón, vigas y esqueletos de
ventanales y puertas, seguían el curso de la ola como si se tratasen de
salmones que iban remontando un río.
Fue el fin de Láchez y su secta de sanguinarios gobernantes.
26
En grupos de diez los guerreros Libertarios fueron
introduciéndose por las pequeñas escotillas que daban acceso a las bodegas de
las naves.
Cada uno de los comandantes dirigió el embarque a “Los Diez
Mandamientos”. Primero los heridos, después los niños y ancianos, luego las
mujeres, quienes llevaban consigo algunos animales, y de último los guerreros
con víveres.
A Katria le tocó comandar la nave número siete y estaba muy
cerca de la de Margarita, a quien Url había nombrado capitán de la Misión Éxodo
después de la muerte de Doyle Hatch. Ella tenía bajo su mando la seis, y estaba
feliz de poder utilizar todos los conocimientos que le había enseñado su eterno
amor.
Los guerreros embarcaban sin armas ni pertrechos de guerra,
ya que El Señor de las Montañas les había ordenado dejar todo en tierra.
Vientos de furia que arrastraban grandes olas, surcaban
sobre sus cabezas dejando caer una pertinaz e incesante lluvia. Parecía el fin
del mundo y, no obstante, todos reflejaban una gran paz, aunque estaban
impacientes.
Url les transmitía la fuerza espiritual que tanto
necesitaban. Su sola presencia era garantía de vida.
Las aguas iban velozmente aumentando su nivel. Las pequeñas
colinas del oeste ya estaban anegadas. Longar lo advirtió.
El guerrero negro, quizás por primera vez en su vida, sentía
pánico en sus entrañas. Con unos improvisados trapos le vendaron la herida
causada por “Langosta” Charles en el muslo, pero la hemorragia no había sido
contenida totalmente, por lo que ribetes de sangre teñían de rojo la tela.
– ¡Señor de las Montañas!... ¡Señor de las Montañas!...
–exclamó mientras cojeando se dirigía a toda prisa hacia él–. ¡Mire!...
¡Mire!... ¡Hacia el norte! –señaló exaltado una vez que estuvo a su lado.
–Lo sé soldado... Por ello debemos apresurarnos.
– ¿Tú sabes lo que está pasando? –preguntó a punto de
desesperación, mostrando sus dientes color de nieve.
–Sí, amigo, pero no hay de qué preocuparse si todos siguen
las indicaciones que les di –expresó para tranquilizarlo–. Espero que todos
hayan entendido bien… Por eso te pido que les recuerdes, tanto a capitanes como
a la tripulación, que después que el último de los hombres haya entrado en las
naves deben sellar con lona de caucho las fisuras de las tapas de la escotilla
y que después cuidadosamente enciendan sus extremos. –Url hizo una pequeña
pausa. Longar estaba inquieto. Al verlo recobrar la paz, prosiguió–: Cuando las
lonas se hayan apagado, todos sus bordes deben ser sellados con silicona… La
idea es lacrar las escotillas herméticamente para que no penetre ni una sola
gota de agua por las ranuras… ¿Entendido? –inquirió.
– ¡Sí, Señor de las Montañas! –respondió Longar dócil,
avergonzado por su desconcierto, aunque entre él y todos los demás Libertarios
jamás existieron diferencias ni vanas soberbias. Todos eran iguales, aunque Url
era el líder indiscutible.
–Recuérdales también que no se asusten. Que la travesía
durará una larga noche de varios días oscuros y que, por ningún concepto, ni por
terror o claustrofobia, abran las escotillas… Sólo lo deberán hacer cuando
entre ellas se filtre un rayo de luz –concluyó.
– ¡Así se hará! –asintió Longar dándole la espalda para ir a
ejecutar sus órdenes.
– ¡Qué tengan presente que de ello dependerán sus vidas!
–gritó al verlo alejar.
– ¡Tus mandatos se cumplirán al pie de la letra, Señor de
las Montañas! –respondió penetrando en la bruma que comenzaba invadir los
dominios de Valle Encantado.
27
Los guerreros Libertarios, sus mujeres, niños y ancianos,
tenían más de seis horas a oscuras en el interior de aquellas rústicas naves
que permanecían clavadas en tierra.
