viernes, 28 de mayo de 2021

EL PAPIRO©





Diego
Fortunato





El papiro








§

Editorial

BUENA FORTUNA

Caracas





DIEGO FORTUNATO
Editorial Buena Fortuna
Caracas, VENEZUELA
Todos los derechos reservados
© Copyright

El papiro
Copyright © 2003 by Diego Fortunato
Cubierta y autor fotos copyright © Diego Odín Fortunato
ISBN 9781301208708
Depósito Legal: If25220028001993


Fotocomposición y Montaje: Graphics Center, c.a.
Impreso en Venezuela por: Graphics Center, c.a.
Primera Edición: mayo del 2003
E-mail: diegofortunato2002@gmail.com

Publicado por




Esta es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor y editor.






A Dios, por habérmela revelado en un sueño.



1

 – ¡Rápido, al quirófano!... No hay tiempo que perder.
 –Todo está listo, doctor. Ya le suministré un tranquilizante.
 – ¡Saque a todos!... Incluidas las enfermeras. No quiero a nadie extraño en la sala. Únicamente estaremos tú y yo, ¿comprendes? –urgió nervioso el médico al anestesiólogo.
 El reloj marcaba las dos y treinta de la madrugada en el Hospital Estatal de San Felipe, pequeña ciudad agrícola famosa por estar enclavada en los sagrados dominios de María Lionza, mítica reina hechicera que según una antigua leyenda india tiene su imperio en las cercanas montañas de Sorte, lugar coronado por imponentes sierras y estallidos de una misteriosa luz que todas las tardes corre a refugiarse en las profundidades mágicas de sus bosques.
 La noche estaba iluminada por una gran constelación de estrellas presididas por una luna llena resplandeciente que hacía augurar una guardia tranquila y serena. De no haber sido por la emergencia presentada, tanto el médico como su equipo hubiesen estado durmiendo plácidamente en sus habitaciones.
 El doctor Claudio Figueroa era el único, entre todo el personal del hospital, que sabía lo que tenía entre manos. Por ello su inquietud e impaciencia.
 De la Misión Capuchina situada en las afueras de la ciudad le habían enviado a una mujer que estaba en los últimos momentos de embarazo para que fuese atendida directamente por él.
 Figueroa conocía el caso, por demás delicado. Por eso el padre Serafino Anás, Superior de la Misión, le confió en el más absoluto secreto la responsabilidad del alumbramiento de aquella mujer.
 María Coromoto se retorcía de dolor sobre la cama quirúrgica de la sala de partos cuando por la puerta aparecieron Figueroa y su asistente Wilfredo Landaeta.
 La mujer sudaba copiosamente, pero no gritaba, sólo se contorsionaba de un lado a otro. Pese a los incesantes dolores que debía sentir, sus ojos brillaban de ternura.
 Figueroa la miró enigmático y se le acercó.
 –Ya estamos aquí, chica… ¡Serénate, qué todo terminará pronto! –dijo para calmarla.
 María le sonrió y cerró por instantes los ojos en forma de asentimiento.
 – ¡Anestesia! –ordenó a Landaeta y dándole la espalda a la parturienta hizo señas de un dos con los dedos.
 El anestesiólogo lo miró desconcertado, pero, encogiéndose de hombros, se dispuso a cumplir el mandato.
 Sacó una jeringa, la llenó de un líquido y aún pensativo por la orden recibida, caminó despacio hacia donde estaba María Coromoto y le aplicó la doble dosis en la columna.
 Al no nacido no debió gustarle mucho, ya que el bajo vientre de María Coromoto, quien casi enseguida quedó dormida, comenzó a hincharse y tomar formas antropomorfas. Los pies del feto buscaban salir por el ombligo de la mujer, así como sus manos, que parecían desgarrarla por dentro en un desesperado intento de hallar una salida.
 Los dos médicos estaban alucinados con aquel cuadro, poco común en un parto.
 – ¡Rápido, el bisturí grande! –requirió intranquilo Figueroa–. Hay que hacerle cesárea, si no ambos se nos van.
 Tenso, el cirujano comenzó a operar. A los pocos minutos, la cabeza de un hermoso niño, blanco como la leche, emergió en medio de un baño de sangre.
 Landaeta permanecía al lado de Figueroa, ayudando y tratando de contener la hemorragia. Cuando ya tenía casi medio cuerpo afuera, el médico lo tomó en sus manos y haló con fuerza sacándolo del fondo del vientre de la madre.
 – ¡Coño, que vaina es ésta! –reculó aterrado el anestesiólogo al ver que del cóccix del neonato pendía un rabo de casi medio metro de largo.
 – ¡Apúrate, pásame las tijeras para cortar el cordón umbilical! –demandó Figueroa con mueca de asco, pero sin desconcierto ante lo que estaba viendo.
 Landaeta le extendió el instrumento. Con destreza el médico buscó el centro que estaba aprisionado entre dos pinzas y se aprestó a cortar la unión entre madre e hijo.
 Casi de inmediato la criatura comenzó a llorar y mover la cola de un lado a otro con tal intensidad, que propinó un lacerante latigazo en el rostro a Figueroa, quien por el inesperado impacto la dejó caer sobre el frío piso de baldosas blancas.
 El recién nacido, pese al traumático golpe, continuaba moviéndose y, lo más alucinante, hacía esfuerzos por incorporarse utilizando su cola en forma de palanca.
 Landaeta quedó sin habla, no así Figueroa, quien indignado por el coletazo que le dio aquella “cosa”, agarró un fórceps de acero y comenzó a golpearlo.
 – ¡Muere bestia inmunda!... ¡Muere!... ¡Muere!... –maldecía enloquecido mientras malograba al neonato, quien lanzaba unos quejidos que más de sufrimiento parecían de imploración.
 – ¿Te volviste loco?... ¡Déjalo en paz pedazo de mierda!... ¡Oh, Dios, lo destrozaste! –exclamó rabioso Landaeta mientras se le abalanzaba encima para arrancarle el hierro de las manos.
 – ¡Quítate, si no tú también recibirás lo tuyo! –rumió ofuscado Figueroa apartándolo de un empellón.
 El cirujano siguió martirizando a aquella criatura hasta desgarrarla por completo. Cuando volvió en sí, jadeante y con la mirada endiablada, se dirigió a Landaeta.
 – ¡Ni una palabra de esto!… Nadie debe saber lo que ocurrió… ¡Nadie!… ¿Entiendes?...
 –Sí... Está bien… Lo que digas… –respondió con sumiso terror el anestesiólogo.
–Siquiera a tú esposa. Si dices una frase, una palabra, lo pagarás caro… Nada debe salir de esta sala... Ni una palabra… Ni que ésta mujer estuvo aquí y mucho menos del monstruo que gestó… ¿Comprendes?
 –Pero, las enfermeras sabían... –replicó medroso y aún perplejo el ayudante.
 – ¡No sabían nada!... Si preguntan diremos que todo salió bien y que su esposo vino después del parto y se la llevó a casa, y punto. No más preguntas… ¡Cero comentarios!...
 –Y a la mujer, ¿qué le dirás a ella?
 –De eso me encargo yo. Tú puedes irte, no te necesito más –señaló Figueroa en sofocos y con los ojos encendidos en rabia mientras se palpaba la mejilla donde había recibido el fuetazo.
 – ¿Y el cadáver del bebé?… ¿Qué harás con él? –preguntó con ingenua inocencia el anestesiólogo.
 –Te dije que yo me encargo de todo… Ahora, por favor, ¿puedes largarte?
 Landaeta refunfuñó, pero agarró sus cosas y se fue tirando un portazo, como para que constase su desaprobación.
 El reflector de la sala quirúrgica, testigo indiferente de aquella absurda y despiadada ejecución, iluminaba el rostro desfigurado del recién nacido mientras un pequeño charco de sangre se esparcía entre las sombras del amplio quirófano.
 María Coromoto seguía profundamente dormida por el efecto de la doble anestesia que le había sido suministrada.
 Parecía un ángel. Su semblante, pese a la palidez propia del momento, reflejaba una cierta paz celestial, casi divina. No así la parte descubierta de su vientre, la cual manaba hilillos de sangre que iban descorriendo como arroyuelos por los bordes de la cama.
 Figueroa permanecía de pie, a su lado, con las dos manos metidas en los bolsillos de la bata médica y la vista fija en ella.
 Sus ojos habían recobrado el brillo normal. No reflejaban aflicción ni remordimiento sino más bien serenidad. Escrutó detenidamente la escena, se dirigió a la puerta de entrada, pasó el cerrojo y suspiró profundamente, a manera de liberación.
 Iba a regresar hacia el centro de la sala quirúrgica pero se detuvo. Dio vuelta atrás, chequeó nuevamente la perilla moviéndola hacia la derecha e izquierda, recostó el hombro contra la puerta y empujó con fuerza a fin de cerciorarse de que había quedado bien cerrada.
 Sintiéndose completamente solo y fuera de alcance de miradas curiosas, fue al estante de medicamentos, tomó una de las jeringas y, como si se tratase de un ritual, la llenó de un líquido viscoso.
 En su mirada se percibía el goce interior que se experimenta después del deber cumplido.
 Jeringa en mano y la aguja apuntada hacia el techo para que no se derramase siquiera una gota, camino tranquilo hasta el borde de la camilla, tomó el brazo inerte de María Coromoto, lo apretó con una liga más abajo del hombro, buscó la vena y le inoculó todo el contenido.
 Ni un movimiento. Siquiera un quejido.
 El silenció sólo fue roto por el canto de un gallo que se escuchó a un costado del hospital principal de aquella apacible ciudad situada al occidente de Venezuela.



2

 Como fantasma escapado de los abismos del infierno, un desvencijado auto rústico se abría paso entre la densa bruma que esa madrugada tapizaba la región. Avanzaba con fatiga, como si los años y el tiempo estuviesen por destruirlo.
 Cerca de El pantano de los zamuros sus faros ciegamente alumbraban los picachos del campanario de la Misión Nuestra Señora del Carmen, enclave fundado en 1720 por el misionero capuchino Fray Joseph de Cádiz y que hoy en día sigue siendo albergue y monasterio de un grupo de monjes cuya tarea ya no es catequizar sino entregarse al más puro y exigente estudio teológico.
 Traviesa, la blanca neblina danzaba alrededor de la nave central del templo desdibujando espectralmente sus macilentos muros. La gran cruz de hierro de la cúpula parecía una visión suspendida en el aire.
 Al volante, Figueroa lucía exhausto, pero en su mirada había un dejo de satisfacción y complacencia.
 Cuando estuvo frente al monasterio detuvo el jeep bajo una enorme ceiba milenaria. Descendió, y pausado avanzó hacia un antiguo portón de madera que tenía trenzada una cadena asegurada por un macizo candado.
 Tomó entre los dedos el pesado picaporte de bronce y lo dejo resonar con tal estridencia, que varias decenas de pájaros que anidaban en la ceiba alzaron vuelo chirriando despavoridos.
 Esperó, pero su llamado no tuvo respuesta. Volvió a insistir, esta vez tocando con mayor fuerza.
 Segundos después, un anciano sacerdote, abrigado con una gruesa y larga sotana color marrón tierra tostada, echó llave al candado, desenrolló la cadena y tiró de la pesada puerta abriéndola a medias, lo suficiente para que el visitante pudiese pasar.
 –Entra y sígueme, hijo mío –invitó lacónico el monje.
 Era Serafino Anás, el superior de la Misión y clérigo muy respetado y temido en su congregación.
 Figueroa lo siguió callado hasta que llegaron a una vieja sala donde el olor a moho destilaba putrefacción por todas las paredes.
 –Siéntate y cuéntame qué sucedió mientras preparo café –indicó el sacerdote y arrastrando las sandalias se dirigió a una estufa de leña, herencia de los primeros misioneros que habitaron aquel lugar.
 –Tuve unas pequeñas complicaciones, padre… Nada importante… Pero todo está arreglado –respondió recatado Figueroa, quien por su tono parecía íntimo del monje.
 – ¡Explícate, hijo, explícate! –solicitó tolerante el monje mientras iba hacia un rincón en busca de la cafetera que, a diferencia de la estufa, era muy moderna.
 –El niño nació tal como usted predijo, padre. Entre sus piernas tenía una cola inmensa, la cual movía como si tuviese vida independiente del cuerpo. Mi compañero se aterró y en un descuido el endiablado monstruo me dio un latigazo en la cara que hizo que lo soltase –expresó mostrándole la huella que le había dejado en el rostro–. Cayó al suelo y del porrazo murió en el acto… No dijo ni pío… ¡Gracias a Dios que la pobre criatura no sufrió! –subrayó con cruel cinismo haciéndose la señal de la cruz a fin de conmover al superior.
 – ¿Y la marca?… ¿Tenía alguna marca? –interrumpió impaciente Serafino sacudiendo la cafetera que tenía en las manos.
 – ¿Cuál marca, padre? Yo no le vi ninguna marca… Es muy difícil ver nada con los pedazos de cebo pegados por todo el cuerpo, además de la sangre y todas esas porquerías que salen de la barriga de la madre –ripostó el médico.
 – ¡Está bien Figueroa!… Tú eres el médico y debes saber lo que estás diciendo, pero eso es lo menos importante en estos momentos… Yo examinaré el cuerpo… ¿Dónde está?... ¿Lo trajiste, no?...
 –No, padre... No pude.
 – ¿Cómo qué no pudiste?... Es imperativo tenerlo aquí, entiendes. Ese fue nuestro arreglo… ¿Dime dónde está?
 –En la zamurera, padre.
 – ¿Qué dices, imbécil? –rezongó el monje tirando en un arrebato la taza de café al suelo.
 –No podía traerlo, padre. Estaba destrozado por todos lados... Landaeta, el anestesiólogo que me ayudó en el parto, se asustó mucho con aquella criatura monstruosa… Se volvió como demente… El maldito parecía poseído, padre… Fíjese que agarró un hierro y comenzó a golpearlo por todo lados… ¡Lo destrozó!... Parecía una fiera endiablada, yo quise detenerlo, pero...
 –Lo que estás diciendo no me importa, pedazo de idiota. Se te ordenó que lo trajeras aquí… ¡Anda a buscarlo!... ¡Sácalo de dónde lo dejaste, que lo quiero ver aquí y pronto! –exigió Serafino totalmente colérico.
 –Ya es tarde, padre –contestó Figueroa huidizo y atemorizado–. A estas alturas los zamuros ya se lo deben haber comido. Temprano había cientos de ellos picando carroña por ahí.
 –Aunque tengas título de médico eres un bruto campesino… ¡Maldito imbécil!... No sé cómo confié en ti –reprochó mientras se paseaba intranquilo por aquel salón cuya luz se había oscurecido debido a la tormenta que momentos antes se había desatado en el valle.
 Al pasar cerca de donde estaba sentado el médico, el monje repentinamente giró hacia él.
 – ¿Y la mujer?... ¿Qué pasó con ella?... –preguntó áspero.
 –Le dio un ataque.
 – ¡Explícate, idiota, explícate! –demandó conteniendo la rabia entre sus labios.
 –Después del parto sufrió un infarto y murió… No pude hacer nada para salvarla… Yo no soy cardiólogo y a esa hora era difícil ubicar a un especialista.
 – ¿Estarás diciendo la verdad?, porque a estas alturas no te creo nada.
 – ¡Sí, padre!... ¡Se lo juro por la Virgen! –exclamó Figueroa llevándose dos de sus dedos en forma de cruz a los labios.
 –No metas a la Virgen en esto infeliz. Ahora, dime qué hiciste con el cadáver... ¿Cómo justificarás lo ocurrido cuando te pregunten por el niño en el hospital?
 –Todo eso está arreglado padre, no se preocupe. Antes de venir para acá hice unos pequeños cambios y nadie se enterará de nada… Fíjese que la mano de Dios está con nosotros. La semana pasada La Providencia –comenzó relatando con pasmoso descaro– hizo que un camión atropellara en la autopista que va a Morón a una loca vagabunda y, fíjese, la voluntad divina hizo que estuviese embarazada y a punto de parir. Yo atendí la emergencia. Pese a mis esfuerzos, ambos murieron y los cadáveres los metí en la cava de la morgue del hospital.
 – ¿Y eso que tiene que ver con María Coromoto? –interrumpió intranquilo Serafino dando un manotón sobre la mesa de la cocina.
–No se me ponga así y escuche padre… La verdad es que nadie, hasta ahora, ha reclamado el cuerpo de la infortunada. Entonces, esta madrugada efectué un pequeño cambio. Saqué el feto del congelador –afirmó con sádica mirada–, lo metí un rato en el microondas del hospital y, calientico, se lo puse en los brazos a María Coromoto... ¡Nadie notará nada ni pedirá explicaciones, padre!... ¡Quédese tranquilo y confíe en mí! –concluyó frotándose las manos como si disfrutara de aquel momento.
 –Eres un degenerado animal, pero hiciste bien –asintió el monje con repulsión.



3

 –Dios es luz, por eso está en todas partes. Es la luz que vemos y que, sin verla, entra en nosotros con cada respiro, en cada aliento, y se anida en nuestro corazón –predicaba con fascinación un joven al pie del último peldaño de unas escalinatas–. Por eso Él mora en nosotros, en nuestros propios cuerpos… Sólo hay que alimentarlo, cobijarlo, como si fuese un niño desvalido y descubrirlo para que brote de nuestro ser en toda su omnipotencia y misericordia… ¡Yo los amo! –exclamó levantando sus manos al cielo–. ¡A todos!... A todos ustedes, y los invito también a amar a su prójimo, porque Dios es amor… Tan grande es el amor de Dios –afirmó con fe celestial deslizando sus mirada sobre los presentes–, que el día que lo invoqué pidiendo por ustedes, enseguida escuchó mis súplicas e inclinó hacia mí su oído… ¡Él los ama y yo también!... Donde hay vida hay amor y ustedes son vida y también amor…
 Más de un centenar de desposeídos, entre ellos mujeres de todas las edades, jóvenes mozalbetes, niños descalzos exhibiendo al aire sus abultadas barrigas llenas de parásitos, ancianos y algún que otro mal encarado obrero curtido por el hambre y el desempleo, escuchaban con atención las palabras de Santiago en lo alto del cerro La Bombilla, un populoso barrio de Petare situado al este de Caracas que, al abrazarse con otros tantos, forma parte del inmenso cinturón de miseria que circunda y estrangula todo el valle de la capital venezolana.
 De antemano todos sabían que aquel joven delgado, de tez blanca y ojos pardos que les predicaba con dulzura cada primer día de la semana, al igual que lo hacía otros días en otros barrios de la ciudad, los reconfortaba y ayudaba a soportar sus penurias.
 Lo oían con veneración porque creían en sus palabras y acciones. Muchos lo llamaban El Iluminado, otros El Profeta, porque decían que curaba a los enfermos. Por eso todos los domingos lo esperaban con devoción, ya que después de cada una de sus intervenciones andaba por el barrio y hacia ‘milagros’.
 La mansedumbre de Santiago no sólo se reflejaba en su rostro, sino también en la sencillez de su ropaje, tan humilde y discreto, que cualquiera lo hubiese podido confundir con un harapiento vagabundo. En su semblante había algo que hacía intuir un halo divino y misterioso, por ello el fervor de los pobladores.
 Mientras su cabello castaño discretamente largo y ondulado danzaba al viento como impulsado por un soplo celestial, el joven proseguía incansable con el sermón.
 –Todo hombre tiene que estar listo para oír, escuchar primero su voz interior antes de hablar, antes de disgustarse, porque la ira del hombre no es obra de la justicia de Dios.
 Un mechón de pelo que la brisa había depositado sobre sus ojos hizo que callara por instantes. Mientras se lo acomodaba hacia atrás, vio que una bella joven le sonreía coqueta. Sin inmutarse le devolvió la sonrisa.
 –Por eso debemos sacudir de nuestros espíritus toda mancha y signo de malicia y recibir con suavidad la palabra ingerida, porque ella tiene el poder de salvar nuestras almas…–exhortó mirando con devoción a los asistentes–. El verdadero hombre de Dios obra con justicia y piensa con la verdad en su corazón… ¡Su lengua no calumnia ni hace mal a sus semejantes! –subrayó con fuerza y luego, suavizando el tono de su voz, paternalmente agregó–: El que así vive, no será conmovido jamás. Por eso les digo, en nombre y por mandato del Ser Supremo, que la hipocresía de la Iglesia no tiene fin… ¡Se ha convertido en la Universidad de la Hipocresía! –acusó esta vez con indignación haciendo mover frenéticamente sus manos–. ¡Tardó más de 500 años para admitir sus equivocaciones y crímenes en nombre de Dios!... Galileo fue condenado a prisión y dejaron que muriese ciego y enfermo solo porque afirmó que la Tierra era redonda y se movía alrededor del Sol…
 Hizo una pausa, paseó con dulzura sus ojos sobre la muchedumbre y levantó otra vez los brazos.
 – ¡No podemos admitir más el oscurantismo y los pecados de la Iglesia! No debemos quedarnos callados ante las injusticias y los crímenes que, aún hoy, se cometen en nombre de Dios –sentenció acusador. –Yo no hablo con ira, sólo expreso la voluntad divina –aclaró a sus absortos escuchas que parecían estar hipnotizados.
 Una etérea espiritualidad, que sólo se presentía en la atención y corazones de aquella gente, se había posesionado del barrio. Todos estaban extasiados con las palabras del joven. Era como si una especie de droga, amalgamada en fe, esperanza y misericordia teñida de verdad, los había atrapado y nadie tenía intención de marcharse del lugar mientras siguiese hablando.
 Torpemente un hombre bajo y regordete comenzó a avanzar entre la multitud. A su paso tropezaba con algunos parroquianos, quienes sin dejar de prestarle atención al sermón le dirigían recriminatorias miradas. Sólo se detuvo al estar bastante cerca del predicador. Miró a los lados y sigilosamente se acercó a un negro grandullón que apestaba a alcohol y sudor rancio.
 – ¿Ese es al qué le dicen El Iluminado? –le preguntó casi en susurro.
 –Sí, esta es la primera vez que vengo a escucharlo, pero ese carajíto no me inspira nada, más bien parece un desvariado –respondió el negro con mueca de asco mostrando sus blancos y bien alineados dientes.
 –Pero dicen que cura, que hace milagros… Que es un santo venido del cielo –insistió su interlocutor.
 –La misma vaina dicen siempre de todos, pero yo nunca he visto ningún milagro… El que hace milagros es esto –dijo levantándose ligeramente la camisa a la altura del abdomen para dejar al descubierto la empuñadura de un revólver de gran potencia.
 –Entonces, ¿por qué estás aquí?... –interrogó haciendo caso omiso al arma que le había mostrado.
 –Por curiosidad… Para escuchar bonitas palabras, nada más… ¿Y usted?...
 –Soy médico –afirmó el recién llegado y poniendo cara de santurrón, enseguida afirmó–: Una paciente que le tiene mucha fe se está muriendo en el hospital y me suplicó que lo buscase y, si podía, lo llevase hasta allá para que le diese la extremaunción…
 – ¡Coño!...Te admiro.... ¡Carajo, eso si es un milagro!... Todo un gran médico metido en el barrio y sólo por una obra de caridad… ¡Ese si es un milagro!... Ese y esto que está aquí –sentenció acariciando por encima de la camisa la cacha del arma.
 –Es su última voluntad y se la estoy cumpliendo –argumentó demostrando compasión mientras se santiguaba.
 –Tienes que tener un corazón de oro, porque hoy en día nadie hace nada por nadie… –concluyó asombrado el negro mientras volvía a dirigir la mirada hacia donde estaba el predicador.
 El misterioso médico que se aventuró cerro arriba en aquel peligroso barrio de Petare, era Claudio Figueroa. Había viajado cerca de trescientos kilómetros desde San Felipe, en el estado Yaracuy, a Caracas por indicación del padre Serafino, quien le pidió que investigase al tal Santiago que se hacía llamar El Iluminado.
 Antes de iniciar viaje el sacerdote le recomendó mucha discreción, pero que buscase, por cualquier medio y sin importar consecuencias, de llevar al joven predicador a la Misión. “Será tú última oportunidad –le dijo contrariado–. Si vuelves a fallar no quiero verte más por aquí… Te estimo mucho, pero, repito, si fracasas no responderé de mis actos”.
 El monje fue terminante y la amenaza irrefutable. El médico siquiera le contesto, sólo movió la cabeza en señal de aprobación.
 Figueroa se sentía en el deber de cumplir con la tarea encomendada porque había sido criado en la Misión y protegido desde niño por los curas capuchinos al ser abandonado por su padre luego que murió su madre.
 No sólo guardaba un respeto servil hacia el monje, sino también un miedo subconsciente y una forma de dependencia irreflexiva que él mismo no entendía. No era agradecimiento, no. Él lo sabía. Había algo más que lo ataba al prior, pero no sabía explicarse qué.
 “Yo obtuve el título de doctor por mí inteligencia y capacidad, no por la ayuda de los capuchinos”, se reprochaba cuando se sentía perdido en su interior.
 Y quizás era verdad, pero no por ello dejaba de ser algo semejante a un sirviente ante los religiosos. Era tan evidente su sumisión, que se transformaba ante su presencia.
 El hombre rígido, seguro de sí mismo y de sus palabras, inmune a las críticas y a la subordinación que aparentaba ser y de hecho lo era, se desvanecía ante la presencia de cualquiera de los sacerdotes de la Misión, aunque no sucedía lo mismo con monjes de otra orden. A ellos, sólo a los capuchinos de San Felipe, les abrigaba un respeto masoquista, un miedo oculto, un miedo que parecía remontarse a su infancia.
–La paciencia los mantendrá fuertes y unidos –proseguía Santiago en su prédica–. Vean al labrador que espera el fruto de la tierra aguardando con paciencia hasta que lleguen las lluvias de otoño y de primavera. De esa misma forma, la misericordia divina los llenará a ustedes. Sigan con rectitud y justicia vuestro camino, porque pronto vendrá la salvación del Señor y revelará la verdadera justicia del mundo, que no es la misma que la de los hombres… ¡Bienaventurado el que así obre –exclamó con júbilo–, porque ni tan sordo es el oído de Dios para que no pueda oír, ni tan corta su mano para que no pueda salvar! –finalizó profético.
 Al terminar el sermón los vecinos no se arremolinaron alrededor del predicador para abarrotarlo de preguntas y peticiones, tal como es costumbre en casos similares. Tampoco hubo gritos requiriendo su presencia o voces ahogadas en busca de ayuda.
 Todo lo contrario. La multitud se quedó tranquila y comenzó a disolverse cuando lo vieron subir cerro arriba. Apenas un cortejo de niños se atrevió a seguirlo entre los ranchos del poblado barrio.
 En eso se escuchó la débil voz de una humilde anciana.
 –Hoy es el día de las sanaciones. Él sabe dónde ir y qué hacer. No hace falta molestarlo... ¡Es un santo! –concluyó con palabras cinceladas en lo profundo de su corazón.
 Figueroa, que alcanzó a oírla, se le acercó.
 – Abuela, ¿dónde va, tú lo sabes? –preguntó con disfrazada inocencia.
 – ¡A curar a los enfermos del barrio! –exclamó extrañada ante la pregunta, pero al notar que aquel hombre no era del vecindario, explicó–: Él, sin que nadie le diga nada, sabe dónde están los enfermos y cuáles son los de mayor urgencia y gravedad… Ya estamos acostumbrados a eso. No hay que decirle nada… Él se presenta ante el rancho y toca la puerta… ¡Parece un adivino! –sentenció.
 – ¿Sabes dónde vive?... ¿A qué lugar va después de aquí? –interrogó astuto Figueroa.
 –Nadie lo sabe, señor –aseguró con franqueza la anciana–. El se queda por aquí hasta la nochecita y luego desaparece. No lo volvemos a ver sino hasta que regresa. Hace seis meses que anda entre nosotros, en este pobre barrio, y siempre sucede lo mismo... Nadie sabe adónde va y tampoco nadie, ¡qué Dios lo libre!, se ha atrevido a seguirlo –precisó mientras se disponía a marcharse.
 Figueroa la atajó.
 –Espere un momento abuela… ¿Cómo se sale de aquí?... Yo subí por esas escalinatas –afirmó indicando un lugar detrás suyo–. Pero seguramente habrá otra salida más corta, ¿verdad?...
 –No, mijo. Esa es la única salida… Si te quieres ir debes regresar por donde subiste.
 El rostro de Figueroa tomó un aspecto enigmático. Sus ojos se movían nerviosos de un lado a otro. Parecían un aparato electrónico que se ponía en sintonía mientras recibía señales externas. De pronto una sonrisa sarcástica comenzó a dibujarse en sus labios. Sus ojos ahora brillaban de complacencia. Sin lugar a dudas en su oscura mente había fraguado un plan para ganar la atención de Santiago. El éxito dependería de su habilidad e histrionismo.
 Dejó a la anciana y salió apresuradamente del cerro, muy peligroso, tanto para moradores como para extraños, al igual que todos los que circundan a Caracas como un manto de miseria con encajes de sangre.
 Una vez en la avenida Francisco de Miranda, que se abría bulliciosa cerro abajo, y que en apenas un centenar de metros dividía a la ciudad entre la vida y la muerte, el crimen y la ley, Figueroa sacó del bolsillo interior de su chaqueta el teléfono celular. Marcó varios números, se adhirió el aparato al oído y al obtener respuesta del otro lado comenzó a hablar.


4

 En la Misión había una agitación poco común. El padre Serafino Anás, conductor durante los últimos treinta años de la congregación católica establecida a finales del siglo XVII en una explanada situada a unos quince kilómetros de San Felipe, estaba turbado.
 Presidía un cónclave reunido alrededor de una inmensa mesa redonda. Unos veinte frailes, todos con la cabeza cubierta por unos grandes capuchones marrones que le ocultaban gran parte del rostro y largas barbas, escuchaban al superior sentados en silencio.
 Se habían congregado para discutir el futuro de Santiago, a quien consideraban un sacrílego, un anticristo, un hijo de Satán, que indisponía a los fieles contra la Iglesia Católica y tergiversaba los postulados del catolicismo.
 No podían permitir que aquel demoníaco muchacho sin autoridad ni investidura alguna siguiese incitando a la feligresía y a la curia a un cisma dentro de los barrios. Tenían ya varios meses clasificando reportes, todos alarmantes, sobre las actividades del joven predicador, los cuales les eran enviados por sus compañeros de orden desde la capital. El expediente de Santiago ya era bastante “voluminoso y preocupante”, como lo calificó en una oportunidad Serafino.
 En sus sermones Santiago clamaba por una pronta reforma de la Iglesia y sus normas para poner fin al celibato y permitir el matrimonio entre los sacerdotes con el objeto de evitar el creciente homosexualismo, las condenables violaciones de monjas y niños por parte de aberrados clérigos católicos y, de una vez por todas, admitir el aborto, siempre que este fuese legalmente justificado. Sus sermones, consideraban los monjes capuchinos, herían de muerte los principios de la fe católica. Pero, lo que más les chocaba, eran los pretendidos “milagros” que se le atribuían.
 Pese a sus setenta años, el padre Serafino se veía vigoroso y fuerte, quizás debido a la marcada genética española que corría por todas sus venas, de la cual siempre se enorgullecía. Su cuerpo fornido estaba muy bien dibujado a su voz, áspera y estrepitosa.
 Frente a cada uno de los monjes, armónicamente colocados sobre la mesa, había un pequeño pedazo de papel y un grafito crudo, parecido a un trozo de carbón bien tallado, una copa con agua y una porción de ácimo, especie de pan horneado sin levadura.
 –Debemos votar para extirpar el mal. El estigma maldito ha llegado y, por El Anciano de los Días (Dios) y nuestra fe en Cristo, no podemos dejar que el tal Santiago siga atentando contra la Iglesia y propagando falsos milagros –precisó contundente el superior a su congregación.
 –No tenemos pruebas concluyentes, abad. San Juan nunca habló de un Anticristo con esas características. Además, Santiago no odia la verdad cristiana, sino que la propaga y enseña. Las Escrituras dicen...
 –No querido, Daniel, no es cómo crees –atajó Serafino indulgente sin dejarlo concluir–. Aún eres muy joven para comprender y te falta mucho que estudiar, no de teología, sino de otras verdades, como los secretos del Quedemot –precisó didáctico al joven monje y luego, dirigiéndose a todos, prosiguió–: Aunque nos tome toda la noche, deberemos decidir hoy mismo… Nadie volverá a sus celdas sin que se haya votado.
 –Nuestro Señor, por boca de Ezequiel dijo: “En mi furor desencadenaré un huracán y a causa de mi cólera vendrán aguas inundadoras, y de mi ira piedras de hielo para arrasar a los falsos e insensatos profetas” –masculló el capuchino más viejo de la Misión.
 –No es la hora ni el momento para prédicas, padre Agustín. Esto es serio y alejado de toda lógica humana. Yo propongo a este santo cónclave llamar al Gran Mestre, en Florencia, para que nos envíe a uno de Los Caballeros de Dios. De esa forma resolveremos todo rápido y discretamente –afirmó contundente Serafino a fin de que el punto medular de la reunión no se dispersara en otros asuntos.
 –Con todo respeto, padre Serafino, creo que usted exagera –se atrevió a opinar uno de los sacerdotes en tono conciliador.
 – ¡Nooo! –retumbó una voz seca y gutural en la sala–. Ese hombre es estiércol del demonio y debemos aniquilarlo. Yo estoy de acuerdo con el abad –concluyó estrellando sus nudillos contra la mesa.
 Todos enmudecieron repentinamente. Quien había osado levantar la voz de esa manera en aquel recinto sagrado era Lucindo, un monje rudo, alto como una torre, de brazos fuertes y pronunciada joroba. En la misión era, literalmente hablando, la mula de carga, ya que, pese a su congénita malformación, realizaba las tareas más pesadas debido a su fortaleza y paradójica agilidad.
 La tensión fue rota por el padre Agustín, un viejo sacerdote muy dado a las parábolas.
 –“Surgirán falsos cristos y falsos profetas y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos –expresó con el balbuceante sonido de su voz chillona–. Porque, así como el relámpago… –un fuerte acceso de tos lo paralizó por instantes. Repuesto, repitió–: Así como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el poniente, así será la Parusía del hijo del Hombre. –El viejo monje titubeó. Carraspeó la garganta, limpió con la manga de su sotana un residuo de saliva que le colgaba de la boca, y masculló–: Allí, donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas”, dijo San Mateo. Por eso yo creo...
 –Padre Agustín, ya basta de parábolas –interrumpió compasivo Serafino al anciano monje que de cuando en cuando cabeceaba vencido por el sueño. Y, con mofa, agregó–: Pero si en realidad quieres convencerte, te diré, tal como anunció Isaías: “¡Despierta, despierta, vístete de fortaleza, oh brazo de Dios! ¡Álzate como en los días antiguos, como en las generaciones pasadas!... ¿No eres Tú quien aplastó al Rahab y traspasaste al dragón?... ¿No eres Tú el que enjugó la mar, las aguas del grande abismo? ¿Quién eres tú para temer a un hombre mortal, a un hijo de hombre que no es más que heno?”.
 Todos echaron a reír por la ocurrencia del padre Serafino. El único que calló fue el viejo Agustín, quien ante las risas de sus compañeros de Orden elevó la mirada al techo, como invocando al Altísimo. Luego cerró los ojos, bajó la cabeza y entrelazó sus manos sobre la sotana.
 –Sigamos con el punto que esta noche nos tiene aquí reunidos –increpó Lucindo dirigiendo una fría mirada a Serafino, quien estaba sentado a su izquierda en la gran mesa redonda.
 –Prior, al hablar de Los Caballeros de Dios, no estará usted refiriéndose a Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, ya que desaparecieron hace mucho tiempo –inquirió incisivo uno de los sacerdotes.
 –Pero qué ocurrencia… ¡Por supuesto qué no! Los Caballeros de Dios, amigo mío, es una Orden tan transparente como este cristal –dijo alzando la copa que tenía frente a él en la mesa y tomando un largo sorbo de agua, agregó–: Los Hospitalarios, te informaré por si no lo recuerdas, dejaron de existir hace siglos. ¿Qué raro que usted pregunte eso, padre? –concluyó viendo de reojo a Lucindo.
 Serafino mentía, no sólo engañaba adrede a quien le había hecho la pregunta, sino a toda la congregación, a excepción de Lucindo. Ellos eran los únicos que sabían, a ciencia cierta, quiénes eran Los Caballeros de Dios.
 El abad se refería a una hermandad temerosa y sanguinaria, de la cual muy pocas personas conocían de su existencia porque por mucho tiempo fue históricamente negada.
 –Nos estamos desviando del propósito de la reunión. Retome usted las riendas, padre Serafino –sugirió Lucindo acomodándose la capucha sobre la cabeza, atuendo que hacía resaltar aún más su tétrica expresión.
 –Queridos hermanos, espero que de ahora en adelante nos ocupemos de lo que nos reunió aquí sin más estériles interrupciones. El tema es uno y no otro. Por eso, padre Agustín, le ruego por la Santísima Virgen María que me deje exponer el caso, porque necesitamos tomar una decisión –expresó en tono grave el prior.
 Esperó a que todos callaran. Algunos tomaron el rosario entre las manos. Otros, simplemente escondieron su mirada sobre la fría mesa de madera, haciendo denotar que estaban prestando mucha atención a las palabras de su superior.
 –Mi preocupación, que debe ser la misma de todos ustedes, no es tanto que ese tal Santiago, a quien llaman El Iluminado –pronunció con desprecio y acariciándose la barba–, ande predicando de manera sacrílega un supuesto Evangelio, que no es el nuestro ni el de la Iglesia, en esos barrios de Caracas abarrotados de ignorantes y hombres de poca fe. Aunque el asunto merezca su debida atención, ese no es el verdadero problema. El problema es que durante mi estancia en el Valle de la Gran Hendidura, en Burundi, donde pasé largos cinco años como misionero mientras se desarrollaba una inhumana guerra civil entre tropas del gobierno y los guerrilleros hutus, personas similares a Santiago –apuntó con énfasis a fin de causar impresión entre los monjes–, seres sin escrúpulos que se decían hombres de Dios y profetas del Nuevo Milenio, luego de un tiempo de andar predicando por aquí y por allá, se quitaron sus máscaras y no sólo quemaron iglesias y desencadenaron guerras civiles por casi toda África, sino que asesinaron a más de un centenar de sacerdotes de nuestra Iglesia Católica.
 Serafino hizo una oportuna y meditada pausa para cerciorarse si había logrado conmocionar a su congregación. Tomó un sorbo de agua de la copa que tenía frente a él y estudió sus rostros. Al no estar convencido, imprimió más firmeza a sus palabras y reanudó el relato.
 –Por tal motivo, y en vista de mi experiencia previa, a la cual pude sobrevivir gracias a unos nativos de la etnia tutsis que me salvaron de morir crucificado en una hoguera o desmembrado, tal como murieron muchos de nuestros hermanos, es que nosotros, conocedores de los verdaderos caminos de Dios, debemos actuar a fin de que no se propague el mal –subrayó haciendo otra pausa para beber más agua.
 Todos escuchaban al superior. Nadie se atrevía a interrumpirlo. Callados, vieron como sorbía hasta la última gota que quedaba en la copa. Al terminar la volvió a colocar sobre la mesa, frente a él.
 –Bien –dijo mientras con la mano secaba un resto de agua que le quedó en los labios–. La tarea que nos encomendó El Señor es dura y harto difícil, pero es nuestro deber, y en nombre de la Iglesia Católica y de todas las iglesias del mundo, debemos extirpar la amenaza, porque tiempos de mal y de dolor se avecinan –expresó a fin de inducirlos a tomar la decisión que él quería que se tomase–. Debemos, por misericordia divina, salvar a nuestro rebaño de manos de la maldad. Por ello pido que esta noche se vote afirmativamente para que se nos envíe ayuda espiritual especial desde Florencia o Ravenna.
 –Yo entiendo su preocupación prior, ¿pero qué tienen que ver con todo esto los dichosos Caballeros de Dios que usted menciona? –preguntó Oreste, un sacerdote muy inquisidor que hasta ahora había permanecido callado, pero sin dejar de escuchar con atención cada una de las intervenciones de sus predecesores…
 –Veo que está confundido, hermano mío –interrumpió Serafino.
 – No, no lo creo – cortó Oreste–. No veo porqué las palabras de un joven predicador sea un asunto tan grave como para mantenernos en este estado de alerta. Debo suponer que usted, padre Serafino, sabe cosas que aún no nos ha dicho –emplazó–. No obstante, opino que no es de nuestra competencia tomar una decisión que afecte el buen nombre de la Iglesia. Yo propongo comunicárselo a la Santa Sede.
 –Roma ya está informada –atajó Serafino–. A título personal –dijo uniendo sus dos manos en forma de plegaria–, le dirigí una comunicación al cardenal Nocerino y éste contestó que todo lo que hiciésemos para salvaguardar el poder y la estabilidad de la Iglesia, sería bien visto por el Santo Padre.
 Serafino calló. Se recreó por instantes viendo el rostro de sus discípulos mientras el rictus de sus labios dejaba asomar un inconfundible sabor a deleite.
 –El cardenal recomendó, de manera muy explícita, que correspondía a nosotros tomar todas las acciones y correctivos debido a que el caso está dentro de nuestra jurisdicción –terminó tajante a fin de evitar cualquier duda sobre el particular.
 Con sus agudos y penetrantes ojos fijos en los miembros del cónclave, Serafino cogió el crucifijo que pendía sobre su pecho y comenzó a acariciarlo suavemente entre los dedos.
 Un silencio de dudas y discernimiento invadió el recinto. Los monjes parecían estar consultando en el interior de sus propias conciencias antes de tomar una decisión. El prior había sido concluyente en su intervención, empero dentro del grupo había incertidumbre y duda. Por ello ese silencio momentáneo, el cual fue roto con otra interrogante.
 – ¿A qué correctivos se refiere usted, padre Serafino? –inquirió confuso Vinicio, clérigo estudioso de la teología de la liberación y sus consecuencias dentro del mundo capitalista y uno de los detractores más acérrimos de la apertura de la Iglesia Católica hacia las religiones orientales y musulmanas.
 –No seas tan incauto Vinicio. Tú, más que nadie, sabes de qué hablo y conoces los peligros y consecuencias que seres como ese tal Iluminado pueden acarrear dentro de la población debido a la furia que sus palabras despierta en ellos. Eres un estudioso del problema colombiano –dijo ambiguo, evadiendo adrede la respuesta mientras tomaba otra vez el crucifijo entre sus dedos– y de todos los supuestos sacerdotes, comenzando por Camilo Torres, que blandiendo la cruz en alto, se enrolaron a las guerrillas para sembrar muerte, odio y división entre el pueblo. ¿Cuántos miles de inocentes campesinos han muerto en aras de esa teología revolucionaria? –preguntó con irritación.
 Serafino comenzó a acariciarse las sienes con los pulgares en espera de otra interrupción. Esta no vino.
 – ¿Cuántos más deberán morir para que se den cuenta de que están equivocados?... –expelió con énfasis y en son de triunfo–. ¿Es lo qué quieres para nuestro rebaño? Porque seres como el tal Santiago sólo persiguen la división y el odio entre los hombres… ¡Son estiércol del demonio y sólo buscan derramar sangre inocente esgrimiendo la bandera de la igualdad y la repartición equitativa de la riqueza! Ellos no son profetas… ¡Son inmundos comunistas! –gritó altivo, dejando resonar su áspera voz en aquellas sordas paredes.
 –Gracias por abrirme los ojos abad... Nunca pensé que la cosa podría ser tan seria –expresó aparentemente satisfecho Vinicio.
 –Bien, aclarado el punto, creo que ha llegado el momento de iniciar la votación. Recuerden que el veredicto debe ser unánime, sólo de esa forma será válido.
 Dicho esto, el padre Serafino le pidió a Lucindo que después que los monjes hubiesen terminado de votar, recogiese las papeletas en un incensario de plata que reposaba a su lado.
 Todos tomaron el grafito y el diminuto trozo de papel que tenían delante de si, lo pusieron sobre sus piernas y tapándose con la ancha manga de la sotana, lo marcaron.
 Una mudez casi tangible arropó al cónclave. Desde el techo del monasterio parecía desprenderse una sombra añil con olor a sudor, un sudor crudo con matices de sufrimiento.
 Escrutador, Serafino observó callado a sus discípulos. Quería cerciorarse de que todos estaban cumpliendo con su mandato. Satisfecho, hizo una mueca de aprobación, cogió el pedazo de lápiz acarbonado y procedió también a emitir su voto.
 Les tomó unos pocos segundos. Sólo tenían que marcar una cruz si estaban de acuerdo o un círculo en caso negativo.
 – ¿Listo? –preguntó Lucindo al ver que los monjes doblaban en cuatro partes el pequeño papel y devolvían los grafitos a la mesa.
 Sin proferir palabra, todos asintieron moviendo la cabeza.
 Lucindo tomó el incensario y caminó alrededor de ellos para que depositasen las papeletas en su interior. Terminado el recorrido, regresó hacia donde estaba sentado el padre Serafino presidiendo la reunión y le entregó el recipiente. Éste vació el contenido sobre la mesa y, sin desdoblarlos, comenzó a contarlos.
 – ¡Están completos! –participó a la concurrencia–. Voy a empezar. ¿Están ustedes de acuerdo? –preguntó.
 Esta vez los monjes respondieron afirmativamente de viva voz, pero atropellándose en la respuesta.
 Enseguida Serafino procedió con el escrutinio, el cual realizó con la más absoluta y transparente de las formalidades. Antes de abrir cada una de las papeletas las tomaba entre dos de sus dedos y la enseñaba al cónclave a fin de demostrar la pulcritud del proceso. Así fue procediendo hasta que clasificó el último de ellos.
 –Veintisiete a favor y tres en contra –anunció con evidente desengaño–. No hay acuerdo por ahora, por lo que creo prudente tomarnos un descanso. Iremos a la capilla, donde oraremos y le pediremos a Dios que ilumine nuestras mentes y nos enseñe el camino que debemos seguir antes de volver a votar.
 El abad metió los votos escrutados en el incensario, hurgó en los bolsillos de su sotana, sacó una caja de cerillos y les prendió fuego. Los dejó arder hasta verlos consumidos. Cuando el fuego se apagó, puso a un lado el recipiente.
 –La noche será larga y la decisión difícil. No puede quedar el menor vestigio de duda... La votación debe ser totalmente unánime –recordó mientras guardaba la cajetilla de fósforos en uno de los bolsillos laterales de la sotana.
 Después de un bufido con aroma a desencanto, Serafino se incorporó del asiento, esperó que los demás hiciesen lo mismo y a pasos lentos se dirigió hacia la capilla seguido por los demás frailes, quienes caminaban detrás de él formando pareja y en fila india.
 Siquiera un susurro, sólo el sordo ruido de sandalias arrastradas sobre los adoquines del pasillo que conducían del salón de reuniones a la capilla, se escuchaba en la noche.