Era como estar encerrados en la barriga de una gran ballena
de madera. Apretujados entre vigas hechas con troncos de árboles y tendones de
ramas que complementaban aquella armazón que semejaba las espinas de un gran
cetáceo, todos esperaban lo inevitable. Aquellos cascos no parecían poder
resistir por mucho tiempo los embates de la tormenta, centellas, olas
gigantescas, torbellinos y cascadas de agua que se desprendían con ira del
cielo.
Tomándolos por sorpresa y para agravar la angustia de sus
ocupantes, las naves se bambolearon con estruendo de un lado a otro. Gritos de
espanto se ahogaron en su interior. Fue tanto el crujir de los maderos, que
hasta Silvio Torres, uno de los más valientes entre todos los comandantes, se
hizo la señal de la cruz y comenzó a orar.
Pronto, tal como vino, la tensión fue amainando. Lentamente
“Los Diez Mandamientos” comenzaron a flotar y una turbadora calma reinó entre
los tripulantes al percibir que no se hundirían en las profundas ciénagas de
aquellas aguas oscuras e inconcebibles.
La aparente paz se disipó en instantes cuando los
gigantescos cascarones de madera comenzaron a ser arrastrados con furia y a la
desventura. Durante minutos se escucharon gritos desgarradores de desaliento.
Luego de las primeras arremetidas los navegantes callaban por instantes, como
para recobrar aliento y gritar con mayor fuerza durante el próximo embate.
Url había embarcado en la nave número uno y hacía esfuerzos
por controlar la situación. Les hablaba con devoción y misericordia a fin de
apartar de su mente pensamientos funestos.
Sus palabras nada podían. Eran opacadas por el terror que se
dibujada en el rostro de cada uno de los navegantes. Como último recurso sacó
del talego la Biblia y alumbrado por una pequeña linterna comenzó a leer un
hermoso pasaje a fin de sosegar aquellas almas confusas.
–El que habita al
abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente –leyó, aunque,
por el pánico imperante nadie escuchaba. Calló, observó como aterrados se
abrazaban unos con otros y, piadoso, levantó la voz para acentuar–: Diré yo a Jehová: Esperanza mía y castillo
mío… Mi Dios en quien confiaré. El te librará del lazo del cazador, de la peste
destructora. –Volvió a callar. Percibió en algunos un poco de tranquilidad
y continuó–: Con sus plumas te cubrirá y
debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y adarga es su verdad. No temerás al
terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en
oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya.
Dirigió otra mirada a la tripulación, la cual lentamente iba
recobrando el sosiego. Vio a madres abrazar a sus hijos con ternura, a ancianos
acercársele para escucharlo mejor y a guerreros mirándolo con admiración. El
Señor de las Montañas esbozó una sonrisa de complacencia. Se sentía satisfecho,
por eso prosiguió leyendo con más ánimo y dulzura.
–Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra, más a ti no
llegará. Ciertamente con tus ojos mirarás y verás la recompensa de los impíos.
Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación,
no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada, pues a sus ángeles mandará
cerca de ti, para que te guarden en todos tus caminos.
Con cada palabra suya aquellos rostros, que hace poco lucían
descompuestos por el miedo, volvían a alcanzar la serenidad perdida. Url estaba
satisfecho. Al fin había logrado mitigar sus angustias. Por ello reanudó, pero
ahora lentamente, la lectura.
–En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en
piedra. Sobre el león y el áspid pisarás. Abatirás al cachorro del león y al
dragón… Por cuanto en mi ha puesto su amor, yo también lo libraré, le pondré en
alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará y yo le responderé, con él
estaré yo en la angustia. Lo libraré y lo glorificaré. Lo saciaré de larga vida
y le mostraré mi salvación –concluyó ante una tripulación extasiada y
expectante pero, sobre todo, con la fe recobrada.
– ¿Dónde estamos Señor de las Montañas? –preguntó una mujer
con voz temblorosa.
–En la inmensidad, hija mía, en la inmensidad… –contestó
apacible.
Url no mentía. Realmente estaban allí: en la inmensidad.
Donde al principio todo fue fuego, luego agua y centellas y ahora la oscuridad
infinita en un mar de tormentas.
Pasaron siete días tenebrosos y siete noches antes de que el
primer rayo de luz se asomara por el horizonte. De pronto, las sombras y la
tempestad fue cediendo.
Nadie se atrevía, por advertencias de Url, a abrir las
escotillas.
Después de un rayo vino otro y tras el uno más. La luz
penetraba las penumbras de aquel estómago de ballena de las naves.
Al escuchar el susurro de las aguas mansas, como buen
aventurero italiano, el primero de los comandantes que se atrevió en abrir la
portezuela que de la oscuridad lo transportaría a la luz, fue Giovanni
Petracca.
Lo hizo de un modo muy peculiar: cantando el himno al amor y
a la vida, que él entonaba con armoniosa voz.
Al asomar la nariz por la escotilla, entre el lodazal y el
agua que permanecía en cubierta, se dirigió hacia la proa y remontó su punto
más alto para atisbar el horizonte.
A menos de ochenta metros vio al “mandamiento” número uno.
Allí, tal como él, en el punto más alto de la nave, estaba Url, impertérrito,
con su báculo prendido de las manos, observando el extenso mar en que se había
convertido la región.
– ¡Señor de las Montañas!... ¡Señor de las Montañas!...
¡Aquí!... ¡Aquí!... –gritó a todo pulmón Giovanni a fin de que le oyese.
Al escucharlo, Url volteó y le hizo señas de calma con una
de sus manos.
Poco a poco, de cada uno de “Los Diez Mandamientos” se
fueron asomando comandantes, guerreros, ancianos y mujeres. Las aves que habían
embarcado salieron en raudo vuelo hacia el espacio glorioso. Animales y cabras
y algunos marranos, también corrieron por proa y popa, otros a estribor y
babor, acompañados por un desfile de gallos, gallinas y patos.
El cielo otra vez había recobrado su brillo azuloso. Ya no
había colcha roja escupiendo agua desde el infinito. Y, aunque pareciese
increíble, garzas blancas, grullas, tucanes, papagayos y aves del paraíso
venidas de Los Llanos Verdes, así como las incansables gaviotas, pelícanos y
los alcatraces de Mar Azul, igual que las águilas y cóndores de Los Picos Nevados,
revoloteaban sobre los barcos en un canto de alegría.
Otras naves, provenientes de otros distantes lugares, fueron
incorporándose a aquella flota de paz.
Unas se distinguían lejanas, aunque, por las características
de su construcción, no cabía duda de que se trataban de naves Libertarias.
Utilizando los grandes remos, algunas embarcaciones fueron
acercándose a la del Señor de las Montañas y sus comandantes. De pronto, de una
de ellas, un estallido de dicha rompió el silencio de las aguas mansas.
– ¡Isabel!… ¡Isabel!… ¡Amor mío, aquí estoy!... ¡Aquí!...
–requería con emoción indescriptible Pepe Alcántara.
De otro de los barcos se oyó la dulce voz de Isabel.
– ¡Pepe, gloria a Dios!… ¡Amor, amor!... ¡Espérame!… ¡Te
amo!... –exclamó incrédula con lágrimas en los ojos.
El Señor de las Montañas percibió en su corazón el alivio de
la misión cumplida. Aunque, en lo más hondo de su ser, sabía que muchos habían
muerto al hacer caso omiso a sus advertencias y no haber tomado en serio la
construcción de las embarcaciones.
Eso lo hacía sufrir, por ello cada nave que atisbaba en el
horizonte era motivo de infinito regocijo.
Katria, quien comandaba “El Mandamiento” número siete,
gracias a unos prodigiosos vientos nobles, ya que las aguas estaban en ese
momento inertes, pudo acercar su nave a la de Url.
A sus treinta y ocho años lucía espléndida. Estaba
totalmente empapada y con la blusa desabrochada hasta más abajo de la comisura
de los senos. La imagen de la guerrera ruda y hostil había desaparecido.
Al llegar cerca, Url la miró con ojos serenos.