5

 Ataviado con una larga sotana negra que evidenciaba casi a gritos que no le pertenecía y un rosario de perlas grises colgando de una de sus manos, Figueroa subía afanosamente por las escalinatas que conducen a lo alto del cerro La Bombilla.
 El disfraz formaba parte del plan que había urdido para penetrar sin despertar sospechas al barrio y, lo más importante, para acercarse a Santiago fácilmente.
 Un sacerdote amigo, de una orden distinta a la de los capuchinos, le había prestado la indumentaria religiosa. Para que se la diese el hábil médico lo embaucó miserablemente. Le dijo que pronto partiría a una peregrinación al Santuario de Fátima, y como conocía de “su abnegación y virtud cristiana”, no quería dejar pasar esa extraordinaria oportunidad para salpicar uno de sus hábitos con las aguas benditas del riachuelo donde la Virgen se le apareció a los pastores. Había tocado con tino la banal vanidad humana, por lo que el clérigo le entregó el traje sin reparos.
 Al llegar cerca de una pequeña bodega enclavada al final de unas rudimentarias escalinatas, Figueroa se detuvo. Extrajo un arrugado pañuelo del bolsillo de la sotana y, mientras escudriñaba los alrededores, se lo frotó con agobio por la frente. Su obesa apariencia contrastaba con las macilentas figuras de los lugareños.
 Arriba, a pocos metros de donde se encontraba, vio a Santiago hablando con una mujer que tenía a su pequeño crío en brazos.
 El reloj acariciaba la medianoche y en el cerro la actividad seguía como si fuese aún de día.
 Muy cerca de Figueroa, en un oscuro rincón donde funcionaba una taguara que estaba a punto de desprenderse al vacío, un grupo de malandrines que no pasaban de los catorce fumaban con desespero, como si no existiese un mañana. En sus manos sostenían mediajarras bien frías de cerveza, cuyas botellas lanzaban en una especie de fosa cercana luego de consumir su última gota. Alegres y aparentemente desentendidos del mundo y sus miserias, escuchaban a través de un radio portátil las incidencias de un juego de béisbol. Parecían unos jóvenes comunes y corrientes, como otros cualquiera, sin embargo no era así. Sus ojos destilaban odio, mucho odio, y un resentimiento social indescriptible. En sus semblantes se tatuaba, de forma firme y clara, el rencor ancestral que venían arrastrando a través de generaciones de privaciones, abusos y maltratos. Era la herencia que el mundo, su país y la sociedad, le habían legado y adherido a sus rostros como un sello de muerte y dolor.
 Unos cuantos escalones más arriba, otros muchachos, que aún no habían llegado a la mayoría de edad, bebían ron a pico de botella y hacían chistes de mal gusto rompiendo de cuando en cuando en sórdidas carcajadas que iban acompasadas por eufóricos gritos y groserías. En el cinto de sus pantalones podía verse las empuñaduras de grandes pistolas, las cuales portaban sin ningún disimulo.
 Tapizados con barrotes de hierro, puertas cerradas y aseguradas con una espiral de cadenas y sólidos candados, los tugurios y bares improvisados ubicados a orillas de las escalinatas del cerro seguían con su comercio de víveres y alcohol. Las compras se hacían a través de unas pequeñas ventanillas que semejaban el tragaluz de un calabozo, por las cuales, en apretujadas bolsas plásticas, los taberneros deslizaban el pedido no sin antes haber recibido la paga.
 A lo lejos se escuchaban los gritos de una madre requiriendo la presencia de sus pequeños para que se fuesen a dormir. De otro rancho, construido con latas desdobladas y laminas de cartón piedra, la voz de una jovencita que tarareaba la canción que oía en una emisora local, era de vez en cuando ahogada por la tos seca de un anciano que parecía estar a punto de asfixiarse. Gritos y peleas entre marido y mujer. Trastos viejos cayendo al suelo con rítmico sonido y baldes de agua sucia que alguien arrojaba por la ventana de los ranchos, formaba parte de los ruido de la noche en La Bombilla.
 Por instantes todo callaba. Un irreal silencio envolvía el barrio. A los pocos segundos otra vez el bullicio, las risas y los gritos. Era la sempiterna rutina en el cerro, donde la droga y el alcohol llegan más rápido que el agua y nunca faltan. Todos los días iguales, todas las noches lo mismo. Nada importaba. Menos si fuese de día o de noche. Lo importante era subsistir, sin saber por cuánto tiempo más. El futuro de los jóvenes eran las balas de los policías o el ajuste de cuentas entre bandas rivales por cuestiones de drogas o reparto de botín. Cada territorio, cada palmo de la escalinata, tenía un amo y el que se atrevía a violar esa ley sin pagar tributo, o piaje, como le dicen en las barriadas, su vida no valdría nada. Muy pocos arribaban a la mayoría de edad. Por ello la fingida alegría. No había tiempo para lágrimas, la miseria ya las había enjugado mucho antes de que naciesen.
 La misma puesta en escena se repetía día tras día, año tras año y quién sabe hasta cuándo, en cada barrio de Venezuela. El guión, aunque invisible, había sido escrito con palabras claras y precisas por el hambre, la pobreza y el sufrimiento, la trilogía que lleva al dolor y al delito.
 –Buenas noches padre, ¿qué anda buscando por estos lares? –escuchó Figueroa a sus espaldas.
 Sobresaltado giró como un resorte a punto de salir de sus ejes. No había terminado de voltearse cuando encima de su sombra vio a tres malandros bien embriagados que le sonreían.
 –Vine a ver a doña Camila, la madre de Juan Honorio, quien está muy enferma –dijo mintiendo, pero con voz firme, sin denotar miedo, aunque por dentro estaba tiritando.
 – ¡Usted está perdío, padre!... Mejor pírese, porque dentro de poco va comenzá una rumba e’ plomo –advirtió fanfarrón uno de ellos sacando su pistola del cinto, la cual apuntó amenazador hacia el cielo oscuro.
 Figueroa no contestó. Asintió moviendo la cabeza, pero sin perder de vista a Santiago.
 El predicador seguía en el mismo sitio, por lo que, obviando las amenazas de los malandros y amparado en la seguridad que le concedía la sotana, siguió subiendo unos cuantos escalones. Al estar a unos pocos pasos de éste, repentinamente se detuvo y levantó la mirada.
 Santiago lo observaba. Él hizo lo mismo. Se miraron fijamente durante instantes perdidos en el tiempo. Qué le transmitieron aquellos ojos, sólo Figueroa podría decirlo, lo cierto es que dio marcha atrás y regresó tambaleante por donde había subido.


6

 Dos grandes cirios colocados a ambos lados del altar y cuatro candelabros de bronce iluminaban la pequeña capilla de la Misión, una especie de réplica renacentista, adornada por un conjunto de retablos antiguos, entre ellos una reproducción exacta de Los Padres de la Iglesia, una famosa obra de Michel Pacher, cuyo original está a buen resguardo en la Pinacoteca Antigua de Munich, así como un cuadro, en mediano formato, de San Luis adorando a la Virgen y al Niño, del pintor barroco español Claudio Coello, un magnífico óleo que hoy en día reposa en el Museo de El Prado.
 Los monjes estaban arrodillados con las manos entrecruzadas y sumergidos en profunda oración.
 Apartado de los demás y en estado de aparente abstracción, Serafino se veía impertérrito, sentado en la primera fila de la pequeña bancada. De cuando en cuando, receloso, miraba de reojo a sus acólitos.
 Tres votos lo separaban de la victoria. De hacerse lo que él, muy personalmente, ya había decidido hacer con Santiago. El futuro de El Iluminado había sido fraguado mucho antes de que convocase al cónclave y nadie podría alterarlo si en sus manos estaba poder evitarlo.
 Una ráfaga de viento fresco entró por el ventanal que daba al jardín posterior de la Misión. La lumbre de los cirios bamboleó de un lado a otro, pero se negaron a apagar, no así la de los candelabros, ocasión que aprovechó Serafino para hacer resonar la pequeña campanilla que había colocado a su lado.
 –Volvamos a la sala para hacer una segunda votación –ordenó–, pero antes Lucindo irá a preparar café. Acompáñenlos ustedes –dijo dirigiéndose al anciano Agustín y al padre Oreste.
 Obedientes, los monjes señalados por el prior se retiraron para cumplir con el deber exigido.
 Sin prisa, los otros clérigos volvieron a formarse y emprendieron el regreso a la sala.
 Llegado al recinto se acomodaron ordenadamente en sus puestos a la espera del regreso de Lucindo y los otros dos frailes, tiempo que aprovecharon para hacer un voto de silencio.
 Pasados algunos minutos, Lucindo, sosteniendo entre sus manos una inmensa bandeja repleta de tazones de café, volvió al sitio de reunión acompañado únicamente por el padre Agustín, quien venía cabeceando y arrastrando sus sandalias.
 – ¿Y el padre Oreste? –preguntó Serafino.
 –Se quedó sentado en la cocina aquejado de un dolor en el hombro, pero dijo que pronto nos alcanzaría –comunicó el jorobado monje.
 Se sirvió el café, que todos degustaron mojándole el trozo de pan que tenían delante de si en la mesa. No hubo charla ni comunicación, pero si algunos bostezos, por lo que Serafino le pidió a otro de los sacerdotes que fuese a buscar al padre Oreste a fin de iniciar la segunda votación.
 La espera no se hizo larga, pero sí dramática.
 – ¡Abad, Abad, el padre Oreste está tirado en el suelo y ya no respira! –regresó gritando el monje que había ido en su busca.
 Un desusado alboroto invadió la sala ante el sorpresivo anuncio. Exclamaciones e interrogantes perturbadoras se escucharon en agitación.
 – ¡Tranquilícense!... ¡Tranquilícense, por favor!... –reprendió frenético Serafino– y vayamos a ver qué ocurrió.
 Como si fuesen un solo cuerpo, los monjes dejaron atropelladamente sus asientos y siguieron al superior.
 Al llegar a la cocina Serafino se arrodilló y puso la oreja sobre el pecho de Oreste para cerciorarse si su corazón aún latía. Escuchó un momento. Se separó y volvió a escuchar, esta vez con el pabellón de la oreja bien apretada contra el cuerpo del desventurado monje. Todos permanecieron callados y a la expectativa.
 El superior no estaba seguro, por ello con el pulgar le levantó uno de los párpados y agitó lentamente su otra mano a la altura del ojo buscando una respuesta, pero la pupila no respondió.
 – ¡Definitivamente, está muerto! –comunicó el prior a su congregación mientras se incorporaba–. Llevémoslo a su celda. Allí lo examinaré mejor –ordenó.
 Mientras Lucindo y otros frailes levantaban del suelo el cuerpo inerte de Oreste para trasladarlo al dormitorio, los demás se hicieron la señal de la cruz y comenzaron a orar entre labios.
 El cuerpo del monje fue tendido sobre la pequeña litera de su celda. Serafino entró e hizo señas a los demás que callasen y esperaran.
 Los cuartos de la Misión eran tan diminutos que, a lo sumo, sólo cuatro personas podían estar juntas y sin tropezarse en uno de ellos.
 Instantes después se escuchó el chirrido característico de un roce de hierro con madera rancia. Serafino estaba a punto de cerrar herméticamente la puerta.
 –Lucindo, por favor ven acá –exigió el prior asomando apenas la cara por un resquicio.
 El jorobado se abrió paso entre sus hermanos de orden y al traspasar el umbral la cerró de un golpe.
 Los minutos pasaron lentamente y sin respuesta. Afuera la inquietud comenzó a asaltar a los otros monjes, quienes se paseaban nerviosos de un lado a otro de la pequeña galería que da acceso a las celdas. Pronto la angustia se disipó.
 – ¡En un instante estaremos con ustedes! –exclamó nítida y claramente Serafino desde adentro a fin de aplacar la excitación exterior.
 El primero en salir al abrirse la puerta fue Lucindo.
 –No hay duda, está muerto –notificó lacónico.
 Alisándose el cabello con las manos y sacudiendo algo de su sotana, Serafino apareció detrás de Lucindo.
 –No hay nada que podamos hacer, hermanos –dijo–. Mañana le daremos cristiana sepultura… Será enterrado bajo la trinitaria rosa de nuestro cementerio y con la cabeza en dirección al este… Sí, hacia el este –repitió como si estuviese recordando algo–: Esa era su voluntad… –precisó acariciándose la barba–. Así me lo pidió en varias ocasiones… La buena y santa alma de Oreste será dignificada por esta congregación –finalizó.
 Minutos después y con el pesar reflejado en sus rostros, los frailes volvieron a la sala por indicación del superior.
 Uno tras otro tomaron asiento en la más absoluta compostura. Estaban descorazonados por la súbita desaparición de su compañero. Sólo una silla permanecía vacía.
 –Mi pesar y mi dolor son indescriptibles. Lamento profundamente la muerte de Oreste, de la misma forma que me afligen todas las demás muertes que parecen no tener sentido ni propósito –refirió Serafino dirigiéndose al cofrade–. No obstante, esa fue la voluntad de Dios y nosotros no somos nada ni nadie para oponernos a ella. Elevemos una sagrada oración por el eterno descanso de su alma y, al concluir, proseguiremos con la votación que nos tiene aquí reunidos.
 – ¡Así se hará! –aseveró Lucindo con su tosca voz que parecía emerger de lo profundo de una tumba.


7

 Figueroa estaba colérico. Había fallado en su intento de llevar ante los monjes a Santiago. Para colmo de males, durante el apresurado descenso del barrio rasgó la sotana que le había prestado el sacerdote al rozar con un trozo de madera repleto de clavos.
 Amante del lujo, pero sobre todo de las apariencias, a su arribo a la capital, gracias al respaldo financiero suministrado por los monjes de la Misión, se hospedó en el Hotel Melía Caracas, una majestuosa edificación que se levanta al cielo en pleno corazón de la avenida Casanova, una céntrica y concurrida vía del este de la ciudad abarrotada de tiendas exclusivas, avisos de neón y deslumbrantes centros comerciales.
 Aunque era provinciano a todas luces, siempre, al regresar de cualquiera de sus viajes, por cortos que fuesen, gustaba presumir ante sus amigos de San Felipe lo bien que la había pasado y los imponentes sitios que había visitado. Sin escatimar en gastos, tomó la suite 305, estancia elegantemente decorada al estilo veneciano del settecento y una de las más costosas.
 Echado sobre la amplia cama de la alcoba pensaba en su fracaso y en los movimientos que debería dar antes de regresar y enfrentar la furia del padre Serafino. En su mente urdía una mentira que le sirviese de excusa. No obstante, por más que le daba vueltas a la cabeza no encontraba un argumento lo suficientemente consistente para respaldar la disculpa.
 Por instantes pensó en decir la verdad. Contarlo todo y punto. Que se había disfrazado de sacerdote para cumplir con el encargo, pero que falló debido a lo peligroso del lugar donde se encontraba Santiago.
 Cada vez que pensaba en decir la verdad se le erizaban los pelos. Había puesto todo su empeño en conseguir el éxito, pero el asunto no salió como lo había ideado. El plan hubiese podido funcionar, sin embargo ese día no lo acompañó la buena fortuna.
 “No tuve suerte”, se reprochaba en sus adentros una y otra vez. “¡Qué mala leche!… ¡Qué vaina!”. Luego reflexionaba y entre alarmado y temeroso se contestaba a sí mismo: “¡No!... Fue algo más allá de la suerte lo que me hizo fallar… ¡Esa mirada!... Esos ojos”, se repetía tratando de esclarecer algo que él mismo no entendía.
 La imagen de Santiago, aquellos ojos que por instantes se clavaron en los suyos en lo alto del cerro La Bombilla, lo torturaban, pero no podía descifrar porqué. “Esos ojos, esos ojos…”, se remachaba mentalmente sin comprender absolutamente nada.
 Pensó y pensó, pero en su mente no encontró la respuesta. Después de tanto reflexionar y ya bien entrada la noche, volvió a la realidad. A ser el hombre objetivo y práctico que siempre había sido y desechó totalmente la idea de contar la verdad a los monjes. “Si lo hago Serafino me tachará de torpe e inútil, de un bueno para nada, tal como es su costumbre”, concluyó.
 Para que su excusa fuese creíble, debería inventar algo espectacular, relevante, aunque en lo profundo de su ser lo que más deseaba era secuestrar al tal Santiago y llevarlo a San Felipe para estrujárselo en la cara a Serafino. “De esa forma me liberaré de él y de todos sus sarcasmos”, discurría.
 Esa posibilidad, la del secuestro, que al principio apenas había pasado como un chispazo por su cabeza, comenzó a seducirlo. Tanto, que no le dejaba conciliar el sueño. Su cerebro era un remolino de pensamientos que se traicionaban uno tras otro con la misma rapidez con que iban fluyendo.
 Casi al despuntar el alba, exhausto y machacando la idea de seguir a Santiago para descubrir dónde vivía, lo venció el sueño. “Esta vez -se había repetido mil veces antes de quedar profundo- lo esperaré cerro abajo, en la única salida hacia la gran ciudad”.
 Al despertar tomó una ducha rápida, hizo varias llamadas telefónicas y comenzó con los preparativos del plan que había ideado.
 Pasadas las nueve de la noche, intranquilo y calado de frío, el médico permanecía a bordo del lujoso auto que esa misma tarde había alquilado en Dertz. Lo había aparcado cerca de una maloliente callejuela, próxima a la salida del barrio, pero apartado de cualquier tentación de atracadores o truhanes.
 Con las puertas bien cerradas, los vidrios ahumados subidos hasta el tope y el aire acondicionado a todo pulmón, no despegaba sus ojos de una oscura pendiente, única vía de escape de La Bombilla. Tenía firmes esperanzas que Santiago pasaría de un momento a otro por ese lugar.
 Los minutos transcurrían lentamente. Figueroa comenzaba a mostrar signos de desespero. Manipulaba nervioso los comandos de la radio buscando algo “bueno” que escuchar, pero sólo conseguía unos deprimentes boleros y rancheras pasadas de moda que con su lamento lo exasperaban aún más. Hastiado, de un golpe apagó el receptor y empezó a tamborilear con los dedos sobre el volante.
 Entre bostezos se reprochaba su treta. Consideraba que no era la mejor forma de dar con El Iluminado. Creía que estaba perdiendo el tiempo y que si Santiago era tan escurridizo como le habían dicho, no aparecería ni esa noche ni ninguna otra por allí. Por ello, descorazonado y otra vez con ese amargo sabor del fracaso en su paladar, decidió retirarse. Puso en marcha el motor y distraído comenzó a rodar calle abajo.
 El sonido del escape de una motocicleta que se acercaba a toda velocidad por su lado izquierdo, hizo que voltease la cara. Su asombro no pudo ser mayor al ver que el conductor era el mismísimo Iluminado. “¿Qué hace el predicador en esa moto?”, se preguntó al tiempo que pisó con fuerza el pedal del acelerador para seguirlo.
 Una descarga de adrenalina inundó el cerebro del médico electrificando cada milímetro de su cuerpo. Pensó que difícilmente podría escabullírsele entre el tráfico nocturno porque, a esa hora, debido a la inseguridad reinante en la ciudad, y mucho más en las bocas de entrada de los barrios, pocos autos se aventuraban a circular en la inmediaciones.
 A discreta velocidad, Santiago recorrió un pequeño tramo de la avenida Francisco de Miranda. Al llegar a un semáforo dobló a la izquierda y entró en una urbanización repleta de edificios residenciales. Debido a la hora, la mayoría de los apartamentos tenían las luces apagadas. Siguió por esa calle y al llegar a una pequeña redoma, cruzo a la derecha y pasó por un rosario de quintas que se erguían a ambos lados de la vía. Al terminar se encontró con una oscura y desolada carretera que de tanto en tanto daba muestras de vida debido a las luces de algunos restaurantes, tugurios o clubes ubicados en las adyacencias. Figueroa lo seguía sin problemas a relativa distancia. En su rostro se tapizaba una socarrona sonrisa, mezcla de triunfo y satisfacción.
 De pronto, después de pasar un empalme, otra vez el esplendor y las luces propias de una gran ciudad. En las inmediaciones del Centro Comercial Plaza Las Américas, en el boulevard de El Cafetal, Santiago enfiló la moto hacia la escarpada cuesta que conduce al complejo residencial Los Naranjos. Después de sobrepasarlo, desvió la máquina hacia una de las pequeñas lomas que fajan la ciudad y siguió ascendiendo, ahora acelerando un poco más. Lo mismo hizo su perseguidor.
 El muchacho vestía pantalón negro y franela cuello en “V” del mismo color. Conducía una moto color roja que se hacía visible a gran distancia. Más en esos días de abril que el cielo siempre estaba inmaculado y lleno de estrellas.
 Al final de la pendiente Santiago giró hacia la carretera vieja del Alto Hatillo. De día ese lugar se abre a los ojos de los conductores como un oasis en plena ciudad gracias a la consagración de un grupo de labriegos portugueses que cultivan hermosas y verdes legumbres, las cuales entremezclan en un bosque de radiantes y multicolores flores.
 Figueroa no sabía dónde estaba, mucho menos conocía aquel camino, pero siguió adelante. Su adrenalina estaba en plena efervescencia y ya nada podría detenerlo.
 Su determinación era superior a las dudas que lo asaltaban. Aunque el verdadero impulso que lo hacía seguir era el temor a las heridas del ego, a las burlas de los monjes y, más que nada, a Serafino, a quien despreciaba enormemente, aunque frente a el era totalmente servil y obediente. “Pueblo chico, infierno grande”, se repetía mentalmente en forma masoquista intuyendo lo que le esperaba si regresaba con las manos vacías.
 Luego de sortear varias curvas, Santiago dejó el camino de asfalto, aminoró la marcha y dirigió la moto por una estrecha y polvorienta vereda que apenas se notaba a la distancia.
 “¡Gracias a la luna y a los dioses del alba!”, exclamó entre labios citando un refrán pueblerino, cuando vio a Santiago meterse por aquel camino.
 Desactivó el encendido de las luces y dejó rodar el auto tierra adentro a poca velocidad. Siguió avanzando a oscuras otros cuarenta o cincuenta metros. No más. Aunque no distinguía nada, presentía que estaba cerca de algo. Al llegar a un cruce en forma de codo apagó el motor y detuvo totalmente el vehículo.
 Alerta y con todos los sentidos puestos en Santiago, esperó. Su tensión era tal, que manos y cuerpo le tiritaban.
 Pasados algunos segundos, a corta distancia oyó el sofoco moribundo de un motor. No cabía la menor duda, Santiago había llegado a su destino.
 El médico permaneció quieto. Siquiera un movimiento. Sólo el sonido de su respiración y el croar de algunas ranas se escuchaban en el lugar. Sus manos asían con tanta fuerza el volante, que parecía estar a punto de desprenderlo. No sabía si bajarse del auto y seguir a pie o esperar a que algo ocurriese. O, en todo caso, regresar al día siguiente, con la mente despejada y a la luz del día ver el panorama en todos sus detalles.
 Sólo bastaron fracciones de segundos para sacarlo de su indecisión. De un tirón abrió la portezuela y puso uno de sus pies en tierra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que, realmente, estaba solo. Que no había nadie más en las cercanías. Convencido, descendió y cauteloso comenzó a caminar por el declive.
 A los pocos pasos se detuvo. Sus piernas casi no le respondían. Repentinamente giró nervioso para ver si alguien lo seguía. Nada, ni una sombra estaba al acecho. Como sus ojos todavía no se habían adaptado a la oscuridad, sintió miedo, un miedo que se remontaba a su niñez. Cerró los párpados y los apretó con fuerza. Espero unos segundos y los volvió a abrir. Comenzó a ver mejor. Aliviado, exhaló una bocanada de aire y siguió adelante pero un destello de luz lo inquietó.
 Trastabillando se resguardó tras un paredón y desde allí escudriñó con reptil mirada.
 En una edificación cercana que se confundía entre las sombras, vio la luz que lo había puesto en estado de alerta. Procedía de un ventanal sin cortinas, por lo que podía ver su interior con total claridad aún desde la distancia que se encontraba.
 En aquel desolado paraje una cortina hubiese sido innecesaria para protegerse de atisbos, ya que la zona estaba suficiente alejada como para atraer miradas curiosas.
 Figueroa clavó los ojos en aquella ventana. No sabía qué esperaba o buscaba ver, pero no dejaba de verla. Con sigilo caminó hasta llegarle a muy corta distancia.
 Lo que a lo lejos parecía un edificio ordinario era, en realidad, el esqueleto inconcluso, todavía en obras, de una mansión victoriana de tres pisos, la cual, quién sabe porqué motivos, fue abandonada a medio construir.
 El médico fue acercándose cada vez más. Quería escuchar voces o algo que le indicase, sin lugar a dudas, que dentro estaba Santiago. Que esa era su casa. Sólo necesitaba una confirmación. Algo que le señalase que estaba en lo cierto. No podía quedarse con la duda después de haber llegado tan lejos.
 Mientras avanzaba, vio la moto roja de Santiago recostada de una pared a medio frisar.
 La luz que tanto lo alertó provenía de una pequeña buhardilla en forma de cono invertido situada en la parte superior de la edificación. A sus lados, cuatro pequeños tragaluces en forma de arco completaban aquella derruida torreta. Toda la construcción estaba rodeada por un alto follaje que amenazaba con devorarla de un momento a otro.
 Figueroa examinó minuciosamente el lugar fotografiando con sus ojos cada rincón, cada detalle.
 A la distancia, en el pórtico de una casita de agricultores, un pálido bombillo que se balanceaba de un lado a otro, atrajo su atención. Observó para ver si había alguien cerca. Nada. Ningún rastro de actividad humana. A los flancos, sólo sembradíos y terrenos ásperos. El único signo de vida era un roñoso perro que aullaba apuntando su hocico a la luna llena.
 El médico volvió a mirar en dirección a la ventana. Su luz había sido atenuada, pero no fue obstáculo para distinguir entre las sombras a Santiago arrodillado frente a una cruz bastante extraña.
 Lo contempló por instantes. No había más signos de vida. Estaba sólo. Sin la menor duda vivía allí. Dio marcha atrás y fue en busca del auto para salir del lugar. Ahora tenía un punto a su favor: conocía el refugio de El Iluminado.


8

 Después de sepultar a Oreste en el viejo cementerio aledaño al monasterio, la calma volvió a la Misión.
 Pese a la turbulenta noche anterior, los monjes mansamente regresaron a sus quehaceres diarios. Los más viejos recogían naranjas de las ramas bajas, otros cultivaban legumbres en el huerto principal del monasterio. Sobre rústicas escaleras de madera construidas con ramas de árboles, los más jóvenes podaban los cipreses que vestían el patio interior. Era tanto su esmero, que parecían estar esculpiendo preciosas obras maestras.
 No obstante, aquella aparente quietud no los embargaba a todos.
 Tenso y arrellanado en el confortable sillón de su despacho, Serafino platicaba con Lucindo, quien también estaba intranquilo. El jorobado monje permanecía de pie, al otro lado del escritorio.
 –Me preocupa el asunto del tal Iluminado. Debemos proceder con cautela. Recuerda que prácticamente estamos tú y yo solos en esto. Nadie debe enterarse de nuestros planes –expresó discreto el prior, casi susurrando las últimas palabras. Su ansiedad era evidente.
 –Si Figueroa nos hubiese traído al monstruo que gestó María Coromoto, tendríamos más elementos de juicio –opinó con enojo Lucindo–. ¡Pruebas tangibles!... Pruebas que evidenciarían ante nuestros ojos lo que apenas sabemos por referencia.
 –Si no conseguimos la confirmación de la marca, la muerte de Oreste habrá sido en vano –sentenció Serafino.
 – ¡Bah!, ese viejo me tenía harto… Creo que fue lo mejor que pudo suceder, de otra forma jamás habríamos logrado consenso –escupió con desprecio Lucindo.
 –La idea era anularlo por unos días, pero no de matarlo… Creo que se te fue la mano con la droga –censuró Serafino pero sin mostrar remordimiento.
 – ¡Lo hecho hecho está!... Tenemos que seguir adelante... Ya no podemos regresarlo a la vida.
 –Es cierto –afirmó abstraído Serafino y cambiando totalmente el tono de la voz, manifestó–: Estoy furioso, tuvimos la oportunidad de ser los primeros en todo el mundo… En toda la bendita Tierra, de tener la prueba en nuestras manos y el idiota de Figueroa la destruyó –dijo retomando el verdadero motivo de aquella reunión–. Hubiésemos podido corroborar las características de la marca con los papiros. Comprobar su tamaño y ubicación y, lo más importante, tener la evidencia viva de que las profecías de los papiros son verdaderas… Tantos años de trabajo, de investigación –suspiró– y perderlo todo por la ineptitud de un médico –concluyó rabioso dando un manotón sobre el escritorio.
 Los dos monjes se referían a los llamados Papiros o Rollos del Mar Muerto, documentos fechados en el año 30 a.C., donde se revelan muchos misterios de la Biblia, entre ellos la supuesta ilegitimidad de algunos Evangelios.
 Pero, lo sorprendente, era que tanto Serafino como Lucindo conocían otra verdad, una verdad que sólo pocas, pero muy pocas personas en el mundo sabían: la existencia secreta de un fragmento de papiro marcado con las siglas 5Q9 y de otro, con turbadores anuncios, del cual desconocían su numeración y descripción.
 Del primero, el 5Q9, cuya esencia y contenido parcial se filtró misteriosamente desde las secretas paredes del Vaticano pese al hermetismo existente y al extremo celo con el que era custodiado, los dos monjes conocían sólo una parte de su texto total. Del otro nada.
 Serafino y Lucindo estaban desconcertados con la interpretación y significado real del papiro 5Q9, en cuyo contenido se anuncia: “Cuando las naciones del mundo se encuentren unidas en un globo y todas las lenguas serán conocidas, nacerán nuevos y falsos profetas, del cielo y el averno, y entre ellos el nuevo Mesías”.
 Los peor, es que presumían que en Venezuela estaban naciendo seres vivos con la marca del fragmento del papiro clasificado y numerado con las siglas 5Q9.
 Por pertenecer Serafino a una congregación hermética, donde la existencia de Dios no podía ser objeto de la menor duda razonable posible, la cita del averno (infierno) y la enunciación de falsos profetas en el manuscrito 5Q9, lo había puesto en estado de máxima alerta. No dudaba de la autenticidad del texto, pero lo confundía la exégesis del mensaje. Deducía que debía estar vigilante, ya que sospechaba que se avecinaban tiempos oscuros para la Iglesia.
 En ese trozo de papiro, escrito en arameo, también se afirmaba, claramente, que los nuevos guías celestiales de la humanidad aparecerían en diferentes países de todos los continentes, y que, al momento de nacer, tendrían una marca en su cuerpo que los identificaría entre ellos y que de las palabras escritas en su interior, además de otros símbolos, se sabría quienes eran falsos profetas y quiénes no.
 La marca, la misma que ansiosamente pensaba encontrar Serafino en el neonato de San Felipe, consistía en un tatuaje de nacimiento ubicado en el costado superior, a un lado de la tetilla izquierda, de los nuevos o falsos profetas. O sea, en el mismo lugar donde el centurión romano le clavó la lanza a Jesucristo mientras estaba crucificado en el Gólgota.
 El otro misterioso fragmento, del cual nada conocían Serafino y Lucindo, según aseveraciones de algunos de los pocos clérigos que tuvieron el pequeño trozo de cuero de cabra en sus manos, tenía dibujado en su centro la figura de un pez, semejante al que pintaban, en las primeras décadas del siglo II, los antiguos cristianos que se sublevaron contra Roma y se refugiaron en las catacumbas de San Calixto, en la Capella Greca y en las cuevas donde se congregaban para invocar a Dios.
 Los sacerdotes sabían que pez viene de la palabra griega Ichthys, que corresponden a las iniciales de Iesous Crhistos Theou Yios Soter, cuyo significado es: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y que el símbolo del pez y el críptico fueron adoptados por los cristianos de la Iglesia Primitiva para representar a Jesucristo y manifestar su adhesión a la fe.
 En aquel entonces, los cristianos, siendo minoría en un mundo pagano, tenían su propio símbolo para identificarse y avivar su fe. En el pez (Ichthys), encontraban la profesión de la fe, la razón por la que adoraban a Jesús y por quien estaban dispuestos a morir.
 Los creyentes son “pequeños peces”, según un conocido pasaje de Tertuliano: Nosotros, pequeños peces, tras la imagen de nuestros Ichthys, Jesucristo, nacemos en el agua. Era una evidente alusión al bautismo.
 De acuerdo a la documentación existente, Serafino conocía que los primeros rollos o papiros del Mar Muerto, un conjunto de pergaminos cuya existencia había sido desconocida, fueron hallados por casualidad a comienzos de 1947 por un joven pastor beduino llamado Mohammed ed-Dhib, de la tribu de los Ta’amire, ocultos en el interior de una cueva en el desierto de Jordania.
 Como uno de los primeros pergaminos encontrados fue adquirido a buen precio en un mercado del lugar, entre 1951 y 1956 se inició una auténtica cacería de “rollos” entre los pobladores de la región, la cual culminó con la recopilación de unos 15.000 fragmentos, de los cuales más de diez mil, pertenecientes a 850 manuscritos de diversos contenidos, aún no han sido descifrados.
 Todos los rollos estaban en desigual estado de conservación, escritos en distintos materiales y en varias lenguas, pero, principalmente, en hebreo, griego y arameo y contenían partes del Viejo Testamento.
A su análisis se abocaron muchos estudiosos en todo el mundo, entre ellos los monjes de la Misión de San Felipe, quienes concluyeron que esos pergaminos fueron escondidos en las cuevas por una comunidad de habitantes asentados en las márgenes del Mar Muerto, la cual, por la austeridad de sus reglas y costumbres, fue identificada como una secta judía conocida con el nombre de los esenios. Las ocultaron para evitar que fuesen confiscadas y destruidas por las legiones de Vespasiano.
 Tiempo después esos papiros, en su mayoría descompuestos por el tiempo y reducidos a fragmentos, fueron denominados Los Papiros de Qumrán, debido a que el pastor los descubrió en una cueva situada aproximadamente a un kilómetro de un sitio conocido como Kibert Qumrán (Ruinas de la Luna), cerca de la ribera noroccidental del Mar Muerto.
 Este fascinante y misteriosamente inhóspito escenario, que luego fue llamado El Paraje en Ruinas, se encuentra a pocos kilómetros de la mítica ciudad de Jericó.
 En esa desértica región vivieron los esenios, una comunidad de judíos que se bautizaban y creían en la resurrección y quienes voluntariamente decidieron apartarse del resto con el fin de llevar una vida dedicada a la ascesis.
 Se estableció que las cuevas del Qumrán (Gomorra, en hebreo) fueron abandonadas y selladas en el año 68 a 69 de nuestra era, poco antes de la destrucción de Jerusalén por los romanos.
 Los manuscritos arrojaron luz sobre la secta Qumrán, sus vidas, sus pasiones, su forma de ver las cosas y todos los aspectos relacionados a la vida y muerte de los miembros de esa hermandad, de la que se dice habría pertenecido Jesucristo y Juan el Bautista.
 Serafino afirmaba ante su congregación que estaba totalmente comprobado que la secta de Qumrán constituía un grupo entregado al estudio obsesionado por la purificación y que se presumía que la mayoría eran hijos de Cohanim y que rechazaban el lujo en el que vivían los sacerdotes de la Jerusalén de entonces, por ello se alejaban de las grandes ciudades de aquella época y se confinaban en las laderas o montañas.
 El prior les repetía constantemente a los monjes de la Misión que el primero que tuvo algunos pedazos de los papiros en sus manos fue su amigo, el arzobispo Jeschue Moisés, de la Iglesia Siria Ortodoxa de Jerusalén, quien en abril de 1947 fue visitado por un misterioso marchante que le propuso la venta de unos extraños rollos con raras inscripciones. Eran algunos de los primeros siete papiros descubiertos, los cuales provenían del primer siglo, o sea de los tiempos del mismo Jesús.
 Las hipótesis que sugieren los fragmentos, en su mayoría hechos de piel de cabra, son revolucionarias, tal como acontece con el marcado con las siglas 5Q9, que tenía de cabeza al padre Serafino.
 Otro sacerdote del Instituto Bíblico de Treviso, llegó a afirmar que en los Rollos del Mar Muerto se encuentran textos del “Primer Evangelio”, lo que supondría que fueron escritos poco después de la muerte de Jesús y muchos otros datan de mil años antes del nacimiento de Jesucristo, cuando nadie hablaba de cristianismo o sabía de su significado.
 La importancia de todos estos documentos históricos es extraordinaria. “Los rollos –explicaba Serafino– nos dan a entender cuál era el mundo de Jesús y de la gente de esa época, qué leían, qué y cómo pensaban, qué soñaban y qué mundo añoraban. Son documentos auténticos, los cuales fueron tocados por las mismas manos de Jesús”.
 Pocos conocen los secretos de los pergaminos, sin embargo Hebel Dynhad, profesor de la universidad hebrea de Elizer L. Sukenik, pudo obtener unos rollos y parte de su contenido lo reveló al mundo.
 Uno de ellos había sido escrito por Isaías. Otros contenían cánticos desconocidos de acción de gracias y un misterioso escrito inconexo sobre la guerra escatológica entre los seguidores de Dios y sus enemigos. Los títulos eran de por sí augurios de cosas extrañas y tenebrosas. El manual de Las Normas de Guerra hablaba sobre la lucha de “Los hijos de la luz” y “Los hijos de las tinieblas” a ocurrir en los últimos tiempos.
 No obstante, el secreto de los papiros es aún mayor y desconocido, de ahí el desconcierto de Serafino. Mucho más cuando a través de ellos se ponía en duda la autenticidad de la primera epístola de San Pablo a Timoteo, que hizo nacer la hipótesis de que no fue escrita por él, ya que al compararse el estilo usado por éste con el de dicha epístola, así como en la epístola a Tito, se infiere que el estilo de estas es notablemente diferente al usado habitualmente por Pablo en sus demás epístolas.
 Los misterios contenidos en los rollos han aumentado y causado el recelo de los estudiosos cuando, a principios de los años noventa, Michael Weiss, distinguido hebraísta de la Universidad de Chicago, se atrevió a acusar al Vaticano de haber tenido un especial y “oscuro” interés de tomar bajo sus manos el “control” de la investigación histórica relativa al siglo I, impidiendo a través de la prestigiosa École Biblique de Jerusalén, fundada por F. Marie Joseph Lagrange O.P., a quien el Rey Hussein de Jordania cedió los manuscritos, la publicación y difusión de los escritos, por considerar que las conclusiones contenidas en ellos podrían llevar a cambiar la tesis y las ideas fundamentales sobre las que secularmente se han basado las enseñanzas sobre el valor y el alcance del Nuevo Testamento.
 Investigadores aún más atrevidos se arriesgaron, so pena de excomunión, a afirmar que los rollos no sólo revelan la verdadera procedencia de Jesucristo, quien era un judío esenio, sino que éste, mucho antes de salir a predicar, se había internado con sabios maestros ascéticos en un poblado de la márgenes del Mar Muerto y que allí había estudiado todos los textos y creencias de los esenios, conocimientos los cuales, tiempo después, se daría a la tarea de transmitir por toda Judea. Por ello se habla de Evangelios antes de los Evangelios, tal cual como el mundo los conoce.
 Desde todas partes del globo se alzan voces contra la Iglesia por su afán de destruir, desestabilizar y extirpar cualquier testimonio que haga tambalear las verdades fundamentales sobre las que, equivocadamente o no, se ha sustentado la Iglesia Católica desde su nacimiento.
 Los rollos son su espada de Damocles, ya que sus revelaciones echarían por la borda de un solo plumazo al Nuevo Testamento, el cual podría ser un plagio de los escritos sagrados de los esenios.
 Por ello, algunos estudiosos de los Pergaminos del Mar Muerto, entre quienes no estaban los monjes de la Misión de San Felipe, sustentaban fervorosamente y creían, precisamente por haber sido los rollos escritos antes del Nuevo Testamento, que es a partir de ellos y no del Nuevo Testamento de donde hay que obtener las bases históricas reales y las evidencias de lo que efectivamente ocurrió durante el siglo I a.C. y el siglo I d.C.
 Definitivamente, según los testimonios de los papiros, el cristianismo predicado por Jesucristo no fue un movimiento nuevo, ni enseñó un mensaje nuevo, como tampoco el cristianismo tuvo por origen las comunidades primitivas asentadas en Roma durante la época de San Pedro y San Pablo, sino en la época del Qumrán, donde vivían los judíos que, mucho antes de Jesucristo y de San Juan Bautista, se bautizaban y creían, al igual que Cristo, en la resurrección.
 No obstante, hasta ahora todo estaba en el plano de la especulación y las conjeturas, porque el Vaticano había “secuestrado” y guardado bajo cien llaves las revelaciones esenciales de los papiros. Sólo pocos y muy especiales personeros de la Iglesia tienen acceso a esa información que conduce a la verdad total, la cual, al parecer, no favorece en nada a la Iglesia y a los fundamentos de la religión católica.
 Aunque Serafino desechaba esa teoría con profunda rabia, no así Vinicio, el teólogo más experimentado de la Misión, quien estaba convencido de la pureza de las revelaciones de los rollos pero, por temor, callaba.
 Sabía que Serafino tenía sus propias y particulares ideas sobre su interpretación y que, de contradecirlo, se convertiría en un desafío muy peligroso para él. Por ello callaba y asentía. En la Misión nadie podía oponerse a los dictámenes de Serafino sin salir lastimado.
 En una cueva -y esto lo sabía Serafino- se descubrieron tres rollos de cuero, dañados y muy corroídos, de unos 30 centímetros de ancho.
 Después de grandes esfuerzos se consiguió descifrar uno de ellos. Contenía una paráfrasis sobre los primeros diecisiete capítulos del Génesis.
 En uno de ellos se describe detalladamente los encantos de la hermosa Sara, la primera esposa de Abraham, que aunque ya tenía 80 años, todavía era cortejada por Abimelech.
 Era curioso que, precisamente los ascéticos esenios, supiesen describir tan sugestivamente los encantos femeninos.
 En otra cueva, que había sido construida artificialmente en la antigüedad, aparecieron descubrimientos sorprendentes: los textos de todos los libros del Antiguo Testamento, a excepción del libro de Esther. Entre ellos también se encontraban fragmentos del Manual de las Virtudes de los esenios y de los comentarios de los profetas, similares al de Habakuk y fragmentos de otros manuscritos pertenecientes al Manual de la Vida Espiritual y del Documento de Damasco.
 En uno de los rollos se cita que entre los esenios existió el profeta Habakuk, quien era llamado “Maestro de la virtud”, y hombres, que por su pureza y misticismo, eran conocidos como Los Elegidos de Dios.
 ¿Fueron las palabras de Habakuk verdaderas profecías o sólo la descripción de los acontecimientos de su tiempo? ¿Fue El Elegido de Dios y el redentor del mundo un predecesor de Cristo?, ya que él también predicó, como el Hijo de Dios -y 100 años antes que él-, la humildad, la caridad y el amor al prójimo. ¿Fue también condenado y ajusticiado a causa de la hostilidad de los sacerdotes y de la casta judía dominante, tal como le ocurrió a Cristo?
 Eran las grandes interrogantes que se planteaba el padre Vinicio, las cuales concatenaba con otras: “¿Por qué el Vaticano y la Iglesia Católica tratan de ocultar y de destruir las verdades reveladas en los rollos?... ¿Los Evangelios son originales o copias de los escritos de los esenios?... ¿Fue Jesucristo un plagiario?”.
 Serafino y Lucindo sabían mucho sobre los pergaminos del Mar Muerto, pero no todo. Además, su obsesión, su guerra escatológica interior entre el bien y el mal, no los dejaba pensar con lúcida claridad, por lo que su confusión era evidente.
 No obstante, siguiendo órdenes muy precisas y contundentes impartidas por el Vaticano, desde Ravenna, Italia, clérigos investigadores de los pergaminos los mantenían al día, máxime cuando sabían que los monjes de la Misión capuchina de San Felipe estaban por descubrir un gran misterio: el nacimiento y la presencia en Venezuela de seres vivos con, presumiblemente, la marca del fragmento del rollo clasificado y numerado con las siglas 5Q9.
 Sin embargo Serafino, ni los otros monjes de la Misión, entre ellos Vinicio, el más sabio de toda la congregación, nada sabían del caro e inviolable secreto que envolvía a otro de los fragmentos, que estaba guardado con sumo celo en las bóvedas del Banco Vaticano y al cual sólo se podía tener acceso con dos llaves. Una estaba en poder del Papa y la otra la tenía una persona que misteriosamente y a fin de resguardar el secreto, se mantenía anónima. En los círculos de la Santa Sede se especulaba que no pertenecía a la curia ni al Tribunal Cardenalicio y que su identidad siquiera era conocida por el Sumo Pontífice.
 Para conservar su anonimato se había hecho una especie de sorteo, en el cual concurrieron siete cardenales. Cada uno de ellos sacó de un envase una papeleta blanca que tenía impresa dos letras, las cuales reunidas en su conjunto formaban el nombre y apellido del escogido, El Guardián de los Pergaminos. Esa persona podría ser cualquiera, y su identidad revelada, si fuese necesario, sólo por otros siete cardenales asentados en diferentes partes del mundo en cuyo poder se hallaba sólo uno de los trozos de dos letras y que al armarlas tal si fuese un rompecabezas revelaba la identidad de dicho Guardián. Todo un enredo propio del Vaticano.
 Con la autoridad que le concedía la Santa Sede, el prior de la Misión Capuchina de San Felipe orientó de buena fe, aunque con depravada malicia una cacería de brujas sobre cualquier persona que le pudiese parecer sospechosa de ser un falso profeta, a quienes satanizaba ante los monjes de su congregación para justificar su conducta.
 No contento con eso, amparado en la impunidad que le proporcionaba su hábito y el poder de la Iglesia, sometía a los supuestos “diabólicos sospechosos”, a los Anticristos, a un cruel y despiadado interrogatorio en los calabozos de la Misión.
 Por eso Serafino tenía en la mira a Santiago, el llamado Iluminado. Quería corroborar qué de cierto había en los supuestos milagros que se le atribuían, pero, más que todo, saber si en su cuerpo tenía alguna marca, algún tatuaje que hiciese presumir que era un falso profeta, un discípulo de Satán.
 Nada de eso había salido a la luz pública. Y si algo se coló alguna vez, todos hacían caso omiso o era rápidamente callado por el poder, gloria y riqueza de la Iglesia.
 Antes cualquier infame o real denuncia, tanto la prensa como las autoridades le restaban crédito y decían que eran habladurías. Era una forma de aplacar y contener cualquier investigación seria y ridiculizar a sus acusadores. El poder del dinero todo lo calla y tergiversa. Y el Vaticano y la Iglesia Católica son los más poderosos empresarios e imperialistas que la humanidad jamás haya podido conocer a través de todos los siglos. Su estructura sigue incólume y blindada contra poder alguno sobre la tierra. “¡El Imperio es la Iglesia! El que lo dude, irremediablemente fenecerá, sea país, nación u hombre, por más poderoso que se crea y sea”, sentenció en una oportunidad Lucindo cuando uno de los monjes de la congregación le recriminó la forma cruel y despreciable a que se refería a una protesta a favor del aborto.

9

 En el último piso de un mohoso hotel de vía Bocaccio, en un lugar llamado El Sepulcro de Dante, en pleno corazón de Ravenna, un hombre permanecía en penumbra sentado en la cama de su habitación.
 Las agujas del reloj parecían inmóviles sobre las dos de la madrugada. El hombre tenía la vista fija en un viejo aparato telefónico que estaba a su lado, sobre una mesita de noche de caoba desteñida por el tiempo y el uso.
 Alto, bien fornido, de cabello rubio y facciones finas y delicadas, tenía el aspecto mundano de un ejecutivo de Wall Street, aunque el traje sacerdotal que vestía hablaba de otra cosa.
 Su tez blanca, tostada por el sol, se iluminó al escuchar los repiques del teléfono.
 Impasible, lo dejó resonar seis veces. No demostró impaciencia. Antes del séptimo toque alzó la bocina sin pronunciar palabra. Con el aparato adherido al oído escuchó con atención a la persona que le hablaba del otro lado del receptor.
 – ¡Sí, entiendo!... Partiré lo más pronto posible –refirió conciso, con voz grave, y colgó.
 Dicha la última palabra, se dejó caer con su metro noventa sobre la pequeña cama. Parecía aliviado.
 Encendió un cigarrillo, colocó una de sus manos debajo de la cabeza, al ras de la almohada, aspiró y exhaló con fuerza, como si además del humo también librara un gran peso. Aunque el hombre alojado en aquel oscuro hotel de Ravenna, estaba muy lejos de temores. Lo único que le incomodaban eran las fastidiosas esperas.
 Su nombre era John Dark, y aunque ahora vestía traje sacerdotal, poco tiempo atrás llevaba uniforme militar.
 Curtido en los campos de batalla desde muy joven, fue protagonista de sangrientos combates y luchas desiguales donde murieron familias enteras, niños, mujeres y ancianos. Fue testigo de horribles matanzas ante la mirada indiferente del mundo y de sus compañeros de lucha, pero un buen día decidió dejar todo atrás. Renunciar a la desventura humana que le tocó vivir para unirse a la Iglesia y abrazar el sacerdocio. Ahora se sentía feliz.
 Cuando sirvió en Afganistán, era capitán de asalto de un grupo aerotransportado del Ejército Norteamericano. La milicia era toda su vida y se sentía cómodo sirviendo a su patria. Pero la gran desilusión llegó al enterarse que el verdadero propósito de esa guerra no era librar de la opresión a un pueblo inerme, o aniquilar a terroristas. No, nada de eso era verdad o apenas era una verdad a medias. La verdad oculta tras tantas masacres era otra: buscar una salida al mar después que satélites espías norteamericanos descubrieran en la vecina Uzbekistán el mayor yacimiento de petróleo y gas natural que el mundo jamás haya conocido. Había un propósito económico y de pillaje. Eso lo hirió. Lo asqueó de tal manera que aceleró su retiro del ejército. “¡Tantas vidas truncadas y sólo por ambición, dinero y poder!”, se recriminaba en lo profundo de su alma.
 Tardíamente Dark conocía las oscuras telarañas que se tejían alrededor de las guerras. Pero lo que no soportaba, lo que más le perturbaba, eran las inútiles muertes de tantos muchachos inocentes que ofrendaban sus vidas por una vil piratería. Con profundo pesar comprendió que la lucha no era contra el terrorismo. Que esa fue la excusa esgrimida por su país para quedar bien en el concierto de las naciones y obtener el visto bueno del Consejo de Seguridad de la ONU para iniciar la masacre. Se dio cuenta de que una de las movilizaciones armadas más importantes de la historia, tenía un cariz económico y altos intereses políticos, donde el Dios Dólar, dueño absoluto de la verdad verdadera, imponía con su poder las condiciones de la confrontación.
 Entendió que su país, para poder sacar el petróleo de tan apartada región a un menor costo, necesitaba una salida al mar y la única forma era construyendo un oleoducto que, partiendo desde Uzbekistán atravesara Afganistán para concluir en Pakistán, de donde sería embarcado hacia los Estados Unidos. Pero su nación, la que tanto amaba y por la que estaba dispuesto a dar la vida, tenía un problema: ¡los talibanes!, casta hasta ese entonces olvidada por el mundo. Seres desconocidos y de los que nadie hablaba ni en sueños. El planeta Tierra se enteró de su existencia cuando los Estados Unidos comenzó la primera guerra contra ellos: la informática. La preparatoria, ante de la invasión. Había que inundar al mundo con noticias e informaciones crueles, denigrantes sobre su salvajismo criminal, para luego, camuflados como corderitos y guardianes del mundo, asaltar a la nación asiática y aniquilar a sus líderes y combatientes. Todo había sido dirigido y coordinado por los Estados Unidos y sus naciones cómplices en el negocio y posterior reparto del botín.
 Dark recordó con indignación que antes del descubrimiento del gran yacimiento de Uzbekistán a nadie le interesaba la cultura, religión o creencias supuestamente prehistóricas de los talibanes, que en persa significa estudiosos del Corán. Menos de las atrocidades que cometían en nombre de sus supuestas creencias religiosas. ¡Todo era una trampa!… Una puesta en escena para vender más armas y adueñarse del petróleo, que era el verdadero negocio de la guerra.
 “El gobierno no iba a dejar el control del oleoducto en manos de los talibanes. Había que hacer algo y rápido. Algo que no despertara sospechas internacionales. Una guerra era lo más efectivo”, reflexionaba para si mismo Dark.
 El ataque del 11 de septiembre a Las Torres Gemelas le puso en bandeja de plata el motivo. Fue la coartada perfecta.
 Antes de salir al frente de batalla, al veterano capitán sabía sobre las verdaderas motivaciones de la guerra de Afganistán. Un familiar cercano que trabajaba en el Departamento de Estado, en Washington, capital mundial del espionaje, se lo había referido, pero John se negaba a creerlo. Pensó que algo tan sucio era imposible, mucho menos propiciado por el país que tanto amaba y por el que estaba dispuesto a dar la vida y, si tuviese otra, también se la daría.
 Discutió tan acaloradamente con su pariente, que poco faltó para que se fuesen a las manos. Estuvo a punto de tildarlo de traidor, pero se abstuvo porque sabía que era una persona honesta y funcionario de confianza en el Pentágono.
 Sólo se convenció cuando recibió de su pariente y tuvo en sus manos un informe del Pentágono considerado clasificado. El documento, archivado en el Departamento de Estado bajo el nombre de “La Carpeta Maresca”, titulado así por el apellido de su artífice, el petrolero John J. Maresca, revelaba con crudeza los verdaderos motivos que indujo a los Estados Unidos a invadir a Afganistán.
 En el informe, las cifras, en billones de barriles de petróleo, eran más importantes que las vidas humanas, las cuales ni se tomaban en consideración.
 “La carpeta”, que aún está en poder de Dark, fue fechada en Washington el 12 de febrero de 1998, más de tres años antes del ataque a las Torres Gemelas y de la invasión a Afganistán. Tres años antes ya se había comenzado a planificar el genocidio.
 John J. Maresca, vicepresidente de Relaciones Internacionales de “Unocal Corporation” (Unión Oil Company of California), una de las productoras de gas y petróleo más grande del planeta, en su declaración a puerta cerrada ante el subcomité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, entre otras cosas, afirmó:
 “Me gustaría centrarme en tres asuntos. Primero, la necesidad de multiplicar las rutas para el transporte del petróleo y el gas del Asia Central. Segundo, la urgencia que tiene EEUU de apoyar los esfuerzos internacionales y regionales con el fin de conseguir acuerdos políticos duraderos para los conflictos regionales, incluyendo el de Afganistán. Tercero, la obligación de una asistencia integral para impulsar las reformas económicas necesarias con el propósito de crear un clima adecuado para la inversión en la zona.
 La región del Caspio posee enormes e inexploradas reservas de hidrocarburos. Sólo para dar una idea de su dimensión, las reservas probadas de gas natural ascienden a más de 236 billones de metros cúbicos, y las reservas totales de petróleo podrían ser de más de 60 mil millones de barriles. Algunos estimativos llegan a la cifra de 200 mil millones.
 No obstante, un inmenso problema ha de ser resuelto: ¿cómo llevar los vastos recursos energéticos de la región a los mercados donde se necesitan? Además, un obstáculo técnico mayúsculo que enfrenta la industria para transportar el petróleo es la actual infraestructura de los oleoductos de la región.
 Un proyecto auspiciado por la compañía “Caspian Pipeline Consortium" planea construir un oleoducto occidental desde el norte del Caspio hasta el puerto ruso de Novorossisk, en el mar Negro. El otro proyecto es patrocinado por la empresa “Azerbaiján International Operating Company" un consorcio internacional en el que incluye a cuatro compañías estadounidenses, Unocal, Amoco, Exxon y Pennzoil. Este consorcio considera dos posibles rutas. Una atravesando el norte del Cáucaso hasta Novorossisk; la otra a través de Georgia hasta un terminal de embarque en el Mar Negro. Esta segunda ruta podría ser extendida al occidente y al sur a través de Turquía hasta el puerto de Ceyhan, en el Mediterráneo.
 En “Unocal" creemos que la opción es trazar un oleoducto hacia el sur, desde Asia Central al Océano Indico. Una ruta obvia hacia el sur atravesaría Irán, pero esto está excluido para las compañías de los EEUU, a causa de la legislación sancionatoria existente al respecto. Queda una única ruta posible, que es a través de Afganistán, la cual tiene, desde luego, sus propios desafíos singulares. Desde el comienzo hemos tenido claro que la construcción del oleoducto que hemos propuesto a través de Afganistán no podría empezarse hasta tanto no haya un gobierno reconocido que tenga la confianza de los demás gobiernos, de los prestamistas y de nuestra compañía.
 El Asia Central y la región del Caspio han sido favorecidas con petróleo y gas en abundancia, que pueden mejorar la vida de sus habitantes y suministrar energía para el crecimiento de Europa y Asia. El impacto de estos recursos sobre los intereses comerciales y la política exterior de los EEUU es también significativo. Sin soluciones pacíficas a los conflictos de la región, no será posible construir las redes de construcción transfronterizas para transportar petróleo y gas. Urgimos a la administración y al Congreso a dar decidido apoyo a los procesos de pacificación liderados por las Naciones Unidas en Afganistán. El gobierno de los Estados Unidos debería usar su influencia para ayudar a hallar soluciones a todos los conflictos de la región.
 La asistencia de EEUU en el desarrollo de estas nuevas economías será crucial para el éxito de los negocios. Igualmente estamos a favor de grandes programas de asistencia técnica en toda la región. Específicamente urgimos la eliminación de la sección 907 del Acta de Apoyo a la Libertad. Esta sección restringe injustamente la asistencia del gobierno de EEUU al gobierno de Azerbaiján y limita su influencia en la zona.
 Desarrollar rutas rentables de explotación para los recursos del Asia Central es una tarea formidable, pero no imposible. “Unocal" y otras compañías estadounidenses están totalmente preparadas para acometer este trabajo y para hacer de nuevo del Asia Central la encrucijada que fuera en el pasado”, concluía Maresca ante la Cámara de Representantes.
 En realidad Unocal –según informes publicados en los diarios norteamericanos– ya había constituido un consorcio llamado “CentGas" en la que “Delta Oil Company Ltd" de Arabia Saudita disponía de un 15% y el gobierno de Turkmenistán un 7%. El acuerdo lo firmó, en octubre de 1997 en Asgabat (Turkmenistán), el propio presidente de la Unocal, John Imle Jr. Se proponía construir un gasoducto de 1.271 kilómetros desde los yacimientos de gas de Dauletabad, siguiendo la carretera de Herat a Kandahar (Afganistán), hasta Multan (Pakistán) y el mar de Arabia y el océano Índico, pero la guerra se lo impidió.
 Por su parte, la ruta rusa desde los campos petroleros de Kazajstán hasta el puerto de Novorossisk fue inaugurada en presencia del secretario de comercio norteamericano D. Evans. No en vano la empresa Chevron es la que lidera el consorcio internacional, en donde Rusia participa con un 24%, Kazajstán con el 19% y Omán con el 7%. El gasoducto tiene una longitud de 1.580 kilómetros.
 La ruta afgana hacia el mar de Arabia del gas natural de Turkmenistán (no solamente de los yacimientos de Dauletabad sino de Kuruk, Naip, Acak, Kirpihli, Kandyum, Malai, Satliyk y otras localidades) es también la ruta para los inmensos yacimientos de Uzbekistán.
 Islam Karímov, presidente de Uzbekistán y antiguo jefe del partido comunista uzbeko en época soviética, es el primer aliado de los Estados Unidos en Asia Central. Las instalaciones aéreas de Tuzel, las de Kukaida y la base de Termez, en la frontera de Afganistán, han estado prontas a disposición de las fuerzas militares norteamericanas.
 Uzbekistán es el sexto comercializador de gas natural del mundo a través de la empresa Ubekneftegaz. Sus recursos mineros son muy importantes: gas natural, petróleo, carbón, lignito, uranio, cobre, zinc, plomo, bauxita, tungsteno y molibdeno.
 El último informe sobre derechos humanos criticaba la brutalidad del régimen de Karímov, la desaparición de los adversarios políticos, la tortura y la represión. No cabe duda que ante este enjambre de intereses de las grandes compañías energéticas en la zona del Asia Central, Afganistán ocupa un lugar destacado. El modelo de desarrollo occidental depende del petróleo y del gas natural. A toda costa, a cualquier precio.
 Por eso John Dark, después de integrar el grupo elite de asalto de las fuerzas norteamericanas en Afganistán y palpar en carne viva el genocidio que se estaba cometiendo contra asentamientos tribales, pastores y labradores de ese país, que de guerrilleros o terroristas no tenían nada, decidió abandonar el ejército.
 Salido de una familia norteamericana de arraigadas convicciones religiosas protestantes -su padre era pastor presbiteriano, aunque él, en su fuero interno era católico- asqueado de sus crímenes, de matar a gente indefensa en nombre de la libertad y de su nación en Afganistán, pidió la baja y se ordenó como sacerdote en Italia.
 Fuerte, cimbrado en el dolor más absoluto, es precisamente en Italia donde conoce a un grupo de monjes estudiosos de Los rollos del Mar Muerto, papiros sagrados que contienen muchos secretos que el Vaticano oculta para evitar un cisma dentro de la Iglesia Católica.
 El hombre que le concedió un nuevo renacer fue el cardenal Vittorio Nocerino, alto prelado y parte del grupo de los poderosos de la Santa Sede. Sutil, a fin de no abrir aún más sus heridas, pero muy convincente en los argumentos, le hizo abandonar los sentimientos de culpa que arrastraba. Entender que no había cometido asesinatos, porque cumplía órdenes, los mandatos de los gobernantes de su país, quienes reclamaban “justicia” por el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Trató de persuadirlo de que no había matado a sangre fría o con alevosía, sino honrado a su pueblo.
 Dark, a fin de congraciarse con las buenas intenciones del cardenal, le hacía ver que su alma había comenzado a curarse, pero no era así. No estaba satisfecho. Nunca lo estuvo, pero se dejó llevar por la expiación que le concedía el cardenal Nocerino. No tenía alternativa. Era el último refugio que le quedaba para conciliar su alma atormentada.
 El veterano soldado estaba defraudado de su país. No entendía cómo una nación que proclamaba libertad y justicia en casa, propiciaba, al mismo tiempo, un terrorismo de Estado, sólo por afán de poder y beneficios económicos.
 Advertía que la historia, con débiles variantes, seguía repitiéndose siglo tras siglos “Ayer fue Afganistán, hoy es Irak, mañana quién sabe”, se decía. “La codicia mancha de horror y deshonor a mi país”, se reprochaba con furia. Y luego, en ahogos que sólo se escuchaban en su profundos interior, gritaba: “¡Hasta cuándo tanta sangre!... ¡Dios castíganos!”.
 Sabía que la política emprendida por su país en los lugares donde era descubierto un recurso natural, siempre era la misma: por medio de una gran cortina de coartadas atizaba el conflicto entre los pobladores, ya que en un mundo de fronteras políticas creadas por las grandes potencias, era fácil que el conflicto tomase un cariz étnico, tribal o religioso. El desenlace también siempre era el mismo: miles de muertos, desolación, destrucción y éxodo.
 Después, sobre la tierra calcinada y ensangrentada y con los sobrevivientes sin medios de subsistencia, venían las grandes compañías a imponer el “orden y la paz”.
 En lo más profundo de su corazón Dark albergaba un sentimiento de culpa atroz, aunque a veces trataba de disimularlo a fin de hacer menos agudo su dolor.
 Sabía, porque era un soldado, que había servido a un país genocida, cruel y sin sentimientos y, por más que quería apartar esa idea de su cerebro, esta la perseguía como una sombra.
 Durante la “Operación Anaconda”, el veterano guerrero, hoy converso en sacerdote, estuvo ‘cazando’, conjuntamente con infantes canadienses y combatientes afganos aliados, a miembros de la red terrorista de Al Qaeda y el Talibán que se habían apertrechado en más de treinta cuevas ubicadas en los alrededores del Valle de Bagram.
 La “Operación” fue un éxito: exterminio y muerte de civiles.
 Dark pertenecía a la Décima División de Montaña del ejército norteamericano y, por su valentía en combate, recibió la medalla al valor “Estrella de Bronce” de manos del general Tommy Franks, líder del Comando Central del Ejército de los Estados Unidos y jefe de las fuerzas aliadas en Afganistán.
 En su cerebro aún retumban las palabras que el general Franks pronunció cuando le impuso, junto a otros cuatro militares, la condecoración: “Esto es para ustedes, porque lo hicieron a tiempo, lo hicieron con un buen plan y con violenta ejecución”, señaló el general, orgulloso por la matanza, antes de prenderles las insignias en el pecho.
 Al dejar el frente y regresar a los Estados Unidos, Dark hablaba muy poco acerca de la guerra en la que luchó.
 En las raras ocasiones que lo hacía, nunca señalaba a cuántas personas había matado. Se irritaba si alguien le preguntaba eso.
 “Es irrelevante”, expresaba mal encarado a fin de no hablar del asunto.
 De su mutismo se desprendía que fueron muchas y en forma brutal, tal como es la guerra.
 Durante las primeras semanas posteriores a su regreso de Afganistán, en esas noches que era dominado por el alcohol, su integridad se resquebrajaba.
 Transportado por los recuerdos, le refería a sus amigos de copas los horrores que sufrió junto a sus soldados en una incursión que hicieron en el nevado macizo montañoso Shah I Kot, a 30 kilómetros al este de Surmad, al oeste de la cordillera Jarwar, en la provincia de Logar, donde se creía que estaba refugiado Osama Bin Laden, el líder de la red terrorista Al Qaeda, abatido luego en una mansión de Islamabad, Pakistán.
 Recordaba cada detalle, cada lugar con tal exactitud geográfica, que parecía que un mapa, con vías, coordenadas y colores, hubiese quedado tatuado en su cerebro.
 Hablaba sobre los impresionantes bombardeos que estremecieron la tierra en Surmad, donde él y sus compañeros de la Unidad Aerotransportada 101, vivieron momentos de verdadero terror.
 “Los B-52 habían estado lanzando bombas pesadas toda la noche, por lo que creímos que todo iba a ser muy fácil –contaba sin soltar una botella de whisky que atenazaba con fuerza en su mano–, pero no fue así… No fue como los anteriores ataques, donde los renegados morían como gallinas. Fue diferente… Nosotros éramos más de mil quinientos hombres bien armados… Ellos se defendían valientemente con cohetes, morteros, metrallas y fuego de artillería... Comenzamos a caer como venados en plena cacería… –narraba con pesar–. Muchos murieron…Muchos…–un profundo suspiro lo interrumpió. Luego empinó la botella, tomó un gran sorbo y continuó–: No sé cuántos… Nunca se sabrá… ¡El gobierno no dice la verdad sobre nuestras bajas!… ¡Nunca la dice!... Si no hubiese sido por tres helicópteros Chinook que nos lanzaron municiones y suministros, la masacre hubiese sido total… –Los sorbos de whisky se convertían en pausas obligadas, casi necesarias para no estallar en llanto, y proseguía–: Para nuestra buena suerte, durante la noche llegaron los F-16… Dejaron caer sus BLUS-118S (bombas termobáricas de destrucción total) dentro de los túneles y cuevas de los talibanes…”.
 Siempre que estaba saturado de alcohol y rabia, Dark contaba una y otra vez la misma historia sin más variantes que las pausas, que se debían a los largos sorbos de licor, más que a otra cosa.
Sus amigos se sabían esa historia de memoria, aunque, a veces, según el número de tragos o estado de excitación, los recuerdos lo transportaban a un espejismo aún más alucinante, con el que casi siempre concluía el relato: “Al día siguiente pensábamos que los tendríamos en nuestras manos, porque la onda explosiva de esas bombas es mortífera… ¡Succiona el oxígeno de las cavernas y sofoca potencialmente todo lo que está dentro!…–Miraba a su alrededor para cerciorase que todos sus compañeros le estaban prestando la atención que el creía merecerse, volvía a llevar la botella a su boca con desesperación y sin que el trago le terminase de pasar por la garganta, continuaba–:¡Cada una tiene 907 kilogramos de explosivos y son guiadas por láser!, por lo que debían matar hasta los piojos de esos desgraciados… ¡Pero no!... Al amanecer ahí estaban, batallando… Nos tuvieron que desplazar a una zona más segura”, contaba con el rostro descompuesto por el dolor que le causaban esos recuerdos.
 “Muchos quedaron tendidos sobre la nieve… Sólo tres días después pudimos rescatar los cadáveres… ¡Qué carnicería!... Nos hicieron lo mismo que nosotros hicimos con sus poblados… Esos políticos de mierda asquean… ¡No tienen dignidad ni honor!… ¡Son unos criminales!”, finalizaba lanzando un escupitajo de rabia al suelo.
 Ese mismo hombre, el aguerrido ex capitán del ejército más poderoso del mundo, ahora estaba sólo, sin tropa, ni aviones, ni soldados y tendido sobre la cama de un oscuro hotel de Ravenna, ciudad conocida mundialmente por su arte, artistas y los personajes que la han visitado, vivido o muerto entre sus muros.
 Pero no estaba allí por su voluntad, sino porque había sido escogido entre un grupo muy especial de clérigos para cumplir con una misión secreta, una misión en la cual el color de las banderas no tenían sentido y mucho menos las fronteras o el nombre de los países.
 Ahora combatía para otro ejército, quizás tan poderoso o más que el de su país, pero que a diferencia de este realizaba sus guerras en la sombra, cobijado en el anonimato o, cuando le convenía, en el esplendor que representada la Iglesia Católica con su ejército compuesto por centenares de millones de soldados en todo el mundo que luchaban con un arma más poderosa que mil bombas atómicas: la fe.
 Quizás Dark lo ignoraba, pero esa misma Iglesia, cuando así se lo proponía, podía ser más sanguinaria y mortal que cualquier ejército del mundo. No hay nación sobre la tierra ni en el universo que no le tema o que no haya sufrido los rigores de su despiadada crueldad.


10

 Rodeado por un grupo de alegres muchachos, Santiago escuchaba complacido sus impetuosos requerimientos. Vestido de blue jean y franela blanca, estaba sentado en el borde de una de las escalinatas que conducen a lo alto del cerro La Bombilla. Había acabado de llegar al barrio, pero antes de proseguir para cumplir con lo que ese día lo había llevado hasta el lugar, se detuvo para atenderlos. Atropellándose, los curiosos jovencitos le pedían casi a gritos que les aclarase muchas de sus dudas sobre la religión.
 El día estaba tan inmaculado y claro, que el cielo, teñido de un brillante azul blanquecino, parecía haber sido proyectado por un reflector que provenía desde el centro del mismo universo.
 –Pastor, ¿por qué nos piden tener fe cuando estamos llenos de sufrimiento y miseria? –preguntó con firmeza uno de los jovencitos mientras se frotaba nerviosamente las manos sobre sus muslos.
 –Porque sólo a través del sufrimiento se obtiene la paz y la gloria, joven amigo –precisó Santiago con dulzura mientras le acariciaba el cabello–. El hombre sin fe se condena a la desesperación, por eso sufre y siente dolor… La fe, muchachos –afirmó dirigiéndose a todos–, es más poderosa que cualquier poder que pudiese existir en el universo… Más que mil bombas atómicas… La fe es el Dios que tenemos dentro de nosotros –expresó con transparente convencimiento–. Es la fuerza invisible, pero vigorosa, que nos permite creer aun sin comprender… Vive dentro de nosotros y a nosotros, a cada uno individualmente, nos toca descubrirla para que llene de gozo nuestras almas… El que tiene fe nunca perece y es más fuerte que cien hombres –resumió para ilustrar su idea.
 –A veces me cuesta creer lo que dices Iluminado… Sé que eres bueno y que por aquí todos te quieren… Que curas enfermos… Pero a veces creo que te burlas de nosotros –recriminó uno de los más mocitos.
 – ¿Qué te inquieta?... ¿Qué es lo que te parece anormal? –preguntó paternalmente Santiago.
 –Eso de la fuerza invisible… De creer sin comprender… Todo me parece una comiquita de televisión… Así como Mazinger Z, que dice: ¡La fuerza está en mí!
 Al escuchar la espontánea ocurrencia del pequeño, la mayoría de los chicos no pudieron contener las carcajadas. Los más tímidos se aguantaron por respeto al predicador. Otros torpemente se taparon la boca, pero era tan enérgica e incontenible su inocente risa, que las manos les temblaban entre los labios.
 –Entiendo… –respondió después que los muchachos se calmaron–. Entiendo tú angustia, pequeño, pero la verdad sólo se conquista a través de la fe… El que no tiene fe nada es… Si no tienes fe, nada eres… El guerrero que no tiene armas ni coraza y carece de defensa, pronto morirá a manos de sus enemigos… La fe es tú armadura, la fuerza que te hará conquistar al mundo… Sin la fe nada eres, porque estás de espalda a Dios… Si tienes fe ella te hará comprender y te dará valor… A través de la fe conocemos a Dios en su infinita bondad…
 – ¿Entonces la fe es como la gasolina que mueve los carros? –preguntó con socarronería otro de los jovencitos que buscaba causar juerga entre sus compañeros.
 Santiago lo observó y sonrió, pero no le respondió.
 –Si la fe nos guía –continuó–, entenderemos que el sufrimiento no es tal como lo percibimos, sino una forma de estar más cerca de la verdad y de Dios… Sin la fe la existencia sería un vil peregrinar por el mundo, donde nada, ni la riqueza terrenal más opulenta, tendría sentido o razón… El que no tiene fe está atrapado en la nada –precisó arreglándose un mechón de cabello que la brisa le posó sobre los ojos.
 –Iluminado, ¿qué es la fe?... ¿Dónde está? –se escuchó de pronto una voz ronca y seca.
 La interrogante procedía de un hombre que subía las escalinatas con una mugrienta mochila terciada en la espalda. Su pálido rostro hablaba de dolor y hambre. Los ojos, de sufrimiento y dolor. Sus manos, fuertes y callosas, sostenían una abollada vianda de aluminio que estaba a punto de deshacerse.
 –La fe, querido amigo, y lo dije hace rato, es creer sin comprender… Creer en Dios sobre todas las cosas… Es entender y cumplir sus mandamientos… El que no tiene fe deambula como sonámbulo en un mundo donde hasta el placer sería una atormentante alucinación… Es el estar muerto aún estando vivo…
 El fornido mulato que lo había interrumpido se conmovió por segundos. Lo miró vacilante. De pronto su rostro cambió. Le sonrió y siguió subiendo cerro arriba, hacia su rancho de cartón, pero ahora con decisión y fuerza, como si en lo alto lo esperase la misma providencia divina.
 Santiago dejó de hablar y comenzó a observar mansamente los rostros de los jovencitos.
 –El que no tiene fe está atrapado en la nada…–explicó con convicción–. Sin fe el hombre está atrapado dentro de una máscara de inexistencia.
 El joven predicador parecía ausente, extasiado. Una tenue paz se palpaba en el ambiente.
 Los muchachos escuchaban deslumbrados aquellas palabras que se les hacían difíciles de entender, pero que, sin embargo, les producía sosiego y esperanza. Nunca nadie les había hablado así. Comenzaron a comprender que no todo era pobreza o riqueza, maldad o bondad, sino que había otro mundo, un mundo paralelo y que si ellos lo deseaban, podrían alcanzarlo y tenerlo entre sus manos.
 La voz de Santiago, dulce y suave, despedía olor a esperanza, a vida y amor. Los muchachos presagiaban un nuevo horizonte sin tantos sufrimientos. No obstante, a otros lo absorbían terrenas inquietudes.
 – ¡Palabras!... Sólo palabras bonitas, Iluminado, pero con eso no comemos –se atrevió a interrumpirlo con ironía Juan, El Remedón, un jovenzuelo de unos veinte años, cuyo martirio en esta vida comenzó antes de cumplir los tres de edad al recibir de su madre una olla de agua hirviente en el cuerpo. El pecado cometido: llorar porque tenía hambre. Aun hoy las llagas de las quemaduras siguen soldadas a su cuerpo como fiel testimonio de dolor, terror, maldad y sufrimiento.
 Santiago entrecerró los ojos con devota humildad.
 –Es cierto, tienes toda la razón, chico –respondió–. Pero no hay que desesperarse, porque Dios proveerá al necesitado… Dios es amor… Dios es perdón… La vida y la gloria…
 – ¿Pero cuándo?… ¿Cuándo será eso? –insistió receloso Juan, quien en los últimos meses se había convertido en su más inseparable seguidor.
 –A veces, no sé porqué designios del destino, la ayuda divina parece abandonarnos –contestó dubitativo Santiago.
 – ¿Qué debemos hacer cuando eso ocurre? –pregunto un negrito que estaba recostado de una derruida una plancha de zinc.
 –Cuando eso sucede, hay que entregarse a la oración más interna… Entregarnos al Padre Nuestro –afirmó Santiago con devoción mientras se hacía la señal de la cruz– porque Él nos dará el pan de cada día. A veces si sustituimos el alimento de nuestros estómagos por el alimento del alma, veremos que pronto esa sensación de hambre tenderá a desaparecer.
 Tan jóvenes y con tantos pesares sobre sus vidas, con tantos ayunos obligados y tantas torturas contra sus estómagos, las aseveraciones de Santiago parecían una burla al destino, aunque no protestaron. Sólo se miraron entre ellos y después de algunas muecas y uno que otro encoger de hombros, sonrieron irónicos.
 Santiago advirtió el desconcierto, pero nada podía hacer para confortarlos en ese momento. Su única herramienta era el poder de sus palabras y la esperanza de que algún día, todos, todos ellos, fueran recompensados.
 –Iluminado, explícanos… ¿Cómo se puede ser puro sin comer?
 –Es una forma de purificarnos, tal como lo hacen los monjes del Tíbet… Aunque no son cristianos, son místicos entregados a la oración más profunda, tal como deberíamos hacerlo todos nosotros, los que nos decimos devotos de Cristo.
 – ¿Cómo es eso? … ¡Yo no entiendo Iluminado! –indagó un morenito de ojos tristes y tan desnutrido que su piel se adhería a los huesos como si fuese una cubierta de hule.
 –Si despiertan la fuerza de sus almas verán que podrán hacer maravillas. No quiero tapar el sol con un dedo, ni justificar injusticias… Sé que una de las mayores crueldades del mundo es el hambre, joven amigo –expresó afligido–. No hay mayor violencia que el hambre…
 – ¡Yo lo sé! – afirmó el morenito abriendo descomunalmente sus ojos negros con tan dramática expresión que parecía revivir su última pasantía en el infierno.
 – ¡Es la peste del siglo!... Tan diabólica y letal, que cada vez que parpadeamos muere de hambre un ser humano en el mundo. Niños inocentes, madres parturientas, viejos, hombres y mujeres de todas las edades y razas, son sometidos a diario a la tortura del hambre en todo el mundo, tal como la gran mayoría de ustedes… Es tanta la agresión que padecen y tan irracional esa tortura, que muchos no tienen siquiera la oportunidad de quejarse antes del último suspiro… Yo, muchachos, como soplo de viento, estoy aquí para corregir esa plaga… Pero antes debo, por mandato divino, apagar la soledad de los espíritus y encender nuevamente la llama de la esperanza en el corazón del hombre.
 Las palabras de Santiago penetraban sus jóvenes almas. Todos estaban hechizados. Era tanta la fuerza que irradiaba sus ojos, que parecía absorber con ellos el néctar de sus pensamientos más profundos. No obstante el joven predicador sufría en silencio. Sufría por su impotencia. Por no poder resolver, de una vez por todas, y prodigiosamente, el drama de los humildes desposeídos de los cerros. Sentía que el peso del mundo reposaba sobre sus hombros, pero también sabía que debía esperar. Que el nuevo renacer estaba por llegar. Que, al fin, después de siglos de espera, el mundo volvería a reconquistar la espiritualidad perdida. Que pronto los corceles divinos retumbarían por los cielos para anunciar con mil trompetas celestiales la victoria del espíritu sobre el diabólico materialismo que empaña y destruye la bondad en el corazón de los hombres. Que la semilla del amor y el perdón volverían a renacer. Que nadie, entonces, podría arrebatarle su alegría, porque le pertenecía como el rojo rubí.
 –El milagro de la vida, no es la vida en sí misma como se cree, sino la muerte, porque sólo a través de ella conoceremos a Dios, momento en el cual nos será develado el Misterio de la Santísima Trinidad –expresó con exaltación.
 –Eso es demasiado enredado para nosotros, Iluminado –inquirió Raquel, una bella adolescente que poco antes se había incorporado al grupo.
 Era la misma jovencita a la que Santiago le sonrió durante su último sermón en La Bombilla.
 –Si tú crees que Dios es uno, haces bien. También los demonios lo creen, y tiemblan… Pero sólo a través de la fe encontrarás una explicación a mis palabras. Sólo la fe te dará el don de comprenderlas… No soy yo el indicado para esclarecer lo que está destinado a tu corazón…
 –Pero, pastor –interrumpió burlonamente un flacuchento mozalbete–, dime entonces porqué nacemos, si la alegría de la vida está en la muerte.
 –Nosotros, los humanos, los moradores de la tierra, vivimos en el Vestíbulo del Purgatorio –explicó mirando a Raquel, quien se había sentado justo frente a él–, donde aún persiste la maldad y únicamente después de la muerte conoceremos la verdad absoluta… El mundo –dijo luego de un enérgico suspiro– nuestro mundo, no es tal como lo percibimos en el espacio-tiempo a través de los sentidos, ya que encima y debajo de nosotros hay otros mundos, a los que no vemos, pero sí intuimos a través de la imaginación que nos fue legada desde el principio de los principios, y a la que llamamos otra dimensión, la cual no será de sufrimiento sino del goce celestial más puro… La muerte no es el fin, sino el comienzo –sentenció agitando las manos para ayudarse a comprender.
 Pese a su esfuerzo, a la afanosa explicación, lo muchachos movieron la cabeza de un lado al otro indicando no entender.
 Un bello araguaney enclavado en lo alto del cerro, mostraba orgulloso sus espléndidas flores amarillas. Su brillo era tan intensamente hermoso, que le daba gracia y apariencia de pesebre incultivado a los destartalados ranchos que con sus techos de zinc y paredes de cartón se erguían en el cerro como un monumento a la miseria. ¡Bucólica imagen donde la sublime hermosura se viste de luto y dolor!
 Santiago era parte de esa escenografía y con sus palabras conjugaba miseria con amor y sentimientos puros. Extraña mezcla. Sin embargo, brindaba un efecto reconfortante entre los humildes pobladores del barrio.
 –“Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”, le dijo Jesús a Simón, el llamado Pedro, y a su hermano Andrés mientras caminaba junto al Mar de Galilea… Estos dejaron todo y lo siguieron. Y yo les digo lo mismo a ustedes… ¡Síganme en su bondad y en sus acciones, porque pronto se revelará la Verdad Suprema!
 Santiago había comenzado a relatar un versículo del Evangelio de San Mateo, pero súbitamente cambió el rumbo de su discurso.
 –Recuerden muchachos, y grábenlo muy bien en sus memorias: el cristiano vive en las aguas del bautismo, es decir en la gracia del Espíritu Santo. El cristiano que se aparte de esa agua muere interiormente y poco a poco… Se deshace como ser y como persona…
 –Yo no creo en eso –interrumpió Raquel respingando su pequeña y bien delineada nariz–. Los ateos y los comunistas andan por ahí y nada les pasa… Siguen viviendo, pecando y muchos de ellos robando y hasta matando, sin que nada les suceda.
 –Igual como el pez muere al salir del agua, el cristiano muere si se deja seducir por la mente del mundo –le contestó obviando su argumento y, dirigiéndose a todos, agregó–: No busquen entender, sólo tengan fe y cuídense mucho, porque no quiero perderlos de mí rebaño –sugirió presintiendo que no todos los que estaban esa allí tarde, con él, lo acompañarían el día de la exaltación.
 –Palabras, sólo palabras, Iluminado, pero todo sigue igual –atajó Raquel arrogante e incómoda–. El tiempo pasa y las injusticias siguen. Entonces, ¿por qué creer y a quién creer?... ¿A quién?... A mi me parece que todo esto es un espejismo, una farsa… Hasta nosotros mismos somos un espejismo…
 –Así como uno no se da cuenta que la tierra gira debajo de nuestros pies en todo momento, de la misma forma el ser humano no se percata de la oscuridad y confusión en la que vive… Sólo hay que buscar la luz que hay dentro de nosotros y al encontrarla hallaremos a Dios. No hay otra forma… Sin fe no somos nada, porque…
–Creo en Dios, pero eso no me sirve de mucho –interrumpió otra vez, pero en tono retador, la hermosa joven. Pese a las privaciones y su pobreza, Raquel poseía una distinción poco común entre la gente del barrio–. Mi fe nunca ha sido corrompida, pero si mi esperanza… Basta con mirar a nuestro alrededor… ¡Mira!... ¿Qué ves?... ¿No te das cuenta?... ¡Esta es la realidad!... ¡Mira!... ¡Mira a tu alrededor Iluminado!... ¿Es qué acaso no ves la miseria?... ¿No la ves? –soltó con disgusto e impotencia al percibir que sus observaciones no eran tomadas muy en serio por aquel piadoso y apuesto predicador que desde hace meses se había transformado en el guía espiritual del barrio.
 –No creas que estoy ciego, pero hay que esperar… –contestó sosegado–. Recobra tú esperanza y únela a la fe y serás invencible ante los ojos de Dios.
 –No es tan fácil… Son palabras… Sólo palabras que al final no sirven para nada cuando no se tiene siquiera un pedazo de arepa para comer ni agua limpia para beber.
 –La fe proveerá, bella e inquieta jovencita –respondió Santiago sonriéndole a fin de contener sus arremetidas, las cuales podrían causar más confusión de la que existía entre los otros jóvenes presentes.
 –Lo sé, pero a veces me desespero… ¡Estoy al borde!... Disculpa, no era mi intención molestar –reconoció bajando la guardia y devolviéndole la sonrisa.
 –No creas que no sé por lo que están pasando… No sólo tú, sino todos… Aquí y en otras partes… Por eso he venido. Para aplacar sus penas y brindarles una esperanza… Lo mismo hago en otros barrios… Todo es tan difícil y complicado… Por ahora son sólo palabras… ¡Lo sé!... Pero pronto vendrán los hechos, la revelación que nos liberará…
 Iluminado, ¿vendrá Jesucristo?… ¿Volverá a la Tierra?... Mi tía dice que sí… Que si vendrá. ¿Es verdad o mentira?…–interrogó el más chico del grupo, un muchachito que no conocía otro mundo más allá de aquel lugar poblado de miseria, ranchos de cartón y hojalata y que en vez de calles o avenidas tenían largas escalinatas que como serpientes sin cabeza surcaban los cerros.
¡Sí!… Ya está con nosotros en La Eucaristía, en la oración… Es cierto pequeño amigo, vendrá pronto… No desesperes y escucha a tú tía… Muy pronto se materializará… ¡Vendrá lleno de gloria y poder para clausurar la historia y juzgar a vivos y muertos!…
–No entiendo… Eso es muy complicado… –replicó el pequeño.
–Lo sé… Yo sólo soy un mensajero –sentenció Santiago como si frente a sus ojos tuviese la visión de una imagen divina–. Pero cuando venga el Consolador, él dará testimonio acerca de mí –concluyó con regocijo.


11

 John Dark daba los últimos toques a un bigote postizo rubio que momentos antes se había adherido con un pegamento especial.
 Estaba frente al espejo, en la sala de baño, presto a salir del hotel de Ravenna.
 Vestía un traje de discreta confección color gris plomo. Debajo de este, y con los botones abrochados hasta arriba, una chemise negra completaba su nuevo atuendo.
 Sobre el lecho, dentro de una voluminosa bolsa plástica, asomaba parte de la sotana que endosaba la noche anterior.
 Miró el reloj. Las agujas marcaban las nueve y treinta de la mañana.
 Se dirigió hacia la cama, tomó una pequeña valija que estaba sobre ella y el envoltorio con su traje sacerdotal. Dio un último vistazo a la habitación a fin de cerciorarse de que no había olvidado nada, fue hacia la puerta, giró la perilla y salió escaleras abajo.
 Una vez en al calle caminó sin parecer tener prisa ni norte preciso, aunque su mirada estaba alerta y en busca de algo determinado.
 Cerca de Piazza del Popolo, en un gran depósito de basura que estaba alineado junto a otros similares al costado de un frondoso árbol, echó la bolsa con el hábito monacal y prosiguió a pie hasta llegar a una transitada intersección.
 Con la vista fija en la avenida esperó unos instantes en la acera. Al primer taxi libre que vio pasar, le hizo señas de detenerse. Se subió y, en perfecto italiano, como si fuese su lengua natal, le indicó al conductor que lo llevase al aeropuerto Guglielmo Marconi, en Bologna.
 Aunque la distancia era considerablemente larga, John tenía el tiempo calculado con precisión militar. Sabía que el avión que pensaba abordar no partiría sino hasta las tres y media de la tarde, por lo que tenía tiempo de sobra para estar antes de la hora prevista en la Terminal aérea.
 Se relajó en el asiento trasero y distraído se puso a observar el paisaje que pasaba velozmente ante sus ojos a medida que el auto avanzaba por una amplia autopista.
 Atrás dejaba a Ravenna y a la majestuosa belleza natural que circunda a la ciudad que inspiró a Dante, Bocaccio y Bayron.
 Pasado el mediodía, el taxi se detuvo frente a la puerta principal del aeropuerto. Dark, disculpándose por no tener monedas de baja denominación le pagó con un billete de doscientos euros y le dijo que se quedase con el cambio, por lo que el agradecido conductor le brindó toda clase de lisonjas y agradecimientos.
 Al llegar a la taquilla de la British vio que pocas personas esperaban para ser atendidas. Se puso en fila y al llegar su turno sacó del bolsillo interior de la chaqueta el boleto y pasaporte y se lo extendió al empleado de la línea aérea. Después del chequeo de rutina, este se lo devolvió y le anunció que su vuelo a Caracas tenía demora de una hora debido al mal tiempo reinante en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, en Venezuela.
 Debido a la demora, Dark, sin otra preocupación por el momento, entró al primer bar del aeropuerto que encontró a su paso.
 Sentado en una de las mesitas del local, estuvo absorbiendo con calma toda la cantidad de whisky que le permitió el retraso.
 Al oír por los parlantes anunciar el número de su vuelo y puerta de embarque, pagó y se dirigió hacia ella.
 Después del despegue John permanecía todavía con el cinturón abrochado observando por la ventanilla. Veía con infantil embeleso como las nubes se deslizaban en las montañas del cielo. En su mano sostenía el escocés que la azafata le había servido momentos antes.
 Sosegado, recostó la cabeza del respaldar y, con el vaso plástico lleno de whisky, se puso a pensar en la guerra, en sus tiempos de luchas en Afganistán y en lo absurdo que había sido todo.
 En su mente bullían muchas interrogantes. Las que más le turbaban estaban aderezadas de terror, conspiración y muerte.
 Aunque vacilante, siempre que tenía un momento de reflexión o cuando el alcohol lo libraba temporalmente de deberes patrióticos o monacales, se atrevía a repetírselas: “¿El atentado contra Las Torres Gemelas fue un acto terrorista producto de la ira de un grupo fundamentalista o la confabulación de varios estados terroristas?… O de sectores manipulados y dirigidos por oscuros intereses… ¿Habrá sido, por el contrario, un golpe protagonizado por poderes armamentistas y petroleros ligados al gobierno y urdido dentro de los mismos Estados Unidos?”.
 Y de esas nacían otras, igualmente perturbadoras: “¿O todo fue producto de una gran coartada del gobierno para afrontar la gran hecatombe económica que se avecinaba?… ¿O una mezcolanza de intereses económicos para justificar la guerra y la destrucción?... ¿Por qué meses antes del atentado los Estados Unidos desató una guerra mediática a nivel mundial con el objeto de desacreditar al Talibán y sus costumbres? ¿Preparaban el terreno para la otra guerra, la de muerte, ruina y ocupación de la nación afgana?
 En sus reflexiones Dark no exoneraba a los terrorista islámicos y a su líder, el multimillonario saudí Osama Bin Laden, quien paradójicamente, mucho años antes, durante la invasión soviética a Afganistán fue aliado de los Estados Unidos y era espía de la CIA contra los rusos.
 Dudaba, tenía grandes y sustentadas dudas sobre el porqué de la guerra y sus verdaderas motivaciones, pero al final, al no encontrar repuestas lógicas, les atribuía toda la culpa a Bin Laden y a su ejército mercenario.
 Aunque no tenía de pruebas para develar una conspiración interna propiciada por su propio país, de una fuente muy confiable, Dark se enteró que mucho, pero mucho antes de comenzar la Operación “Libertad Duradera”, la gran batalla contra el Talibán, el gobierno norteamericano había suscrito un acuerdo secreto con la Alianza Norteña, el grupo afgano aliado e incondicional a los Estados Unidos. En el convenio, como punto central, se prometía ayuda militar y dinero para la reconstrucción del país una vez terminada la guerra, la cual sería corta, a cambio de vía libres para los oleoductos que las transnacionales norteamericanas trazarían desde Uzbekistán.
 El tratado se concretó cuando, por presiones norteamericanas, se nombró como presidente de Afganistán a Hamid Karzai, en ese entonces líder del gobierno interino y controlador absoluto del loya jirga, el consejo tribal de esa nación.
 De tener fundamento esas conjeturas, se habrían seguido al pie de la letra todas las recomendaciones hechas en el Informe Maresca.
 Pero las dudas de Dark rasgaban una realidad aún más profunda y ciertamente aterradora. Sospechaba que el asesinato de Abdul Rahman, Ministro de Aviación y Turismo del nuevo gobierno afgano en el interior de un avión a manos de cinco miembro de las fuerzas militares de la Alianza Norteña, había sido planificada por la CIA debido a que habían fundados indicios de que Rahman no era lo que aparentaba ser, sino un agente infiltrado de Al Qaeda y la persona que espiaba a favor del ahora fallecido Bin Laden y de su lugarteniente, el Molá Mohammad Omar. Este último considerado el gran estratega de la resistencia Talibán y conocido por los servicios secretos de occidente como El hombre sin rostro, ya que se desconocen sus facciones, edad precisa y de qué país islámico es nativo. Sólo se sabe, o creen, que era el segundo de Bin Laden, que su barba es cana y usa lentes oscuros.
 Hasta los momentos la inteligencia norteamericana únicamente ha podido obtener una foto, bastante desenfocada, que presumen corresponda al Molá Omar.
 Hace mucho tiempo Dark sabía que su país no jugaba limpio en los juegos de la guerra, que muy poco les interesaba las vidas humanas o la aniquilación de pueblos enteros si de ello dependía su poderío económico y de imperio sobre toda la humanidad, aunque la respuesta, a través de la guerra, fuese un acto criminal.
 Un día, con la guerra en plena efervescencia y mientras se encontraba en Kabul, Dark conoció a Alberto Cairo, un médico italiano que dirige un hospital convertido en centro de rehabilitación de la Cruz Roja Internacional y a quien los lugareños llaman cariñosamente “La Madre Teresa de Kabul” debido a su abnegación hacia los enfermos y heridos de guerra.
 Éste le contó que casi todos los días recibía a más de trescientos pacientes, la mayoría mutilados por las minas antipersonales lanzadas desde los aviones norteamericanos, las cuales se habían convertido en un verdadero flagelo en esa nación. “Esas minas no sólo están matando a hombres, sino a mujeres y niños”, le confesó el médico consternado.
 Dark estaba ese día ahí porque había sido comisionado, junto a otros seis oficiales de mayor rango, a realizar una inspección en el hospital ortopédico.
 Durante el recorrido, el cual hicieron conducidos por Cairo y otros médicos, un anciano delgado, alto, de barba larga y blanquecina, ataviado con la vestimenta típica de la región y con un desteñido turbante color vino tinto sobre su cabeza, se le fue acercando disimuladamente.
 Avanzaba ayudado por un par de muletas porque su pierna izquierda había sido amputada un poco más arriba de la rodilla. Cuando estuvo al lado de Dark, a fin de que los otros oficiales no lo entendiesen, en dari, dialecto que sólo hablan en Kabul, le dijo: “Esto –indicó mostrándole la pierna mutilada– fue por servir a tu nación”. Luego miró por sobre su hombro y con sigilo agregó: “Duncan, tengo información vital para usted. Véame mañana, a las dieciséis horas, en la entrada norte de la Mezquita Azul”.
 Extrañado, Dark le contestó, también en dari, que se había equivocado de hombre. Que él se llamaba John Dark y que no conocía a nadie en su regimiento con el nombre de Duncan.
 Mientras trataba de convencer al anciano de su confusión, uno de los oficiales de la comitiva que supervisaba el hospital requirió su presencia, por lo que Dark giró instintivamente hacia el sitio de donde provenía la voz.
 Sin moverse del lugar apenas cruzó un par de palabras con su compañero de tropa. Cuando volteó para reiniciar la conversación con el anciano, éste había desaparecido entre la hilera de camas y la procesión de parapléjicos que se arrastraban ayudados por bastones y muletas dentro de la sala hospitalaria.
 Cómo sabía aquel hombre que tanto él como su pelotón estarían al día siguiente en Mazar-i-Sharif, donde está la Mezquita Azul, a más de 300 kilómetros de distancia de donde se encontraba en ese momento, nunca se enteró. Esas órdenes, la de trasladarse a Mazar-i-Sharif, estaban cifradas y su alto mando se la había comunicado solo pocas horas antes.
 Al otro día, muy temprano, llegó a la ciudad y sus intenciones eran las de no moverse del cuartel. No obstante en la tarde, impulsado por la curiosidad, cambió de parecer y decidió acudir a aquella extraña cita, aunque llegó minutos más tarde de lo indicado.
 Cuando estuvo frente a la Mezquita Azul, conocida como la Tumba de Alí, sitio de oración de los musulmanes chiítas, un alboroto inusual en la zona atrajo su atención. Poco a poco se fue abriendo paso entre la multitud que estaba formando un círculo junto a algo que no alcanzaba a ver. Sólo escuchaba voces de pesar y maldiciones.
 Inquieto, apartó de un empellón a un barbudo cincuentón que tenía los dientes destruidos de tanto mascar goma de tabaco. Bajó la vista y sobre el piso vio, rodeado por un charco de sangre cuyo color comenzaba a cambiar de rojo en ocre desteñido debido al penetrante sol y al calor, al anciano que lo había abordado el día anterior en el hospital de Kabul.
 Yacía en el suelo degollado. Tenía una de sus manos cerca de la boca. Parecía que alguien, deliberadamente, se la había puesto en esa posición en una suerte de ritual. El cuerpo, según apreciación de los curiosos, fue arrastrado y volteado por sus asesinos con la cara en dirección a la Meca, igual que sus muletas, signo inequívoco de que había sido ajusticiado.
 A lo lejos, el plañidero silbido de sirenas indicaba que varios autos patrulla se acercaban a toda velocidad a la mezquita.
 Aunque estaba vestido de civil, Dark se apartó del grupo lentamente a fin de no llamar la atención y se escabulló del lugar, corazón de luchas y disputas tribales entre los musulmanes y reino de traficantes y asesinos.