– ¡Hola guerrera! –saludó.
– ¡Gracias por amainar mi miedo, Señor de las Montañas!
–exclamó dibujando en su rostro una sonrisa–. Y enseguida preguntó–: ¿Y ahora
qué haremos?
– ¡Sólo esperar, bella guerrera!
28
La capital y el palacio de gobierno y todas las sedes,
politburó y cuarteles del Ejército del Mal quedaron hechos añicos por las
aguas. Ninguna de las poderosas divisiones de blindados, acorazados, submarinos
o aviones quedaron en pie.
El paisaje, lo que había sido los dominios de Adolfo Láchez,
ahora era desolación y destrucción.
Ya no existía territorio, ni comarca, menos nación o país.
Todo era agua. Un inmenso mar bañaba lo que otrora fuera el imperio del mal.
La gran metrópolis yacía bajo las aguas con toda su funesta
riqueza y podredumbre. A su alrededor siquiera sobrevolaban aves de rapiña, ya
que la carroña era tan fétida que no se atrevían a acercársele.
Ciudades enteras, con todos sus habitantes, fueron
arrasadas. Sobre las aguas se percibía un pestilente olor a mugre producto de
su degeneración.
Una civilización, un modo de vida signado en la maldad,
horror y muerte, había sido exterminada. Así como su salvaje sed de sangre y
materialismo infiel.
La mano de Dios, en su eterna Omnipotencia, había evaporado
de la faz de la Tierra aquel feudo indigno, lleno de crímenes, depravación,
corrupción y aberraciones, donde el hedonismo y los placeres más vergonzosos
habían sido parte de una cultura deprimente y asquerosa.
El sol había vuelto a salir. Esta vez más refulgente, cuyos
rayos se proyectaban jubilosos hacia un nuevo amanecer con olor a vida y paz
espiritual.
El invierno fue desterrado. La primavera florida había
vuelto a germinar en el pensamiento de la atmósfera, una vez plagada de maldad
y muerte.
La luz, no era la misma luz, sino otra. Era como si el
propio infinito cosmos hubiese cambiado las reglas del universo. Ahora la luz
era de color esperanza, cuyos rayos blanco-violeta hacían predecir que el sueño
añorado de Dios se patentizaría entre los hombres de la Tierra.
“No habrá más vileza en el universo, ni en sus elementos.
Todo lo contrario, el agua armonizará con el fuego, el aire con la tierra y
todos ellos con la esperanza”, le había dicho Url a Katria antes de que todo
sucediese.
El Señor de las Montañas sabía lo que estaba por empezar y
en cuánto tiempo devendría.
“Los Diez Mandamientos” seguían vagando a la deriva, sin
norte alguno. Después de aquel descomunal maremoto y con las aguas quietas, las
naves parecían migas sobre un plato de sopa fría, por ello los guerreros
volvieron a inquietarse.
Llegado el séptimo día del último día de la batalla, las
aguas comenzaron a reabsorberse intensamente y en forma vertiginosa.
Nadie, que no hubiese presenciado aquel milagro, lo habría
jamás creído porque todo sucedió en cuenta regresiva.
El Señor de las Montañas sabía que así ocurriría. Por ello,
con los pocos radiotransmisores activos que aún tenían, comenzó a comunicarse
con sus comandantes.
La marea fue descendiendo tan rápida como baja un ascensor.
Al sexto día después de la batalla final, las aguas se
habían casi extinguido.
Al quinto, las naves, como prodigio divino, posaron sus
cascarones sobre las montañas que circundaban Valle Encantado.
Al cuarto, todo comenzó a reverdecer.
Al tercero la primavera había vuelto a florecer.
Al segundo, estancias y edificaciones, salieron de sus
cenizas y volvieron a erigirse.
Al primero, aves, animales y hombres se abrazaron y cantaron
en el círculo del amor y la fe.
Todo había concluido. La tierra prometida, la nueva tierra,
había resurgido en un mundo pletórico de paz y esperanza.
Las armas que Los Libertarios habían dejado en tierra desaparecieron. En su lugar encontraron
semillas y arados para construir una tierra nueva.