12

 En la tarde Figueroa se comunicó con la Misión y le relató a Serafino sus logros. Al finalizar le dijo que, muy a su pesar, debería regresar de inmediato a San Felipe.
 El monje le pidió que se quedase. Que solicitara un permiso indefinido en el hospital, porque su presencia en Caracas era de vital importancia. Tenía ubicado a Santiago. Conocía de cerca sus características físicas, por dónde se movía, de qué hablaba, a qué grupo de personas se dirigía y los barrios que frecuentaba.
 Del otro lado del auricular el médico lo escuchaba con atención y respeto, pero con deliberada obstinación se resistía a las peticiones del prior.
 Cada palabra de Serafino, cada exigencia del monje, sonaba en su mente como el retintín de una caja registradora. Pensaba que si por el caso de María Coromoto, por atender aquel parto de forma “discreta y silenciosa” le había pagado seis millones, otro tantos, o quizás muchos más, podría sacarle por este asunto que tanto le inquietaba y que parecía ser todavía más importante.
 –Mis gastos son elevados, padre. Difícilmente podré quedarme un día más aquí. Me encantaría, pero no puedo –argumentó astuto–. Mi maleta está lista y, si Dios quiere, pasado mañana salgo para allá –comunicó decidido, aparentemente inflexible, pero calculando cada una de sus frases.
 Conociendo de antemano la codicia del médico y en lo truhán que se convertía cuando sabía que tenía ventaja sobre algo, Serafino se comprometió en transferirle de inmediato una considerable suma de dinero a su cuenta bancaria, prometiéndole que, concluido su encargo, duplicaría esa cantidad.
 –Este no es un trabajo común y corriente, Figueroa. Tus servicios van en beneficio de la Iglesia y el pueblo de Dios –concluyó el prior a fin de hacerle entender que estaba haciendo algo correcto y honorable.
 Aunque seducido de inmediato por la irresistible proposición, el hábil médico aparentó restarle importancia a la cuestión del dinero con la intención de sacarle aún más provecho a la situación, de exprimir hasta el máximo aquella oportunidad, la cual raramente se le volvería a presentar en todo lo que le restase de vida.
 Con el auricular adherido a la oreja y como si la bocina fuese el micrófono de una emisora de radio, Figueroa comenzó un discurso apasionado sobre los casos y los pacientes que tenía en el hospital, a quienes, decía, de ninguna manera podía abandonar. Que esa gente humilde lo necesitaba. Que él era como un padre para ellos. Que era cuestión de ética profesional y no de dinero.
 Con cada palabra que pronunciaba su histrionismo aumentaba en vigor y decisión.
 Poco a poco su discurso se fue apagando al percibir el desespero que el monje comenzaba a demostrar del otro lado del hilo telefónico.
 Serafino era un zorro viejo y lo conocía muy bien. Sabía que aquellos argumentos hubiesen sido totalmente válidos si se tratase de otra persona, pero no en el caso de Figueroa.
 –Patrañas, Figueroa… Sabes que te conozco muy bien… Sé que siempre que puedes te escapas del hospital y te vas de parranda con alguna mujerzuela… Deja de parlotear y chequea esta tarde tu cuenta… Seguro que se te alegrará el día y se te olvidarán tus pacientes.
 El prior fue tan contundente que al médico no le quedó más remedio que aceptar.
 –Que conste, padre, que lo hago por la Iglesia… Porque soy un cristiano devoto y no por dinero –advirtió sumiso.
 –Está bien, hombre… Por lo que sea, pero hazlo. Busca la manera de convencerlo y traerlo hasta aquí –afirmó resignado el monje antes de colgar.
 Pese a la confianza que había depositado en Figueroa y el dinero que estaba invirtiendo en aquel “encargo”, Serafino ignoraba que éste sabía el lugar exacto dónde vivía El Iluminado. Adrede el médico había obviado revelárselo. Esa era una carta que se reservaría para posterior beneficio.
 Después de concluir la conversación con el prior, Figueroa tomó el móvil y llamó a su hijo Basilisco para que lo acompañase esa noche al teatro, invitación que el joven aceptó a regañadientes.
 Basilisco, quien desde hace algunos años se había residenciado en Caracas, era el único hijo de Figueroa. Fue el producto de su fallido matrimonio con Hidra Pérez Mago, una despótica mujer descendiente de una humilde familia campesina que de la noche a la mañana se convirtió en adinerada terrateniente debido al abigeato, remarca de ganado y otros delitos. Hidra, por azares del destino, nació en un esquelético palafito que se levantaba, junto a una veintena más, sobre las aguas de Santa Rosa, destartalado caserío enclavado en las márgenes del Lago de Maracaibo. El infortunio y el acecho de la justicia habían llevado hasta allí a su padre, quien en ese entonces tenía su centro de operaciones delictivas en Ureña, en los límites de la frontera colombo-venezolana, en el estado Táchira, y era buscado por las autoridades locales bajo la acusación de abigeato y contrabando de ganado desde Colombia.
 En ese refugio, tanto ella como muchos otros miembros de la familia Pérez Mago y la banda, permanecieron hasta que todo el alboroto que se suscitó en torno a su captura se fue disipando.
 Cuando el asunto fue totalmente “olvidado” gracias a las jugosas sumas de dinero que tuvo que pagar su padre para contener el voraz chantaje de jueces y funcionarios policiales para que el expediente del caso fuese “archivado y enterrado”, regresaron al hato “Los gavilanes”, en Yaracuy. Ahí su progenitor era accionista principal y mandamás de una gran central azucarera. Además poseía inmensos sembradíos de naranja, sin contar otras grandes extensiones de tierra donde pastaban más de tres mil cabezas de ganado, cerdos y otros animales.
 Hidra Pérez Mago, delgada, de tez aceitunada, ojos achinados y poseedora de una de exótica hermosura, presumía erradamente que debido al poder y a la supuesta impunidad que le otorgaba la fortuna de su familia, podía insultar y avergonzar a mansalva a Figueroa frente a su hijo Basilisco. Era la humillante constante de la relación. En su arrogancia consideraba a su esposo un ser sin valor, un bueno para nada, por carecer de bienes y riqueza, aunque era un hombre inteligente y poseedor de una cultura superior a muchos en esas tierras de cuatreros y bandidos. Desgraciadamente, debido a la perniciosa influencia de Hidra, las relaciones con su hijo siempre estuvieron signadas por la tirantez, que rayaba en un sórdido irrespeto a la autoridad paterna. No obstante, Figueroa almacenaba en Basilisco un amor incomprendido y desolado. Soportaba estoicamente sus insultos y humillaciones, perversiones que desde niño le habían sido inculcadas con odio profundo por su propia madre.
 Por ello, siempre que tenía un motivo que podría engrandecerle ante sus ojos, lo buscaba, de ahí la invitación que le hizo al teatro. Quería presumir ante él la responsabilidad que le habían encomendado los monjes. Pero, más que nada en el mundo, quería intentar, otra vez, reconquistar su amor, un amor que sabía perdido, pero no irrecuperable.
 Sus esfuerzos eran honestos. Era el único ser en el mundo que llevaba su sangre y, no obstante, éste le prodigaba un odio cruel. Eso lo atormentaba. No entendía en qué había fallado, aunque sabía que gran parte de la culpa, de la animadversión de su hijo, la tenía Hidra, quien con el pasar del tiempo pagó con creces todos sus pecados.
 El desprecio de Basilisco impulsó a Figueroa, quizás a través de una suerte de conducta inconsciente o tal vez con deliberada intención, a no tener más hijos después de su divorcio de Hidra.
 Su experiencia matrimonial fue tan traumática, que jamás pensó en casarse de nuevo. Aunque por su vida pasaron otras mujeres, muy hermosas y de amor genuino, siempre, instintivamente, buscó ahuyentarlas. Escapaba de ellas despavorido y en forma inexplicable. La idea de otro matrimonio lo flagelaba tanto mentalmente, que de sólo imaginarlo caía en una abismal depresión.
 Consultó con colegas psiquiatras, pero estos nada le hallaron.
 “¡Estás muy bien, chico! –le decían–. ¡Gracias a Dios no tienes nada! Tú mente funciona bien, no así la de tu esposa… Lo único que tienes es una depresión post divorcio, pero eso es normal. ¡Pronto estarás bien!”.
 Siempre que recordaba esas palabras u otras semejantes, enardecía. “¿Cómo voy a estar bien si le tengo terror a una relación estable?… ¿Cómo voy a estar bien si le temo al amor?”, se preguntaba.
 Después de andar de aquí y allá, de tener una que otra aventura, Figueroa comenzó a despreciar al sexo femenino.
 Llegado un momento, siquiera frecuentaba prostitutas, prefería masturbarse antes que estar con una mujer. Su trauma era serio y, por supuesto, sus amigos psiquiatras totalmente errados en sus diagnósticos.
 Su aversión a las mujeres la trasladó a un frenético afán de reconocimiento, tanto en su campo, la medicina, como en cualquier situación que se le presentase y que él consideraba propicia para alimentar su ego.
 Por ello abrigaba la esperanza que ahora, cuando Basilisco estaba por cumplir los veinticinco años de edad, podría reconquistarlo. Que la época sombría de la niñez y la adolescencia habían pasado. Que el joven ya tenía la suficiente madurez para discernir sobre el bien y el mal, mucho más ahora que estaba lejos de la perversa influencia de la madre, quien con su infamante desprecio, su absurdo insulto a la cordura, había infectado su espíritu desde la infancia.
 Basilisco era un hombre apuesto, tan altivo y pretencioso como su padre, aunque heredero de los rasgos indígenas de la madre, los cuales se evidenciaban en sus ojos rasgados de mirada gélida e impenetrable. Parecía que en su esencia no tenía cabida fragilidad ni sentimientos, aunque, cuando se proponía transmitir dulzura, lo lograba en forma impecable.
 Cerca de las ocho de la noche Figueroa se paseaba impaciente por los alrededores de las escaleras mecánicas que dan acceso a la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, en Los Caobos.
 Durante esos días se desarrollaba en Caracas el XIV Festival Internacional de Teatro y esa noche se presentaría el grupo “Berliner Ensemble” con su obra Der aufhaltsame aufstieg des Arturo Ui (La resistible ascensión de Arturo Ui), de Bertolt Brecth. La pieza, dirigida por Heiner Müller, escenificaba una sátira ambientada en la Chicago de 1920, en la que un ambicioso y despiadado gangster servía para ilustrar la historia del ascenso de Hitler al poder y el nefasto crecimiento del nazismo.
 De improviso, el médico sintió una suave palmadita sobre el hombro. Al voltear vio a Basilisco, quien estaba acompañado por otra persona.
 – ¡Hola, doctor! –saludó irónicamente menospreciando su condición de padre.
 – ¡Hijo, qué alegría!... ¡Dichosos los ojos que te ven!... ¡Acércate para darte un abrazo! –pronunció Figueroa evidentemente emocionado y con el rostro iluminado de felicidad.
 –Te presento a Fernando Lisias, un buen amigo mío, Comisario de la DISIP –contestó esquivo, haciendo caso omiso al regocijo de su padre.
 Figueroa, sin apartarle la vista, extendió la mano y saludó al extraño. Luego, con excitación, ya que tenía más de dos años sin verle y apenas sabía de él a través de esporádicas llamadas telefónicas.
 – ¡Qué placer verte, hijo!... –expresó con dulce sinceridad– Sigues creciendo cada día más... ¡Ni te imaginas la felicidad que siento! –exclamó orgulloso, mientras lo examinaba de arriba abajo.
 Sin contenerse, lo tomó por los hombros, lo acercó contra su cuerpo y lo abrazó con cariño.
 –Eres un muchacho muy apuesto… Tan hermoso como tú madre –aseveró en tono complaciente sin soltarlo.
 – ¡Gracias!, pero no es para tanto –respondió hosco y apartándolo con un ademán, agregó–: Sólo vamos al teatro, nada más… Conmigo traje a este experto –dijo señalando a Fernando–, quien es todo un actor frustrado, pero gran conocedor de las artes escénicas, aunque su trabajo en la DISIP supera toda ficción y arte.
 –Muy bien, hijo, pero tenemos un problema –atajó Figueroa a fin de evitar disertar sobre las actividades policiales de su amigo–. Sólo tengo dos boletos y somos tres –dijo sacando los ticket del bolsillo de su chaqueta.
 –Eso no es ningún inconveniente para un hombre como Fernando. Su placa es milagrosa… Abre puertas instantáneamente –precisó arrogante.
 Y, ciertamente, era así. DISIP corresponde a las siglas de la Dirección de Inteligencia, Seguridad e Investigaciones Policiales, la temida y bien armada policía política venezolana. Una especie de GESTAPO tropical, pero con la variante de que está plagada de asesinos, los cuales gozan de total impunidad y obran a espalda de la ley amparados por los grandes jerarcas del gobierno. Con ellos nadie está seguro, siquiera los mismos miembros del régimen.
 Solventado el contratiempo de los tickets, los tres hombres entraron al teatro y se sentaron uno al lado del otro en la fila D, en el patio.
 Estuvieron callados, observando la obra un buen rato y leyendo incómodamente la traducción que se hacía del alemán al español en una pantalla en forma de cinta ubicada en la parte superior del escenario, la cual se iba moviendo y cambiando a medida que los actores decían sus parlamentos.
 Durante el primer intermedio, con el tedio reflejado en sus rostros, salieron a fumar y comentar las escenas que habían visto hasta ese momento. Cada quien tenía su propia opinión sobre la obra, pero en una sola cosa eran unánimes: ¡No les gustaba para nada!
 Argumentaron que era muy pesada y que, lo más torturante, era leer la traducción, por lo que decidieron no reingresar a la sala.
 – ¡Eso es para locos!... La obra dura dos horas y cuarenta y cinco minutos… ¡Es una tortura!... Yo no vuelvo a entrar a la sala ni amarrado –espetó Basilisco mientras estrellaba la colilla de su cigarrillo contra el suelo.
 –Te apoyo, amigo –ratificó Fernando–. ¡Esa obra es para dementes!... Yo ya tengo suficiente con todos esos locos fanáticos que andan tratando de desestabilizar al régimen –enfatizó dándole gran importancia a su trabajo en la policía secreta.
 – ¡Está bien!... Está bien… Estoy totalmente de acuerdo con ustedes… Pero como la noche es joven y larga, los invito a tomar unos tragos –afirmó con comedida sonrisa Figueroa a fin de enmendar aquel fiasco al que los había arrastrado.
 – ¡Espero que no se te ocurrirá meternos en cualquier cuchitril de mala muerte! A nosotros nos gusta lo bueno, lo mejor… –advirtió sarcástico Basilisco.
 – ¡Escojan ustedes el lugar!…Ya les dije, yo invito. Conozco muy poco Caracas y no sabría dónde llevarlos –contestó el médico con fingida modestia encogiéndose de hombros–. Pero eso sí, ¡yo pago! –remachó categórico.
 –Entonces, ¿qué estamos esperando?… ¡En marcha! –apuró risueño Fernando.
 En realidad, tal cortesía no obedecía a ningún acto espontáneo, mucho menos benévolo de Figueroa, ya que de antemano, horas antes de salir hacía el teatro, tenía proyectado invitar a su hijo a un bar cuando finalizase la función. No obstante, los acontecimientos se adelantaron.
 Tampoco la invitación era del todo social. Tenía un cariz humano. El médico quería aprovechar la ocasión, la cual muy poca veces se le presentaba, para revelarle a su hijo la importante misión que le habían encomendado desde la Misión de San Felipe.
 Desde que Basilisco era niño, esa necesidad, esa profunda motivación interior de sentirse respetado y exitoso ante sus ojos, estaba cosida a su sombra.
 ¿Culpa, expiación, amor, dolor, sentimiento puro o simplemente rabia e indignación por no lograr lo que quería alcanzar?... O, quizás, un poco de todo ello. ¿Quién sabe? Sólo su misteriosa mente podía develar ese enigma. Posiblemente nunca se sabrá, ya que siquiera en confesión Figueroa hablaba de ello.
 A veces, cuando los monjes le preguntaban por su hijo, éste les respondía con monosílabos o simplemente no contestaba.
 Pronto decidieron el sitio donde beberían los tragos. No quedaba tan lejos de donde estaban, por lo que todos estuvieron de acuerdo.
 Figueroa propuso trasladarse en un sólo auto ya que no tenía sentido separarse y así “podremos hablar por el camino”, argumentó. Aunque la idea no fue del total agrado de Basilisco, al final éste accedió.
 Al llegar al estacionamiento, ubicado en el sótano del teatro, los dos jóvenes quedaron deslumbrados ante el lujoso vehículo del médico y, curiosos, le preguntaron de dónde lo había sacado.
 –Apenas es un carrito… ¡Lo alquilé esta mañana! –presumió con indiferencia a fin de impresionar a Basilisco.
 Al salir del aparcadero tomaron por la amplia avenida Libertador y se dirigieron hacia Las Mercedes, centro gastronómico de Caracas.
 Ya en la vía principal, los jóvenes le indicaron a Figueroa que cruzase a la izquierda y avanzara despacio. Cuando estaban muy cerca de un lujoso restaurante, le pidieron que se detuviese.
 Casi al instante, un valet-parking presuroso abrió la puerta del auto para que descendiesen. El primero en hacerlo fue Basilisco, quien iba en el puesto delantero, junto a su padre.
 Al entrar al restaurante, deslumbrado por el fino y elegante decorado interior, Figueroa no pudo dejar de exclamar con asombro.
 – ¡Huao, ustedes sí saben vivir!... ¡Esto es apoteósico! –exclamó.
 Un maître con claro acento francés presto fue a recibirlos y los ubicó en una mesa cercana a la barra principal.
 Figueroa se sentía cómodo, a sus anchas. Pensaba que ese era el escenario perfecto, digno, para revelarle a su hijo con toda la fuerza de su ego “el importante señor que era”.
 Pidió una botella del mejor escocés y algunos canapés de langosta. Les preguntó a los otros si estaban de acuerdo o si querían algo más. Estos aprobaron la elección y se dispusieron a esperar mientras seguían despotricando la obra teatral.
 Pronto un mesonero, que más bien parecía un modelo de televisión, llegó con la bebida y protocolarmente descorchó delante de ellos la botella y comenzó a servirla en finos vasos de cristal. Al concluir, todos chocaron las copas para el primer brindis. La risa, un fingido deleite y los chistes subidos de tono pronto comenzaron a surgir.
 Figueroa estaba inmensamente feliz. Para completar aquel cuadro, para darle el toque mágico a su dicha, sólo faltaba buscar la ocasión propicia para descorrer la cortina y hablar sobre el verdadero motivo que lo había llevado esa noche hasta allí.
 Paciente, esperó a que Basilisco y Fernando se sirviesen su tercera copa. Aunque la inquietud lo dominaba, se concedió un poco más de tiempo. Siguió brindando con ellos y haciendo chistes.
 Cuando juzgó que el momento había llegado, liberado de las inhibiciones iniciales y con los vapores etílicos danzando en su cerebro, levantó el vaso.
 – ¡Brindemos por mí éxito!... Hoy depositaron mucho, pero mucho dinero, en mi cuenta –expresó jactancioso.
 Lanzado el mensaje, se acomodó en la silla y con aire triunfal esperó las inevitables interrogantes que ocasionarían sus palabras, aunque estas no fueron las que imaginó.
 – ¿A quién mataste? –preguntó Basilisco con humillante desprecio–. Que yo sepa, tú sólo eres un médico provinciano…–espetó mientras fruncía el ceño.
 –Te equivocas, hijo –respondió inmediatamente y sin rencor–. Soy médico y aunque ejerza mi profesión en la provincia, no quiere decir que sea menos competente que los de la capital –puntualizó sin mostrar resentimiento por la ironía–. Además, soy el Jefe de Obstetricia de un hospital, cargo que no le dan a cualquier tonto.
 Fernando le prestaba poca atención a la conversación. Mientras padre e hijo charlaban, se distraía pescando con las pinzas pedazos de hielo en el fondo de la deslumbrante cubeta plateada, la cual estaba casi vacía. Luego de depositar varios cubitos en el vaso se sirvió un largo trago.
 Acostumbrado a los desprecios más viles, Figueroa no se inmutó por las palabras de Basilisco y siguió hablando.
 – ¡Figúrense lo importante que soy, que sobre mis hombros recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios! –dijo luego de una estudiada pausa y a fin de requerir su total atención repitiendo las palabras que en la tarde le había dicho Serafino.
 Fernando Lisias permanecía callado. Lo que decía el médico no tenía ningún sentido para él. Le importaba un carajo. Su atención estaba centrada en una bella joven que momentos antes había entrado al local en compañía de un hombre bastante viejo, muy cerca de la senilidad. En su cerebro se preguntaba con asco: “¿Qué coño hace esa hembrota con ese viejo baboso?”. Y él mismo se respondía: “¡El maldito dinero compra cualquier vaina!”.
 Por el contrario, Basilisco, en su aparente indiferencia, estaba al acecho de cualquier palabra fuera de contexto que pudiese pronunciar su padre para replicarle en tono denigrante.
 – ¡Tú si eres arrecho!... Como que el whisky te pegó antes de tiempo. “En mi recae el poder de la Iglesia y el pueblo de Dios” –remedó con chanza cruel–. ¡Pero tú crees que uno es pendejo!… ¿Quién coño de madre eres tú en el mundo, en el universo, para que la Iglesia, con su poder, se fije en ti?... ¿Tú nos crees imbéciles?… ¡Coño, por favor!, deja esa vaina y vamos a tomarnos estos whiskys tranquilos –sentenció transmitiendo una aversión incontrolada que se reflejaba en su hiriente mirada.
 –Está bien, hijo, no te sulfures –aplacó Figueroa tolerante–. Entiendo que no comprendas nada de lo que te estoy diciendo… Es mi error, lo siento –dijo disculpándose–. Lo que pasa es que no empecé por el principio… La vaina es rara, pero real… Espera… ¡Espera!… No te pongas así –atajó al ver que su hijo se retorcía con desespero en el asiento–. Te lo voy a contar todo desde el principio y después me das tú opinión.
 Figueroa comenzó a relatarlo todo. El asunto de María Coromoto lo disfrazó hábilmente, pero lo que ocurrió después lo contó casi con relativa fidelidad.
 Basilisco escuchaba nervioso. El comisario seguía entretenido en sus elucubraciones sobre aquella hermosa mujer de ojos verdes que poco antes había entrado al local con el anciano.
 – ¡Fueron quince millones! Lo sé, porque verifiqué el saldo por teléfono antes de salir hacia el teatro –precisó Figueroa al concluir el relato.
 Al oír la cantidad, Fernando, quien aparentaba estar desentendido, volteó los ojos, hasta ese momento clavados en la mujer, hacia el médico.
 – ¡Entonces la vaina es buena!... ¡Quince millones son quince millones!, aunque en esta época no es mucho, no caen nada mal.
 Sacó un cigarrillo de la cajetilla que reposaba sobre la mesa, lo encendió y exhaló lentamente una larga bocanada.
 –Me está gustando el cuentico tuyo…–precisó–. Si puedo servirte de algo, te pongo mis servicios a la orden… Eso sí, ¡de gratis no hay nada!… Tú sabes, la crisis económica del país nos pone a…
– ¡No le hagas caso Fernando, son cosas de tragos!… Yo no le creo… Lo conozco más que tú, nunca ha servido para…
 – ¡Deja que tú padre conteste! –cortó el comisario al impetuoso joven.
 Al escuchar la palabra padre, aunque fuese pronunciada por un extraño, Figueroa se hinchó de orgullo. Se sintió salpicado por una aureola espiritual inmensa, aunque él fuese todo lo contrario. En ese instante percibió al comisario como el “ángel” que lograría el tan añorado respeto que buscaba de su hijo.
 –Si me ayudas te daré la mitad de todo lo que me den –afirmó sin pensar ni mediar palabra– Tú manejas la infraestructura policial necesaria para que triunfemos, tienes las armas y…
 – ¡Fernando, no te metas en eso! No te das cuenta que el viejo está medio loco –interrumpió Basilisco.
 –No arriesgo mucho y si la vaina es como dice tu padre, de agarrar a ese carajíto y llevarlo a San Felipe, me ganaré un dinerillo extra que me cae al pelo –contestó el comisario decidido a intervenir en el asunto, y dirigiéndose a Figueroa, preguntó–: ¿Cuándo empezamos?
 – ¡Mañana mismo! –afirmó terminante el médico.
 Figueroa, entre satisfecho y confuso, cerró los ojos a fin de absorber el aroma de aquel triunfo, pero se encontró con una inmensa oscuridad. En ese fugaz instante, desde lo profundo de su ser se preguntó mentalmente: “¿Qué es la oscuridad, si no una percepción de la nada, donde todo es negro, menos los pensamientos que aún brillan de color?

13

 Una tenue brisa soplaba en lo alto del cerro La Bombilla. La tarde se aprestaba a regalarle su luz a la noche.
 Santiago se dirigía a los parroquianos. En su grácil rostro comenzaba a resaltar una incipiente barba que le daba cierto aire místico. Vestía unos desgastados jean celestes, una larga camisa blanca que le rozaba las rodillas, la cual llevaba con las mangas recogidas hasta los codos, y unos zapatos deportivos de goma, de esos que usan los basquetbolistas.
 Se notaba turbado, aunque sus palabras eran firmes y precisas.
 –Otra de las pestes escritas en las profecías está haciendo su aparición –anunció calmado–. ¡Esa peste inmunda revelará la maldad y la corrupción que reina entre los hombre de la Iglesia de Dios! –dijo en tono acusador levantando la voz–. En mi alma hay desaliento porque yo sabía que así sucedería, por eso mi dolor ahora es más profundo… ¡La Iglesia, viciada, comienza a mostrar los signos de su perversión! –exclamó imperturbable, pero reflejando congoja.
 Una bandada de periquitos de montaña que escandalosamente volaban en retirada hacía el este, en busca de sus nidos, ahogó por instantes su voz. Santiago elevó los ojos al cielo y siguió el curso de los pájaros mientras se alejaban.
 –Una sola manzana podrida pudre todo el saco –continuó al atenuarse el estridente chirrido– Pero en el caso de la Iglesia, son muchas y muy putrefactas las manzanas y nadie hace nada para corregir su maldad… Con dolor, hoy debo confesarles que cientos de monjas están siendo violadas por sacerdotes católicos y obligadas a abortar bajo amenazas.
 El joven predicador estaba consternado. Sabía que de su boca salían palabras que nunca hubiese querido pronunciar, pero que debía hacerlo porque la fe que los hombres habían depositado en la Iglesia había sido traicionada, lesionada y pisoteada, por ello su indignación.
 –Además de monjas, también miles de inocentes niños… Almas puras que albergan en sus cuerpos el símbolo del candor divino, han sido sometidos a la aberrante tortura del abuso sexual por seres que indignamente visten traje sacerdotal, pero que en realidad son demonios –afirmó lacerante, denotando en su rostro una gran congoja–. Nuestra Iglesia, la Iglesia de Dios, fue penetrada por la maldad, la aberración y la injusticia… ¡Nadan en el pecado!… ¡En la codicia!… En la soberbia y la envidia… ¡El odio, la prepotencia, la venganza y la sodomía son parte de su vida!… El fin está próximo... Sólo nos resta orar y esperar la Justicia Divina, pues ¡vamos a destruir este lugar, porque es grande el clamor ante Dios! –sentenció sudoroso.
 Terminada la última frase, la suave brisa que envolvía el lugar se fue transformando hasta convertirse en viento enfurecido. Las láminas de zinc de los ranchos, los cartones y maderos de sus endebles construcciones, así como la basura que se apilaba como alfombra maloliente en las escalinatas y recovecos del cerro, comenzaron a batir incontrolables al viento. Polvo, tierra agreste y desechos se elevaron al aire en torbellino pestilente.
Inmutable, sin percibir la angustia que los despavoridos pobladores reflejaban ante aquel imprevisto fenómeno, Santiago levantó la voz, como si no estuviese ocurriendo nada.
 – ¡Hipócritas!… ¡Fariseos!… ¡Falsos de mil falsedades! –gritó deslumbrado–. Condenan el aborto que busca reivindicar a las víctimas de un depravado sexual, de la barbarie humana, mientras que amparados en sus sotanas obligan a abortar bajo amenaza de muerte a las religiosas que ellos mismos han violado y embarazado… Miles de muchachas y cientos de monjas han sido deshonradas por curas en todo el mundo y la Iglesia calla… ¡No hace nada! –denunció con rabia e impotencia–. ¡Centenares de niños han sido prostituidos por los pederastas y homosexuales de la Iglesia y nada se ha hecho!… No pagan sus pecados porque sus crímenes son encubiertos por los jerarcas de la Iglesia… ¿Por qué los cardenales y obispos de Cristo, en su imperturbable y pecadora hipocresía, guardan silencio?... –preguntó sin tratar de buscar respuesta–. No hay duda, son cómplices de la maldad… Su silencio y protección los condena… ¡La Iglesia está prostituida! –afirmó irritado.
 Aquella furiosa ventisca que poco antes inquietó a los vecinos, tal como había aparecido se disipó. No obstante, los moradores de La Bombilla estaban pasmados. Muchos se miraban la cara atónitos, otros entrecruzaban interrogantes. La confusión era evidente.
 En sus corazones se palpaba un leve temor, pero también una profunda comprensión, porque creían en Santiago y sus palabras. Sabían que era incapaz de mentirles y que todo, todo lo que había dicho y hecho hasta ahora, estaba dirigido por la mano de Dios o, en todo caso, por algo divino que escapaba a su entendimiento. Nunca dudaron de las palabras del predicador, ya que aquel joven de ojos tristes y mirada lánguida no sólo les hizo recobrar la fe, sino que los regresó a la vida. A una vida nueva, a una vida que le había sido negada y arrebatada tanto por gobernantes como por la Iglesia, la cual los había desheredado.
 La fe, la alegría de sentir a Dios nuevamente en su interior, fue una conquista que sólo pudo lograrla Santiago a través de su humildad y la verdad que reflejaba su verbo
 Cuando el joven predicador percibió que la gente había comprendido la gravedad de su acusación, prosiguió.
 – ¿Por qué encubrirlos?... ¿Por qué ningún ser humano se atreve a ponerle freno a tan diabólica maldad?... ¡La dictadura de la falsa y doble moral de la Iglesia acabará pronto!… Dios me ha enviado a prevenirlos… ¡La dictadura de la Iglesia perecerá!... ¡Ellos serán castigados por su maldad criminal!... –vaticinó–. Yo soy, por designio divino, el mensajero de los tiempos que se avecinan… ¡Yo estoy aquí para acabar con las aberraciones de la Iglesia!... Por eso les pido, amigos míos, vivir en la abundancia de la fe, aunque la miseria terrena los atribule y desespere en estos instantes.
 La aflicción de Santiago era tan palpable como real. Estaba conmovido por lo que ocurría en el seno de la Iglesia, eventos, en su mayoría, acallados por siglos. A veces, sólo algunas líneas eran publicadas en medios de comunicación de escasa circulación.
 –Vayan… ¡Váyanse a sus casas!... ¡Oren y piensen en lo que hoy les he revelado y nunca olviden que Dios vive en sus corazones! –concluyó y, dándoles la espalda comenzó a caminar hacia lo alto del cerro.
 Raquel, que lo escuchaba sentada sobre un escaloncillo de concreto, corrió tras él.
 – ¡Santiago!… ¡Santiago, no te vayas!...–clamó, pero el predicar no contestó.
 En largas zancadas corrió tras el subiendo de par en par las tortuosas escalinatas.
 – ¿Por qué huyes? –preguntó agitada cuando logró alcanzarlo.
 –No huyo Raquel. Sólo necesito silencio… ¡Por favor, déjame solo! –solicitó afligido–. Mañana volveré y conversaré contigo –prometió indulgente aquel joven de tez blanca que destilaba divinidad.
 –Santiago, no comprendí las cosas que dijiste y estoy confusa –insistió la joven.
 –Pronto entenderás lo que a tu entendimiento está permitido entender… ¡Ten fe, y no desmayes, joven amiga!
 –Pero… –expresó impaciente a fin de retenerlo, pero no pudo.
 Santiago le dio la espalda y se alejó cabizbajo. La joven lo siguió con la vista hasta que su sombra se perdió entre unos destartalados ranchos.
 La tristeza de Santiago tenía un motivo. Esa misma mañana se enteró que el Vaticano había admitido las denuncias presentadas por las religiosas María O’Donohue y Maura McDonald, en las cuales, en forma cruda, revelaban la violación de centenares de monjas por sacerdotes y misioneros católicos en más de veintitrés países del mundo.
 Horas antes de dirigirse a sus seguidores en La Bombilla había leído el informe que indicaba que los abusos dentro de las congregaciones religiosas habían comenzado en los años noventa y que desde entonces, en vez de irse reduciendo, se habían incrementado en forma alarmante.
 Que María O’Donohue, coordinadora del programa sobre el Sida de Caritas Internacional y del Cafod (Fondo Católico de Ayuda al Desarrollo), presentó una relación sobrecogedora al presidente de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal español Eduardo Martínez Somal, sobre la violación indiscriminada de monjas por parte de sacerdotes católicos.
 El cardenal, sorprendido por las dimensiones del problema, encargó investigar la situación a un grupo de trabajo presidido por la misma O’Donohue.
 La nueva investigación –y Santiago tenía el informe más reciente en sus manos– dibujó un panorama aún más inquietante.
 La lista de abusos era variada y descorazonadora. Las pesquisas incluyeron casos de novicias violadas por sacerdotes que debían otorgarles los certificados para trabajar en la diócesis. Hablaba de médicos de hospitales católicos asediados por sacerdotes que les llevaban “monjas y otras jóvenes para abortar”.
 En el documento que estaba en poder de El Iluminado, O’Donohue escribió: “Un sacerdote obligó a abortar a una monja, pero ella murió durante la operación, no obstante él ofició la misa de difuntos por el eterno descanso del alma de la fallecida”.
 El joven predicador sabía que los delitos de los sacerdotes son agravados por la propagación del Sida, como demostraba otro escrito redactado por la misma religiosa y entregado a las autoridades eclesiásticas.
 O’Donohue comprobó que el flagelo del Sida había convertido a las religiosas en un grupo “seguro” desde el punto de vista sanitario, lo que aumentaba el interés de los sacerdotes por ellas.
 A ese respecto citó el caso de la superiora de un convento que fue contactada por unos sacerdotes interesados en mantener relaciones sexuales seguras con las religiosas de su congregación.
 Santiago leyó estupefacto en el informe O’Donohue que los sacerdotes les sugerían a las monjas que recurriesen a la píldora.
 Se aludía, específicamente, a un convento de monjas en el que la superiora solicitó la intervención del obispo tras comprobar que un grupo de sacerdotes de la diócesis habían dejado embarazadas a veintinueve monjas. La reacción del obispo fue fulminante: la superiora fue suspendida y sustituida por otra.
 Por su parte, Maura McDonald, superiora de las Hermanas Misioneras de Nuestra Señora de África, con quien Santiago tenía una gran amistad y comunicación a través de correos electrónicos, afirmaba en su informe que a veces los sacerdotes reclaman contraprestación sexual a cambio de la confesión.
 En algunos países –le contó McDonald a El Iluminado las monjas tienen que afrontar las dificultades que implica el verse obligadas a abandonar la congregación si salen embarazadas. En cambio, el sacerdote trasgresor puede seguir desempeñando su ministerio.
 Más allá de la rectitud moral y religiosa, hoy en día se plantea una cuestión de justicia social, y Santiago lo sabía, ya que las monjas daban a luz a sus bebés en condición de madres solteras, por lo que a menudo eran estigmatizadas y abandonadas en circunstancias socioeconómicas de suma pobreza.
 Por ello, al perder su estatus dentro de la iglesia y en el sector donde vivían, eran forzadas a convertirse en la segunda o tercera mujer de un hombre. De negarse, la alternativa era prostituirse.
 “La Iglesia, pensaba Santiago, en su obcecada protección a los sacerdotes criminales estaba creando monjas prostitutas en todo el planeta”.
 En sus manos también reposaban documentos con denuncias probatorias de cómo muchísimos curas sostenían relaciones sexuales con mujeres y muchachas de su propia parroquia. Algunas de ellas esposas de feligreses, quienes se divorciaban por las aberraciones, tanto de sus mujeres como de los sacerdotes.
 Muchos testimonios citados en la tenebrosa denuncia que Santiago había leído daban fe de que algunos sacerdotes se relacionaban con varias mujeres y tenían hijos con más de una de ellas.
 El informe de O’Donohue citaba el caso de una mujer que recién convertida del Islam al cristianismo fue aceptada, después de muchas penurias, como novicia en una congregación local. Cuando fue a solicitarle al párroco el certificado correspondiente, éste la violó como requisito previo.
 Como ella había sido repudiada por su familia por haber abandonado el Islam, no pudo volver a casa, por lo que se unió a la congregación, donde fue pasto de la depravación del sacerdote.
 Poco tiempo después quedó embarazada. Atormentada y desolada, la novicia huyó sin rumbo fijo. Diez días después fue hallada deambulando por la selva sumida en estado catatónico.
 Luego de largos dos meses, recuperada físicamente, pero marcada de por vida con un daño psíquico imborrable, fue a ver al obispo para denunciar al sacerdote. Éste aceptó la acusación, pero ante su estupor, el obispo condenó al sacerdote a tres Ave María y dos semanas de retiro.
 Santiago estaba asqueado por lo que había leído en el informe que, por supuesto, no tuvo ninguna, o muy poca, repercusión en los más importantes medios de comunicación del mundo ya que la poderosa maquinaria de la Iglesia se habían encargado de silenciarlo. Lo poco que se difundió fue casi en forma clandestina. El predicador también sabía que esas aberraciones no eran nada nuevo. Que los mismos crímenes se venían cometiendo siglos tras siglos en la Iglesia de Cristo, la cual era traicionada y profanada por su sus propios mentores, y que muchos de los delitos cometidos en nombre de Dios eran aún más crueles y diabólicos, ya que la tortura y el asesinato también estaban presentes. Por eso, no podía evitar sentir ese dolor que le minaba su corazón. La Iglesia y sus ministros estaban al borde del abismo. Pese a todos los intentos que se hicieron durante milenios para ocultar esos crímenes, el aumento substancial de la podredumbre dentro de la curia era tal, que ya nadie podría contenerla. El excremento comenzaba a sobrepasar la letrina.
 El predicador percibía que todo se había desbordado con furia y que brotaba por las cañerías como peste humana. Una peste que contaminaba la fe cristiana de cientos de millones de personas en el mundo. Y todo por la demencia y codicia de los conductores de la Iglesia. De jerarcas que se oponían al matrimonio de los sacerdotes pero que sí aceptaban y ocultaban, con complicidad criminal, violaciones de mujeres y niños, laceraciones, pederastia, homosexualidad entre cardenales, obispos, monseñores y demás categorías eclesiásticas, prostitución de monjas y novicias, psicopatías criminales y toda una rica y monstruosa gama de trastornos mentales entre los sacerdotes.
 Sabía que la depravación llegaba a tales extremos, que hoy en día, en un insolente reto a la cordura y a la moral, los sacerdotes gay tienen sus propias website donde destapan sin tapujo todo su sucio libertinaje con diabólica y alucinante maldad.
 A todo ello, a toda la descomposición que corroía los cimientos de la Iglesia, debía el predicador su indignación.
 Tenía el alma desecha. No había gozo en su interior sino amargura. Esa tarde su melancolía parecía presentirla otra bandada de pájaros que regresaban a sus nidos silenciosos, sin su acostumbrado alegre trinar.
 Quería estar solo. Por eso se alejó a toda prisa después de concluir sus palabras. Subió hasta lo alto del cerro y se sentó en el borde de una enmohecida baranda construida en ese desolado rincón para evitar que algún desprevenido niño o anciano cayese por el profundo barranco que apenas estaba a unos pasos. Al fondo y a la distancia, tal como una ilusión inalcanzable para los pobres pobladores de La Bombilla, se distinguía un conjunto de lujosas villas de urbanizaciones vecinas.
 Aquel indómito viento que afloró de la nada durante el sermón aún susurraba en el cerro como un llanto imperecedero.
 Santiago estaba tan ensimismado en sus reflexiones, que parecía no percatarse del mundo que giraba a su alrededor.
 A lo lejos una delicada voz femenina rompió con la quietud del lugar. Poco a poco fue haciéndose más nítida y sonora.
 – ¡Santiago!… ¡Santiago!… –se escuchaba con agobio.
 Era Raquel. Respiraba con dificultad, aunque sus vivaces ojos vibraban de emoción por haberlo encontrado. Interrumpiendo la carrera se detuvo justo frente a él. Entre sofocos le sonrió, pero el predicador parecía no haberse dado cuenta de su presencia.
 – ¡Qué te sucede!… ¿Te sientes mal? –preguntó impetuosa asiéndolo de los hombros.
– ¡Disculpa, Raquel!… Estaba orando y no te oí – expresó el predicador con docilidad levantando los ojos.
 –No te preocupes…–manifestó mientras se sentaba a su lado–. Perdona que te haya seguido… Quería conversar contigo sobre esas denuncias… Son terribles…
 –Lo sé, pero es la verdad y nadie podrá ocultarla esta vez. Debí decirlo antes… Mucho antes de que esos criminales desviasen los hechos y encubriesen a los culpables.
 – ¿Cómo qué antes?... Yo creí que eso acababa de ocurrir… En la Iglesia hay mucha gente buena y de seguro harán algo –contestó afligida la joven, quien ya había recuperado el aliento.
 –Si lo sé, hay gente buena entre ellos –asintió Santiago–, pero hoy en día la Iglesia es como un animal muerto y corrupto que comienza a ser invadido por gusanos... Mi misión es evitar que la destruyan totalmente… Por eso he venido… ¡Por eso estoy aquí!... Debo cumplir con los designios del Todopoderoso… Tengo que salvar a la Iglesia Católica y reconstruirla en base a la verdadera palabra de Dios.
 – ¿Pero cómo podrás? –interrogó asombrada la joven–. ¡Por favor, Santiago, tranquilízate!... Necesitas descansar… No me gusta verte así –dijo para consolarlo mientras cariñosamente le acariciaba el cabello.
 Raquel lo miraba con ternura. En sus ojos se percibía algo más que preocupación.
 Sus pupilas resplandecían con el brillo inconfundible que sólo el amor puede pincelar. Su piel, tersa y blanca, semejaba una escultura inmaculada bajo aquel ligero vestido color rosa que cubría su delgada y bien contorneada figura.
 El predicador estaba demasiado sumergido en sus pensamientos para advertir la primaveral belleza de aquella jovencita que con sus esplendorosos ojos azules se lo devoraba.
 –Son tantos los crímenes cometidos en nombre de Dios, que no puedo estar tranquilo. Mi corazón sangra de igual forma como sangran las heridas de los mártires, de aquellos que mueren por la violencia de la guerra y del hambre –sentenció tomándole la mano, la cual apretó contra su pecho.
 – ¡Lo sé! –exclamó la joven en largo suspiró.
 –Lo que he revelado no es nada nuevo ni el comienzo, sino otro signo de la perversión en que ha caído la Iglesia…–añadió Santiago conmovido–. ¿A cuántos centenares de miles torturaron y mataron durante la Inquisición por el sólo hecho de ignorar o desconocer algunas “verdades” de la Iglesia?... Se divertían friéndolos en las hogueras por herejes… ¡Eran unos sádicos y no monjes de Dios!... Y ahora, en pleno siglo XXI, siguen pecando impunemente… ¿Por qué el Vaticano no intervino si sabía que los nazis estaban exterminando a millones de judíos?... –se preguntó agitando la cabeza, condenado aquellos miserables crímenes.
 – ¡No lo sé!… Hablas de cosas que poco entiendo –contestó con dulce franqueza recostando su rostro sobre el hombro del predicador.
–El Papa Pío XII lo sabía y no hizo nada… ¿No es eso un crimen?... ¿No fue cómplice por omisión?... ¿No fue tan criminal su actitud como la de los verdugos?... La Iglesia, sin duda alguna, fue cómplice del festín sangriento… El que calla otorga… Más importante era, y lo sigue siendo, preservar el poder de los parásitos que moran en el Vaticano que salvar a millones de seres humanos.
 Santiago estaba desconsolado. Su dolor destilaba amargura e indignación. Infructuosamente Raquel trataba de interrumpirlo.
 – ¡Qué asquerosa deshonra!.. ¿Error imperdonable?... ¿A la Iglesia se le ocurrirá la sabia decisión de esperar quinientos años para pedirle perdón a los judíos por el holocausto que ellos mismos impulsaron?... ¡Por destruirlos en nombre de Dios!... ¿Qué están haciendo ahora cuando anualmente más de un millón de niños, sólo en África, mueren de hambre?… ¿Qué hacen cuando cada tres segundos muere un niño de hambre en el mundo?... ¡Nada, por supuesto! ¿Estará el Vaticano planificando pedir dentro de mil años disculpas a la humanidad por su indolencia?… ¿Es esa, según la Iglesia, la voluntad de Dios?... ¿Es voluntad de Dios que el Vaticano se cruce de brazos siendo el Estado más pequeño y al mismo tiempo el más rico del mundo?... ¿Dónde está la caridad humana que predican farisaicamente en las iglesias?... ¡No, amiga mía!... ¡El mundo está podrido y la Iglesia es su más indigno reflejo!
 Santiago estaba desatado. Pese al furor, al verbo fogoso, en sus palabras podía percibirse una plegaría con olor a misericordia.
 –Por favor, no te atormentes más –rogó Raquel–. Te hace daño. Tú ya haces demasiado. Para nosotros eres nuestro salvador, nuestro guía, la única luz que nos ha iluminado…
 –Es sólo parte de mi misión, Raquel, pero todo es muy complejo, más de lo que imaginas…
 –Te queremos porque nos hablas con la verdad y la practicas y eres de los pocos que se han quedado entre nosotros… Los políticos suben el cerro cuando necesitan nuestros votos… Van y vienen, pero tú no, Santiago… Tú estás con nosotros, eres de nosotros… ¡De los nuestros!… –expresó sonriendo a fin de sacarlo de su tribulación.
 Raquel hablaba con el corazón abierto. Sus palabras florecían con sentimiento puro.
 Santiago comenzó a prestarle atención. Aquella delicada y hermosa muchacha había aprendido más del mundo que muchos otros jóvenes que, a diferencia de ella, tuvieron la oportunidad de estudiar en costosos colegios y posteriormente en universidades privadas.
 –Los políticos creen –continúo después de un suspiro y batir su larga cabellera al aire– que somos ignorantes y que nos convencen con sus mentiras cada vez que vienen al barrio… Se los hacemos creer… ¡Después votamos por quien nos da la gana o, simplemente, no votamos!… Nos da igual gane quien gane, ya que siempre nos olvidan y nunca hacen nada por nosotros. Pero tú sí, Santiago… Tú nos has devuelto la fe –dijo emocionada dejando rodar una pequeña lágrima por su mejilla.
 –No es suficiente Raquel, no es suficiente – señaló Santiago abrazándola mientras con uno de sus dedos contenía aquella perla reluciente que descorría por el rostro de la muchacha. Luego, ansioso y apretándola fuerte contra el pecho, agregó: –Raquel, tengo que hacer algo y pronto… El tiempo se me acaba, lo sé… El momento se acerca…
 – ¿Qué quieres decir con eso de que el tiempo se te acaba? –indagó intranquila la joven.
 –No es nada Raquel, sólo un decir… Una forma de hablar… –apresuró a contestarle evadiendo una respuesta precisa–. Me impaciento, es todo… A veces me siento indefenso y no sé cómo contener el desastre y las injusticias.
 –Te entiendo, porque lo mismo me pasa a mí.
 –Lo que sucede Raquel, es que el mundo se ha convertido en una nueva Torre de Babel. Aunque la gente hoy en día hable el mismo idioma y tenga formas de comunicación superavanzadas, está sucediendo lo mismo que en la bíblica Babel: ¡Nadie se entiende! –profirió mientras con ambas manos se alisaba el cabello hacia atrás.
 –La vida es un embrollo… Todo está pata pa´arriba… Es la pura verdad –ratificó pensativa la joven.
 –El odio y la ambición tienen sumida a la humanidad en una sórdida confusión, en depredaciones intestinas y guerras... –expresó convencido el predicador–. Hermanos contra hermanos luchan diariamente entre sí, tanto en guerras fratricidas o militares, donde el olor a sangre y muerte los seduce. Como en luchas económicas, donde el barniz del papel moneda y la riqueza obnubilan sus almas y enloquece su ser sin saber realmente porqué combaten… ¿Por los territorios?... ¿Por el poder y el dinero? –se preguntó frenético–. ¡No!... No… Luchan para dominarse, para aniquilarse o poseerse los unos a los otros. En sus atormentados propósitos sólo hay fines banales y de riqueza, tan perecederos como ellos mismos… Y si para conseguirlo hay que matar, no dudan en hacerlo… El hombre se ha convertido en un animal abominable… En un instrumento de muerte…
 –Son tan transparentes tus palabras, que ahora te entiendo mejor… Esa es la realidad… Cruel, pero es la realidad.
 –Lo que más atemoriza al hombre, Raquel, es la conciencia de su propia e irremediable muerte –aseveró juntando sus manos en forma de rezo –. Con su actitud humillan a Dios. Y mientras ellos se aniquilan, el hambre y las injusticias se apoderan del mundo, exterminándolo y envileciéndolo, querida y joven amiga –sentenció acariciándole el rostro.
 –No es nada nuevo… Siempre ha sido así, lo se hasta yo, que apenas he estudiado unos pocos años.
–La violencia del hambre, mi bella amiga, es asesina, es el holocausto de los desposeídos, y a nadie parece importarle. En la Tierra hoy en día todo es guerra, confusión y muerte. Es la locura del hombre la que mata al hombre… El hombre será víctima de su codicia y perecerá aniquilado por su propia confusión…
 – ¿Qué dices?... Creo que eso nunca sucederá… Santiago, no soy tan tonta como parezco. He leído periódicos y algunos libros… ¿Por qué ese sentimiento tan negativo?
–Amiga mía, porque han despreciado la omnipotencia del poder de Dios, poder el cual, absurdamente, en su miopía, los hombres han sustituido y creen encontrarlo en el dinero y posesiones… El mundo está huérfano de fe… La maldad se ha apoderado del mundo.
 Raquel, cobijada al calor del cuerpo de Santiago, lo escuchaba embelesada. Su semblante irradiaba una luz que sólo la felicidad podía prodigar. En cada uno de sus profundos suspiros parecía encender una esperanza que sólo ella, en sus adentros, y el Altísimo conocían.
 De pronto Santiago calló y se puso a contemplar el cielo.
 Los latidos del corazón de Raquel se percibían como sordos tañidos de campanas que hablaban un lenguaje que sólo el amor sabe hablar.
 Los últimos resplandores de la tarde comenzaban a robarle el brillo al cerro La Bombilla. Abajo, en la gran ciudad, como dirigidas por los acordes de una sinfonía de Bach, el centenar de luces que alfombraban las extensas autopistas y avenidas comenzaban a encenderse ondulantes al ritmo de sueños y fantasías.
 Los dos jóvenes permanecían apretados uno al otro como si el tiempo estuviese detenido. Callados miraban a la distancia como la ciudad que tenían a sus pies, abajo, se iba transfigurando entre sombras y luces.
 El bufido de un perro callejero que escarbaba entre un montón de basura, regresó a Santiago a la realidad.
 – ¡Observa fijamente a un perro manso en los ojos y verás a un ángel! –soltó imprevistamente.
 – ¿Qué?... ¿Te has vuelto loco o te estás burlando de mí? –respondió vivaz Raquel.
 – ¡No!... No… –sonrió Santiago apartándola delicadamente de su cuerpo–. Lo que pasa es que nunca te has detenido a verlo. ¡Hazlo y lo comprobarás por ti misma!... Es una experiencia maravillosa. Cuando lo logres, sentirás un goce interior indescriptible… ¡Verás a un ángel de verdad-verdad! –aseveró risueño, como si el disparate que acaba de salir de su boca fuese lo más común y normal del mundo.
 – ¿Un ángel?… ¿Ángeles aquí en el barrio? –interrogó asombrada la joven abriendo incrédula sus enormes ojos.
 –Hay muchos ángeles aquí, en la Tierra, pero nadie se fija, Raquel….Nadie quiere verlos… Están a su lado y no se percatan de ello… Los hombres están muy atareados matándose los unos a los otros a fin de conseguir equivocadamente la felicidad a través de los bienes materiales y no saben que la felicidad está en cada rincón, en cada esquina, como en la que nos encontramos ahora.
 – ¡Sí, es verdad!… Aquí me siento muy feliz y dichosa –expresó, y para sus adentros, con un suspiro, se dijo: “¡Y no sabes cuánto!”.
 –El secreto de la felicidad es el amor y el amor es símbolo indisoluble de la fe. No puede existir el uno sin el otro... ¿Los ángeles?… ¡Claro que los hay!... Muchos, por montones... Aquí, y muy cerca de nosotros...
 El tono de la voz de Santiago fluía natural, como si lo que estaba diciendo era algo tan obvio y normal como el cielo y las estrellas que tenían sobre sus cabezas.
 –Sólo hay que saber mirar con fe y sumisión sincera, de otra manera nunca los verás –arguyó mientras la joven, pasmada, no se perdía ni uno de sus más mínimos movimientos–. Un loco callejero, un solitario vagabundo o el más sucio y harapiento de los mendigos, puede ser un ángel.
 – ¿Cómo?... ¿No te estarás burlando de mí, verdad? –rezongó Raquel frunciendo el ceño.
 –Sólo obsérvalos en los ojos con fe y te será develado el don y la verdad divina… ¿Ángeles?... Ángeles hay por doquier en la Tierra. Están en la mirada de un niño, en el aroma de una flor o en una gota de rocío. Únicamente esperan el momento preciso para despojarse de sus camuflajes y tocar las trompetas cuando el día haya llegado.
 –Pero en la iglesia nunca nos han dicho eso. Tampoco, hasta ahora, he visto a un sacerdote ayudar a un pordiosero –reflexionó la joven–. Más bien los sacan de las iglesias para que no molesten con sus pedideras a los ricos que van a escuchar misa, que son los mismos a los que después los sacerdotes les quitan dinero porque les dicen que Dios los va a perdonar y que serán salvados el día del Juicio y todo esa vaina que ellos se inventan… Tú sabes… Todo para sacarles dinero… En cambio a los mendigos los botan, sólo pueden estar fuera de las iglesias y de vaina
 – ¡Lo sé!... Lo sé Raquel, pero no debe ser así. Esa no es la Iglesia que fundó Jesucristo ni la que quiere Dios. Esa es la Iglesia de los hombres, hecha por ellos a su imagen y semejanza, con sus defectos, imperfecciones y maltrechas virtudes, pero no la de Dios –comentó–. Al no cumplir con el mandato divino de humildad y misericordia se convierten en farsantes, en unos simples políticos de la cristiandad.
 –Es verdad, no existe piedad en la Iglesia –confirmó pensativa la muchacha.
 –Pero no debería ser así, amiga mía. Además, ¿quién o qué es la Iglesia actual para adulterar los mandatos de Dios? –preguntó esperando una respuesta que no llegó.
 La muchacha no salía de su encanto. Una fascinación irrefrenable absorbía cada centímetro de su piel. Percibía que el corazón estaba a punto de desbordársele.
 – ¿Por qué a través de los siglos muchos de sus jerarcas, Papas y cardenales y otros bandidos vestidos con hábitos de monje, tergiversaron en forma inmoral las escrituras y confundieron a los hombres en su fe?... Estas, Raquel, son dos preguntas que me repito constantemente… ¡Eran hijos del diablo, no de Dios!...
 – ¡Estoy de acuerdo contigo! –asintió la muchacha sin comprender las reflexiones de Santiago, aunque lo escuchaba con atención.
 –Esa no fue la misión encomendada por Jesucristo a sus apóstoles... El no quería división ni discriminaciones, por el contrario, buscaba la unión de todos los pueblos a través de la fe cristiana… Pecadores y no pecadores, bajo los ojos de Dios, son un mismo todo amoroso, único e indisoluble.
 – ¿Cómo es eso? –preguntó desconcertada agitando las manos.
 –El mal, bella niña, se corrige con el bien. Y el bien promueve la reconciliación y el perdón entre los hombres –explicó tomándole la mano con ternura–. El perdón es fe, no humillación. Sólo aquellos que pueden perdonar están con Dios, porque en Dios no hay condena, sino reconciliación y paz. ¡Allá de aquellos que no perdonan ni se arrepienten!
 –Entiendo Santiago, pero no me digas niña porque soy una mujer echa y derecha… Ya tengo diecinueve años, ¿sabes? –señaló retirando suavemente la mano de la suya–. Creo en lo que dices… Lo viví en carne propia con mi mamá… Tú la conoces, sabes que es una mujer buena, que ayuda a la gente aunque no tenga ni para nosotros… –explicó. Luego, abriendo más que de costumbre sus grandes ojos, como buscando mayor contundencia a sus palabras, agregó–: Mi mamá es tan devota, que la he visto ayunar luego que le regala a los vecinos la poca comida que nos queda… Cuando la veo orar, y lo hace todos los días, parece una santa –afirmó inquieta mientras se acariciaba las rodillas con ambas manos–. Ella es muy pura, pero los sacerdotes la tienen confundida… Le niegan la comunión porque dicen que es una mujer divorciada…
 – Farsantes... ¡Hipócritas pecadores! –exclamó Santiago interrumpiéndola–. ¡Pero ellos si toman la comunión después de violar aberradamente a jóvenes y monjas!
 – ¡Qué barbaridad!... ¿Será por eso que mucha gente ya no va a misa?… Mis amigos ya no creen en esos zamuros… Dicen que son mala gente… Gente acomplejada… –remachó Raquel.
 –No todos… Hay que ser justos y no se puede generalizar… El peor mal está en las cabezas, en los jefes de la Iglesia…
 –Santiago, si me permites, te voy a contar algo que me dejó pasmada. Quiero que me des tú opinión.
 –Dime… Te escucho… Si está en mi poder valorizar lo que me dirás lo haré –afirmó el joven predicador.
–Hace varios meses una amiga mía fue a buscar al cura porque su mamá se estaba muriendo… Quería que le diese la extremaunción. Llorando y con el corazón deshecho salió corriendo cerro abajo. Eran casi las dos de la tarde… Como a la media hora llegó a la iglesia y desesperada se puso a tocar la puerta de la sacristía. –Contenta por la atención que le estaba prestando el predicador, la joven hizo una corta pausa para tomar aire y enseguida prosiguió–: Como nadie respondía, se iba a ir. Apenas dio la espalda a la puerta una señora la abrió para atenderla. Mi amiga le explicó la urgencia, pero la señora le dijo que no podía hacer nada, que volviera más tarde. Que el cura estaba haciendo la siesta y que sus órdenes eran terminantes: por nada en el mundo deberían despertarlo… La pobre se fue. Volvió al cerro y vio que su mamá empeoraba. Sabía que pronto moriría. Por eso, pasadas algunas horas volvió a la iglesia, pero esta vez le vinieron con el cuento de que el cura no estaba, que se había ido a la barbería…
 –Fue una indolencia criminal… Son las actitudes que socavan la fe en Cristo…Sé que eso ocurre Raquel, pero hay cosas aún peores… Mucho peores, donde la vida de millares de personas está en peligro.
 –Si tú lo dices, te creo… Santiago, tú nos has abierto los ojos en muchas cosas… ¡Gracias a Dios qué estás en el barrio!... Le has devuelto la fe a muchos… A muchos, y yo los conozco, que estaban metidos en la maldad… ¡Tú entiendes! –afirmó tomándole ahora ella la mano.
 –Pronto se revelará la verdad, Raquel… La justicia divina caerá sobre los hombres y la Iglesia será reconstruida –sentenció para serenarla.
 –Mi papá, y me duele decirlo, era un hombre malo, confundido –refirió Raquel arrastrada por los recuerdos, como queriendo contarle en un momento toda su vida–. Maltrataba mucho a mi mamá. Siempre que llegaba borracho, que eran casi todos los días, excepto los lunes, porque, según decía, “tenía que llegar ‘sanito’ al trabajo”, le daba grandes palizas, ¡y por nada!... Era un bruto… ¡Un frustrado cobarde!... Un día casi la mata –relató aterrorizada, como si aquellas terribles escenas del pasado se repetían delante de sus ojos como en una película. Tragó saliva y ansiosa continuó–: Los vecinos me ayudaron a llevarla al Puesto de Socorro… Tenía un ojo casi desprendido… Los médicos que la atendieron le hicieron varias radiografías y dijeron que también tenía dos costillas rotas, además de moretones, excoriaciones y todo eso, en piernas y brazos…
 –No sigas… No te sigas haciendo daño Raquel… Con eso no solucionarás nada… Solo te harás daño…
 –Lo sé, pero tengo que desahogarme… Disculpa y escúchame sólo un minutito más… Esa vez pasó dos semanas hospitalizada… ¡Te lo juro!... Después que se recuperó huimos del barrio. Nos fuimos lejos… Estábamos felices y vivíamos sin angustias… –Calló. Su rostro, que momentos antes parecía iluminado de esperanza, ensombreció de nuevo–. Pasado un año nos encontró y se volvió a prender la pelea… Lo de siempre… Peleas y discusiones, pero esa vez, pese a que mi madre recibió varios golpes, no lo dejó entrar a la casa. Al poco tiempo salió el divorcio, que fue otro problema, pero al fin mi mamá pudo sacárselo de encima… No fue fácil, pero lo logró. Por eso Santiago me parece una injusticia que después de todo lo que pasó no la dejen comulgar.
 –No te preocupes bella amiga, Dios hará justicia. Negar la comunión a los divorciados es otra aberración de esta decadente Iglesia Católica que, después de tantos siglos de progresos y enseñanzas cristianas, todavía vive en un conveniente y medieval oscurantismo.
 – ¡No entiendo!… Y no me reproches…No me digas que esa es mi palabra preferida porque me voy a poner brava, pero dime: ¿Por qué si uno busca acercarse a la Iglesia esta le cierra la puerta? –indagó con ingenuidad infantil.
 –Todo, hoy en día, es muy confuso. Hay muchos intereses… La Iglesia está corrompida… –trató de explicar Santiago con palabras simples–. Lo que le pasa a tú mamá es, además de injusto, es absurdo –aclaró–. Lo mismo sucede con millones de creyentes en todo el mundo… La Iglesia, en vez de sumar, se empeña con terquedad en dividir, ya que no es capaz de organizar y soportar en sus hombros el poder omnipotente y supremo de la fe en Cristo.
 –Entonces, ¿por qué tratan de obligar a la gente a que vaya a misa? –preguntó embrollada la joven.
 –A la Iglesia actual le interesa muy poco, o nada, que el mundo entero se vuelque a la palabra de Cristo –sentenció Santiago con voz grave y seguro de lo que estaba diciendo–. Sería complicarle la comodidad de sus vidas… A ellos únicamente les importa preservar su poder compacto, sin mucho alboroto ni más fieles, ya que serían, y de hecho lo son, incapaces de manejar y, entiende bien, de ma-ni-pu-lar –dijo deletreando cada sílaba con énfasis y dicción inequívoca– a tantos millones de personas al mismo tiempo. Eso escapa de su radio organizativo. Entonces, lo mejor para la Iglesia es seguir la maquiavélica sugerencia de dividir para seguir reinando en ‘paz’ pecadora…
 Santiago calló deliberadamente y le brindó una tierna mirada. Raquel estaba emocionada, ya que nunca había visto a Santiago hablar de esa forma. Mucho menos tenerlo tan cerca y haberse recostado de su hombro o de posar su mano en la suya. Nunca hubiese imaginado tanta dicha.
 –Que un divorciado no pueda comulgar no es un mandato de Dios, sino una superficial interpretación humana de las escrituras. Una interpretación discriminatoria que conlleva un soberbio odio en sus entrañas... Un hombre de amor y fe como Jesucristo nunca hubiese permitido semejante atropello… Como tampoco es Ley de Dios que los sacerdotes no puedan casarse… ¡Eso es mentira!... Es otra manipulación de la Iglesia.
 – ¿Entonces en la Iglesia todo es engaño? –preguntó Raquel con espontánea inocencia.
 –Te responderé, inquieta muchachita, diciéndote que todos los profetas y muchos de los apóstoles de Cristo eran hombres casados, con hijos y una familia numerosa.
 –Nunca pensé en eso... Pero, por favor, Santiago, ya no me llames más muchachita porque ya soy una mujer hecha y derecha.
 –Está bien, mujer hecha y derecha –repitió parodiándola–. A los sacerdotes no les permiten casarse por una decisión unilateral, incoherente y sumamente egoísta de la Iglesia, que no proviene de Dios ni de las enseñanzas de Cristo… ¿Comprendes? –interrogó para cerciorase de que estaba siendo claro.
 . ¡Si!... Si, entiendo –contestó Raquel, aunque ahora estaba más pendiente del hombre, de sus ojos y expresiones, que de sus instructivas palabras.
 –Es una decisión –repitió el predicador– egoísta y malvada, porque, según obvias y oscuras intenciones, para mantener a los sacerdotes bajo su control, dominio y vigilancia, la Iglesia necesita supervisar cada uno de sus pasos las veinticuatro horas del día en cada uno de los instante de toda su vida y para lograrlo deben tenerlos ubicados y encerrados en sus claustros… Para alcanzar ese fin, durante siglos formaron una red de espionaje e inteligencia a través de parroquias y obispados… Por eso en sus inicios todos son confinados, a fin de lavarles el cerebro, en conventos, monasterios y retiros… ¿Entiendes lo que digo? –preguntó observando su reacción.
 – ¡Sí!... Si… –remachó–. Pero, ¿por qué ocurre eso? –preguntó extrañada por semejante enredo.
 –Las autoridades eclesiásticas ven como insano que los sacerdotes se casen, que se distraigan en la Sagrada Familia y en sus propios hijos, un sólo segundo de sus vidas y quehaceres apostólicos. Esa es, simple y llanamente, la esclavitud del sacerdocio. Una esclavitud pecaminosa y denigrante a la condición humana… ¡Es la “santa” dictadura de la Iglesia!
 – ¿Por qué el matrimonio te parece tan importante entre los sacerdotes? –interrumpió Raquel, esta vez totalmente desorientada.
 –Porque es injusto pedirle a un hombre, por más votos de castidad que haga y por más vocación hacia Cristo que tenga, veinticuatro horas sobre veinticuatro horas de abstención en pensamientos, palabras y obras en un mundo donde hay tanta provocación, placer, insinuación y libertinaje… Es algo imposible de dominar –precisó–. Por eso entre los sacerdotes, obispos, monseñores y en quien tú menos te imaginas, hay tantas aberraciones y desviaciones sexuales, espirituales y mentales.
 – Ahora sí entendí… Pienso que si le permitiesen casarse no pasarían por tantas cosas malas… ¡Pobrecitos! –exclamó apiadándose.
 El joven predicador la observó fijamente, sin embargo su mente estaba divagando en un tiempo que no parecía terrenal.
 Sus ojos irradiaban un esplendor etéreo. En su brillo se revelaba algo divino e inexplicable. Era apenas un muchacho, un muchacho como cualquier otro, pero sus reflexiones brotaban de su boca con tal espiritual sabiduría, que cualquiera lo hubiese confundido con un ilustrado anciano o un ser ungido por un don celestial, de allí el apodo de El Iluminado, que le endosaron en el barrio.
 – Raquel, el matrimonio es un sacramento instituido por Dios y protegido por sus mandamientos... Es un sacramento divino… Es el símbolo de la unión del hombre con Dios. ¿Quién dijo que está permitido para unos y para otros no? –se interrogó, y luego, como impulsado por una revelación, continuó–: Dios me pidió que le recordase a los sacerdotes de la Tierra que, por voluntad divina, pueden casarse libremente y sin presión, cuándo, dónde y con quién quieran y que por ello serán bendecidos, así como las familias que procreen… ¡Serán bendecidos por la gracia de Dios!... – hizo una corta pausa, y como si hubiese regresado del infinito, agregó–: La familia es un don divino y para todos por igual… Si la Iglesia cumpliese ese precepto acabarían las aberraciones y locuras “benditas”… Se evitaría el cisma que está por venir…
 Santiago guardó silencio. La noche, en su apresurada marcha, parecía querer tragarse en las penumbras cada rastro de luz que quedaba en el cerro. De su semblante se fue disipando aquel indescriptible aspecto que tenía segundos antes. Su voz ya no parecía venir de las bóvedas celestes. Era otro ser, más terreno, más elemental, que pocos segundos antes.
 –Perdona que te atormente con mis palabras, pero no puedo dejar de pensar en la maldad de algunos seres –se justificó casi en murmullo.
 –Santiago, estoy feliz de estar a tu lado, escuchándote, aprendiendo… En nada me molestas –objetó la joven prodigándole una tierna mirada que hablaba de amor.
 –Gracias por entender… Pero es tarde… Tengo que irme –expresó inesperadamente y a manera de disculpa, adujo: –Tengo problemas con la moto... Hoy no quería encender y me costó un rezo a San Ignacio hacerla volver en sí –afirmó bosquejando una impaciente sonrisa–… Mañana, si Dios quiere, le chequearé la batería y…
 – ¡Por favor, no te vayas todavía! –rogó Raquel dibujando una tierna mirada en su rostro–. ¡Quédate un poquito más!… Todo lo que has dicho me hace sentir bien y estoy totalmente de acuerdo contigo en todo.
 –Lo sé, dulce amiga, Dios es justicia todopoderosa, pero la Iglesia parece haberlo olvidado. Pregonan y publican en sus libros religiosos que “sin el derecho al matrimonio y a la procreación no existe la dignidad humana”. De acuerdo a esos postulados los sacerdotes son seres indignos a la condición humana porque no tienen derecho a casarse ni a tener hijos… ¡Absurdo! –sentenció mientras Raquel no dejaba de clavarle sus hermosos ojos–. ¿O será qué unos simples votos de castidad dispensan a los sacerdotes de ser indignos?... ¡Qué imbecilidad más ruin!... ¡Todos los sacerdotes deberían casarse y tener hijos! –recalcó convencido de que era lo mejor para ellos.
 –Tienes razón Santiago… ¿Qué tiene que ver el matrimonio con la pureza del alma?… Hacen ver como si casarse fuese un pecado mortal.
 –Creo que un sacerdote con esposa e hijos sería más útil para el cristianismo y la fe. El sacerdote casado estará más cerca de la comprensión humana cuando tenga su propia familia. Podrá palpar en carne propia el milagro de la vida a través del nacimiento de sus hijos… No sé si me explico, Raquel –preguntó haciendo un gesto con las manos.
 – ¡Claro que sí!… Es tan simple, que hasta yo lo entiendo.
 Santiago la contempló satisfecho. La joven absorbía con relativa facilidad lo que la Iglesia se había resistido admitir tercamente durante muchos siglos.
 –Estando unido en matrimonio, el sacerdote viviría la experiencia católica de su propia familia en Cristo… Experimentaría su crecimiento, conduciría la educación de sus hijos y observaría su posterior comportamiento como hombres de Dios en la sociedad… ¿Te parece eso malo, Raquel? –indagó, y al ver que la joven movía la cabeza negativamente, agregó–: Serían vivencias únicas. Experiencias que les darían más sabiduría y comprensión sobre la santa misión que tiene que cumplir un cristiano en la Tierra… Pero, bajo los actuales preceptos, todo es incomprensible… Todo es confusión… La Iglesia confunde… –sentenció agitando las manos.
 Hizo una pausa. En sus ojos se percibía un rasgo que sólo la duda puede bosquejar. Vacilante se pasó la mano por la frente. Sentía las sienes estallar. Dudó una vez más. No estaba seguro si debía decir lo que iba a decir. Pensaba que Raquel era demasiado joven para comprenderlo. De pronto, pese a la momentánea indecisión, sus labios comenzaron a moverse.
 –Raquel, la Iglesia está contra el aborto no por motivos éticos o divinos. ¡No!... Se burla del mundo… ¿Por qué entonces exige el aborto de monjas violadas y sometidas a las más aberrantes torturas sexuales por sacerdotes que se dicen hombres de Dios, pero que en realidad son discípulos del diablo?... A eso yo le llamo complicidad criminal –señaló.
 – ¡Oh, qué Dios nos libre de tanta maldad!... ¡María Santísima evita que eso siga sucediendo! –exclamó la muchacha haciéndose la señal de la cruz.
 En su frágil hermosura Raquel semejaba una flor virginal. Con cada palabra de Santiago sus pupilas reclamaban a gritos justicia y, también, porque ya no podía ocultarlo más, ¡amor!... Un amor puro y sublime.
 –Esos indignos sacerdotes no sólo violan la ley de los hombres sino también pisotean, en nombre de Cristo, todos los principios de la Ley Divina…
 –No sigas… ¡Por favor, no sigas Santiago!... Hablemos de otra cosa…
 –Pisotean el nombre de ese Dios que ellos dicen representar en la Tierra. Es una actitud repugnante y vil… Pero hoy… Hoy… –expresó turbado sin poder concluir lo que pensaba decir.
 Bajó la cabeza. Apoyó los codos sobre sus muslos y con los pulgares se palpó las sienes. Cuando sus dedos se posaron sobre aquellas venas incoloras y palpitantes, sus ojos humedecieron.
¡Tranquilízate, Santiago!... ¡Tranquilízate! –apremió Raquel–. No sigas torturándote porque me destrozas el corazón… ¡No pienses más en eso, por favor!… Pero si te desahoga… Si aplaca tu sufrimiento, dime lo que quieras… Estoy contigo y te apoyaré en todo –expresó abrazándolo.
 –Me entristece que tantas monjas misioneras hayan sido violadas por sacerdotes de su misma congregación.
 – ¡Qué criminales!... Ya nadie puede confiar en ellos…
 –También hay otras cosas, igualmente funestas, Raquel… Me enteré de algo muy maligno... Existen miles de millares de curas gay que con la complicidad de la Iglesia abusan, perversa y constantemente, de los inocentes niños que los padres confían a sus cuidados en escuelas y colegios católicos… Lo más abominable de todo esto, es que algunos de ellos solicitan permiso a sus superiores para casarse en rito homosexual… No lo quise decir en el cerro porque era demasiado duro –confesó compungido–. En el barrio ya hay suficiente dolor, no merecen sufrir por los crímenes de otros… Por eso no lo dije…
 – Lo sé Santiago… Durante el sermón yo estaba entre la gente... Todos estábamos asombrados… ¿Y es qué nunca se acabará la maldad?... ¡Qué asco, qué basura, Dios mío! –se lamentó la joven echando hacia atrás su rubio y largo cabello.
 –En las iglesias hay muchos sacerdotes buenos, casi santos, aunque los malos los superan tres a uno… En el día de la revelación ellos serán nuestros aliados… Los muros de la Iglesia tienen que ser removidos para expulsar a los adictos del mal… ¡Por eso estoy aquí!... Por eso el Padre me envió… Debo limpiar y purificar la Iglesia… ¡Satán la ha invadido! –afirmó categórico, acariciándose la incipiente barba que comenzaba a despuntar en su rostro.


14

 John Dark acababa de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. En el avión se había cambiado de ropa. La chemise negra la sustituyó por una camisa blanca de puños y en el bolsillo superior del saco acomodó con desenfado un pañuelo blanco.
 El ex combatiente de Afganistán pasó por inmigración como cualquier otro turista, sin ningún problema. De ahí siguió directo hacia la salida llevando el pequeño maletín, único equipaje que traía consigo, el cual las autoridades aduanales de Bologna le permitieron embarcarlo como bulto de mano.
 Antes de dejar las instalaciones aeroportuarias se dirigió al lavabo, donde de un tirón se arrancó el bigote postizo. Después se lavó bien las manos con un pequeño jabón que sacó de un estuche que tenía guardado en unos de los bolsillos de la chaqueta.
 Una vez en la calle solicitó los servicios de un taxi que estaba aparcado a pocos metros de una de las salidas de la Terminal Aérea. Cuando el auto se detuvo a su lado abrió la portezuela y se sentó en el asiento trasero.
 –Al hotel Tamanaco, por favor – ordenó con claro acento español.
 El chofer, abobado por el sofocante calor del litoral playero donde está ubicado el aeropuerto, no preguntó nada de momento. Sin embargo, después que tomó la autopista que conducía a Caracas, buscó entablar conversación. No lo hacía por ninguna cortesía, sino para sopesar que tan incauto era aquel turista recién llegado. Si no tenía un adecuado conocimiento de las vías de la capital o el cambio de la moneda local, sería víctima ideal para ser timado al momento de requerir la cuenta. No era nada nuevo. Sólo un viejo y astuto truco que utilizan algunos inescrupulosos taxistas en casi todos los aeropuertos del mundo.
 – ¿Viene de paseo o de negocios?... ¿Le gusta Caracas? –preguntó con naturalidad.
 John, no dispuesto a hablar con extraños, se hizo el desentendido. Se reclinó del respaldar y cerró los ojos, denotando cansancio, por lo que al conductor no le quedó más remedio que encender la radio, la cual puso a bajo volumen, y quedarse callado.
 Luego de subir por la autopista de La Guaira, que es la única vía rápida a la capital, y de resignarse a varios quilómetros del infernal tráfico urbano, el taxi se detuvo frente al lobby del majestuoso Hotel Tamanaco, una joya arquitectónica construida en los albores de los años cincuenta y el cinco estrellas más antiguo de la ciudad.
En la recepción Dark mostró el pasaporte y se registró sin problemas. Su reservación había sido hecha con antelación por sus mentores días antes de salir de Ravenna.
 Después de pasar la tarjeta electrónica por la ranura de la habitación 515, ubicada en el quinto piso del hotel, entró y cerró la puerta tras de sí. Apoyó el pequeño maletín sobre el sofá que estaba cerca del guardarropa y sin siquiera lavarse la cara después de aquel viaje tan caluroso ya que el taxista tenía el aire acondicionado dañado, tomó el teléfono, marcó un número que tenía anotado en una pequeña agenda de cuero negra y esperó unos segundos.
 –Soy El Caballero enviado desde Ravenna. Acabo de llegar… ¿Todo sigue igual, no hay cambios? –expresó al escuchar una voz del otro lado de la línea.
 – Sí, todo sigue igual, pero, por favor, deme la contraseña –solicitaron del otro lado de la línea.
 –La espada de Dios vencerá –precisó John Dark.
 –Y nunca será doblegada –contestó su misterioso interlocutor, quien era nada menos que Serafino Anás, el Prior de la Misión de San Felipe.
 – ¿El paquete con los utensilios de trabajo están listos? –indagó el recién llegado.
 –Todo, tal como ustedes lo pidió y le será entregado en la dirección convenida.
 –Bien, me volveré a comunicar con usted cuando lo crea conveniente –puntualizó el ex veterano de Afganistán antes de colgar.
 John Dark era la persona a la que se refería Serafino durante la celebración del conclave. Era el Justiciero de Dios, una especie de sicario de la Iglesia, que había solicitado a sus superiores de Roma que le enviase. Cuando le preguntó al prior sobre “los utensilios de trabajos” se refería a armas.
 Los Justicieros de Dios pertenecen a una congregación muy especial y hermética del Vaticano y únicamente siguen órdenes de algunos altos prelados de la Santa Sede, cuya identidad es conocida por muy pocos. Al ser admitidos a la orden, Los Justicieros hacen un riguroso voto de silencio y juran sacrificar sus propias vidas y la de quien fuese necesario, a fin de no revelar la verdad sobre su existencia.
 Desde tiempos remotos hombres como Dark y hasta legiones de ellos, han servido a la Santa Iglesia. Su pasado se remonta a Los Caballeros de Dios, una secta secreta que nació en el siglo XIII debido a una escisión que sufrió la Orden de Los Templarios, unos duros monjes-guerreros, la cual había sido fundada en 1118 por Hugo de Payns y otros ocho caballeros franceses, compañeros de Godofredo de Bouillon, Duque de Lorena, conquistador, libertador de Jerusalén y jefe de la primera cruzada.
 Inicialmente los Caballeros del Temple eran los más acérrimos defensores de la Iglesia y su verdadero nombre, en aquel entonces, fue el de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, Orden militar y religiosa que dio origen a Las Cruzadas. La misma que renegó de su existencia Serafino durante el conclave en la Misión Capuchina.
 Esa Orden estaba libre de toda jurisdicción temporal y dependía directamente de la Santa Sede. No obstante, en nombre de Dios y de la Iglesia cometieron muchos crímenes, entre ellos el robo, saqueos, exterminio de pueblos enteros y el homicidio. Se creían poseedores de la verdad absoluta y justificaban sus atrocidades en nombre de la fe cristiana y en la defensa del Santo Sepulcro.
 La historia cuenta que a instancias de un insigne señor, llamado Bernardo de Claraval, luego convertido en San Bernardo, dos caballeros francos, dos Hugos: de Payns y de la Champaña, fundaron en 1118 la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, cuya originalidad radicaba en que los integrantes eran monjes guerreros.
 Siendo ya nueve, se presentaron ante el Rey Balduino II de Jerusalén y se ofrecieron para cuidar el camino de Jaffa, infestado de ladrones que asaltaban a los peregrinos. Antes de emprender su misión, tomaron los tres votos monacales: pobreza, obediencia y castidad. Poco después el rey les entrega como vivienda una parte del templo de Jerusalén, lo que les da el nombre definitivo de Caballeros Templarios. Diez años permanecieron en esa condición, sin aumentar su número ni inmiscuirse en las guerras santas en que estaba sumida la zona.
 En 1128, San Bernardo logró concitar un Concilio (de Troyes) para que se aprobara la Orden del Temple, sujeta única y exclusivamente a los mandatos del Papa, sin dependencia alguna a las autoridades eclesiásticas o terrenales y liberada de todo impuesto.
 Es precisamente en ese entonces cuando los Caballeros visten la túnica blanca que los diferenció de sus aliados-adversarios, los Caballeros de San Juan (hoy de Malta), que vestían túnica negra. Si bien el blanco era el color elegido por el Cister, casualidad o no, era también el de los Levitas que cuidaban el Arca, el de los esenios, el de los sufíes y el mismo que utilizó Jesucristo. En 1147 el papa Eugenio III los autorizó a lucir la cruz griega de ocho puntas de color rojo.
 Fue Bernardo de Claraval quien compactó la Orden, le confió su misión, le transmitió sus enseñanzas y finalmente redactó sus reglas iniciales. Parte de estos hechos permanecerán por siempre en secreto.
 A partir del Concilio, sus principales miembros recorrieron el mundo de entonces reclutando fondos y enrolando efectivos para asumir, una vez organizados, la Guerra Santa. La respuesta fue generosa y concluyente. Los caballeros fueron alineados de a dos, en díadas. Ambos caballeros comían de la misma escudilla.
 En la campaña de Oriente la disciplina hubo de ser feroz, la retirada imposible, la mínima falta duramente castigada y la vida comunitaria emparejada, tanto en armamento como en Padrenuestros.
 Muerte, sangre y victoria, amor, salvajismo, abnegación y derrota fueron hitos anónimos en los campos de Galilea mientras el “otro” Temple, el que había quedado en Occidente (excepto España, donde también guerreaban), se transformaba en un factor de crecimiento, pacificación y civilización.
 En un plano de respeto al conocimiento y creencias monoteístas, los templarios entablaron en Oriente relaciones, entre batalla y batalla, con musulmanes y rabinos a los que invitaron a su base en Francia para discutir y aprender de ellos.
 Las relaciones entre templarios y musulmanes fueron corteses, tal vez de una comprensión casi perfecta, lo cual no evitó que se degollaran con saña si caían prisioneros uno del otro. Sin embargo, pese a su bravura en combate, fueron proclives e intentaron treguas para ahorrar sangre. Estos hechos merecieron críticas de casi todos (incluso de San Luis), algunas hijas del fundamentalismo religioso de la época y de otras montadas en la cresta de la ola de la envidia a la grandeza de cuerpo y espíritu de los caballeros, ya que la riqueza del Temple no solo fue material sino también espiritualmente trascendente.
 Paralelamente a su enriquecimiento, forjaron y ampararon una legión de artesanos. Desarrollaron el arte gótico (sistema sin precedente que alivió el peso de los muros) y características arquitectónicas muy peculiares en todos sus edificios. Construyeron o ayudaron a construir más de 70 catedrales en menos de 100 años, que liberadas del románico, se alzaron al cielo en abierto desafío a la ley de gravedad. Protegieron “fraternidades” constructoras (los “Hijos del Maestre Jaques” o los “Hijos de Salomón”) las que, desprotegidas al caer el Temple, se transformarían en la semilla de la francmasonería. Despejaron los caminos de ladrones y feudales salteadores con lo que abrieron las rutas al comercio. Difundieron la letra de cambio (ya practicada por venecianos y lombardos) y con sus extensos cultivos alimentaron como nunca a hombres y bestias de Europa. Durante los casi doscientos años de su existencia no hubo hambruna en Europa. Elaboraron una simbología y un código para su comunicación interna, ante la ignorante desesperación de reyes y obispos.
 La buena administración, la exención de impuestos, los botines de guerra, las continuas donaciones y buenos negocios, dieron como fruto el enriquecimiento de la Orden. Enriquecimiento que regresaba al pueblo al mejorar las condiciones de vida para todos.
 En términos modernos puede decirse que se transformó en una “multinacional ética” con deudores prominentes, lo que resultaría a la larga peligroso. Más de un Rey de Francia recurrió al Temple en busca de dinero, entre ellos Felipe IV (El Hermoso), quien sumido en deudas, motines e inflación creyó encontrar la solución en hacerse de sus bienes. Tuvo como colaborador tardío en la empresa al Papa Clemente V.
 La noche del 14 de octubre de 1307 Felipe El Hermoso hizo arrestar a Los Templarios de su reino.
 Acusados de herejía, sodomía, confesión comunitaria, escupir el crucifijo y otros argumentos de indudable efecto popular, elegidos hábilmente por Nogaret, el consultor legal, los nobles caballeros sufrieron lo indecible en cárceles pestilentes, frías, oscuras, hostiles hasta el destino final: la hoguera.
 La “justicia” de la Inquisición estuvo a cargo de los dominicos, sus enemigos ya conocidos. Las confesiones fueron compradas o arrancadas bajo tortura.
 Cada uno trataba de obtener su parte del botín. Si bien Felipe quería los bienes de la Orden, también el clero secular, el propio Papa y nobles de la época, apuraban como buitres hambrientos los trámites para tratar de conseguir algún bien del Temple, algún despojo, por pequeño que fuera y todo “por amor a Dios”. La codicia hizo presa de todos, incluida la Iglesia.
 El 18 de marzo de 1311, el último Gran Maestre, Jaques de Molay, analfabeto, virilmente prefirió el fuego a la cadena perpetua. Godofredo de Charnay lo siguió.
 Según relatos, en cuanto vio el fuego preparado, Jaques de Molay se desnudó sin titubear y le dijo a los verdugos: “Por lo menos dejadme juntar un poco las manos para elevar mi plegaria a Dios..., ya que voy a morir, sabe Dios, injustamente. Pronto caerá la desgracia sobre quienes nos condenan inicuamente. Dios vengará nuestra muerte, con esta convicción muero”. La muerte lo tomó tan dulcemente que fue motivo de admiración para los presentes.
 En 1328 ya no reinaba en Francia descendiente alguno de Felipe El Hermoso. Después llegaron las guerras, el hambre y la peste y el galope sombrío de los jinetes del Apocalipsis.
 Se cuenta que cuando la cabeza de Luis XVI rodó, de la multitud salió el grito: “¡Jaques de Molay, por fin has sido vengado!”. Es que se decía que Felipe había reencarnado en Luis XVI.
 San Bernardo, que según la leyenda bebió tres gotas de leche brindadas por la Virgen Negra mientras oraba y que, de acuerdo a la tradición, había sido instruido por druidas, fue el mentor de la Orden del Temple. Pretendió una Orden que se inmiscuyera sin vergüenza en los asuntos mundanos y que pese a que sus miembros fueran absolutamente pobres, la orden en sí fuera inmensamente rica. Que se implicara en todas las actividades humanas para ser su reformadora, organizadora, juez y custodia.
 Es decir, hubo un enriquecimiento voluntario desde el inicio y necesario para el despliegue de las actividades posteriores.
 Una de las misiones secretas que le impuso San Bernardo era la búsqueda del Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley, que suponía enterradas en el Templo de Jerusalén. Es probable que junto a las Tablas de la Ley hubiese copias de algunos documentos sagrados egipcios que Moisés se habría llevado en el éxodo, motivo determinante, tal vez, de la encarnizada persecución del Faraón.
 Aparentemente, los templarios se establecieron siempre en enclaves mágicos, sagrados, lugares de mucha energía, donde por otra parte, ya habían existido otros cultos y construcciones sagradas.
 Se dice que bebieron de fuentes más antiguas, a veces no conocidas, que su sincretismo religioso conjugó el esoterismo esenio y judío con el sufismo, el gnosticismo, la alquimia, el hermetismo egipcio y el mundo mágico de las runas y el mito del Santo Grial.
 La riqueza de Los Templarios, muy bien administrada, alentó la codicia de reyes y papas.
 Imperdonable ha de haber sido también que en lo religioso hayan sido tolerantes y hasta ecuménicos, cuando tal cosa era sinónimo de traición, herejía o cobardía. Que hayan sido lo suficientemente fieles a la tradición, a la Orden y a sí mismos como para elegir, hasta el último de ellos, la hoguera en vez de la cadena perpetua, los hace guerreros excepcionales.
 Por ello no tuvieron perdón ni compasión de la Iglesia. Menos aún cuando su lema fue: “Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam” (No a nosotros Señor, no a nosotros, sea la gloria en Tú Nombre).
 Los Templarios fueron infundadamente acusados y encarcelados por ultrajar imágenes religiosas y sagradas, adorar a perros y gatos, realizar orgías, obtener riquezas por métodos criminales y estar íntimamente relacionados con la sociedad secreta de Los Asesinos, pecados que, en su época, eran absueltos por las altas dignidades eclesiásticas sin mediar entre ellos la confesión.
 En pocas palabras, Los Caballeros de Dios y Los Templarios eran hojas de un mismo árbol.
 Al igual que hoy en día, en pleno siglo XXI, lo es John Dark. Un Justiciero de Dios, un heredero de los Hijos del Temple, que en vez de usar la espada o el cuchillo, usa armas de guerra sofisticadas y gases letales, y que sin estar agrupado en díadas o sectas, siendo uno sólo puede causar más daño que cien Templarios juntos de los siglos pasados.