Los comandantes no daban crédito a sus ojos. La violencia y
las batallas habían acabado. Había que reconstruir los cimientos de una nación
y ellos eran los elegidos para hacerlo. De hecho, tenían planes para ello.
Pero, ¿cómo dejar a Valle Encantado?... ¿Cómo desligarse de
su magia sin salir lastimado y, además, cómo protegerla en la eternidad?...
Siquiera El Señor de las Montañas tenía una respuesta. Por
ello, báculo en mano, volvió a El Paraje
del Elefante para meditar en silencio.
Con su cabellera cana batiendo al viento, altivo y con sus
dos piernas bien afincadas al suelo, Url pensaba. Mantenía El Báculo de la Esperanza recostado de su hombro. Qué pensamientos
podrían atormentarle en ese maravilloso momento, nadie jamás lo sabrá.
Las batallas fueron ganadas y él había triunfado. Sus
hombres, la mayoría de ellos, estaban a salvo. El territorio había sido
liberado del tirano y una nueva era estaba por nacer. La gloria estaba en sus
manos y, no obstante, se hallaba taciturno.
Pasó horas mirando el horizonte. Siquiera se movía. Su mente
vagaba hacia lo imposible. Hacia un sentimiento puro, que sólo Dios podía
otorgarle: el amor.
Todo le había sido concedido, menos el amor. Su poder, de
esencia sobrenatural, no le pertenecía, sino era un legado divino. No obstante,
el era hombre, cuya naturaleza no le impedía enamorarse.
Absorto en sus pensamientos, no notó la presencia de Katria.
La bella guerrera había ido a su encuentro al no verlo
celebrar junto a los demás en Valle Encantado.
–Te estuvimos buscando –dijo.
–Lo sé –contestó entre labios.
–Eres nuestro salvador y te queríamos entre nosotros
–exteriorizó con dulzura.
–Mi misión fue cumplida… El resto es de todos ustedes
–arguyó Url.
– ¿Y tú?... ¿No eres parte de nosotros?
–Ya he cumplido mi cometido… Quizás deba irme…
– ¡No puedes irte! –exhortó con dolor Katria.
–Nadie puede evitarlo… No es mi decisión –expresó
entristecido.
Apenas terminada la frase, El Báculo de la Esperanza, el cual ahora Url sostenía, como
siempre, en su izquierda, le fue arrebatado ligeramente de la mano por un
viento divino.
Trató de atajarlo. Igual ademán hizo Katria. No obstante, el
báculo fue elevándose lentamente ante sus ojos hacia la inmensidad. El madero
levitaba. Absortos, los dos observaron su ascenso al cielo.
Su vista lo siguió, como sigue el hombre el vuelo de un
águila que se pierde en el lejanía en su viaje a la libertad. Url se sentía
liberado de la misión divina.
Se había ido el báculo, El
Báculo de la Esperanza, pero no se llevó todo consigo, había dejado una
semilla de vida, en la cual no sólo germinaría la esperanza, sino también el
amor.
La bella y valiente guerrera que luchó a sangre y fuego a su
lado, lanzó un suspiro que se escuchó en toda la inmensa comarca.
Url presintió el significado de aquel ahogo y volteó a
verla. Ella entrelazó su mano.
– ¡Te amo, Señor de las Montañas! –exclamó serena.
– ¡Yo también! –respondió el fiero guerrero abrazándola y
buscando sus labios le depositó un apasionado beso.
En El paraje del
Elefante los vientos del norte elevaron su eco al cielo entonando un
aleluya, tal como si estuviesen tocando en el aire mil violines invisibles.
Url y Katria escucharon las notas del viento abrazados y
observando el horizonte mientras sus cabelleras eran acariciadas por una brisa
celestial.
♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣♣
Ante el temor de
estar en presencia de un Anticristo, monjes de una antigua Misión Capuchina
inician la despiadada persecución de un joven predicador que hacía milagros en
los barrios donde enseñaba los evangelios. La Santa Sede aprueba la acción
porque cree que descubrirá el misterio de un fragmento de Los Papiros del Mar
Muerto donde se revelan oscuros secretos. Desde el Vaticano envían a un Justiciero de Dios, una especie de
sicario de la Iglesia perteneciente a una antigua secta Templaria con el
propósito de asesinar al predicador, quien al ser capturado descubren que de su
cóccix pende un largo rabo y en su tetilla izquierda se desdibuja un extraño
tatuaje escrito en arameo, la misma lengua que hablaba Jesucristo. Enigmas,
romances y muertes. Cardenales, obispos y grandes jerarcas de la Iglesia
ligados a sectores de la Mafia, se ven involucrados en un macabro plan donde
hasta las sombras tiemblan.
Cotinúa
en...
La estrella perdida
Segunda novela de la
trilogía El Papiro
La estrella
perdida
Sinopsis
Un grupo de arqueólogos descubren en unos viejos papiros el misterio de La
Vera Cruz, la cruz de la crucifixión de Cristo, que se hallaba perdida desde su
muerte. Los escritos revelaban que los esenios, hermandad de la que formaba
parte Jesucristo, la habían llevado y escondido en la cima del enigmático Kukenán,
el llamado Tepuy de los Muertos, en La Gran Sabana, al sur de Venezuela. Divor
Klaus, un avezado antropólogo y aventurero, parte a buscarla porque los rollos
revelaban que se materializaría a las tres de la tarde del Domingo de Resurrección
de ese año. La Santa Sede, apoyada por los Dei Pax, un grupo de sicarios al servicio
de la Iglesia, va tras su pista, pero se topa con un místico secreto: el nacimiento
en la tierra de los Nion, una especie de niños ángeles con poderes celestiales
y guardianes de ancestrales misterios divinos. Intrigas y confabulaciones se
apoderan del Vaticano y sus más altos prelados, hasta que el día señalado acontece
la alineación del Triángulo Divino, suceso que devela nuevas y tenebrosas
profecías para la humanidad.
La ventana de agua
Tercera novela de la trilogía El Papiro
La ventana de
agua
Sinopsis
Científicos unen
esfuerzos para encontrar el antídoto de un letal virus anunciado en La Profecía
de la Vera Cruz, el cual diezmaría en pocos días a más de tres tercios de la
humanidad. Para lograrlo deben desentrañar el misterio de La ventana de agua, descrita en la misma profecía. Auxiliados por
los Niños Luz o Elegidos de Dios sobre la tierra, una especie de ángeles
asexuados de nuestros tiempos, comienzan un duro peregrinar en la búsqueda de
impenetrables pistas que lo conducirán hacia la enigmática Ventana, la cual encierra el secreto y la curación del mortal virus, clasificado por los científicos como el S1H3, la
peor peste jamás sufrida por la humanidad. El virus muta a los árboles a través
del excremento de algunos pájaros que anidan en los bosques donde extraen la
madera y el tinte que se utiliza para fabricar y darle el color verde al dólar
y otros papel moneda. La peste se transmitirá
de mano en mano a través de los billetes y se esparcirá por el mundo causando
millones de muertes en apenas pocos días. La Santa Sede, auxiliados por los Dei
Pax, busca a toda costa de apoderarse del papiro donde está escrita la mortal
profecía y otras de igual importancia y trascendencia ya que sospechan que La Ventana de Agua revelará el misterio
de La Santísima Trinidad. Persecuciones, torturas y muertes signarán el
enigmático final.
Libros
de Diego Fortunato en formato digital (Novelas, poemarios, ensayos y teatro)
los puedes conseguir en http://www.bubok.es/buscar/diego-fortunato
y en https://www.smashwords.com/books/search?query=diego+fortunato
Novelas
El Papiro
Primera
novela de la trilogía El Papiro
La estrella perdida
Segunda novela
de la trilogía El
Papiro
La ventana de agua
Tercera novela
de la trilogía El
Papiro
La Conexión
Url, el señor de las montañas
Diario íntimo de un desesperado
Atrapen al sueño
Poemarios
Acordes de vida
Hojas de abril
Caricias al tiempo
Homenaje al infinito
Ensayos
Evangelios Sotroc
Pensamientos y Sentimientos
Dramaturgia
Franco Superstar
Si quieres saber más del autor buscar en
Contacto© Diego Fortunato