15

 La mañana siguiente Figueroa amaneció con un aturdimiento bestial. Estuvieron bebiendo hasta bien entrada la madrugada y siquiera recordaba la hora en que había llegado al hotel. Llamó a la recepción para que le subiesen aspirinas y dos frascos de bebida reconstituyente.
 La resaca era grande, pero estaba contento. Había logrado involucrar a Basilisco y a su amigo Fernando en el proyecto para llevar a Santiago ante los monjes de la Misión de San Felipe.
 Aunque creía que lo hubiese podido lograr solo, sin ninguna ayuda, prefirió compartir la aventura y las ganancias con tal de intentar, otra vez, recobrar el cariño de su hijo, afecto el cual la vida le había negado desde hacía veinticinco años.
 De pronto en sus pensamientos cruzó la imagen de Hidra, su ex esposa. El sólo recuerdo lo indisponía porque aquella mujer había destrozado su existencia, la de su propio hijo y de todo lo que estaba a su alcance.
 En un lugar muy especial e inviolable de su memoria almacenaba con celo sádico todos los detalles de la venganza que concretó Don Ernesto Alvarado Redondo, el padre de Hidra, al bautizarla con ese extraño nombre.
 Esbozando una sonrisa de satisfacción, la mente de Figueroa lo transportó al día que su suegro conoció a Ninfa Mago, la madre de Hidra.
 En aquellos tiempos Don Ernesto se dedicaba al abigeato, contrabando y otros delitos. Era conocido en las montañas de Ureña, al oeste del estado Táchira, como “El loco” Ernesto, alias que después de amasar una cuantiosa fortuna y alcanzar el respeto, poder e impunidad que concede el dinero, se transformó en Don Ernesto.
 Durante los primeros meses de matrimonio el poderoso terrateniente se deleitaba narrándoles a sus amigos cómo había conocido a aquella diosa bendita que luego convirtió en su mujer.
 “Ese día el sol estaba inmóvil, estacionado en el centro en el cielo, y el calor era insoportable -contaba a sus más íntimos, entre quienes se encontraba Figueroa, mientras se balanceaba en una mecedora tejida con paja cruda-. Mis hombres y yo decidimos ir hacia el manantial para refrescar los caballos… Aunque nos perseguía todo un ejército, mientras cabalgábamos me abrazó un presentimiento… Sabía que algo hermoso me iba a ocurrir. Lo intuía mucho antes de llegar”, describía el astuto hacendado haciendo gala de su verbo y cultura, porque antes de meterse a bandolero cursó un par de años en la Escuela de Filosofía y Letras en la universidad de su región. Cuando estaba con sus amigos le encantaba utilizar palabras “desconocidas”, porque “le divertía un mundo verlos abrir los ojos desorientados, como unos tontos”.
 “Desde lejos vi a ese encanto de muchacha -proseguía relatando- y a sus dos amigas bañándose casi desnuítas, con las teticas al aire, en El Pozo de la Araña Azul, cerca del Gran cují de los Lamentos, ese que tiene forma de inmenso paraguas y que dicen trajeron de Tierra Santa. Yo andaba con mi caporal, que era mi segundo al mando, y unas dos docenas de valientes llaneros. Las tres mujeres estaban provocativas. Era tanta su belleza, que el manantial envolvía sus cuerpos con furia, como queriéndolas desflorar. Retozaban de felicidad y pegaban unos griticos que me hacían estremecer de deseo cuando el chorro de agua fría de la cascada reventaba sobre sus cuerpos… La pequeña pantaletica de la más jovencita transparentaba un matorral lleno de virginal sensualidad. Al vernos llegar comenzaron a cuchichear y reír entre ellas con picardía, sin ningún rubor… ¡Eran unos ángeles!… Una obra perfecta de la naturaleza. Yo quedé flechado por una sola, la más mocita, que tenía el pelo más negro que la misma noche. Después supe que se llamaba Ninfa Reyes y que iba a ser mí mujer, o sino dejaría de llamarme Ernesto Alvarado Redondo”, contaba el viejo hacendado.
 Y la verdad es que aquella mujer quedó tatuada en los ojos de Don Ernesto desde ese instante y hasta el día de su muerte. Después de verla todo corrió más aprisa que el viento.
 Pese a la diferencia de origen y edad, Don Ernesto pasaba de los cuarenta y nueve y Ninfa apenas acababa de salir de la adolescencia, la perfecta hermosura de aquella jovencita, que le parecía una ilusión inalcanzable, lo atrapó tan ciegamente que faltó poco para que del manantial la llevase directo al altar.
 De esa alocada unión pronto nació Hidra, su primera y única hija.
 Atrás quedaron los días de bandolerismo y persecuciones. La felicidad al fin le había sonreído a Don Ernesto, tanto, que al dejar sus andanzas compró una gran hacienda cerca de San Felipe, muy lejos del lugar de sus operaciones delictivas y donde su verdadera identidad y andadas eran desconocidas.
 Aquella alegría primaveral de los comienzos se vio opacada casi inmediatamente después del parto. Como si hubiese sido poseída por un maleficio, Ninfa dejó emerger del pozo de sus entrañas una inusitada y aberrante personalidad. Se hablaba de depresión post parto y otras tonterías, pero nada de eso era real. Ciertamente había ocurrido una metamorfosis en aquella mujer después del alumbramiento. Sus encantos femeninos, sus modales, sus principios morales y hasta su forma de caminar cambiaron radicalmente. Ahora, más que el ama y señora de una inmensa y productiva finca, parecía una prostituta callejera. No tanto por los exagerados escotes y rocambolesco maquillaje facial que comenzó a usar, sino por la forma como provocaba a los hombres que se le atravesaban en la vía.
 Toda la región sabía de sus continúas infidelidades. En el pueblo la apodaban “La loca adúltera” y, realmente, tenía de ambas cosas. Don Ernesto decidió no volver a pronunciar nunca más, mientras viviese, su nombre. Se conformaba con llamarla La Doña o, simplemente, La mujer. Varias veces pensó en matarla, pero no se atrevió a hacerlo. Su presencia y juventud le transmitían vida y vigor. Además, pese a todo, la seguía amando con locura. “Si lo mato -se decía- perderé todo. También moriré. No puedo vivir sin verla, aunque sea una inmunda ramera”.
 Con el pasar de los meses su joven esposa parecía haberlo olvidado completamente, por lo que sus amigos le gastaban rudas bromas a Don Ernesto.
 Ninfa había experimentado una transformación irreconocible. De la mujer atenta, generosa y dulce de los inicios, no había quedado absolutamente nada. Todo se había esfumado, hasta parte de su innata belleza.
 Deslumbrada por las enseñanzas de una anciana que vivía en una pequeña choza en los alrededores de la hacienda, la joven comenzó a dedicarle casi todo el día a la práctica de la hechicería y magia negra, la cual usaba tanto para lastimar o ahuyentar a extraños, como para domeñar y poseer a quien quisiese. Eso le divertía. Le hacía percibir que, al fin, tenía algo propio, lejos de la miseria y privaciones de la niñez y de la influencia de su poderoso, rico y temido marido.
 Las tierras de Don Ernesto no estaban lejos de La Montaña de Sorte, una montaña encantada dominio de la mítica María Lionza, llamada entre los espiritistas La Reina de Las Cuarenta Legiones, las cuales estaban formadas por diez espíritus cada una. Junto a La Reina siempre aparecía Guaicaipuro, cacique que luchó aguerrida y valientemente contra los conquistadores españoles en el Valle de Caracas y considerado líder de la Corte Indígena, así como Negro Primero, único negro con rango de oficial en el ejército libertario de Simón Bolívar que, según la leyenda popular, dirigía La Corte Negra.
 María Lionza, de acuerdo a notables espiritistas, aparecía sentada sobre grandes boas y vestida con un largo manto azul, plumas de colores y joyas o, cuando la jungla se transformaba en cobriza, cabalgando sobre el lomo de una gigantesca danta que era escoltada por feroces pumas, jaguares y chivos.
 La leyenda también afirma que La Reina, una mujer de belleza sin igual, se manifestaba ante creyentes y seguidores como una gran mariposa azul, la cual revoloteaba antes sus ojos para indicarles el camino a seguir, revelándole su destino en el mundo del más allá.
 El culto a María Lionza se remonta al siglo XIV, a muchos años antes de la llegada de los conquistadores españoles a Venezuela. Para ese entonces los indígenas que habitaban el territorio que actualmente conforma el estado Yaracuy veneraban a Yara, diosa de la naturaleza y el amor.
 La tradición popular describe a Yara como una bella mujer de ojos verdes, pestañas largas, amplias caderas y cabello liso adornado por tres orquídeas abiertas. “Su sonrisa era dulce y su voz suave y tenía el don de poder comunicarse con los animales”, se asevera en un documento indígena escrito sobre piel de leopardo que fue encontrado dentro de un pequeño cofre tallado en reluciente cuarzo rosado enterrado cerca de una gran cascada al oeste de la Montaña de Sorte.
 Según la fábula, Yara era una princesa indígena que fue raptada por una enorme anaconda que se enamoró de ella. Cuando los espíritus de la montaña se enteraron de lo sucedido, decidieron ir en busca de la serpiente y cuando la encontraron hicieron que se inflara hasta reventar y morir. Luego nombraron a Yara reina de las lagunas, ríos y cascadas, madre protectora de la naturaleza y reina del amor.
 El mito de Yara sobrevivió a la conquista española. Así fue como tomó el nombre católico de Nuestra Señora María de la Onza del Prado Talavera de Nivar, título que con el paso del tiempo se convirtió en María de la Onza o María Lionza.
 Los hechizos que estaba haciendo Ninfa no tenían nada, ni remotamente, que ver con María Lionza, La Reina del Bien, cuyos devotos veneraban en Semana Santa para que les curase las enfermedades o le otorgase poder, riqueza y amor.
 Ninfa era todo lo contrario. Se decía que había hecho un pacto con los demonios y los seres de las cavernas abismales del más allá. Un más allá muy tenebroso, más en tierras de Yaracuy, donde desde Chivacoa hasta los confines del cielo, parecía que el infinito absorbía al mal y hechos venidos de la dimensión de los muertos.
 La habilidad que Ninfa fue adquiriendo con el pasar del tiempo, la cegó de tal manera, que estaba totalmente convencida de poder controlar las almas, tanto de vivos como de muertos, sin importar hace cuantos siglos hubiesen dejado de existir.
 Esa sensación la tenía soldada con tanta fuerza en las entrañas, que hizo desbordar con furia sus profundos resentimientos. Muy rápido comenzó a tejer oscuras represalias contra quienes consideraba sus enemigos. Ahora percibía que lo tenía todo y que nadie podría arrebatárselo ni detenerla.
 Con los artificios obtenidos de la hechicería, se creía el ama y señora del llano y las montañas, de seres vivos o muertos y con poder sobre cualquier voluntad, proviniese de la tierra o de ultratumba.
 Los pobladores contaban que su fuerza era entrañablemente misteriosa y que durante las noches de luna llena enviaba a un grupo de peones de la hacienda, a quienes previamente escogía entre los más fuertes, para que fuesen a extraer rocas de las profundidades de un río cercano. Todas debían ser planas y en forma de punta de lanza o triángulo.
 Con ellas comenzó a construir un altar para que fuese morada de los espíritus que invocaba. Cinco meses le tomó la selección de las rocas y otros tres la construcción del altar, el cual mandó a edificar en la cima de una colina aledaña a la hacienda, cerca de un cementerio rural, de cuyo costado brotaba un arroyo de aguas turbias.
 Cuando Ninfa estaba en plena oración maléfica, los campesinos que se aventuraban a espiarla en las noches de luna clara. Decían que se cubría la cara con una máscara hecha con la cabeza de un chacal y se embriagaba con ron añejo para que de las sombras, de los lugares húmedos y de los mundos subterráneos, apareciesen ante ella las bestias infernales del mal y los espíritus de los difuntos.
 Contaban que rodeados de gusanos y serpientes, los dioses del mal, pestilentes como cadáveres en descomposición, comenzaban a materializarse frente a ella de entre las sombras.
 En ese momento Ninfa tomaba la púa de un peine negro, le prendía fuego a modo de tea y se abría paso entre las almas que aullaban de dolor. Muchos de los grandes cirios que alumbraban el altar, así como las pequeñas velas, que las había por cientos dispuestas en forma de círculo en el piso o entre las rocas, comenzaban a extinguirse. Las llamas parecían llorar de dolor y casi se podía percibir en coro un susurro maléfico mientras todo era envuelto por las tinieblas.
 Luego, relataban los peones, todo eran órdenes, que los espíritus salían a cumplir lanzando unos espantosos gritos que hacían erizar a la sabana.
 Esas noches los ríos dejaban de arrullar por instantes. Pasados algunos minutos, parecían contorsionarse furiosos y sus aguas volvían a fluir dejando resonar un murmullo triste, como si algo les hubiese sido arrebatado del fondo de sus entrañas.
 Todo era negro en esa época. Hasta los días azules habían perdido su brillo. La paz apenas era una palabra. Hablar se convertía en pesar porque todo era muerte más allá de Chivacoa. María Lionza, La Reina, jamás hubiese podido socorrer a los necesitados, siquiera montada en su danta como guerrera del bien. Otras fuerzas, y muy poderosas, habían invadido sus dominios. El mal se había desatado y sólo restaba esperar.
 Ninfa tenía el control. De su pequeño feudo sólo algunos podían salir o entrar, siempre y cuando ella se lo permitiese.
 Don Ernesto no escapó a sus conjuros. Era su víctima más cercana y preferida, por lo que el viejo bandido poco a poco comenzó a ver minada su fortuna y salud.
 Frente a sus compañeros atribuía al desvelo sus malas inversiones, ya que poco dormía, aunque estos sospechaban que se debían a los siniestros maleficios de su otrora bella mujer.
 Era tanta la perversión que se había posesionado de Ninfa, que a Don Ernesto, católico por tradición familiar y fanático estudioso de la Biblia desde su más tierna edad, se le hacía virtualmente imposible convencerla para llevar ante la pila bautismal a su pequeña hija.
 Ninfa se había convertido, o tal vez lo era desde un principio, en una atea retorcida en el fango del espiritismo y la idolatría indígena. Con obcecación se oponía a que su hija recibiese el santo sacramento del bautizo.
 Por un tiempo Don Ernesto buscó inútilmente convencerla. La mujer nunca dio muestras de ceder, todo lo contrario, lo maldecía cuando osaba tocarle el tema.
 Pese a su intransigencia y maldad, Ninfa tenía un lado débil y Don Ernesto lo sabía: la ciega ambición y desmedido amor al dinero.
 Por ello un día, en un arranque de deliberada indulgencia, prometió cederle dos mil hectáreas de tierra de cualquiera de sus haciendas si accedía a bautizar en el lapso de quince días a la pequeña, con la condición de que él escogería el nombre y que el de Lorena, que había llevado hasta ese entonces, sería descartado.
 Ninfa le hizo un minucioso interrogatorio antes de acceder. Al final, convencida de que las intenciones de su marido eran honestas, pidió, para concretar el pacto, que le revelase el nombre que había escogido para su hija y Don Ernesto, inofensivamente, mencionó: “Hidra”.
 Luego de un premeditado silencio que parecía no finalizar nunca y con sus ponzoñosos ojos clavados sobre Don Ernesto, aprobó la decisión acompañándola con una estrepitosa carcajada.
 Pasmada por el singular nombre que había escogido su marido, se pasó las manos por el cabello y con mirada centelleante, expresó: “Creí que le ibas a poner Virgen María… Como ahora te la das de santurrón y puro…” y sin concluir explotó otra vez en ensordecedora y desatinada carcajada que hizo volar despavoridas a unas perdices que anidaban en unos arbustos cercanos a la finca.
 Don Ernesto sonrió manso, aparentando no importarle nada aquella escena, pero en sus adentros quería asesinarla.
 Recobrado el sentido, la mujer examinó de arriba abajo a su desacoplado esposo y, presintiéndolo indefenso, buscó aprovecharse de la ocasión.
 “¡Hidra!... ¡Está bien!... ¡Del carajo!... Si a ti te gusta ese nombre para nuestra hija, por mí no hay inconvenientes, pero eso sí, primero me firmas los papeles cediéndome las tierras. De otra forma no hay arreglo”, exigió Ninfa según cuenta el caporal de la finca, quien fungía de testigo del pacto.
 Intuyendo una trampa, Don Ernesto, bandido experto y siempre alerta pese a las fatigas de los últimos años, aprobó el término de su mujer haciendo la salvedad de que firmaría el documento el mismo día del bautizo y dentro de la misma iglesia donde se concelebraría el sacramento. Esta aprobó sin aspavientos la condición impuesta.
 Blanca, como todas las iglesias de la tierra donde se le reza con veneración a Dios y a los santos y vírgenes de todos los días, estaba pintada la capilla de Santa Inés de los Ríos, en la provincia de Chivacoa. Aunque maltrechas por los años y el uso, cuando las viejas campanas tañían alegraban a la sabana. Sin embargo, el día de la ceremonia bautismal el recinto estaba en semisombras, adormecido.
 Para que no quedasen dudas y el pacto tuviese testigos de excepción, a la iglesia fueron invitados todas las autoridades civiles y militares de la región, entre quienes se encontraban el juez que una vez condenó a Don Ernesto y luego, a los años, lo absolvió, así como el general, ya retirado, que comandaba el ejército que una vez lo perseguía, además de las familias más prominentes de la región, todos ricos terratenientes.
 Aquel roble que durante su juventud fue temerario bandolero, considerado invencible, adorado por unos y temido por otros, ahora estaba entregado dócilmente a la voluntad de Ninfa. Pero nadie sabía que con ello concretaba su venganza, la cual quedaría sembrada en la llanura como recuerdo imperecedero.
 Estaba convencido de que el mayor desastre de su vida había sido desposar a Ninfa, mujer que le arrebató el sosiego y llenó de penas. También sabía que con lamentos no solucionaría nada. El daño estaba hecho. Sólo tenía una carta y se la había jugado. Pasase lo que pasase, ya no podría devolverla al mazo.
 A veces, en los momentos de pesar, quería arrebatarle al tiempo las horas para borrar el día en que conoció a Ninfa. Sin embargo la mesa estaba servida. Aunque la mujer con quien se había desposado le quitó las ganas de vivir, ahora daría, aunque le costase la vida, el último combate.
 Se sentía dichoso por haber tenido una hija legítima, a una verdadera hija, legal y habida en santo matrimonio. La amaba con ternura, no obstante, cuando su mente era asaltada por escabrosos pensamientos, maldecía la hora en que la criatura brotó del vientre de aquella adúltera y diabólica mujer. En esos momentos se asqueaba y arrepentía de haberla traído al mundo.
 Don Ernesto no exageraba. Ciertamente Ninfa era una bruja indeseable y malvada, a quien le atribuían muchas muertes extrañas y sucesos inexplicables por todo Yaracuy.
 Cuando Ninfa estaba embarazada, sin imaginarse siquiera, ni remotamente lo que devendría después, Don Ernesto les decía a sus amigos que vislumbraba que su hija sería el vivo retrato de la madre. Aunque en ese entonces se refería tan sólo a su belleza, a su alegría, no se había ciertamente equivocado.
 Pasado el tiempo, y a medida que Hidra iba creciendo, se semejaba cada vez más, tanto en maldad como en arrogancia, a su madre. Desde que era muy pequeña los vecinos murmuraban que la niña estaba poseída.
 Cuando las habladurías llegaban a oídos de Don Ernesto, éste entraba en cólera profunda y en más de una ocasión amenazó con matar a quien se atreviese a repetir, en público o en privado, tan grotesca infamia.
 Sin embargo, a veces él también era invadido por borrascosas dudas que no le hacían conciliar el sueño. En las noches despertaba sobresaltado víctima de horribles pesadillas. Pesadillas premonitorias que presagiaban una realidad que se resistía aceptar.
 Cuando eso ocurría, durante las madrugadas se sentaba en una mecedora en el zaguán de la casa y con la mirada perdida en el vacío se sumergía en amargas reflexiones hasta que despuntase el alba. Sus pensamientos se paseaban entre Dios y Lucifer y de allí a los confines de lo efímero y lo eterno, afligiendo aún más su abatido corazón. Al volver otra vez a la realidad, se sentía más confundido que al principio.
 Una vez, cuando Hidra todavía no había cumplidos los tres años de edad, la niña tuvo uno de sus constantes ataques de “furia” frente a unos comerciantes que lo visitaban esa tarde en la hacienda.
 Al ver que la niña se arrojaba al suelo después de una furibunda rabieta y comenzaba a contorsionarse con los ojos desvariados, más por ignorancia que por otra cosa y sin conocer del tormento del hacendado, en son de broma uno de ellos refirió: “A esa niña hay que hacerle un exorcismo”.
 Más vale que jamás hubiese pronunciado semejante desatino. Don Ernesto se descompuso de tal forma que buscó una escopeta de repetición de dos cañones, cargada con guaimaros calibre 12, de las tigreras, y obligó al infeliz a que corriese hacia la salida, de otra forma lo mataría “como a un perro”, según contaron los presentes. Mientras empujaba al desdichado con el cañón del arma aprisionada a la espalda, Don Ernesto escupía por su boca las más repugnantes maldiciones. Dicen que pálido como la muerte misma, el despavorido comerciante daba traspiés hacia la salida mientras Don Ernesto, descargaba una y otra vez, el arma apuntado al aire. Sólo se detuvo cuando se le terminaron los cartuchos.
 En su yo más íntimo lo abatía un sentimiento de culpa mortal. Estaba convencido y esa idea no podía borrársela de la mente, que él, sólo él, provocó la maldad en su hija al bautizarla con el nombre de Hidra. Con masoquista maledicencia se reprochaba su conducta. Haberse dejado llevar por el odio y la venganza.
 Recordaba con amargura el día de la celebración del bautismo y los sucesos posteriores, casi simultáneos a este.
 En su cerebro estaba grabado el momento en que el sacerdote, con voz firme y clara, pronunció: “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y en nombre de la Santa Iglesia Católica, yo te bautizo con el nombre de Hidra”. Y como, segundos después, sintió en su cuerpo el castigo de la ira divina por haber consumado tan sacrílego episodio en la casa de Dios y con su propia hija.
 Cuentan los presentes a la ceremonia que Don Ernesto vestía un impecable liqui-liqui de lino blanco y que en el cuello llevaba abotonado una deslumbrante yunta de oro cochano grabado con la efigie del indio Guaicaipuro. Se notaba complacido y sereno, aparentemente feliz, según la concurrencia. Estaba justo al lado de Ninfa, quien sostenía entre sus brazos a la pequeña criatura.
 De pronto, pese a que ese día la región había sido invadida por un gélido frío, en el preciso instante en que el sacerdote hacía la señal de la cruz y rociaba el agua bendita sobre la frente de la niña, Don Ernesto comenzó a sudar y abrir la boca jadeante, como si estuviese ahogándose. Hubo alarma y susurros. Muchos rostros ensombrecieron. Nadie se explicaba aquel repentino cambio, por lo que se acercaron al ganadero para socorrerle y preguntar qué le sucedía.
 “Antes de perder el conocimiento trató de hablar, pero las palabras nunca salieron de su boca. Una saliva ocre descorría por sus labios y sólo se escuchaban jadeos en vez de palabras. Parecía querer gritar, pero no podía”, testimoniaron después algunos de los invitados presentes.
 Don Ernesto fue socorrido por sus amigos. A los pocos minutos volvió en si tembloroso, presentando síntomas de asfixia y empapado en sudor. Por supuesto, la fiesta de celebración fue suspendida.
 Después de aquel día nada volvió a ser igual. Algo, y muy grave, en su interior, en mente, atacó al viejo bandolero. Estuvo varias semanas en cama y bajo tratamiento, pero ninguno de los médicos que lo atendió se atrevió a emitir un diagnóstico preciso.
 “Fue un soponcio”, dijo uno, el más anciano de los galenos. Fue tan banal y nada convincente su dictamen, que todos lo tomaron en broma.
 Después de muchos estudios y exámenes de laboratorio, su ataque fue considerado como “algo inexplicable y fuera de toda lógica médica conocida hasta el momento”.
 Tal como nació la enfermedad vino el remedio. Un buen día, como si nada hubiese ocurrido, Don Ernesto, totalmente restablecido, despertó muy temprano y silbando una tonada llanera se presentó ante los asombrados campesinos de la hacienda que a esa hora ordeñaban las vacas.
 Cuando contaba el incidente a sus allegados, de cómo él recordaba el día del bautizo, refería que pedía a gritos que detuviesen la ceremonia, que parasen todo y que no bautizaran a su hija con ese nombre, pero que nadie lo escuchaba por más esfuerzo que hacía. Decía que él si se escuchaba. Que oía sus propios gritos retumbar por toda la iglesia, pero que nadie volteaba a verlo. Por eso comenzó a gritar más fuerte, siempre más fuerte, tanto, hasta que no pudo respirar más y pasó lo que pasó.
 A partir de ese entonces, Don Ernesto notaba como su alma se fragmentaba en varios y diminutos pedazos. Vivió otros diez largos años sumido en un tormento bestial y martirizador. No dormía. El insomnio era parte de su existencia y ojeras tan negras como el carbón moteaban sus ojos haciendo muy tétrica su apariencia. Nunca más conoció la paz. Hasta el día de su muerte se arrepintió el haber escogido, impulsado por el resentimiento, aquel nombre para su hija.
 Como apasionado estudioso de teología y del Bestiario Románico, Don Ernesto sabía, desde mucho antes de bautizar a su hija, que Hidra, a quien San Juan menciona en varios pasajes concretos del Apocalipsis, representaba en la antigüedad a una serpiente de varias cabezas que simbolizaba al demonio.
 Y, peor aún, había leído El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges, donde el escritor describía con terrorífica claridad el nacimiento y la muerte de Hidra, algunos de cuyos pasajes Don Ernesto se sabía de memoria, los cuales en sus momentos de obnubilado arrepentimiento, recitaba en soledad y para sí mismo: Tifón, hijo disforme de la Tierra y del Tártaro, y Equidna, que era mitad hermosa mujer y mitad serpiente, engendraron la Hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diódoro el historiador, nueve la Biblioteca de Apolodoro. Lempriere dice que esta última cifra es la más exacta. Lo atroz es que, por cada cabeza cortada, dos le brotaban en el mismo lugar. Se ha dicho que las cabezas eran humanas y que la del medio era eterna. Su aliento envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía, el aire ponzoñoso que la rodeaba podía causar la muerte de un hombre. Juno la crió para que se midiera con Hércules, pero Hidra parecía destinada a la eternidad. Su guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolao la buscaron. El primero le cortó las cabezas y el otro fue quemando con una antorcha las heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró bajo una gran piedra, y donde la enterraron estará ahora odiando y soñando.
 Don Ernesto llevó a cuestas su pecado hasta el día de su muerte. Nunca supo si fue o no perdonado por El Altísimo, ya que expiró antes de que el sacerdote, el mismo que ofició el bautizo de Hidra, llegase a su hacienda para darle la extremaunción.
 El tiempo nunca fue garantía de impunidad. Por eso, como las historias de venganzas y locuras se repiten, Hidra, enterada desde la adolescencia del profano origen de su nombre, antes de dar a luz al hijo no deseado de Figueroa, juró sobre la tumba de Ninfa, su madre amada, llamarlo Basilisco. Con ese tributo póstumo pretendía saldar, tal como hizo su padre en el pasado, su tormento y su venganza.
 Ninfa murió muchos años antes que Don Ernesto carcomida por un cáncer de estómago. Tuvo una muerte espantosa. Nueve meses de agonía no sirvieron para pagar sus pecados y perversidades. Pisoteó como quiso el Sexto Mandamiento y muchos más, por lo que provocó repetidamente la ira de Dios y de ángeles y arcángeles.
 Ni el falso arrepentimiento, con el que quiso justificarse ante su familia al exhalar el último suspiro, pudo salvarla del fuego infernal. Menos los demonios que siempre invocó en sus conjuros. Ahora debe estar pudriéndose en las profundidades satánicas donde moran los inmundos espíritus que despertó de las tinieblas mientras vivía.
 Sin embargo una semilla había quedado. Fue sembrada en el mal y en el mal estaba germinado sin saber porqué, ni cuándo su capullo maligno saldría de su oscura perversidad al mundo.
 Como el implacable tiempo todo lo aclara, de la misma forma que el día disipa la noche y el bien se impone sobre el mal aunque le lleve siglos de luchas y muertes, se concretó la última revelación.
 Todo fue causal y no por casualidad, sino producto de una ley universal que nunca hierra, jamás perdona y mucho menos se equivoca.
 Aconteció que durante uno de sus interminables días de farras, Basilisco, en aquel entonces joven pretencioso y arrogante que no se refrenaba en despotricar de su familia por haber perdido casi toda la fortuna que poseía, se topó con Don Justino, un rencoroso y eterno rival de su abuelo, el finado Don Ernesto.
 Luego de toscos juegos de palabras, entre tragos y con provocativa chanza, éste le dijo al muchacho que su madre había sacado su nombre del fondo del mismo infierno y que él nunca podría entrar a una iglesia porque estaba signado por el Diablo.
 Las paredes de la cantina temblaron aquel día cuando, endemoniado y fuera de si, Basilisco se abalanzó sobre el viejo terrateniente blandiendo un filoso cuchillo de montaña. Su acción fue tan rápida, que los guardaespaldas de Justino no tuvieron tiempo de reaccionar.
 Si no hubiese sido por los otros mayorales que componían el grupo, esa noche la sangre hubiese corrido en la sabana.
Ante los ruegos de sus compañeros de farras, Basilisco, con los ojos infectados de profunda ira, pensó durante unos segundos interminables antes de apartar el cuchillo de la garganta de Justino.
 Al día siguiente, aún con los efectos de la borrachera en plena efervescencia, despertó temprano y llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso, se dirigió hacia la bien equipada biblioteca que había dejado su abuelo.
 Al llegar frente a la puerta principal la abrió de un empellón. Ante sus ojos se alzaron media docena de inmensos estantes de pura y noble caoba repletos de libros.
 Todavía aturdido por el alcohol, escrutó con impaciencia cada rincón de la biblioteca, a la que muy pocas veces había entrado porque no era muy amigo de la lectura y odiaba todo lo que oliese a libros.
 Sin saber por dónde empezar y qué buscar, impetuoso hojeó toscamente algunos tomos, los cuales sacaba desordenadamente y luego de una rápida mirada los tiraba al suelo al no encontrar lo que pretendía.
 Se sentó en un amplio diván y volvió a mirar en su entorno. Aunque no sabía qué carajo hacía metido ahí, entre esa montaña de libros, siguió buscando.
 Su desesperada pesquisa pronto dio frutos cuando en un volumen titulado “Bestiario”, que su abuelo había dejado bien oculto detrás de otro montón de libros apilados en la parte más oscura de la biblioteca, leyó: “Basilisco, animal con cabeza monstruosa, cresta de gallo y cuerpo y cola de reptil o en forma de lanza. Personifica al demonio y su misión es la de custodiar tesoros y el encargado de conducir al infierno las almas de los condenados”.
 Trastornado, el joven lanzó el libro con furia contra una lámpara que adornaba el viejo escritorio de su abuelo, se echó a un lado del sillón y comenzó a llorar desconsoladamente.
 Así pasó más de una hora. Su pesar no había terminado aún. Tambaleante se incorporó y fue a recoger el libro que había tirado y regresó con el hasta el diván.
 Más calmado, volvió a releer los párrafos que explicaban el origen de su nombre. Con la vista fija en ellos los repasó una y otra vez. De sus ojos brotaban dardos incendiarios. Furioso, más que indignado, de un tirón volteó la página.
 El azar le tenía deparada otra triste sorpresa cuando fijó los ojos sobre unas líneas donde estaba escrito Ninfas o Nereidas. Extrañado e impulsado por una elemental curiosidad, ya que Ninfa era el nombre de su abuela, leyó: Ninfas, animal con cabeza y tronco de mujer rematado por cola de pez que a veces puede ser doble. Representan a la voluptuosidad, los vicios y las tentaciones…”.
 Sin terminar de leer aquello dejó caer el pesado tomo que tenía apoyado en su regazo y descompuesto salió corriendo de la biblioteca.
 Ese día la cólera se extendió como peste por toda la hacienda. Incendió un establo, descargó su revólver una y otra vez contra el tractor que estaba utilizando el caporal, mató a tiros a casi media docena de reses y no se calmó hasta que, desfallecido por la borrachera, quedó dormido.
 Pasó tres días encerrado en su habitación. No quiso ver ni hablar con nadie. Apenas comía y sólo pedía a gritos botellas de aguardiente.
 Al cuarto día salió del encierro. Altivo se dirigió al potrero, ensilló un caballo y a trote raudo se internó llano adentro.
 Regresó muy tarde, en la noche. En su rostro ya no se percibía tormento ni furia, menos arrogancia, sino un odio mortal.


16

 Era viernes. Un viernes como cualquier otro en el barrio. La noche comenzaba a tender su manto festivo sobre la ciudad, y el barrio era parte de ella, por lo que desde muchos de los ranchos se escuchaba música de todos los colores y calibres. Los muchachos se contaban cuentos y hacían chistes mientras se tomaban sus mediajarras bien fría o fumaban un pito de marihuana. Los malandrines, algunos recién bañados y vestidos con sus mejores atuendos, se disponían a bajar a la gran ciudad. Para ellos no era el fin de semana, sino el comienzo de una noche de “trabajo” productivo. Los viernes, y los sabían bien, eran los días que conseguían los botines más suculentos, tanto cerca de los bares y restaurantes lujosos, como en las buenas casas de los alrededores del barrio, a las cuales preferían saquear porque si se les presentaba algún inconvenientes o los acosaba la policía, se refugiarían rápidamente en el barrio, donde los gendarmes no entrarían ni que les doblasen su paga mensual.
 Ese día, ese viernes que se presagiaba agitado, Santiago no se alejó de su refugio. Había decidido no subir a La Bombilla. Se quedó en casa.
 A través de la ventana podía vérsele arrodillado con la cabeza inclinada frente a una cruz artesanal hecha con dos robustas ramas. En el centro tenía trenzado un ramillete de flores lilas y blancas que parecían recién cortadas.
 Rezaba abstraído. Tenía los dos brazos entrecruzados en forma de equis sobre el pecho y cada una de las manos ligeramente apoyadas en sus hombros.
 Semejaba una imagen etérea. Estaba tan inmóvil, que la distancia cualquiera lo hubiese podido confundir con una estatua de mármol y no con un ser vivo inmerso en profunda oración, a no ser por el insólito evento que estaba por ocurrir.
 El dorso de sus blancas manos, en la que se dibujaban con precisión la ruta de las venas, comenzó a teñirse con rosetones que poco a poco se transformaron en manchas de sangre que parecían fluir sin detenerse. Siquiera una gota, sólo sangre viva, germinaba de ellas mientras seguía arrodillado, orando.
 En esa posición y con las manos brotadas en sangre, estuvo quieto un tiempo indeterminado. Luego, lentamente, los contornos de su cuerpo se fueron iluminando y comenzó a elevarse del suelo despacio, muy despacio, frente a la cruz, cuyas flores ahora brillaban con destellos vivos, casi humanos. Después, poco a poco, todo se fue tiñendo de blanco, un blanco reluciente y aperlado.
 En ese estado de contemplación, nunca hubiese podido imaginar que alguien, desde fuera, lo miraba.
 No obstante Raquel, la joven adolescente del barrio La Bombilla estaba allí, observándolo amparada tras una vieja pared de concreto. Hace semanas sabía donde vivía. Una noche, lo siguió junto a Juan, El Remedón, su entrañable amigo del barrio, en el desvencijado cacharro que este había comprado meses antes. Era su tercer intento para conocer dónde se metía Santiago y qué hacía en las noches y, esa vez, al fin tuvo éxito.
 Raquel lo observaba con tierna complacencia. Por lo incómodo de su ubicación sólo lograba verle parte de la cabeza, la cual resplandecía. Creyó que era debido al farol que lo alumbraba. Inquieta, estiraba su cuerpo. Hacía esfuerzos para alcanzar a ver un poco más, pero no lo lograba. Sospechaba, al igual que cualquier otra mujer enamorada, que el hombre que amaba en silencio estuviese con otra. Que por eso no había ido esa noche, la noche de un viernes, al barrio.
 Las dudas, esas incontrolables imágenes que los sentimientos vierten sobre la razón para turbarla, jamás le hicieron sospechar que el hombre que llevaba paz y sosiego al barrio, estaba sumido en un estado divino, levitando ante sus ojos.
 Era evidente que desde hacía tiempo su interés por Santiago no era estrictamente espiritual, sino también femenino. Que cuando la veía, sus ojos no tenían otro camino que su cuerpo. Lo amaba en silencio, un silencio que la ahogaba. Aquel muchacho delgado, de palabras suaves y aterciopeladas, se prendó de tal forma de su corazón, que estaba a punto de desgarrarlo. Todo su ser latía con la energía y pasión de un amor incontrolado.
En su alma había fabricado un nido, pero estaba vacío, porque el pájaro no conocía el rumbo y ella quería revelárselo… Lo idealizaba tanto, que en sueños se veía atrapada en sus brazos, acariciándola con ternura mientras el crepúsculo desvanecía las penas en el horizonte.
 En el barrio todos sabían que un amor puro y cristalino había germinado entre la miseria de los ranchos, pero nadie se atrevía a hacer comentarios. No querían herir la inmaculada imagen de Santiago, ni la de la dulce muchacha, a quien todos querían y estimaban mucho. “Se le pasará, son cosas de adolescentes”, decían.
 Su ansiedad la arrastraba a hacer locuras, como la de esa tarde, pero no le importaba. Todo valía la pena, si con ello podía conquistar el amor de Santiago. Quería gritar con todo su aliento cuánto lo amaba. Revelarle al mundo las campanas y el coro de ángeles que escuchaban sus oídos apenas lo tenía frente a sus ojos.
 Raquel sólo buscaba una señal, una chispa, para revelarle todo su amor… Decirle lo mucho que temblaba su cuerpo y cómo se le oprimía el corazón cuando lo tenía cerca.
 Ese amor no correspondido, lejano, la ahogaba. Sólo la ilusión de ser querida algún día por Santiago, la sacaba de su aflicción y le devolvía, por instantes, la paz. Una paz que a veces no podía controlar. Por eso su alocada aventura de ir a espiarlo.
 Agobiada por las dudas y el desespero, de no poder alcanzar a ver lo que quería, de no saber con quién estaba o qué hacía, la hizo, impulsivamente, subir por las escalinatas a medio construir que conducían a lo alto de la edificación.
 A esa misma hora que Raquel comenzaba subir hacia el refugio de Santiago, en el cerro La Bombilla, confundidos entre la multitud que se había reunido esa noche para escuchar a Santiago, se encontraban Figueroa junto a Basilisco y el comisario Fernando Lisias.
 Había más personas que de costumbre porque el predicador había dicho que ese viernes haría importantes anuncios, pero éste no se presentaba. Normalmente Santiago comenzaba sus prédicas a las siete de la noche, pero ya eran cerca de las siete y media y no aparecía. La multitud estaba impaciente y algunos comenzaron a dejar el grupo para regresar a sus ranchos y a sus sempiternos quehaceres.
 De pronto una fuerte y bien timbrada voz se escuchó escaleras arriba.
 –Jesucristo es la verdad… Es el camino, la verdad y la vida. Y yo, como hijo de Dios he venido a ustedes a dar testimonio de la verdad y alertarlos sobre los próximos acontecimientos… Para eso he nacido y por ello estoy aquí, con ustedes.
 Era Santiago, quien bajaba con los brazos juntos en forma de cruz sobre el pecho. Nunca antes había aparecido de esa forma tan teatral e inesperada. Siempre, antes de comenzar sus prédicas, llegaba al lugar de encuentro antes que los demás, tiempo que aprovechaba para conversar con los primeros en arribar. Todos quedaron pasmados. Inmutable Santiago bajó unos cuantos escalones más y se detuvo en el sitio desde donde siempre acostumbraba a dirigirse a los habitantes del cerro.
–Todo el que esté con la verdad en su corazón escuchará mi voz y comprenderá que lo que les digo escrito está… –afirmó luego de un pausado suspiro–. Jesucristo es Dios, un Dios que por amor a nosotros se hizo hombre. Su misión era y será siempre la de sacarnos del error y del pecado, para luego perdonarnos y llevarnos junto a Él para que disfrutemos de la vida eterna... –precisó.
 Los que se habían alejado, regresaron. Los de los ranchos cercanos, que pensaban escuchar sus palabras desde el interior de las casas, salieron. El grupo se fue haciendo poco a poco más grande y compacto.
–Para que disfrutemos de la vida eterna, para que eso suceda –repitió haciendo sobrevolar la mirada sobre los presentes–, hay que escuchar a Dios y abrir el corazón para que Él entre en ustedes. Y recuerden... Y nunca lo olviden, amigos míos, que Jesús nos salvó… Salvó a los hombres, amando y obedeciendo al Padre en todo. Su compromiso en la tierra lo llevó a entregar su vida por amor... Sufrió y murió en la cruz por nuestros pecados… ¡Por esta cruz!... –exclamó extendiendo los brazos hacia los lados, en forma de Cristo.
 De pronto calló. El silencio se hizo prolongado, pero dulce. La multitud esperó absorta, sin hablar. Siquiera un suspiro se escuchó en el barrio. Todos lo observaban atentos. Con esfuerzo y sin pronunciar siquiera una sílaba, Santiago inclinó el cuerpo hacia adelante. Sus torpes movimientos hacían presumir que algo muy pesado, pero imperceptible al ojo humano, cargaba sobre su espalda.
 Profusas gotas de sudor invadieron la frente de aquel joven que se había convertido en líder espiritual del barrio. Tambaleante, trató de dar unos pasos hacia el borde de las escalinatas, pero no pudo. Se notaba muy fatigado. Con dificultad alzó el rostro, que hasta ese momento apuntaba al suelo, y su semblante irradió un sufrimiento indescriptible.
 – ¡Por esta cruz!... ¡Por esta!... ¡Cristo murió por esta cruz! –repitió desconsolado, mientras movía una de las piernas hacia adelante para recobrar el equilibrio.
 Con mofa Figueroa y sus acompañantes se miraron burlones. Era una forma de disfrazar su confusión. Habían sido estremecidos, no tanto por las palabras del joven, sino por la inesperada escena y la extraña sudoración del predicador.
 Sin darle mayor explicación a aquella unción espiritual que acababan de presenciar, cada uno comenzó a examinar minuciosamente a Santiago, el lugar donde estaban y el tipo de personas que asistían a sus prédicas, único motivo que los había llevado hasta lo alto del cerro esa noche.
 –Ese muchacho está perdiendo el tiempo hablando de Dios. –rompió mordaz el silencio Fernando Lisias–. Eso no da dividendos. Si con esa pasta de líder, ese carisma que tiene, se hubiese metido a político, ya estaría bien enchufado en el alto gobierno.
 –Vinimos a otra cosa y me parece estúpido que distraigamos nuestra atención en tonterías –recriminó tenso Basilisco, haciendo gala de su mal humor y talante infernal.
 – ¡Tranquilízate, chamo!… Esto es pan comido. A ese muchacho me lo llevo yo con una sola mano –puntualizó Fernando a fin de serenar a su impaciente amigo.
 –Es verdad, hijo. Tiene razón. Si perdemos la calma, toda esta gente se nos vendrá encima... Esperaremos el momento preciso y cuando el comisario lo indique actuaremos –recomendó Figueroa casi susurrándole al oído en tono conciliador.
 –Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres, decía San Mateo y tenía razón… ¡Mucha razón!... –sentenció Santiago–. En esas palabras no hay ningún enigma, sino el anuncio de la venida del hombre, de nuestro Dios –precisó tajante y calló.
 Al oírlas Figueroa se estremeció de pies a cabeza. Comenzó a temblar epilépticamente y sintió como un frío mortuorio recorría cada centímetro de su cuerpo. Segundos después, tal como vino, el temblor desapareció. Cuando pensó que el peligro había sido conjurado, que el malestar experimentado se debía a una súbita baja de tensión y que sus signos vitales estaban restableciéndose rápidamente, fue sorprendido por un sofocante calor. Sus poros, los millones de ellos que se juntaban milímetro a milímetro en los espacios de su piel, se abrieron descomunalmente empapándole la ropa. El corazón se le aceleró de tal forma que creyó que un infarto estaba a punto de hacerlo estallar. Aterrado, levantó los ojos en busca de ayuda y se encontró con los de Santiago, quien lo miraba fijamente. En ese instante las pupilas del médico se tiñeron de horror al ver a poco centímetros de su nariz, como si se tratase de la proyección de una película en cámara rápida, las escenas del momento que masacró al neonato en San Felipe y el instante en que arrojó el cuerpecito del bebé en la zamurera para que los buitres carroñeros se lo comieran.
 El silencio de Santiago fue breve, no así el terror y la angustia de Figueroa. El predicador desató sus ojos de los del médico e imperturbable prosiguió con el sermón.
 –No pretendo ser apocalíptico, pero ya se están viendo las señales cósmicas que precederán la llegada del final de los tiempos… Reflexionen sobre lo que les voy a decir. Escuchen bien, porque aunque estas palabras salgan de mi boca, no son de mi invención –anunció. Luego, en tono profético, señaló–: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la Tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él enviará a sus ángeles con sonoras trompetas y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro…
 Santiago inclinó la cabeza y volvió a callar. Dejó volar entre los fieles el mensaje que acababa de transmitir, aunque sabía que esas alegorías no podían ser absorbidas en toda la profundidad que el hubiese querido por los humildes moradores del barrio.
 Figueroa, intranquilo, trataba de secarse con un ridículo pañuelo de cuadros verdes el copioso sudor que no cesaba de manarle de la frente. Todavía confuso por lo que le había ocurrido, no comprendía el interés de Serafino por aquel muchacho que parecía inofensivo. Sus sermones no representaban peligro para nadie y mucho menos para “la Iglesia, su poder y ramificaciones”. Pensó que el prior de la misión exageraba o, en el peor de los casos, comenzaba a tener los primeros síntomas de Alzheimer. “La edad lo ha convertido en un viejo paranoico que ve demonios hasta en la sopa”, se dijo a si mismo.
 En el cerro la multitud permanecía expectante. Quería escuchar de boca de Santiago los importantes anuncios que había prometido, pero estos no llegaban.
 Sereno, el predicador retomó la palabra.
 –Aprendan de la parábola de la higuera que dice: Cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca… Así también ustedes, cuando vean que lo que les digo se avecina, sabrán que Él, El Omnipotente, el Dios del cielo y la tierra, está cerca.
 Santiago no estaba hablando por hablar, ni recitando frases inconexas o proverbios extraídos al azar de la Biblia. No, trataba de alertar a la muchedumbre sobre lo que pronto devendría, aunque para ello citaba párrafos de Las Sagradas Escrituras. No podía revelar con palabras llanas lo que sabía, lo que por designio divino conocía, ya que habría causado un gran pánico y desconcierto.

17

 Sin hacer el más mínimo ruido Raquel subió por las derruidas escaleras. Cuando se encontró frente a la puerta del apartamento de Santiago no sabía qué hacer. Dudaba. Se debatía entre tocar o dar media vuelta atrás e irse. Su indecisión se disipó al golpear instintivamente la madera con sus frágiles nudillos.
 Esperó. No obtuvo respuesta. Segundos después volvió a tocar, pero con mayor fuerza e insistencia. Aguzó los oídos para percibir cualquier ruido que viniese del interior y aguardó callada. Nada, nadie contestaba. Intranquila, porque sabía que Santiago estaba ahí, volvió a hacerlo, pero esta vez en forma impertinente y decidida. De pronto, desde adentro el silencio fue roto por una interrogante.
 – ¿Quién es?
 – ¡Soy yo, Raquel! –afirmó tímidamente la joven.
 – ¿Raquel?... –se escuchó con asombro desde el fondo del apartamento–. ¿Qué haces aquí?… ¿Cómo supiste dónde vivía? –preguntó mientras abría la pequeña puerta de par en par.
 –Discúlpame, Santiago, pero necesitaba verte –refirió al tenerlo frente a ella.
 El predicador tenía la camisa ligeramente desabrochada, dejando al descubierto los incipientes vellos castaños de su pecho.
– ¡Pasa y cuéntame!... ¿Qué sucede? –inquirió afectuoso mientras abotonaba con premura la camisa.
 –No, no es nada… Perdóname que haya venido a molestarte… Tenía un presentimiento y quería saber si estabas bien… Que nada malo te había ocurrido –argumentó mintiendo a fin de disculpar su presencia.
 –Todo está bien Raquel. Pero cómo te enteraste que vivía aquí.
 –Disculpa… ¡Qué locura!... Bueno, una vez te seguí con Juan, un amigo mío del barrio… Tú lo conoces –expresó meciendo apenada la cabeza–. Fue una estupidez… Una niñería... Vine porque creí que estabas en peligro –concluyó para justificarse.
 –Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no hoy, querida amiga… Todo acabará por el bien de la humanidad –aseveró sereno.
 – ¿Queeeé?... ¿Qué dices?... –soltó abriendo de par en par sus espléndidos ojos azules–. Entonces tenemos que… –intempestivamente se contuvo al ver que las manos de Santiago estaban vendadas–. ¿Qué te pasó?... ¿Quién te hizo daño? –preguntó.
 –No es nada…Nadie me lastimó… Sólo son unos rasguños… Estuve trabajando en la moto y tuve un pequeño accidente, pero pronto estaré bien –refirió con disimulo sin saber dónde esconder las manos.
 –No me mientas, por favor… Lo de tus manos te lo creo, pero, por Dios, dime quién te quiere hacer daño… ¡Dímelo, porque quiero ayudarte!… En el cerro hay mucha gente que daría la vida por ti –afirmó maternalmente.
 –Gracias amiga, pero no hay nada que se pueda hacer ni nada que pueda evitarse –respondió tranquilo–. Sólo debo esperar la voluntad de Dios… Él sabrá qué hacer conmigo… –precisó metiendo las manos en los bolsillos del pantalón a fin de ocultarlas–. Es su voluntad, yo sólo soy su instrumento –concluyó.
 Raquel lo escrutó de arriba a abajo. Tan aguda fue su mirada, que Santiago bajó la cabeza. Después la fue subiendo lentamente y fijó los ojos en un punto neutro de la pared.
 –Mis acciones no son mías, sino de Dios y su amor es mi amor… Es el amor del mundo el que habla…–afirmó como si estuviese distante, fuera de la presencia de cualquier otra persona.
 Raquel no podía contener los nervios, pero asintió moviendo la cabeza, como si entendiese lo que decía, aunque estaba totalmente perdida.
 Al terminar la última frase, Santiago repentinamente entró en una especie de trance espiritual y comenzó a recitar en voz suave, casi en susurro, pero con tal claridad que cada una de sus palabras parecían desprenderse del cielo.
 –Si yo hablase lenguas humanas y angélicas y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o como címbalo que retiñe… Y si tuviese el don de la profecía y entendiese todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy…Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve… El amor es sufrido, es benigno. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido. No busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor. No se goza de la injusticia, más se goza de la verdad… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…
 Por momentos Raquel creyó que Santiago había enloquecido. Trató de interrumpirlo, pero sus esfuerzos fueron vanos. Se echó sobre el viejo sillón que había en la sala y no le quedó más remedio que escucharlo. De la incredulidad pasó al embeleso al oír aquellas palabras que salían de su boca.
 –El amor nunca deja de ser, pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y la ciencia acabará… Porque en parte conocemos y en parte profetizamos, más cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte acabará… Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño, más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño… Ahora vemos por espejo, oscuramente, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido… Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres, pero el mayor de ellos es el amor –finalizó con un suspiro.
 Al concluir Santiago quedó inmóvil. Su mirada seguía fija en el mismo lugar de la pared donde minutos antes la había hundido. Su rostro reflejaba una paz indescriptible.
 – ¡Aquí estoy!... ¡Epa!... ¡En el sofá!… –exclamó la joven agitando las manos para recordarle su presencia.
 – ¡Lo siento, Raquel!… Estaba pensando en otra cosa y de repente me distraje.
 – Lo sé… ¡Me di cuenta!... De eso no me queda la menor duda porque hasta te olvidaste que estaba aquí…–dijo sonriéndole.
 Raquel no se molestó en preguntarle el porqué de su súbita abstracción.
 Era evidente que por la experiencia vivida antes de que ella llegase, el predicador había entrado en un profundo éxtasis, en un desdoblamiento, por lo que declamó con santa devoción el capítulo trece de la primera epístola de San Pablo a Los Corintios.
 Después de aquello Raquel quedó totalmente convencida de que Santiago era una persona diferente y muy especial. Como un ángel enviado por Dios para aplacar las aflicciones y angustias de los pobres del barrio. Además, ella lo amaba tan intensamente, que nunca hubiese percibido nada malo en sus acciones. Todo lo que hacía estaba bien y su comportamiento no necesitaba explicación o razón alguna para ella.


18

 A la misma hora que Raquel conversaba con Santiago en el refugio del Alto Hatillo, a unos diez kilómetros de distancia de donde se encontraban, Figueroa, Basilisco y el comisario Fernando Lisias, no daban crédito a lo que acababan de ver en lo alto del cerro La Bombilla: El mismo Santiago, que hasta hace sólo instantes estaba frente a ellos pronunciando un sermón, desapareció como por arte de magia.
 Todo sucedió en instantes, al mejor estilo de los grandes magos. Moradores y extraños presenciaron atónitos cómo, en un parpadeo, el predicador se evaporó ante sus propias narices.
 Estupefactos, los más jóvenes se dividieron en pequeños grupos y comenzaron a buscarlo. Aunque el barrio es grande y con muchos escondrijos, era difícil moverse entre sus veredas sin ser notado. Allí hasta las sombras tenían ojos. Los más acuciosos escudriñaron en cada recoveco posible donde podría haberse escondido. Preguntaron aquí y allá, pero nadie supo decirles dónde estaba o qué había pasado con Santiago. El suceso tomó tan de sorpresa a los habitantes del cerro, que muchos, más que todo las ancianas, se retiraron a sus viviendas a rezar. Los muchachos, los que todavía no habían cumplido los nueve o diez años, asumieron la cuestión deportivamente y empezaron a tejer las más disparatadas conjeturas y hacer chistes sobre lo ocurrido.
 No hubo humo ni bambalinas o magia blanca o negra detrás del escenario. Santiago, que momentos antes estaba pronunciando el sermón en un rincón de las escalinatas, de pronto se esfumó.
 John Dark, por instrucciones recibidas desde la Misión, también estaba esa noche en el cerro La Bombilla. Fue otro de los testigos de la desaparición.
 El veterano ex capitán no se sentía desorientado. Después de las penurias sufridas en Afganistán ya nada podría espantarlo. Hace tiempo que había perdido toda capacidad de asombro. En su mente tenía una sola idea: atrapar al tal Santiago. “He viajado desde tan lejos para cumplir con un encargo y no habrá nada ni nadie en el mundo que me detenga, menos un simple juego de prestidigitación”, se decía mentalmente.
 Entendía que su misión como Justiciero de Dios era sagrada. Que era un monje guerrero y que debía cumplir, lo antes posible, con el divino y secreto compromiso que le había sido confiado.
 Aunque no se quebraba ante ningún peligro o misión por más dura que esta fuese, Dark tenía un lado oscuro. Un secreto que le era difícil controlar, y que él, más que ninguna otra persona en el mundo, lo sabía: dependía del alcohol. Era un enfermo, un alcohólico que a veces no podía dominar el diablo que vivía dentro de cada copa.
 Durante toda su vida manejó a la perfección las situaciones más difíciles, tanto en combate como en la sociedad civil, pero en ocasiones el alcohol se convertía en su oponente más letal. No obstante, tenía a su favor que en más de una oportunidad, cuando se lo proponía, dejaba de beber por varios meses…Su haraquiri mental consistía en una desintoxicación espontánea, por muy dolorosa que fuese. Buscaba la sobriedad y al alcanzarla la cumplía con rigidez militar en las sombras de su propia conciencia. Era una forma de autocontrol, de decirse a sí mismo que aún estaba vivo.
 Al salir del barrio, pese a no haber adelantado ni un milímetro en la misión encomendada, se sentía satisfecho. Por ello se concedió un momento de relax y se instaló en la barra del Tamanaco, hotel donde había decidido permanecer algunos días más.
 En la turbulencia de su mente planificaba, entre tragos y tragos, la forma y el momento en que debería capturar a Santiago y cómo se las arreglaría para llevarlo, de acuerdo a las órdenes recibidas de Ravenna, ante la presencia del abad y los monjes de San Felipe.
 Ignoraba que tenía competidores, aunque esa misma noche estuvieron sólo a unos pasos de él. Una cosa segura tenía entre cejas y cejas: “A ese conejo me lo llevó mansito al monasterio capuchino. Ese triunfo nadie podrá arrebatármelo”, se decía.
 Mientras sorbía en silencio su séptimo whisky, pensaba que el mundo en el que vivía era transitorio y la vida del hombre efímera, tal como el vuelo de un ave que en instantes rasga el cielo libre, feliz y al otro, antes de llegar al nido, podría caer muerto y sin saber porqué.
 En el fondo de su alma atormentada, estaba plenamente convencido de que la vida definitiva, pura y real, se alcanzaba complaciendo la voluntad de Dios, y que, como recompensa, El Señor lo trasladaría a un paraje infinito donde no habría más dolor, ni llanto, ni enfermedad, pues la muerte habría sido vencida definitivamente y que él, John Dark, aunque no conocía el motivo, ni el porqué, debía someter y asesinar, si era preciso, a Santiago. Creía, firmemente, que era un elegido, El Sagrado Elegido, que cumplía un designo divino y que con su acción ganaría el perdón eterno y el tan añorado y misterioso paraíso.

19

 Un vendaval que amenazaba a lluvia azotaba los predios de la Misión.
 En un pequeño dormitorio ubicado en el fondo del monasterio, Lucindo, recostado cuan largo era en un rústico catre de hierro, fumaba despreocupado el cigarrillo que había encendido momentos antes.
 Al notar que la manija de la pesada puerta de madera giraba, botó la colilla al suelo y esperó a que la puerta se abriese.
Segundos después, como una sombra apareció debajo del marco la figura de Serafino, el viejo regente de la Misión.
 No hubo palabras, ni saludos. Serafino entró y tras él aseguró con llave la puerta.
 Los dos monjes se miraron y en silencio recorrieron con la vista sus cuerpos.
 Lucindo deshizo su posición inicial, se incorporó levemente y levantó su sotana hasta la cintura, dejando al descubierto medio cuerpo.
 Ni una señal. Los dos monjes sólo se entrecruzaron miradas seductoras, como si fueran dos quinceañeras enamoradas.
 Con impaciente lascivia reflejada en el rostro, Serafino se le acercó, se sentó en el borde de la cama y comenzó a acariciarle sus partes íntimas, las cuales estaban cubiertas por un grueso pantalón de gamuza color verde oliva.
 Pasados algunos instantes, lentamente, como si se tratase de un ritual, descorrió la cremallera del pantalón sin apartar la vista de la protuberancia que de ella asomaba. Cuando estuvo totalmente abierta, metió la mano en su intimidad, tomó el miembro erecto del jorobado monje y se lo llevó a la boca.
 Instantes de silencio monacal. A los pocos minutos se escucharon jadeos y suspiros secos de placer, hasta que Lucindo se vino y Serafino deglutió en su boca el caliente semen de su compañero de votos.
 Afuera la tormenta ya había tomado cuerpo. Rayos y relámpagos tronaban en el oscuro cielo, el cual parecía querer partirse en mil pedazos.
 Todavía jadeante, el viejo prior de la Misión se tendió del lado contrario del lecho. Lucindo se incorporó, tomó la caja de cigarrillos que estaba sobre una rústica mesita de madera y encendió dos. Se acercó a Serafino y le puso uno entre los labios.
 – ¿Has sabido algo del Justiciero? –preguntó tirando la cerilla al suelo.
 – ¡Nada!… Espero que ese demente se comunique pronto conmigo –dijo después de exhalar una gran bocanada de humo.
 Allí, como dos amantes furtivos, permanecieron conversando unos quince minutos más. Hablaron de la forma como debían dirigir el interrogatorio de Santiago al tenerlo entre sus manos y quiénes podían estar presentes cuando se diese el momento.
 Recuperado de la fatiga, Serafino se incorporó de la cama, se acarició el estómago y le sonrió a Lucindo.
 – ¡Vamos!… Hay muchas cosas que hacer –expresó y ambos salieron asegurando tras ellos la puerta de la celda con un candado.
 En la noche la tormenta había desencadenado toda su furia. La calma reinante en la Misión sólo era rota por el sonido del agua que presurosa corría por los drenajes del techo para bajar y estrellarse con estrepitosa violencia sobre las viejas baldosas de terracota del patio trasero.
 Serafino dormitaba en la mecedora de su despacho cuando escuchó el insistente repiqueteo del teléfono.
 Con hastío se incorporó y fue a atender la llamada.
 Era John Dark totalmente borracho. Solicitaba su aprobación para matar a Santiago en caso de que fracasase en su intento de llevarlo con vida a la Misión.
 Serafino encolerizó. Le prohibió terminantemente hacerlo. Le dijo que antes él y los otros monjes debían interrogarlo y examinar minuciosamente su cuerpo. No obstante, para tranquilizarlo, le aseguró que, de comprobarse lo que sospechaba, podría hacerlo después, cómo y dónde quisiese, siempre y cuando no dejase ningún rastro que involucrase a la Misión.
 Antes de colgar, el prior le rogó que no volviese a llamarlo en las condiciones que estaba, de otra forma elevaría una queja ante sus superiores en Italia. Le recordó la extremada confidencialidad del asunto, cosa que el monje-guerrero sabía de sobra, y que su importancia iba más allá de la vida o la muerte, porque de ello dependía la subsistencia de la Iglesia Católica.
 Al escuchar las recomendaciones, John, debido a su estado etílico, soltó una grotesca carcajada.
 –Dios es mi guía y nadie podrá destruir a mi Iglesia, porque yo vine aquí a instancias del Señor y El Señor me dio la espada para acabar con todo impío que camine sobre la faz de la tierra –recitó con voz firme, sin titubeos y dominio absoluto de su voz pese a la borrachera, algo que seguramente había aprendido durante su estancia en Roma.
 –Pero a este no lo matarás, ¿de acuerdo?... ¡Te lo prohíbo! –censuró el monje.
 –No ahora, quizás después, o cuando Dios me lo ordene –afirmó Dark, pero esta vez con voz engolada.
 Para dar por terminada la espinosa conversación, Serafino consintió a regañadientes y colgó el auricular con disgusto.
 Comenzaba a dudar sobre las destrezas y cordura del Justiciero de Dios que le enviaron, pero debía resignarse. No tenía alternativas, aunque, bajo la sotana, guardaba otro as: Figueroa.
 Pese a que el torpe médico había acabado con la única prueba tangible que habría podido tener en sus manos después de tantos años de intensa búsqueda, el monje confiaba en su astucia y malicia. Él podría ser la carta de triunfo en caso de que el Justiciero fallase. Conocía el terreno que pisaba y a su gente, aval suficiente para triunfar en tierras pobladas de picardía y desconfianza.
 Mientras Serafino permanecía enfrascado en sus reflexiones balanceándose otra vez en la mecedora, el padre Agustín, el más viejo de la Misión, bruscamente abrió la puerta y entró al despacho clerical.
 –Prior, estuve meditando mucho todas estas noches, y al releer a Mateo me di cuenta de muchas cosas que, todavía a mi edad, no había comparado con la actualidad presente –expresó con agitación.
– ¡Dime!... ¿Qué es lo que te inquieta ahora? –preguntó arrogante el Superior.
 –Cuando Mateo relata: “Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán”, podría significar que el tal Santiago que usted y nosotros perseguimos podría ser un anticristo, un hijo de Satán ¿Es eso correcto?
 –Totalmente cierto, amigo mío. Más aún cuando Mateo prosigue: “Y oiréis de guerras y rumores de guerras. Mirad que no os turbéis, porque es necesario que todo esto acontezca pero aun no es el fin, porque se levantará nación contra nación y reino contra reino, habrá pestes y hambre y terremotos en diferentes lugares”… ¿Y no es eso lo que está ocurriendo en todo el mundo, padre Agustín?... ¿Y usted todavía lo duda?
 –No me hable usted de dudas a mi, que si las tengo y muchas, pero entre ellas jamás la de la eterna gracia y misericordia del Señor. Pero sí dudo sobre la presunta peligrosidad del joven Santiago… ¿Qué le hace a usted presumir que es algo diabólico?
 –Ya que hablas de Mateo, recuerda que él dijo que “muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos, y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará”… ¡Cómo el de usted, padre Agustín!... No lo entiendo, ¿a su edad y aún dudando?... ¡Por favor!
 – ¡No!, no dudo de Dios, prior, sino de las intenciones de usted –refutó Agustín imperturbable y preciso.
 – ¡Cómo se atreve, padre Agustín!... –respondió exaltado el Superior–. Lo perdono por su senilidad. Sin embargo, por su atrevimiento lo confino a tres días de oración, ayuno y encierro en su celda y con una sola ración de pan y agua al día… ¡Qué Dios purifique tu alma!
 Terminada la última frase Serafino hizo resonar una estridente campanilla de bronce que estaba sobre su escritorio.
 Dos monjes entraron presurosos al despacho. Con un ademán indicó que sacasen al padre Agustín.
 – ¡Acompáñenlo a su celda, aseguren bien la puerta y tráiganme de vuelta la llave! –ordenó.
 Agustín lo miró desorientado. No entendía qué cosa tan grave había dicho o cometido para desatar esa repentina ira en el prior, no obstante aceptó el castigo.
 –Usted nos miente a todos… Está ocultando algo… Pero, juro por Dios, que lo averiguaré –sentenció antes de salir.
 – ¡Bah!... ¡Sáquenlo! –escupió con despreció incorporándose con arrebato de la mecedora.
 La personalidad turbada y sádica de Serafino estaba muy acorde con su hedonismo, el cual no lo percibía desde la óptica de Eudoxo de Cnido, quien a principios del siglo IV a.C. consideraba que el placer era el bien supremo de todos los seres. Aunque Eudoxo se refería al placer a la vida, a la belleza en sí misma y al placer de amar al amor con pureza infinita para obtener la felicidad.
 Pero, por sus desviaciones, a fin de justificar lo glotón y depravado que era, Serafino lo interpretaba con errónea malicia desde el punto de vista de Epicuro de Samos.
 Para el prior de la Misión, la presencia del placer era sinónimo de ausencia de dolor o de cualquier tipo de aflicción, como el hambre, la tensión sexual o el aburrimiento. Por ello su relación sodomita con Lucindo, ya que pensaba que “ningún placer era malo en sí mismo”.
 A veces, durante los momentos de intimidad con Lucindo, le decía: “Yo no sé cómo se puede concebir lo bueno si eliminamos los deleites del paladar y los placeres del amor, o los del oído y las emociones confortantes causadas por la visión. ¡Eso sería como eliminar el placer de querer y amar a Dios!”.
Para justificar su aberración Serafino evadía pensar conscientemente que en la realidad las situaciones que producen algunos placeres conllevan a alteraciones que muchas veces son mayores que los mismos placeres, como la locura, pérdida total de la razón y los principios más elementales de la moral y la vida, tal como se hallaban él y Lucindo.
20

 Después de estar con Santiago en el Alto Hatillo hasta muy entrada la noche, Raquel regresó a La Bombilla.
 Mientras avanzaba por el sombrío sendero que conduce a lo profundo del barrio, notó un alboroto poco común. Ávida por saber qué estaba pasando, apuró el paso y comenzó a subir de dos en dos los inclinados escalones.
 Entre un grupo distinguió a Juan, El Remedón, que estaba junto a otros jóvenes de su misma edad. A paso veloz se dirigió hacia ellos.
 Al verla los muchachos corrieron a recibirla y virtualmente la aturdieron. Cada uno quería contarle lo acontecido en el barrio, pero hablaban tan atropelladamente, que Raquel no lograba comprender nada.
 –Un momento –atajó–. Vamos a organizarnos y comiencen a hablar uno por uno, porque, en verdad, no entiendo lo que me están diciendo... Empieza tú, Juan –pidió señalándolo con el dedo.
 Desordenadamente y con su característica forma de hablar, Juan le narró la forma cómo desapareció El Iluminado ante la presencia de todo el mundo.
 –Yo estaba muy cerca, Raquel… Tú sabes que siempre me acomodo en el piso, a unos pasos de donde El predicador comienza a hablar… ¡Lo vi todo clarito!... ¡Bien clarito! –concluyó el muchacho.
Después, casi como si se tratase de una copia al carbón, un desgarbado negrito de ojos saltones daba su versión, aunque la dibujó de macabro terror. Al finalizar le tocó el turno a otro, y después a otro. Todos los relatos eran confusos y absurdos. Cada quien le ponía su pizca de fantasía al suceso, por lo que pronto atontaron a la pobre muchacha.
 – ¡Basta, ya entendí!… –los contuvo molesta–. ¡Eso no puede ser!... Es imposible porque yo estaba…
 – ¡Claro qué fue posible!… Ocurrió a mi ladito, Raquel… ¡Nunca había visto una vaina como esa! –refirió todavía perplejo Juan.
 –Eso fue así: ¡puffff! –dijo expeliendo de su boca aire con fuerza otro de los muchachos, y haciendo con sus manos movimientos aerodinámicos como si se tratase de un acto de magia, agregó–: y el carajo ya no estaba… ¡Se esfumó!
 – ¡No le digas carajo!... ¡No te lo permito! –recriminó Raquel.
 – ¡Coño!, no te pongas así… Es una forma de decir… Tú sabes que lo queremos que jode
 –Es verdad –ratificó El Remedón saliendo en defensa de su amigo–. Yo a veces lo veo como si fuese mi hermano mayor, aunque no tengo hermanos… Bueno, como a mi padre, que tampoco se quién carajo es… Bueno… ¿Tú entiendes, verdad?...
 – ¡No!, no te entiendo Juan, y a veces me das vergüenza… Y, por favor, no vuelvas a decir groserías delante de mí… ¡Respétame! –reprochó molesta, pero con dulzura la joven.
 – ¡Está bien!... Está bien, discúlpame… Te voy a decir la verdad, pero no se vayan a reír –pidió Juan dirigiéndose a todos los del grupo–. ¡Lo veo como a un santo, coño! –afirmó radiante, con los ojos brillando de dicha.
 Raquel le dirigió una mirada rabiosa por la grosería que había vuelto a decir, pero pronto la borró de su rostro. La afirmación de su amigo la había enternecido de tal manera que sus labios esbozaron una placentera sonrisa.
 –No eres el único, Juan. Yo, al igual que muchos otros, lo vemos así. No te apenes en decirlo… Todos sabemos que es casi un santo…Un verdadero santo –concluyó convencida, expresando, tal como lo hizo Juan, su pensamiento más profundo.
 –Yo creo que es más que eso –discrepó Juan moviendo la cabeza–. ¡Pa’mí es un Dios! –insistió.
 – ¡Ay, no!… –exclamó Raquel–. Eso es imposible… Es tan joven que no podría ser un Dios… Prefiero que sea un hombre espiritual, aunque con dones divinos… Pero no, por favor, un Dios ¡no!
 Raquel pensaba como mujer. Una mujer profundamente enamorada. En su corazón la idea de que Santiago fuese un Dios le aterraba. No concordaba con sus deseos femeninos. Le bastaba con que fuese un predicador bien parecido, un hombre misericordioso, dulce y hasta milagroso, pero hasta ahí. Eso era más que suficiente. Lo quería como a un ser humano de carne y huesos, al que pudiese tocar y palpar, pero nunca como a un Dios.
 Después de hablar con Juan y los muchachos, Raquel se acercó a otros vecinos. Le contaron la misma historia. Algunas versiones eran más exageradas que otras, pero el denominador común siempre era el mismo: la desaparición mágica de Santiago frente a todo el barrio.
 Raquel se quedó un buen rato charlando con ellos. Al percatarse de la hora, de lo tarde que se le había hecho, se disculpó y en largas zancadas fue hacia su rancho.
 Al entrar su madre, Doña Ruth, estaba de espaldas, frente a una cocinilla de gas. Recalentaba un café con leche en una ollita que, por las magulladuras que tenía, parecía haber sobrevivido a las más horrendas calamidades.
 – ¡Hola, ma’! –saludó con afecto.
 – ¡Muchacha!... ¿Dónde te habías metido?… Estaba bien preocupada… –afirmó con un suspiro de alivio al verla.
 –Después te cuento, ma’ –respondió cerrando suavemente la puerta del rancho, confeccionada con pedazos de cartón piedra de diferentes tamaños y colores y sus bordes burdamente reforzados con tiras de hojalata para que pudiese resistir un poco más antes de que el tiempo la derrumbase.
 –Estoy recalentando un cafecito… ¿Quieres un poquito, mija? –indagó con maternal cariño. Enseguida agregó –: ¿Cenaste?... ¿Quieres que te prepare una arepita?... En el refrigerador hay masa y en un momentico te la pongo a freí que te la comas calientica– dijo afectuosa.
 –No, ma’… Gracias, pero no tengo hambre.
 – ¡Tienes qué comé mija!... Si sigues así va a desaparecé –insistió Doña Ruth a fin de persuadirla.
 –Ya comí ma’ –se excusó mintiendo a fin de que su madre no perseverase más, tal como solía hacerlo.
 El cerebro de Raquel estaba por estallar con lo que le habían contado sobre Santiago. Pensaba en todo, menos en comer. Su apetito lo había centrado en otro bocadillo. El de su amor solitario, que con tanto celo atesoraba en su corazón de joven e inocente adolescente.
 –Cuéntame, ¿qué pasó por aquí mientras no estaba? –preguntó desentendida a su madre a ver si le decía algo sobre la desaparición.
 Necesitaba con ansias que le desmintiesen todo lo que había escuchado, que el asunto de Santiago era sólo un invento estúpido de la gente del barrio. Una fantasía. Que al que vieron esfumarse fue otra persona. Que era imposible que fuese Santiago, porque a esa misma hora ella estaba con él en El Alto Hatillo. Nadie mejor que su madre podría darle una versión clara de lo ocurrido en el barrio.
 – ¡Ay, mijita, muchas cosas!… ¿Ya te dijeron lo del Iluminado?
 –Si, ma’ –asintió Raquel–. Pero no les creo nada…
 –Pero fue verdá, mija… Yo estaba ahí –aseveró–. Fue algo raro, milagroso, creo yo…
 –Si tú lo viste, a ti te creo ma’… –respondió la muchacha resignada, pero más confundida que al principio, ya que esperaba otra respuesta de su madre.
 – ¿A qué hora fue eso?… ¿A qué hora, supuestamente –dijo deletreando las palabras– se “esfumó” Santiago?
 –Nada de supuestamente, mija… Yo lo vi con mis propios ojos –expresó señalándose ambos con los dedos índices–. Fue a eso de la siete y media, si este relojito que me regalaste el Día de las Madres todavía dice la verdá… Estoy segura, porque al ratico una vecina me preguntó la hora y...
 – ¡Claro que está bueno !... Me costó unos cuantos riales y es de buena marca –interrumpió para disimular el pasmo que sintió cuando su madre le puntualizó la hora.
 –Por ahí andan diciendo que unos extraños estuvieron escuchando a Santiago... Que eran personas malas y que uno de ellos era policía… De la secreta, de la matagente –manifestó Doña Ruth extendiéndole un tazón repleto de café con leche.
 –Pero, ¿cómo pueden estar tan seguros de que eran personas malas?…Yo no entiendo, ma’.
 –Bueno, mija, por la actitud... Yo no los vi, tampoco sé quiénes son, pero la gente del barrio sabe de esas cosas y los tiene “fichados” por si vuelven a aparecé por aquí.
 Antes y después de la hora señalada por Doña Ruth y hasta pasadas las nueve y media de la noche, Raquel charlaba con Santiago en su refugio del Alto Hatillo, muy distante del cerro. La muchacha no entendía cómo podría haber estado en dos sitios al mismo tiempo.
 Navegaba en un mar de confusiones. Los pensamientos le laceraban la mente. En busca de una explicación lógica, de pronto le vino la idea de que la persona que había desaparecido podría haber sido un doble, un hermano gemelo de Santiago, pero enseguida la desechó. Era muy difícil que un doble o dos hermanos, por más gemelos que fuesen, tuviesen la misma vocación católica y fuerza espiritual. Además, Santiago le había dicho que aborrecía la mentira, porque era la contraseña del diablo.
 No hallaba la forma de decirle a su madre que todo ese asunto no pudo haber sucedido porque a la hora que decían que ocurrió la desaparición, ella estaba con Santiago en su casa. Que estuvieron juntos, conversando hasta tarde, y que ninguno de los dos se movió del lugar… “¿Era realmente tan tarde?”, se interrogó mentalmente, pero enseguida concluyó: “Deben haberse equivocado en cuanto a la hora”. Tratando de convencerse a sí misma de que así había sido, puso, de momento, punto final al asunto de la “desaparición”. Insistir era enloquecer.
 – ¡Estoy muy cansada, ! –afirmó bostezando a fin de cortar la conversación con su progenitora.
 Bien, mija… Vete a dormí, porque mañana tengo un día pa’ locos… Si supieras… ¡Mejó ni te cuento!... Sucedió que…
– ¡No, ahora!...Ahora no, …No me cuentes nada… –atajó Raquel intuyendo que le vendría, tal como lo hacía siempre, con otro de sus largos y pesarosos cuentos.
 –Esta bien hijita. Lo dejaremos para mañana…
 –Anda a dormir … Te ves más molida que yo… Anda, y mañana me cuentas… Yo voy dentro de un ratico. Primero voy a lavá los corotos.
 Raquel estaba demasiado turbada como para prestar atención a los cuentos de su madre. Además, su apariencia denotaba la fatiga de día inusual en su vida.
 Se levantó del taburete donde estaba sentada, fue hacia el fregadero y se puso a lavar los trastos sucios. Al terminar fue hacía donde estaba recostada su madre, le dio un beso en la mejilla, le pidió la bendición y dio un par de pasos hacia su cama, la cual estaba a centímetros de la de su progenitora. Una cortina cosida a mano con dibujos de grandes rosas rojas las separaba. La mayoría de los ranchos del sector eran casi todos iguales. Un sólo ambiente, el cual era dividido con cortinas y tablones, dependiendo del número de personas que habitaban en el, piso de tierra o cemento rústico y paredes y techo fabricados con laminas de zinc y maderas de desecho. El tamaño dependía del gusto o el pedazo de tierra ociosa que el humilde “constructor” conseguía en el cerro.
 Esa noche Raquel no pudo conciliar el sueño. Estuvo retorciéndose inquieta sobre la cama. Cuando apenas lograba dormitar un poco, pavorosas y locas pesadillas la despertaban.
 Amor, dudas y duendes vestidos de luto cabalgaban sobre sus pensamientos de joven enamorada. No podía apartar la imagen de Santiago del sitio del corazón donde lo había anclado.
Los eventos de ese viernes tan agitado y nada común, la tenían despabilada. Pensaba que todo era una absurda locura. Un invento sin sentido de la gente del barrio. Pero, lo que más le intranquilizaba, era lo que el mismo predicador le había dicho en el Alto Hatillo: “Lo que ha de pasar pasará y será pronto, pero no ahora”.
 Al día siguiente, todavía somnolienta y tendida sobre la cama con los ojos cerrados, pensaba. Pensaba mucho. La necesidad de ir buscar a Santiago para alertarlo sobre los hombres que estuvieron merodeando el barrio y haciendo preguntas, la tenían vacilante.
 De pronto, como impulsada por un resorte, se levantó y descalza caminó hacia el pequeño altar que su mamá había construido en un rincón del rancho.
 Dos velones amarillos colocados sobre un delgado listón de madera alumbraban varias estampitas de vírgenes y santos. Unas estatuillas de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, San Miguel Arcángel y La Milagrosa, la virgen más santa entre las santas después de María, presidían el altar.
 De un pequeño cajón ubicado en la base del altar tomó una delgada vela blanca, la encendió y colocó frente a una estampita descolorida de la Virgen de Fátima que se hallaba en el sitio más profundo del modesto santuario. Se arrodilló sobre el frío piso de cemento, cerró los ojos y comenzó a orar.
 Estaba tan sumergida en sus rezos, que no notó un resplandor que comenzaba a iluminar el rancho.
 Pasados algunos minutos, un sonsonetillo, parecido al gorjeo de un ave, atrajo su atención. Instintivamente volteó hacia el sitio donde creyó escuchar el sonido.
 Envuelta en una aureola luminosa que a duras penas pudo advertir, creyó ver la diminuta figura de un niño que le sonreía. Incrédula, se frotó los ojos y volvió a mirar hacia el fondo del rancho, pero no distinguió nada. Volvió a girarse hacia el altar, juntó las manos y siguió orando, esta vez en forma entrecortada porque seguía percibiendo esos extraños ruidos.
 Cuando estaba por terminar las últimas líneas del Padre Nuestro, oyó a sus espaldas la voz de un niño.
 – ¡No te asustes!... He venido a prevenirte… Tú serás mi clarín… –le decía.
 Espantada, se incorporó tan impulsivamente que casi pierde el equilibrio. Miró a los lados pero no logró ver nada. Buscó nerviosa la procedencia de la voz, pero otra vez nada. De pronto advirtió un raro fulgor que se desplazaba de un lado a otro del rancho. Quedó paralizada y con el corazón saliéndosele del pecho, pero alerta y con los ojos fijos en aquella luz.
 –He venido a ti para que seas mi mensajera. Quiero que le reveles al mundo lo que pronto habrá de acontecer sobre la Tierra –oyó en eco apagado la voz infantil.
 – ¿Quién eres?... ¿Dónde estás? –atinó a pronunciar sobresaltada.
 –No busques verme, porque no lo lograrás –precisó suave, pero en forma dulce la etérea criatura que le hablaba–. Cuando crea que estés lista me mostraré… Ahora presta atención a la profecía de Nuestra Señora de Fátima, la misma que ha sido ocultada durante años al mundo, porqué lo que voy a decir no lo repetiré: Los hombres abandonaron los Mandamientos de Dios y dejaron que el demonio se posesionara del mundo, sembrando odio, muerte y destrucción por todas partes. Con las propias armas de su invención, ellos acabarán con el mundo en poco tiempo, por lo que la mitad de la humanidad será horrorosamente aniquilada. Una purificación comenzará contra los imperios y hará tambalear sus cimientos creando el caos entre órdenes religiosas, porque también los sacerdotes han sido poseídos por Satán –escuchó desde lo profundo de aquella luz que parecía tener vida propia.
 – ¿Cómo entraste?... ¿Qué quieres de mi? –preguntó estremecida mientras seguía buscando el origen de la voz, la cual ahora apreciaba más cerca.
 –Soy Francisco, el pastorcillo de Fátima –afirmó con quietud divina aquella imagen de mejillas rosadas, piel blanca y cabellos color de miel, que poco a poco se fue materializando frente a ella–. No tengas miedo… No te hagas preguntas que no puedas contestarte y escucha con fe mis palabras… –dijo sosegado a fin de calmarla.
 El tono de la voz, que parecía emerger del mismo paraíso, tranquilizó a Raquel, quien pronto dejó de temblar. La expresión de su rostro ahora era de fascinación, más que de miedo.
 – ¿Qué quieres de mi? –insistió–. ¿Por qué estás aquí?
 –No preguntes, porque nada puedo decir y nada entenderás… Sólo abre tú corazón y deja penetrar en él la verdad divina, porque pronto Dios consentirá que los fenómenos naturales, como el granizo, el gélido frío, el agua, el fuego, el aire y devastadores terremotos, maremotos y huracanes purifiquen la Tierra… Contra esos desastres los hombres nada podrán… Ni con su ciencia ni con sus armas lograrán detener lo que vendrá…
 – ¿Por qué tanta destrucción? –preguntó alarmada.
–No es destrucción joven niña, sino purificación. Será necesaria… Forzosamente necesaria, porque en su ciega maldad la humanidad no se ha dado cuenta que la única forma de vencer las guerras no es con armas, ni con dinero o poder, sino a través de lo más simple y puro: la fe y el amor a Dios.
– ¿Y a nosotros, los humildes, qué nos espera?… Nosotros nada tenemos y nada hemos hecho –indagó.
 Raquel estaba repuesta completamente de sus temores. Mientras hablaba, la aparición, ahora más visible, se movía tranquila por el rancho. Al llegar al punto más apartado de la humilde vivienda, aquel niño, mitad luz y mitad cuerpo, se sentó en el suelo y la observó inmutable.
 – ¡Oh, pobreza santa, a la cual Dios recompensará con el Reino de los Cielos y la vida bienaventurada! –exclamó–. En el mundo se habla hipócritamente de paz y tranquilidad, pero el castigo vendrá…
 – ¿Cuál castigo? –averiguó temblorosa–. ¿A qué te refieres?
 –Un hombre muy importante para la humanidad será asesinado y provocará la guerra y la aniquilación de la peste más dañina que ha invadido la tierra, que no es otra que el odio… Ese odio profundo que ha minado a la humanidad. Una armada muy poderosa se desplazará a través de Europa y América hacia Oriente y la Guerra Nuclear se desatará. Musulmanes y judíos se aliarán –profetizó–. Un solo Cristo, resucitado en cuatro, unirá en un solo cuerpo al islamismo, al budismo, al hinduismo y al cristianismo, en una única religión en Dios… Esa guerra destruirá todo y la oscuridad caerá sobre los hombres… Luego, en una noche muy fría, diez minutos antes de la media noche del Año Nuevo Diez, un gran terremoto sacudirá a la Tierra durante siete horas perpetuas… Esa será la tercera señal para que el mundo comprenda que Dios es el que gobierna y dirige al mundo. Los buenos y los que propaguen este mensaje, que fue dado por la Madre Santísima encarnada en la Virgen de Fátima hace ya muchos años, no deberán temer, porque el manto divino de Nuestro Señor los protegerá.
 Raquel estaba paralizada. Las palabras de aquel niño divino y los augurios anunciados, la dejaron sin habla.
 –Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, que a nadie le importamos? –preguntó con sus bellos ojos azules pincelados de desesperación.
 –A Dios, el Ser Supremo, que todo lo sabe y todo lo ve, sí les importan… ¡Y mucho!... Por eso, cuando llegue el momento, arrodíllense y pidan perdón a Dios –sugirió aquel niño de pómulos rosados llenos de vida, que más que una aparición semejaba una figura de pesebre–. No salgan de sus hogares y no dejen que nadie extraño entre en él –advirtió– porque sólo el bueno no estará en posesión del mal y sólo el alma incorrupta sobrevivirá a la catástrofe…
 – ¿Cómo sabremos cuando llegará ese día? –tartamudeó con evidente desconcierto.
 – No dejen de percibir la señal de sus espíritus porque el alerta llegará cuando la noche se convierta en muy fría y soplen fuerte los vientos del norte… Habrá angustia y en pocos momentos toda la Tierra comenzará a temblar... Cierren puertas y ventanas y no hablen con nadie que no esté en sus casas. No miren hacia fuera, no sean curiosos, porque sería ir en contra de la ira del Señor… Enciendan velas benditas, ya que durante tres días ninguna otra luz se encenderá…
 – ¿Por qué me lo dices a mí? … ¿Qué tengo que ver con esto? Apenas soy una muchacha de barrio… Nada malo he hecho y…
 –Para que transmitas mis palabras a los hombres… Recuérdales que sólo los que tengan fe y creen en Dios se salvarán –expresó con amor divino mientras de sus mejillas rosadas se desprendía un polvo luminoso que comenzó a borrar su figura como si alguien estuviese pasando un paño sobre un espejo empañado.
 – ¡No te vayas!... ¡Por favor, no te vayas! –imploró Raquel–. Antes dime, cómo puedo lograr que los demás me escuchen y entiendan lo que has dicho… ¿Cómo puedo transmitir tú mensaje?
 –El Elegido de Dios en la tierra te ayudará. El Todopoderoso no reclama cosas imposibles… Él derramará sobre ti sus bendiciones y será tu defensor, tu consolador, tu redentor y tu recompensa en la eternidad –se oyó en reverberación lejana antes que todo volviese a la normalidad en la soledad del rancho.
 Desconcertada, la joven se tendió sobre la cama. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdida que no entendía si lo que había visto era algo real o simplemente un sueño, una alucinación producto del trasnocho, de la mala noche anterior.
 En las últimas veinticuatro horas había experimentado cosas nunca imaginadas. Presentía que debía controlar su angustia, de otra forma enloquecería.
 Sólo la vívida presencia de Santiago en su mente, el olor de su piel, sus ojos y esa mirada que sólo Dios sabe prodigar, la tranquilizaron y dieron fuerzas para seguir adelante. Para decirse y repetirse mentalmente que no estaba loca y que todo había sucedido tal cual como lo había vivido.
 De un salto fue hacia un pequeño armario elaborado con pedazos de tablones viejos pintados de amarillo. Descorrió la desteñida cortina de tela que una vez fue rosada y de su interior sacó unos jeans y una franelilla. Se deshizo del camisón de dormir dejando su cuerpo desnudo a las miradas vacías del tiempo, y se vistió. Se inclinó y de abajo de la cama extrajo unos viejos y desgastados zapatos de goma, los calzó y salió del rancho. Del apuro olvidó cerrar la puerta.
 Descendió a la carrera las escalinatas y se dirigió hacia las empinadas callejuelas por donde pasa el transporte que cubre las rutas del cerro. Se trata de unos jeep especialmente acondicionados que transitan constantemente desde las faldas del cerro hasta el punto más empinado del barrio, siempre y cuando exista un camino en el lugar. Cobran apenas una módica suma, pero apretujan en sus asientos a casi una docena de personas para que el negocio les sea rentable. Últimamente bajar o subir del cerro se había convertido en una suerte de ruleta rusa. En una aventura peligrosa en la cual la vida no valía nada. Podía llegarse rápido y sin problemas, pero si por mala suerte se topaban con los malandros del sector, jóvenes criminales que apenas rozaban los quince años de edad, se corría el peligro de morir abaleado sólo por robarle un par de zapatos nuevos, si es que les gustaban, o por unos pocos billetes. Centenares de chóferes y pasajeros han sido víctimas de su brutalidad. Más de una docena de conductores son atracados y asesinados mensualmente en los diferentes barrios de la capital por estos desadaptados y peligrosos criminales. El dinero de sus fechorías lo utilizan para comprar drogas, las cuales también trafican, y alcohol.
De pronto Raquel detuvo la carrera. Recordó haber dejado la puerta abierta. Miró hacía atrás y, haciendo un ademán, prosiguió rauda cerro abajo. Tuvo la buena fortuna de que al llegar a la parada una camionetica, como llaman comúnmente a esos vehículos, estaba a punto de salir. Presurosa subió.
 – ¡Buenos días! –saludó con viva voz y en tono cordial a todos los presentes.
 La amabilidad y los buenos modales era costumbre entre la gente del barrio, quienes pese al rosario de penurias que debían soportar y humilde condición en la que vivían, mantenían intacta su habitual gentileza.
 – ¡Buenos días! –contestó la mayoría, algunos con pereza o mecánicamente, otros con auténtica sinceridad.
 Esos armatostes son una bala letal. Bajan con tanta velocidad y sin ninguna prevención, que al menos uno, cada dos o tres meses, desbarranca, no por la impericia de los conductores, que son tan hábiles como cualquier avezado piloto de Fórmula 1, sino por defectos mecánicos. No hay dinero para mantenimiento y todo se hace con las uñas y a la buena de Dios.
 Un poco más de una hora le tomó a Raquel estar frente a la casa de Santiago. Tocó la puerta y enseguida éste le abrió. Esta vez no hubo asombro ni sorpresa.
 –Te esperaba –dijo–. Pasa y siéntate… Te traeré un vaso con agua porque te ves extenuada –expresó afectuoso invitándola a entrar.
 – ¿Cómo que me esperabas?... Si hace apenas un rato decidí venir para decirte… –indagó la joven mientras Santiago iba en busca del agua.
 –Qué unos hombres me andan buscando… Sí, no te extrañes, ya lo sabía… Pero hay otra cosa que tienes que decirme y que también sé, pero esta vez prefiero escucharla de tú boca.
 – ¿También? –preguntó confusa–. Entonces, señor sabelotodo, dime, aunque dudo mucho que lo sepas, qué vine a decirte, además de aquellos hombres extraños que…
 –Que tuviste una visión divina –expresó sin dejarla terminar.
 – ¿Queeé? …¿Y cómo lo sabes? –inquirió esta vez incrédula, incorporándose tan bruscamente de la vieja butaca que derramó parte del agua sobre el piso.
 –Sólo te diré que lo sé, porque tú serás mi mensajera en caso de que me pase algo… Aunque, no obligatoriamente, me deberá suceder.
 –Disculpa Santiago, pero no entiendo tu trabalenguas… Podrías ser un poco más preciso. Recuerda que yo sólo estudié hasta el primer año de bachillerato.
 –Te diré, en parte, lo esencial… Lo demás no me está autorizado… De todas formas, si te lo revelara, nada podrías entender, no porque no seas inteligente, que sí lo eres, sino porque no son cosas de este mundo y…
 –Pero tú… –trató de interceder Raquel.
 Santiago levantó mansamente una de sus manos para atajarla. Raquel se percató que sus vendas ya no estaban. Quiso preguntar, pero otra vez el predicador le indicó que se quedase tranquila.
 –Por favor, no me interrumpas y escucha, porque quizás esta sea la última oportunidad que tenga para entregarte algo que escribieron mis manos anoche. –Calló, y sosegado, como si lo que estaba diciendo era muy normal, prosiguió–: Aunque lo que allí está escrito no fue dirigido por mi mente sino por una fuerza divina, tienes el deber, tal como te lo dijo el pastorcillo –precisó haciendo entrever que conocía los detalles de la revelación que había experimentado– de difundir el manuscrito que te voy a entregar. No digas cómo –expresó intuyendo otra interrupción–, sólo hazlo… Pase lo que pase, aunque te sientas impotente o acorralada, no desmayes… Habrá fuerzas que correrán en tu ayuda… –subrayó para indicarle que no estaba sola–. No trates de preguntarme nada porque nada diré –finalizó y dándole la espalda se dirigió hacia la única habitación del pequeño refugio.
 – ¿A dónde vas?... ¡Explícate porque no entiendo nada de lo que me has dicho!... No me dejes sola, ven…
 –Nunca te dejaré sola… Sólo voy buscar el escrito… Espera, vuelvo enseguida…
 Raquel estaba otra vez pasmada. No salía de un asombro para entrar en otro. Se sentía perdida en un laberinto lleno de situaciones sin sentido. Todo, en las últimas horas, en cada segundo, a cada instante, parecía atentar contra su cordura.
 – ¿Cuáles fuerzas? –preguntó sin aliento antes de que Santiago entrase al cuarto.
 – ¡Las de tú fe! –contestó noble, pero enfático el predicador.
 Tranquilo, como si nada le perturbase, Santiago caminó despacio hacia el dormitorio.
 –No te impacientes… Vuelvo enseguida… ‑expresó para serenarla y sin mirar hacia atrás ‑. Voy a buscar el manuscrito…
Raquel estaba muy confusa. Sus vivaces ojos comenzaron a moverse impertinentemente. Parecían buscar en el aire una respuesta a aquel acertijo lleno de palabras ambiguas que la tenían turbada.
 Como Santiago demoraba en volver, se levantó del asiento e impaciente comenzó a caminar por la diminuta sala. Al pasar cerca de la habitación, notó la puerta entreabierta. Pasó frente a ella y, disimuladamente, dejó volar con curiosidad el rabillo del ojo por el resquicio, pero no vio nada. Dio vuelta atrás con la intención de retornar a la butaca, pero inmediatamente cambió de parecer.
 Regresó de puntillas y atisbó por la rendija. Entre las sombras vio claramente a Santiago con los pantalones bajos desatándose unos papeles que tenía sujetos con esparadrapo en uno de los muslos. Discreta, conteniendo cada suspiro para evitar ser descubierta, siguió observando hasta que el predicador se inclinó para recoger el pantalón, el cual había rodado hasta la altura de los tobillos.
 En ese instante Raquel apenas pudo contener un chillido aterrador al notar que del cóccix de Santiago, de una abertura que había en su ropa interior, a unos diez centímetros más arriba del ano, pendía un rabo de más de medio metro de longitud.
Horrorizada, corrió hacia el sillón donde momentos antes estaba sentada. Se derribó sobre el y entrecruzó las piernas para aplacar el temblor que estremecía casi todo su cuerpo. No pudo hacer ni una cosa ni la otra. No lograba disimular el pánico, mucho menos los impertinentes movimientos de sus piernas, que se movían con tal fuerza que tuvo que sujetárselas con ambas manos para controlarlas.
 Mientras lo hacía, escuchó ruido de pisadas. Santiago salía del dormitorio y regresaba a la sala. Siquiera volteó a mirarlo.
 Sosteniendo unos papeles, no más de dos páginas escritas a mano, y un acolchado sobre amarillo, se detuvo justo frente a ella.
 – ¡Hoo...la! –tartamudeó Raquel.
Santiago no respondió. Dobló los papeles en cuatro partes, los guardó en el sobre, el cual rotuló con una gruesa cinta adhesiva que sacó de uno de los bolsillos del pantalón, y se los extendió.
 – ¡Guárdalo! –solicitó mansamente–. Protégelo con tú vida si es necesario… Esconde el paquete en un sitio seguro y, por ninguna circunstancia, lo abras… Sólo podrás hacerlo a las tres de la tarde del primer viernes de Pascua, día en el que comenzarás a difundir su contenido al mundo.
 Aunque Raquel estaba a punto de desfallecer a los pies de Santiago, tomó el pequeño fajo y se lo llevó al regazo.
 Temblando, tanto de miedo como de decepción, al haber visto que el hombre que amaba en silencio era un ser infrahumano, mitad animal y mitad quién sabe qué otra cosa, no articuló palabra.
 – ¿Qué es esto?… ¿Qué me estás dando? – preguntó desconfiada a los pocos instantes.
 –La vida del mundo… Su presente y su futuro… Todo lo que, en su momento, tendrá que suceder.
 – ¿Quién eres en realidad? –requirió la muchacha contundente, aplacando por instantes la turbación que le afligía.
 –Simplemente Santiago… Un hombre común y corriente, como cualquier otro… Sólo si no me vuelves a ver podrás abrir el paquete antes de la fecha prevista –advirtió.
 Atolondrada, Raquel asintió con la cabeza.
 –El peligro universal se ha extendido… La maldad ha contaminado el mundo… La avaricia es hija del crimen… El dinero el pasaporte al Infierno… El materialismo aniquila el espíritu… La prepotencia la fe… La arrogancia a los sentidos… Todo está por terminar –fue sentenciando telegráficamente el predicador.
 – ¿Qué está pasando?... Esto parece un testamento –expresó Raquel aparentemente repuesta aferrando el bulto que le había entregado–. Si eres un hombre de fe, ¿por qué huyes?... ¿Por qué no me dices la verdad? … ¿Si estás en peligro, por qué tú Dios no te ayuda?... ¿Quién eres en realidad?...
 –Mi bella y querida amiga, no huyo –explicó suavemente para que la joven comprendiese–. Sólo busco evitar un inútil derramamiento de sangre y que muchos inocentes sufran por acciones de la que ellos nada tienen que ver… Esa es la voluntad de Dios y eso es lo que quiere que haga y yo no me opongo a sus intenciones, las comparto.
 – ¿Podrías ser un poco más explícito?... Tú no eres un hombre violento, sino todo lo contrario. ¿Cómo, entonces, puedes hablar de sangre y muertes?
 –Es algo que pronto entenderás. Por ahora es suficiente con lo que te he dicho… Ten fe y no seas tan ansiosa… Ahora, más que nunca, deberás tener fe... –solicitó–. Prueba que mis palabras no fueron sembradas en el vacío y que aprendiste algo de mis enseñanzas… ¡Confía en mí porque por mi fuiste la escogida!
 La mañana olía a jazmín en flor. Los sembradíos ubicados al noroeste, sobre la explanada del Alto Hatillo, estaban siendo rociados con poderosos dispositivos de presión que hacían girar el agua en grandes círculos, como si fuesen molinos de lluvia plantados en el viento.
 En el barrio, en cambio, todo olía a estiércol. Las montañas de basura que se acumulaban día tras día en cada uno de sus rincones sin que nadie la recogiese, semejaban estatuas fantasmagóricas erigidas en honor a la pobreza y a la miseria.

21

 Después de pasar horas y horas hablando a fin de trazar una buena estrategia, no fue sino hasta entrada la madrugada que Figueroa, Fernando Lisias y Basilisco se pusieron de acuerdo con el plan que deberían seguir para llevar a Santiago hasta la Misión Capuchina.
 El frío del aire acondicionado, que tenían al máximo de sus posibilidades, y la pesadumbre causada de tanto pasar y repasar insistente y obstinadamente los detalles, así como las tres botellas del escocés que se empinaron hasta la última gota, los obligó a recostarse un rato antes de, a la mañana siguiente, emprender la acción.
 Con la luz del nuevo día cegándoles las pupilas, los tres hombres despertaron instintivamente y casi al mismo tiempo. Pese a la gran cantidad de whisky ingerido, lucían vivaces y dispuestos a afrontar la tarea que se habían impuesto.
 – ¡Es la hora! Debemos apurarnos si queremos atrapar al tal Iluminado –alertó Fernando mientras se alisaba el cabello con las manos.
 –Espero que todo salga como lo planificamos, si no lo quemo –espetó Basilisco, quien permanecía acostado y arropado con una larga cobija que apenas le dejaba ver el rostro.
 – ¡Estoy listo!… Sólo falta asearme y… –trató de terciar con cara de trasnocho Figueroa, cuando fue interrumpido por su hijo.
–Revisemos las armas antes de salir… Estas mierdas que nos trajiste a veces se atascan –afirmó Basilisco, ya fuera de la cama, dirigiéndose al comisario.
 Claudio Figueroa lo observaba complacido. Se sentía dichoso, más que nada por tenerlo junto a él y por haber accedido a compartir su habitación del hotel Meliá. Percibía que al fin, después de tanto tiempo, lo tenía entre sus brazos y que la maldad que lo arrebató de su lado había sido conjurada. En su sangre fluía como manantial el orgullo de padre. No le agradaba el asunto de las armas. Pese a haber nacido y crecido en una región donde el abigeato, las trifulcas y los arreglos de cuentas se dirimían a punta de pistola, sólo había tenido en sus manos libros de medicina. Se conformaba con creer que sólo servirían para intimidar al predicador y no para matarlo.
 Superados los fugaces chispazos de amor paterno, vio con tristeza como su hijo manipulaba con exquisito placer una vieja pistola Taurus. Aunque él había cometido varios despreciables “asesinatos clínicos”, en ese momento cruzó por su mente el juramento Hipocrático y, sin poder contenerla, del subconsciente le brotó la interrogante: “¿Qué hace un médico como yo aquí?”.
 – ¡Vamos, Figueroa!… ¡Despabílate, hombre, que estamos sobre la hora! –protestó acentuando su voz ronca el comisario Fernando Lisias.
 El médico agarró toscamente su chaqueta a cuadros que en la noche había dejado colgando en el respaldar de una silla y trató de endosárselo, pero, quizás por efectos de la resaca o el temor a las armas, no pudo. Después quiso ir a cerrar las cortinas que habían dejado abiertas toda la noche, pero dio vuelta atrás y las dejó como estaban.
 Con la puerta abierta, Basilisco esperaba recostado del resquicio a sus compañeros. Tranquilo, sin la evidente excitación de los otros, de su mirada brotaba un sádico goce.
 El plan que concibieron después de horas de charlas y tragos para atrapar a Santiago era muy elemental, aunque para coordinarlo les tomó toda una noche.
 De tanto planificar y planificar, concluyeron que si seguían a Santiago después de que éste saliera de su refugio, en la primera oportunidad que se le presentara darían con el auto un pequeño golpecito a la motocicleta para arrojarlo al pavimento. Una vez en el suelo y antes de que pudiese incorporase lo atraparían y meterían en el vehículo. Después había que tomar velozmente hacia el cruce que lleva a la urbanización El Placer para de allí conectar con la Autopista del Centro y tomar el camino a la Misión Capuchina.
 “El procedimiento”, tal como llaman en el argot policial a estos asuntos, era infantil y bastante mediocre, pero factible, incluso en una ciudad tan caótica e impredecible como Caracas, siempre abarrotada de un tráfico infernal.
 Aproximadamente a las diez y treinta de la mañana, muy cerca de la salida del refugio, los tres hombres aguardaban dentro del auto alquilado por Figueroa. Al volante estaba el comisario Fernando Lisias, quien aparcó a un costado de la carretera. Adentro, los tres hombres se entretenían fumando un cigarrillo tras otro y escuchando la radio a bajo volumen. Como los minutos pasaban y Santiago no aparecía, comenzaron a inquietarse.
 Ahora Basilisco era el más ansioso. Siquiera esperaba que su cigarro se consumiese. Poco después de encenderlo impulsivamente lo lanzaba por la ventanilla y se llevaba otro a la boca. Al parecer, la adrenalina fluía por su cuerpo con más fuerza que en la de sus compañeros.
 La espera duró largas dos horas. El grupo había investigado con antelación la hora en que salía el predicador en las mañanas, pero ese día se retrasó más que de costumbre, por ello la intranquilidad.
 “¿Qué demonios habrá pasado?... ¿Salió antes?... ¿Alguien lo alerto?” –se interrogaba Figueroa en silencio.
 Durante la espera no hubo diálogos. Sólo movimientos torpes, gestos, tufos y una que maledicencia lanzada al vacío. El nervioso mirar de las manecillas de los relojes y el encender y apagar cigarrillos fueron los códigos mudos de su comunicación.
 Cuando estaban por abandonar la misión, el roncar de los pistones de una motocicleta que se acercaba los puso sobre aviso.
 De pronto vieron a Santiago despuntar la colina a bordo de su moto roja. Al pasar a un lado del auto, Fernando aceleró ligeramente y comenzó a seguirlo a corta distancia para que no se le escabullese.
 Debido al entusiasmo los tres hombres no se percataron que a pocos metros John Dark, quien también había estado desde temprano espiando la zona, los seguía a bordo de otro auto.
 La persecución se inició con cautela. Después, debido al desequilibrante tráfico, Fernando comenzó a desesperarse al perder momentáneamente de vista a Santiago. Para alcanzarlo hizo imprudentes maniobras que le costaron los insultos de otros conductores que transitaban la vía, la cual ese día no estaba tan despejada como pensaron.
 Santiago había tomado El Camino de la montaña, como le dicen a la carretera vieja de El Hatillo, una suerte de serpiente de asfalto que bordea el sureste del Valle de Caracas entre pequeñas colinas. Pese a que era domingo, la vía estaba atestada de autos.
 El predicador descendía veloz por el camino que conduce a la intersección que une a La Tahona con otras urbanizaciones del este de la ciudad. De ahí tomó hacia la autopista. De vez en cuando miraba hacia atrás con el rabillo del ojo. Era evidente que no iba a La Bombilla, su lugar preferido de predicación, ya que tomó una vía más larga y opuesta a la que siempre hacía.
 John Dark se quedó atrás, muy atrás, tanto de la moto como del auto donde iban Figueroa, Basilisco y Fernando al volante.
 Estaba tranquilo, escuchando por una emisora de radio Emperador, un concierto para piano de Beethoven, mientras musicalmente movía la cabeza y las manos, como si estuviese sosteniendo una baqueta imaginaria con la cual dirigía la filarmónica.
 Su imperturbable actitud tenía un motivo. Experto y cauteloso, el ex veterano de guerra era de los hombres que no dejaba escapar a sus presas con facilidad. Había sido entrenado no sólo para matar sin compasión, sino también en las artes del espionaje y camuflaje. La misma noche que Figueroa y sus secuaces tejían el plan para secuestrar al predicador, se coló entre las sombras e instaló un microsonar en la moto de Santiago. Su poderoso radio de acción le permitiría ubicar a la máquina y, por ende a su conductor, a más de diez kilómetros de distancia gracias a un diminuto receptor portátil. El dispositivo era tan sofisticado, que no sólo transmitía coordenadas sino, con precisión milimétrica, también el lugar exacto, indicando calle o avenida, con un margen de error de apenas algunos metros, siempre y cuando el programa fuese alimentado con anterioridad con el mapa de la ciudad o sitio de búsqueda. Un tipo de GPS especial, con códigos para el espionaje urbano y de seguimiento.
 Santiago abandonó la autopista y dirigió la moto hacia la desembocadura de la urbanización Las Mercedes. En el empalme de dos vías frenó bruscamente, dio vuelta en “U” y tomó otra vez, pero esta vez en sentido contrario, hacia la autopista que va a Prados del Este, un lujoso complejo del este de la ciudad. Al parecer tenía intención de regresar al refugio. No tenía sentido que después de adelantar tanto hiciese marcha atrás y tomase el mismo camino, pero al revés.
 Fernando, bajo el coro de maldiciones y vulgaridades que escupían por la boca Figueroa y Basilisco, hizo un viraje forzoso, mordió la acera y casi se estrella contra otro auto a fin de no perderlo de vista.



Serafino se paseaba inquieto en su despacho del recinto clerical. En las manos sostenía un libro abierto, pero lo que menos hacía era leerlo.
 Durante las últimas cuarenta y ocho horas no había sabido nada de John Dark y eso le preocupaba. Habían acordado comunicarse al menos una vez al día, preferiblemente en las noches, pero el Justiciero no cumplió con lo pactado.
 Suponía que la reprimenda que le pegó cuando llamó borracho, le hizo desistir del encargo.
 La obsesión del monje, el hecho de estar tan próximo a desentrañar el misterio del Anticristo, de ver con sus propios ojos la marca que evidentemente tendría Santiago tatuada en el cuerpo, en la cual imaginaba encontrar el apocalíptico 666, lo tenía más perturbado que de costumbre.
 Cuando volvió a pasar cerca del escritorio se detuvo de golpe, dejó el libro a un costado y toscamente tomó entre índice y pulgar la campanilla de bronce y la agitó con insistencia.
 De inmediato aparecieron ante la puerta tres monjes, entre quienes se encontraba Lucindo con su perversa expresión de siempre diseñada en el rostro.
 –Quiero que todos, en este mismo instante, dejen sus labores y se dirijan a la capilla… ¡Quiero que oren profundamente!… Quiero… Quiero que abatan al diablo, pero que al mismo tiempo lo invoquen para que pronto esté entre nosotros… ¡Quiero al diablo aquí, hoy mismo!…–exclamó en total estado de ebriedad mental–. ¡Debemos, por el Dios Todopoderoso que guía nuestros pasos, conocer la figura de Satán!
 Serafino se refería a Santiago, a quien, en su demencial ofuscación, creía la viva reencarnación del demonio.
 – ¡Tranquilícese prior! –demandó Lucindo abrazándolo y llevándoselo contra el pecho ante el asombro de los otros dos monjes.
 – ¡Estoy desesperado! –lloriqueó el regente de la Misión–. ¡Lucindo!… Lucindo… –balbuceó jadeante–, ayúdame a revelar la verdad… ¡Ayúdame a rescatar al Cristo que abandoné!
 –No diga tonterías abad… Usted es nuestro guía y nosotros lo seguimos como a un enviado del Redentor…–pronunció el jorobado.
 –Hay que extirpar al mal o el lo hará con nosotros –sentenció con el rostro ensombrecido el prior.
 –Pronto, muy pronto, abad, tendremos en nuestras manos lo que con tantos y sacrificados estudios de teología buscamos entender…
 – ¡La Iglesia es la representación de la verdad absoluta y quien esté contra ella es un hereje y debe morir! –sentenció con patética frialdad Serafino agitando las manos.
 – ¿De qué están hablando ustedes? –intervino uno de los monjes que acudió al alerta.
 – ¡Retírense! –ordenó categórico Lucindo–. Yo me encargaré de todo… Lo importante es que sigan la orden del prior y vayan a la capilla a rezar e invocar al… –cortó sin concluir y luego precisó–: Nosotros los alcanzaremos enseguida.

22

 A la sombra de un cují cercano a la Misión, un hermoso pájaro, de alas rojas y lomo amarrillo moteado con un plumaje tejido en forma de círculos muy blancos que le envolvían en espiral el penacho, picoteaba sobre un montón de desechos.
 Estaba cerca de la zamurera donde Figueroa había lanzado los restos del bebé de María Coromoto, aquel que nació con cola y descuartizó con salvaje saña después del alumbramiento.
 De pronto se detuvo y comenzó a trinar. El canto de aquella extraordinaria ave, nunca antes vista por esos parajes, silenció mágicamente la sofocante llanura. Por instantes todo quedó estático en el tiempo. Sólo el eco de su canto y el de una bandada de cristofué que momentos antes habían llegado para posarse en las ramas de unos árboles cercanos, se escuchaban en la inmensidad de la planicie.
 Pese al estridente coro de los cristofués, fácil era adivinar la melodía que entonaba aquella paradisíaca ave de vistoso plumaje. Con sonoridad celestial, de su garganta salían acordes de flautas y violines que exclamaban “¡Aleluya! … ¡Aleluya!”, y como si se tratase de celebrar un hallazgo esplendoroso, extendió sus largas alas y comenzó a batirlas en veloz y frenética alegría. Al dejar de agitarlas, recogió del suelo algo parecido a un pedazo de raído cartón. Lo aprisionó con firmeza entre su pico y, señorial, estiró su hermoso cuello circundado de relucientes aros blancos y lo apuntó hacia el ancho cielo en dirección al este infinito.
 Había un motivo para tal regocijo. En su pico, de un color tan rojo que semejaba la sangre de Cristo, el ave sujetaba el único trozo de piel recocida por el sol que quedaba de la inocente criatura brutalmente destrozada por Claudio Figueroa.
 De improviso, tal como apareció, remontó vuelo llevándose el preciado tesoro. Fue tan vertiginoso el ascenso, que pronto su silueta se perdió entre un manto de nubes blancas que tapizaban el cielo ese día.
Muy cerca, el padre Vinicio, al igual como lo venía haciendo durante los últimos veinte años, descansaba de su caminata matinal sentado al pie de una gigantesca ceiba.
 Estuvo todo el tiempo observando fijamente los movimientos de aquel curioso pájaro.
 En su rostro esbozaba adrede una placentera sonrisa. Debió haberse imaginado muchas cosas, ya que por la distancia que lo separaba del ave era virtualmente imposible que pudiese ver qué sostenía en el pico. No obstante, el monje aparentaba entenderlo todo.
 Imitándolo, estiró el cuello a más no poder y dirigió la mirada al firmamento. Luego, como si fuese un pájaro, comenzó a volar imaginariamente en la profundidad de aquel cielo que se abría ante sus ojos como un espejismo único e irrepetible.
 El éxtasis del padre Vinicio era inagotable. Sus pequeños ojos color miel tomaron angelical expresión durante su viaje imaginario.
 Parecía haber entrado en los jardines del Edén guiado por el vuelo del ave, y que esta, a su paso, le iba mostrando los caminos que conducen a Dios y a la corte celestial.
 El monje siquiera pestañeaba. Quedó inmóvil hasta mucho después de perder de vista al pájaro.
 Pasados algunos minutos, instintivamente, como si nada hubiese sucedido, volvió a tomar su posición normal y lanzó un profundo y prolongado suspiró.
 Se quedó un rato más sentado bajo el frondoso árbol, en cuya sombra se percibía un aroma apaciguante. Después tomó la pequeña rama que reposaba a su lado, la cual le servía de bastón y, sin apartar la vista del firmamento, se incorporó.
 Con una áurea luz reflejada en el rostro y el fatigar de los años a cuestas, emprendió camino de regreso por la larga vereda que conduce al monasterio.
 – ¡Aleluya!… ¡Aleluya!… Vino a buscar la marca para entregársela a Dios… ¡La marca está a salvo! –repetía en susurros profundos y alegres mientras caminaba.
 A medida que se alejaba y mientras más lejos estaba, su voz semejaba el silbido de trompetas con acordes de vida y esperanza.

23

 Santiago aceleraba frenéticamente la moto. Quería llegar lo antes posible al refugio. Igual hacía Fernando, quien estaba a punto de alcanzarlo.
 Pasada la entrada de la urbanización Santa Fe, el predicador dirigió la máquina hacía el empalme donde un pequeño pulpo de vías conecta a la autopista con otros centros residenciales. Indeciso, subió por el puente que va hacia el Club Hípico.
 En la parte más alta Fernando logró alcanzarlo y, sin siquiera pensarlo, con premeditada alevosía golpeó reciamente el parafango trasero de la motocicleta.
 Santiago y la moto rodaron hasta el borde del viaducto. Del impacto, Fernando perdió el control del vehículo y raspó bruscamente la defensa de concreto del puente en varias ocasiones. Figueroa, quien iba sentado en el puesto trasero y sin el cinturón de seguridad ajustado al cuerpo, se dio un duro golpe en la cabeza.
 Recuperado el dominio del auto el comisario pisó a fondo el pedal de frenos y después de un fuerte chirrido se detuvo. En fracciones de segundos se bajó pistola en mano y corrió hacia el sitio donde había caído el predicador.
 Con esfuerzo Santiago trataba de incorporase. Sangraba por frente y codos, aunque las heridas no eran profundas. Sólo ligeros raspones.
 – ¡Agarra rápido a ese hijo de puta! –gritó Basilisco mientras seguía a corta distancia a su compañero.
 Dos largas zancadas bastaron para que Fernando lo tuviese bajo control y con la pistola clavada en el pecho.
 Al instante apareció Basilisco, quien con los ojos maníacamente desorbitados, apartó a Fernando, volteó a Santiago boca abajo y se le sentó encima a fin de inmovilizarlo.
 – ¡Si te mueves te quemo aquí mismo! –amenazó mientras del bolsillo trasero del pantalón sacaba unas esposas.
 Aturdido por el golpe, Figueroa se bajó a duras penas y recostó del barandal de aluminio del puente. En ruegos vagamente audibles lanzaba gritos de socorro a su hijo.
 Basilisco estaba ocupado con el predicador por lo que desatendió los pedidos de su padre. Al escuchar el clic de los grilletes de acero que daban por finalizado su trabajo, se incorporó lentamente y dirigió la mirada hacia su progenitor, quien lo observaba suplicante en la seguridad de que iría en su ayuda.
 Basilisco caminó hacia él bosquejando en el rostro una inescrutable expresión de paz y liberación. Al verlo ir en su auxilio, Figueroa le sonrió. “Mi hijo, mi amado hijo, viene a ayudarme”, pensó orgulloso.
 Cuando el joven estuvo a un par de pasos de su padre, los ojos se le inyectaron en sangre. Sus pupilas ahora hablaban de odio y muerte.
 Al notar el cambio, Figueroa intuyó sus intenciones. Desesperadamente trató de aferrarse a las defensas del puente, pero fue inútil. El empujón fue tan poderoso, que nadie hubiese podido contener la caída.
– ¡Muere, viejo de mierda, muere! …¡Púdrete en el infierno por darme la vida! –fue lo último que se escuchó mientras el cuerpo de Figueroa volaba por los aires antes de estrellarse quince metros más abajo.
 Gélido como un témpano desprendido del refrigerador del infierno, Basilisco se asomó desde lo alto y esbozó una diabólica sonrisa al ver como los autos que se desplazaban en la parte inferior hacían infructuosos esfuerzos para evitar hacer contacto con el cuerpo inerte de su padre, el cual por los impactos se balanceaba de un lado a otro de la vía semejando un despojo picoteado por buitres.
 Durante lo que ellos mismos denominaron burlonamente “Operación secuestro”, el auto en que viajaban quedó atravesado en el puente impidiendo el paso de otros vehículos. Los demás conductores comenzaron a hacer resonar las bocinas impacientes.
 A unos veinte metros de distancia, John Dark, con un pie apoyado en el estribo de la puerta del auto para elevar un poco más su punto de observación, había visto todo. Detrás de él, la tranca comenzaba a crecer.
 Después de amordazar y asegurar a Santiago en el asiento trasero, Fernando esperaba al volante el regreso de Basilisco, quien desde lo alto del puente seguía regocijándose con las maromas que hacían los autos para no pasar encima de los restos de su padre.
 – ¡Apúrate!... ¡Todos nos están mirando! –gritó el comisario con media cabeza afuera de la ventanilla a fin de apresurar su regreso.
 Basilisco le hizo señas de que se tranquilizara y caminó sin ninguno apremio hacia el auto.
 Apenas entró y cerró la puerta, Fernando apoyó la pistola en el asiento, entre sus dos piernas, y aceleró a fondo. Al pasar cerca de la moto que estaba en el pavimento, la golpeó tan violentamente que la hizo girar en molinete.
 Sin esperar que los otros autos se moviesen, Dark los sobrepasó rasgando puerta y parachoques contra la defensa del viaducto mientras a su paso dejaba una estela de polvo y concreto envuelto en centellas. En pocos segundos estaba tras ellos.
 El comisario tomó hacia la carretera montañosa de El Placer, la cual en pocos minutos desemboca en uno de los tantos ramales de la Autopista del Centro que, casi directamente, conduce a San Felipe y de allí a la Misión Capuchina.
 Estuvo chequeando un buen rato los espejos laterales y el retrovisor. Al percatarse que nadie los seguía, se pasó la mano por la frente para secar parte del sudor que le corría hasta la barbilla. Después giró el rostro hacia Basilisco. Éste, inexpresivo, no apartaba la vista del camino. Su camisa estaba empapada de sudor, pero no parecía incomodarle.
 – ¿Por qué lo mataste, hijo de perra? –explotó Fernando sin poder aguantar más la fría indolencia del joven.
 –Si me vuelves a llamar así te perforo el cerebro aquí mismo –rumió Basilisco poniéndole el arma en la sien.
 – ¡Está bien!… ¡Está bien, chico! … No es para tanto. Pero dime porqué lo empujaste –preguntó el comisario apartando suavemente de su cabeza el cañón de la pistola.
 –Es una larga historia –le explicó mientras apoyaba el arma en su muslo sin quitar el dedo del gatillo–. Ese maldito viejo de mierda merecía morir desde hace mucho tiempo… Lo que pasa es que nunca se me había presentado una oportunidad tan preciosa como la de hoy.
 –Pero, ¿era tú padre o no? –indagó curioso Fernando.
 –Sí, pero déjalo de ese tamaño… Ese no es problema tuyo y no quiero oír más del asunto.
 El comisario notó que el joven estaba por enfurecerse otra vez. Para calmarlo le dio una palmadita en el hombro.
 – ¡Está bien, compañero!… Ni una palabra más –expresó–. Pero recuerda que había muchos testigos y podrían reconocerte… Lo mío lo puedo justificar diciendo que era un procedimiento policial, pero tú…
 – ¡Me importa un carajo!… ¡Lo hecho hecho está!... Mejor te concentras en la vía porque el camino es largo.
 –Bien, ni una palabra más –transigió el comisario a fin de evitar mayores problemas. Luego tomó la pistola que reposaba entre sus piernas y alargando la mano abrió la guantera y la guardó.
 Aunque presumía hacia dónde iban, John Dark los seguía, esta vez a muy corta distancia, ya que al quedar destrozada la moto de Santiago se quedó sin receptor de señales.
 Pasadas las seis de la tarde y después de un recorrido de más de cuatro horas y media bajo un sofocante sol, Fernando y Basilisco se dieron cuenta que habían extraviado el camino.
 Se detuvieron en un polvoriento pueblo y preguntaron por la Misión. Pese a que la ruta que le indicaron unos campesinos de la zona fue bastante precisa, volvieron a perderse.
 Sólo cuando la noche había caído sobre la carretera avistaron a la distancia el viejo campanario de la Misión.
 Durante casi todo el trayecto Fernando y Basilisco permanecieron callados. Apenas cruzaron algunas palabras a fin de cerciorarse que los desvíos que estaban tomando eran los correctos, pero nada más.
 En la parte trasera, tirado en el piso del auto, Santiago respiraba con dificultad. Basilisco lo había amordazado con tape de embalaje y cubierto el rostro con una capucha de tela negra con un hueco a la altura de la nariz, lo suficientemente grande para que pudiese llegar vivo a la Misión.
 – ¿Quién coño eres tú carajíto?… ¿Por qué esos curas te quieren joder? –preguntó el joven rompiendo el silencio mientras le quitaba capucha y mordaza.
 Sus palabras más que odio denotaban desorientación. En Basilisco no había propósito sano. Quería averiguar, a través de una presunta inocente conversación, el verdadero valor que tenía aquel endeble muchacho para sacarle una mayor ganancia al secuestro.
 –Soy el hombre que iluminará tú camino y el de toda la humanidad –contestó luego de recobrar el aliento y que su respiración volviese a la normalidad.
 – ¡Tú lo qué eres es un pendejo! … ¡Bájate de esa nube y dinos la verdad! –recriminó con enojo.
 – ¡Déjalo tranquilo, hombre!… ¡Qué coño nos importa a nosotros quién es!… Cobramos y nos vamos. Ese fue nuestro trato… Además, ya no tenemos que repartir el dinero entre tres –comentó punzante a fin de distraerlo y que dejase en paz al predicador que ya bastante lastimado estaba.
 –No seas tan ingenuo –espetó viendo al comisario con desprecio–. Si nos están pagando esa bola de billetes, quiere decir que este carajito vale que jode… Mucho más de lo que nos van a dar –concluyó ambicioso, muy parecido a su ahora finado padre.
 –Basilisco, después que seas incinerado, resucitarás en un hombre sin odio y bondadoso –sentenció compasivo Santiago.
 – ¿Coño, y cómo sabes mi nombre?–preguntó confuso y exaltado el joven parricida.
 –Yo sé muchas cosas… Sé lo que está por venir y lo que vendrá.
 – ¡Matémoslo de una vez! –propuso con saña–. ¡Éste coño es un diablo!...
 –Nos lo pidieron vivo y vivo lo vamos a entregar… ¡Deja la paranoia por un momento!... –replicó iracundo Fernando.
 –Los curas te harán hablar más rápido que inmediatamente. Ellos conocen a la perfección el arte de la tortura –dijo a fin de acobardarlo–. Para que te libres de ese suplicio mejor hablas con nosotros… ¡Todavía estás a tiempo! –argumentó con falsa compasión Basilisco.
 Santiago no respondió. Giró el cuerpo como pudo y se acomodó cerca del respaldar.
 – ¡Bah! … ¡Vete pal’ carajo y púdrete en el infierno! –rumió dándole un manotón después de volverle a tapar la boca con cinta adhesiva y retomar su posición en el asiento. Ya de espaldas a su víctima, resignado agregó–: Por lo que a nosotros concierne, tomamos el dinero y nos vamos de aquí… ¡Qué los curas te jodan! …Yo no voy a gastar mis balas en ti.
 Un par de kilómetros antes de llegar al intrincado sendero que lleva a la Misión, Basilisco tomó el celular y se comunicó con el padre Serafino. Era su tercera llamada desde que emprendieron viaje con su botín humano a bordo.
 El monje denotaba una impaciencia irresistible a través del auricular. Al fin podría ver el rostro del Iluminado y, lo más importante, examinar minuciosamente su cuerpo.
 Antes de colgar, el abad le indicó que al llegar a la Misión detuviesen el auto justo frente al campanario y luego, en cortos intervalos de tiempo, hiciesen tres cambios de luces. Al asegurarse que la contraseña era la convenida, saldrían a su encuentro.
 Una opaca luna llena se desdibujaba entre las caprichosas nubes para ser testigo de la entrega.
 Al pasar por una vereda repleta de cipreses a ambos lados del camino y con el campanario ante los ojos, Fernando aminoró la marcha. Aparcó el auto, desactivó el encendido del motor y tal, como habían acordado, accionó los tres cambios de luces con un intervalo de unos cinco segundos entre uno y otro. Luego volteó hacia Basilisco y le hizo señas de que callase y estuviese atento.
 Con la adrenalina fluyendo a borbotones por los laberintos de sus cuerpos y los sentidos en estado de máxima alerta, esperaron la llegada de los monjes. Siquiera el sonido del viento perturbaba aquella lúgubre quietud que hablaba de desolación y muerte.
 Sólo una sinfonía de grillos y sapos se atrevieron a impregnar de vida la noche.
 Con los faros del auto apuntando hacia el ala central de la Misión, los dos hombres vieron como varias figuras fantasmagóricas empezaban a acercárseles. En alto, sobre sus cabezas, llevaban lo que parecían lámparas de kerosén. El mortecino reflejo de lumbre agigantaban y desdibujaban en la noche aquellas figuras que a ratos se perdían en las sombras.
 Camuflado en los murmullos de la noche se escuchaba el escabroso rasgueo de sandalias arrastradas con pesadumbre, las cuales eran acompasadas por el tenebroso crujir de viejas sotanas embadurnadas por el uso y el tiempo. Todo hacía presumir que una procesión de monjes iba hacia ellos.
 Temiendo una trampa, Basilisco empuñó la pistola y la apuntó hacia afuera. Fernando sacó la suya del portaguantes y lo imitó.
 Cuando los tenían casi encima, con las pupilas dilatadas hasta el estallido por el esfuerzo que hacían para penetrar la luctuosa oscuridad, pudieron distinguir al viejo abad y a otros ocho monjes, entre ellos al fuerte y jorobado Lucindo.
 Ambos lanzaron un liberador bufo, bajaron las armas y engancharon con los dedos las manillas de las puertas con la intención de abrirlas e ir a su encuentro. Fernando lo logró, pero el viejo abad trabó la acción de Basilisco al meter la cabeza y larga barba por la ventanilla de su lado.
 – ¿Dónde está? –preguntó ansioso buscando con la vista en el interior del auto.
 – ¡Aquí atrás! –indicó Basilisco sin parpadear–. Y más atado que un saco de papas –señaló regocijado.
 – ¿Y Figueroa, por qué no vino? –interrogó mientras con el farol iluminaba el asiento posterior.
 – ¡Se acobardó! –afirmó tajante el joven–. Te aseguro que nunca más lo volveremos a ver –agregó con monstruosa ironía.
 –Bien, después me explicas. Ahora no hay tiempo que perder. Llevémoslo adentro –precisó el abad sin dar mucha importancia a la ausencia de Figueroa.
 Muy cerca, usando unos binoculares infrarrojos, John Dark los tenía a todos en la mira.
 El veterano ex combatiente observaba cada uno de sus movimientos y en su mente calculaba estatura, peso, edad y fortaleza a fin de tener una radiografía exacta de cada uno de ellos en caso de que, obligatoriamente, tendría que entrar en acción.
 Vio cuando entre Lucindo y Basilisco sacaron del auto a Santiago y se lo llevaron a rastras hacia el interior de la Misión y como, luego de que el último de los monjes entraba, aseguraban con cadenas el viejo portón.
 Dark estaba irritado. Le habían arrebatado su presa. Había viajado desde tan lejos para que unos novatos se la escamotearan. Se sentía defraudado y, otra vez, engañado, esta vez por la Iglesia. “¿Por qué me llamaron si tenían otros planes con ese grupo de principiantes ineptos?”, se preguntaba.



24

 Ese mismo día, mucho antes de que el gallo cantara tres veces, Raquel tuvo otra visión del pastorcillo, quien le informó sobre el secuestro de Santiago y lo que pretendían hacer con él.
 Con una lacerante angustia que le incendiaba el estómago, fue en busca de Juan, El Remedón. Tocó la puerta de su rancho con tanta fuerza que se lastimó los nudillos. Nadie contestó. Insistió, pero nada, ni las sombras se movían dentro. Quería que el muchacho la condujese en su viejo automóvil hasta la Misión de San Felipe, donde el pastorcillo le indicó que llevarían a Santiago.
 Descorazonada, regresó a su rancho y se tiró sobre la cama a llorar. Así estuvo gran parte de la mañana. No sabía qué hacer ni a quién acudir por ayuda. Agotada de tanto llorar, se quedó dormida.
 Al filo del mediodía, un persistente silbido la despertó.
 Era Juan, El Remedón, quien con su típico chiflido y golpeando con ímpetu la puerta, demandaba su presencia.
 Sin dar crédito a sus oídos, Raquel se incorporó rápidamente y fue hacia la entrada del rancho.
 – ¡Juan, amigo, te estuve buscando toda la mañana! –manifestó al abrir la puerta.
 – Si, alguien me dijo… ¿Cuál es el apuro? –preguntó curioso el muchacho.
 – ¡Van a matar a Santiago!… Debes ayudarme a evitarlo –exclamó agitada conteniendo el intenso dolor que le oprimía el pecho.
 – ¿Qué?... ¿Quién?... ¿Yo?... –balbuceó Juan.
 – ¡Sí!… Pero tenemos que darnos prisa… No hay tiempo que perder... En el camino te lo explicaré todo.
 – ¿Cuál camino? –interrogó suspicaz.
 – ¡El de San Felipe! –precisó Raquel saliendo del rancho con un bolso colgado del hombro.
 – ¿Queeeé? –soltó incrédulo otra vez El Remedón.
 Faltando algunos minutos para las nueve de la noche, y después de una descabellada carrera, el cacharro de Juan estaba en las cercanías de la Misión. Al divisar entre las sombras al monasterio siguió avanzando despacio hacia unos matorrales aledaños y detuvo la marcha. Parecía un refugio perfecto. Desde allí podrían observar sin ser vistos.
 Su propósito, el de llegar a la Misión, lo habían logrado en forma impecable, pero ahora se les presentaba otro dilema: qué hacer, cómo entrar sin ser vistos y por dónde empezar.
 Resguardados por la penetrante oscuridad, bajaron del auto y se recostaron del capó con la vista fija en la edificación religiosa.
 –Esto no me gusta –comentó Juan–. De sólo ver el campanario me dan escalofríos.
 – ¿Cómo vamos a entrar?... Nos hay escaleras y tampoco tenemos cuerdas –razonó cabizbaja Raquel haciendo caso omiso al comentario de su amigo.
 No hubo respuesta ni más palabras. Preocupados y en silencio comenzaron a cavilar en sus adentros la forma cómo penetrar en el monasterio que, vista de lejos, parecía una fortaleza inexpugnable.
 Absortos en sus reflexiones de pronto sintieron a sus espaldas dos fuertes manos que le atenazaban el cuello. Era tanta la presión que imprimían aquellas garras, que siquiera lograron voltear, mucho menos podían moverse.
 Sofocados, comenzaron a abrir desesperadamente la boca en busca de un poco de aire para respirar. El terror se remarcaba en cada línea de sus rostros. Cuando estaban a punto de perder el sentido, fueron liberados bruscamente y empujados hacia adelante.
 Como una aparición, mientras trataban afanosamente de recuperar el aliento, frente a ellos se plantó la figura de un hombre alto y rubio, que los veía con cara de pocos amigos. Era John Dark.
 – ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? –indagó el Justiciero de Dios apuntándolos con una pistola.
 –Venimos a salvar a mi novio –tartamudeó Raquel, mientras Juan tosía petrificado de miedo y sin reponerse todavía del agarrón.
 – ¿Tu novio?... ¿Y quién es tu novio?
 – ¡Santiago, El Iluminado, lo tienen preso en el monasterio y lo van a matar! –afirmó temblando de pies a cabeza.
 – ¿Te refieres al predicador? –preguntó Dark.
 – ¡Sí, al santo que hace milagros en mi barrio!... ¿Usted lo ha visto? –indagó con ingenuidad tratando de disimular el pánico.
 – ¿Santo?... ¿Milagros? –repitió extrañado Dark.
 –Sí, señor, Santiago es un hombre muy bueno y ha curado a muchos enfermos que estaban por morirse… ¡Es un santo! –repitió.
 –Entonces fui engañado… No es un...
 – ¿Un qué? –increpó la joven.
 – ¡Nada!… No tiene ninguna importancia… Niña, ¿estás segura de lo que estás diciendo?
 –Señor, yo no soy ninguna niña, y no solamente yo estoy segura, sino toda la gente de mi barrio y de otros vecinos y quién sabe de cuántos otros más… ¡El es un santo!... ¡Un enviado de Dios! –precisó enfática y con tal fervor que conmovió hasta a la noche.
 –Para mí es un Dios –intervino también Juan mientras se palpaba el cuello–. De eso estoy seguro… ¿Y usted quién es?
–Entonces ese muchacho no debe morir –sentenció Dark obviando contestar–. Los voy a ayudar, pero con una condición… Deben seguir al pie de la letra mis instrucciones, de otra forma no sólo el predicador morirá, sino también nosotros.
 –Haremos lo que usted diga –accedió Juan carraspeando la garganta y sin dejarse de sobar el cuello.
 – ¡Entonces apurémonos!... ¡Ojalá todavía esté vivo! –apremió Raquel desesperada.


25

 Las paredes del Vaticano bullían de conmoción. Los máximos jerarcas de la Iglesia, los que sabían de la existencia del Justiciero de Dios en Venezuela y los motivos de su misión, estaban impacientes.
 John Dark tenía varios días sin reportarse con sus superiores y la intranquilidad comenzaba a hacer pasto en ellos. Los teléfonos de algunas abadías en Ravenna y Roma repicaban incesantemente. El cardenal Nocerino no encontraba más qué explicaciones dar.
 Una inusitada llamada del Papa al convento de Ravenna puso a todos sobre alerta.
 –Nadie debe saber nada sobre el contenido del papiro archivado con el número 3J3, de lo contrario la Iglesia se hundirá –advirtió el Santo Pontífice severa y contundentemente a Nocerino. Después ordenó–: Infórmele a su hombre en Venezuela que es preciso que cumpla rápida y calladamente con la obligación que se le encargó, de otra forma asegure su inmediato regreso.
 –No se preocupe Santo Padre. Es una persona muy especial. Estoy seguro que a riesgo de su propia vida ejecutará en forma rápida e impecable el mandato que le asignamos.
 –Nocerino, espero que, por su bien, así sea –expresó lacónico el Papa antes de colgar.
 – ¡Así se… –alcanzó a decir el cardenal antes de escuchar del otro lado de la línea el clic que cortaba la comunicación.
 La inquietud de la Santa Sede era evidente, ya que los altos prelados sabían, con harta comprobación científica, que además del papiro numerado con las siglas 5Q9, cuya marca creían encontrar tatuada en el cuerpo de Santiago, existían otros fragmentos donde se ponía al descubierto una sombría verdad: el fraude atribuido a San Mateo, quien irrefutablemente se copió “su Santo Evangelio” y el de San Pablo, cuyas Epístolas no son propias, sino burdas transcripciones de los escritos de los esenios.
 También ocultaban, en aras de sustentar el poder omnímodo de la Iglesia Católica, otros terribles y siniestros plagios cometidos por los primeros cristianos y sus líderes.
 No obstante, el secreto que más les abrumaba era el del fragmento signado con el número 3J3. Su contenido únicamente era conocido por el Papa, el cardenal Giuliano Vespa, a quien en una oportunidad se le ligó a la Mafia, y por otros tres misteriosos altos miembros de la Iglesia. ¿Qué terrible profecía podía contener aquel trozo de papiro para tener a la Santa Sede en vilo?
 Desde las postrimerías de la década de los ochenta, entre los estudiosos de Los Papiros del Mar Muerto se sabía, con milimétrica sustentación científica, que Jesucristo, el llamado Jesús de Nazaret, y base fundamental de toda la fe católica, era un asceta que había sido educado durante su adolescencia bajo la tutela y control de una secta esenia que estaba asentada en las orillas del Mar Muerto, en Jordania, donde se dice que estuvo durante sus años perdidos, que fueron desde los doce a los treinta años. Ningún escrito, siquiera los Evangelios, revelan dónde estuvo Jesús durante ese largo período. Sus prédicas comenzaron a los treinta años, según algunos estudiosos y, para otros, sólo predicó un año antes de su muerte, acaecida a los treinta y tres.
 Se cree que el joven Jesús, seducido por la pureza y virginal doctrina ascética de los esenios, se convirtió pronto en uno de sus más devotos seguidores y líderes. Impaciente y aún no maduro en las enseñanzas, decidió volver a Judea para verter al pueblo los nuevos conocimientos adquiridos. No obstante, en sus sermones repetía, simple y cacofónicamente, todo lo que un siglo antes habían escrito, digerido y dilucidado los esenios. Al contar Jesucristo su experiencia a los apóstoles, entre ellos San Pablo y San Mateo, éstos también fueron a visitar a los esenios ubicados en el Qumrán.
 De ellos extrajeron su gran aprendizaje, pero también copiaron, casi al carbón, sus escritos místicos, los cuales fueron la esencia total de sus Epístolas y Evangelios. En realidad, todo fue el vil hurto de unas enseñanzas que propiciaban una vida mejor, noble y signada en la verdad pura e inobjetable. San Pablo y San Mateo fueron de los primeros plagiaros de la humanidad que no recibieron castigo, sino loas, por su delito.
 El Vaticano lo sabía, por ello mantenía bajo cien llaves y en total secreto los papiros que develaban el plagio de que fueron víctima los esenios por parte de algunos de los más “virtuosos” cristianos.
 De descubrirse esa verdad, de acusar a santos y apóstoles de rateros, todos los fundamentos de la Santa, Apostólica y Romana Iglesia Católica se irían a pique y con ellos el Papa, cardenales, prelados y todo lo ligado a la Iglesia se desmoronaría como una torre de naipes porque sus bases estaban putrefactas. O sea, sería el fin de la Iglesia Católica y de sus ramificaciones.
 Por supuesto que el problema era grave, muy grave, por ello la inquietud de sus máximos conductores.
 En su ceguera, pese a las sacras e inobjetables, además de contundentes revelaciones de los papiros, la Iglesia se resistía en creer que hombres puros, inspirados en la palabra de Dios, tal como lo era Santiago, pudiesen existir en una época tan materialista y mucho menos que se tratase de un nuevo profeta.
 Siquiera se tomaron la molestia de investigarlo o conocerlo de cerca y personalmente a fin de poder concluir un juicio firme, claro y totalmente objetivo sobre el basamento teológico de sus prédicas antes de descalificarlo y enviarlo al matadero.
 A la Santa Sede nada le importaba. Sus dictados eran aterradores, casi diabólicos: Ordenar el asesinato de un joven predicador basado solamente en la suposición de que pudiese ser un anticristo, era criminal y todo por preservar el poder de una Iglesia decadente e hipócrita.
 Si se hubiesen incomodado en hurgar en la profundidad del pensamiento de Santiago, habrían concebido en su verbo los evidentes destellos de una figura divina. No obstante eso no se hizo, pero si se decretó su muerte sumaria y despiadada.
 En realidad, al tratarse de la Iglesia aquello no era nada sorprendente, ya que peor aún fue lo sucedido con Juan Pablo I, El Papa Efímero.
 John Dark, como miembro de una exclusiva secta secreta de la Iglesia, tenía una teoría muy particular sobre esa oscura muerte. Discretamente la investigó con obcecada obstinación y sobre sus sospechas había elaborado un informe, el cual mantenía a buen resguardo. Sólo unos cuantos habían recibido sus reportes.
 Una de las hipótesis sobre la cual trabajó, y que a la postre era la que le complacía por estar más cerca de la verdad, señalaba que Albino Luciani, llamado Juan Pablo I, había sido asesinado, a escasos treinta y tres días de haber sido investido con la Bula Papal, con una especie de arsénico vegetal después que le anunció al Sacro Colegio Cardenalicio que a través de una encíclica, la cual bautizaría con el nombre de Vita Nova, iba a revelar al mundo los secretos de Los Rollos del Mar Muerto y, entre ellos, especialmente el numerado con las siglas 3J3.
 El veneno utilizado fue tan meticulosamente disimulado y letal, conjeturó Dark, y así lo asentó en sus escritos, que ni la más minuciosa y científica de las autopsias hubiese podido detectarlo, ya que era el resultado de un compuesto de cristales de ácidos vegetales ligados con ázoe y carbono.
 Debido a ello, dedujo, el escueto parte médico de la época sólo se limitó a decir que “el Santo Padre sufrió un colapso y su corazón dejó de latir”. Por supuesto que fue un infarto, debido a que “ese tipo de arsénico produce una paralización del músculo cardíaco”, concluyó Dark cuando ahondó en sus investigaciones.
 El método utilizado para asesinarlo, consideró el ex veterano de guerra y Justiciero de Dios, fue a través de sus medicamentos, el Efontil y el Cortiplerx, los cuales tomaba para controlar su hipotensión.
 “Posiblemente el homicidio -deducía Dark en sus anotaciones- se llevó a cabo durante la noche, cuando se le suministró el Efontil, que es un jarabe. El sicario pudo introducir en el líquido la pequeña porción de arsénico vegetal que acabó con la vida del Papa rápida y silenciosamente”.
 La inobjetable verdad, la cual sigue oculta y se seguirá ocultando siglo tras siglo, es que Juan Pablo I fue víctima de su propia Iglesia. Quién o quiénes conspiraron para cometer el crimen, se sabía, aunque nunca se supo el nombre de pila del verdugo, la mano siniestra que acabó con su vida. Lo cierto e indudable es que fue un miembro de la Iglesia.
 En ello centraba Dark ahora sus pesquisas. Sabía que la hora exacta de la muerte de Juan Pablo I nunca fue establecida. El certificado de defunción, el cual absurdamente carecía de firma, indicaba escuetamente que el Santo Padre murió de “un paro cardíaco fulminante”. Y, como cosa curiosa, en su embalsamamiento no se le extrajo ni una gota de sangre para ser analizada y la autopsia se realizó apresuradamente, a menos de catorce horas de haberse encontrado el cadáver, cuando las leyes italianas especifican, y son muy estrictas en ello, que bajo ninguna circunstancia, trátese de quien se trate, la autopsia debe ser hecha antes de las veinticuatro horas de sobrevenida la muerte.
 Después del asesinato de Juan Pablo I, ocurrido entre las 9:30 de la noche del 28 y las 4:30 de la madrugada del 29 de septiembre del año 1978, mucho se especuló sobre su muerte, pero nada en claro se concluyó en ese entonces.
 Casi treinta años después, John Dark se había propuesto reabrir el caso e ir hasta el fondo, hasta las últimas consecuencias, si no era antes descubierto en sus actividades, las cuales realizaba solo y en el más absoluto sigilo.
 Muchos sabuesos, entre ellos el periodista David A. Yallop, especialista en investigar crímenes no resueltos, señalaron poco después del homicidio que El Papa de los 33 Días había sido asesinado porque descubrió los estrechos vínculos que había entre sus más altos colaboradores y la Mafia, los negocios bancarios fraudulentos, el lavado de dólares y el crimen organizado.
 Dark conjeturó que Yallop estuvo, en ese entonces, sobre la pista correcta, pero que en su obsesión por desentrañar la relación de las altas autoridades de la Iglesia con la Mafia y el fraude bancario, le hizo descuidar las revelaciones, a manera de mea culpa, que iba a publicar el Papa Juan Pablo I en su encíclica Vita Nova, una especie de expiación de los pecados de la Iglesia. Ahí radicaba el verdadero motivo del homicidio y no en los vínculos de la Iglesia con la Mafia, que desde hace décadas bien se sabían o sospechaban.
 En las páginas de la silenciada y desaparecida encíclica, el Papa asesinado no sólo revelaría los secretos de Los Papiros, sino también explicaría al mundo el porqué la Iglesia se estaba alejando cada vez más de la gente y seguía el camino de una aberrante y continúa seducción hacia la esclavitud del dinero. Igualmente desenmascararía la desunión e hipocresía reinante entre obispos y cardenales, su afán irresistible de propiedad y las aberraciones mentales y sexuales de sus sacerdotes, características que estaban llevando a la Iglesia hacia el abismo.
 Entre los acorazados muros del Vaticano se sabía que el tema principal y base fundamental de la encíclica en la que trabajaba Juan Pablo I, era el anuncio a la humanidad de la existencia del papiro 3J3 y de otros de significativa importancia que, según su criterio, lejos de acabar con el catolicismo lo reforzaría porque, pese a que las enseñanzas de Jesucristo provenían de los esenios, no por ello dejaba de ser hijo de Dios. Esa confidencia, el sólo deseo de revelar al mundo lo que durante tantos años la Iglesia había ocultado, fue su sentencia de muerte.
 Los apuntes, borradores e incluso el papel y la máquina de escribir en la que el Papa redactaba la encíclica, desaparecieron, así como sus dos secretarios, de quienes hasta ahora no se sabe nada y ya nadie pregunta. ¿Estarán muertos, huyeron, cambiaron de identidad o simplemente están enterrados en algún pasadizo secreto del Vaticano?
 En sus investigaciones Dark se remontó al año 1972, a las circunstancias que rodearon el asesinato de Juan Pablo I, para poder entender el porqué la Iglesia se molestaba tanto y ponía a girar todo su poderoso engranaje para asesinar a Santiago, un predicador insignificante y sin ningún aparente peligro para el catolicismo o sus instituciones.
 En esa fecha, en los albores de la década de los setenta, se comenzaba a vislumbrar lo que vendría. La olla podrida había sido destapada.
 Los primeros indicios de podredumbre salieron a la luz pública cuando el Banco Católico del Véneto, llamado el banco de los “sacerdotes”, sobre el cual el Banco del Vaticano tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones, fue vendido por Paúl Marcinkus, presidente del Banco del Vaticano, a Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano, en Milán.
 Las pesquisas de Dark arrojaron que el Papa Juan Pablo I ordenó investigar a Marcinkus y a Calvi, cosa que lo condujo al nombre de Michele Sindona, un oscuro banquero siciliano residente en Milán.
 Pese a su tenebroso pasado, Sindona había sido un gran colaborador de Montini, luego llamado Papa Pablo VI, cuando este era Arzobispo de Milán. La relación entre ambos era muy estrecha y amigable, por ello cuando Montini fue elegido Papa, Sindona fue nombrado enseguida Consejero Financiero del Vaticano.
 Todas estas sucias maniobras fueron descubiertos por Juan Pablo I, sucesor de Pablo VI, quien con detestable furia se enteró que la venta del Banco Católico del Véneto había sido producto de una transacción ilegal y fraudulenta hecha por Marcinkus, Calvi y Sindona a fin de obtener jugosas ganancias a expensas de la Iglesia.
 Los obispos y cardenales montaron en cólera, aunque nada de ello salió a la luz pública ni a través de la prensa.
 Eso lo tenía bien claro Dark, quien estuvo husmeando entre unos documentos que el cardenal Vittorio Nocerino tenía a buen resguardo en una caja de caudales oculta detrás de un gran cuadro de la Inmaculada Concepción que colgaba de la pared principal de su despacho.
 A través de esos papeles, cartas, inventarios y balances cifrados, se enteró que Marcinkus y Sindona eran estrechos colaboradores del Papa y protegidos incondicionales de éste. De esa forma se evitó un gran escándalo, el cual, luego del asesinato de Juan Pablo I, salió a flote sobrepasando los límites de la imaginación debido a la serie de ajusticiamientos mafiosos que lo siguieron y a la cadena de fraudes descubiertos, no sólo en Italia sino en otros países del mundo.
 El peligro que corría Santiago era espeluznante. Más si se recuerda los prontuarios de los siete grandes sospechosos del asesinato de Juan Pablo I, los cuales John Dark había estudiado minuciosamente antes de meterse de lleno en la investigación.
 Entre los involucrados más temibles, cuyo historial sobrepasa cualquier fantasía por tratarse de la Iglesia y el Vaticano, estaban:
 Paúl Casimir Marcinkus, alias El Gorila, un sacerdote que fue guardaespaldas del Papa Pablo VI. Años más tarde fue nombrado obispo e inmediatamente, sin tener experiencia alguna, secretario del Banco Ambrosiano. En 1973 fue investigado por el FBI por su participación directa en el lavado de dinero de la Mafia por parte del Banco Vaticano. Fue quien encontró, a las 6:45 de la mañana, al Papa Juan Pablo I muerto. Él vivía fuera del Vaticano. Su presencia allí, tan temprano, nunca fue explicada. Michele Sindona, alias El Tiburón, un contrabandista siciliano ligado a la Mafia y al mercado negro de Palermo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1946 fue recomendado por el arzobispo de Messina, Sicilia, para trabajar en Milán para una firma de consultores de negocios. Tenía clientes de la Mafia y se sospechaba que él fuese también miembro de la organización delictiva. En 1957 la Familia Gambino, la organización mafiosa más poderosa del mundo, se puso en contacto con Sindona y sus parientes sicilianos, los Inzerillo, para lavar dinero proveniente de la heroína. Poco tiempo después de esta reunión, Sindona compró su primer banco. Hacía los 60 Sindona siguió comprando bancos por todo el mundo con el objeto de lavar dinero de la Mafia y falsificar los enlaces financieros con el Vaticano. El Papa Pablo VI lo nombró su consejero financiero y desde entonces recibió múltiples reconocimientos internacionales, entre ellos “El Hombre del Año” en los Estados Unidos. A pesar del poder que detentaba, su castillo de naipes se fue al suelo en 1974 por sus desaciertos financieros y huyó a Ginebra. Ese mismo año fue arrestado en los Estados Unidos por malversar fondos sobre veintitrés cuentas bancarias. En 1979, un abogado que lo investigaba y otros dos hombres que tenían estrecha vinculación con el caso, fueron asesinados. En el mismo año 79 Sindona arregló un autosecuestro con la participación de la Familia Gambino con el fin de pasar los fondos del rescate a la Mafia. Durante toda su vida Sindona demostró ser un hombre despiadado y sin escrúpulos, a quien la vida humana poco le importaba. En 1980 fue arrestado y declarado culpable de los cargos de fraude, conspiración, malversación de fondos, extractos de cuentas falsas y perjurio. Mientras esperaba la condena intentó suicidarse cortándose las venas e ingiriendo una droga, pero sobrevivió. Hoy en día paga condena de veinticinco años de presidio. Roberto Calvi, alias Il Cavaliere, Gerente General del Banco Ambrosiano y estrecho amigo de Sindona y del Obispo Marcinkus. Lavando dinero de la Mafia compró bancos en todas partes, uno de ellos en Venezuela y otro en Nassau, donde Marcinkus participaba de la Junta Directiva, haciendo operaciones ilegales con el Banco Ambrosiano. Viéndose asediado por Sindona, quien lo quería chantajear, se refugió en Uruguay, luego en Perú, Argentina y Venezuela, manteniendo estrecho contacto con las mafias italianas de esos países, como los Gelli, Di Seronimo y Ortolani. En 1979 el juez Alessandrini, quien investigaba las operaciones de Calvi ligadas a Sudamérica y el Banco Ambrosiano, fue asesinado. Luego la Familia Gelli ordenó desde Sudamérica el asesinato de Roberto Rossone, gerente general del Banco Ambrosiano, quien intentaba limpiarlo. No obstante el hombre sólo resultó con pequeñas heridas. Desde ese momento algunos constructores italianos fueron hallados muertos en Venezuela sin motivo o causa aparente. El 17 de junio el cuerpo inerte de Roberto Calvi fue encontrado colgando del puente de Blackfriars, en Londres. Licio Gelli, un hombre sin casi ninguna formación académica, quien a pesar de ser italiano fue espía de la SS en Italia y trabajó para los nazis como oficial de enlace durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra los ayudó, cobrándole exorbitantes sumas de dinero, a escaparse hacia Sudamérica. Fue amigo de Juan Domingo Perón, presidente de Argentina en esa época, y espió para los comunistas y la inteligencia norteamericana. Su especialidad eran los expedientes secretos de políticos, multimillonarios y banqueros. Fundó la logia Masónica, ligada a la Mafia, Raggruppamento Gelli–P2. Con ello se disponía a controlar la derecha y formar un Estado dentro del Estado para evitar la propagación y desarrollo del comunismo. A los pocos días que fue nombrado Caballero de Malta y del Santo Sepulcro, como paradoja, Mino Pecorelli, un periodista que trataba de chantajearlo por su presunto robo a los rentas del aceite del gobierno italiano, fue asesinado, al estilo mafia. Debido al Escándalo Gelli y a los lazos que éste mantenía con los máximos dirigentes políticos a través de la Francmasonería, el gobierno italiano se vino abajo. Gelli fue hecho preso, enjuiciado y condenado a cuatro años de prisión, no obstante pronto salió bajo fianza. Luego de esa experiencia Gelli huyó a Montevideo, Uruguay, desde donde traficó con armas, logrando del gobierno venezolano la compra y el envío de misiles Exocet para que Argentina los utilizara en la Guerra de Las Malvinas contra un estado superior en armas, fuerzas y apoyo internacional, como Gran Bretaña. Un jerarca del gobierno venezolano de ese entonces, engañando a su presidente, ordenó los envíos de los Exocet a través de Gelli a Argentina, por cierto en su mayoría malogrados y fuera de uso. En 1982 Gelli fue detenido en Suiza con pasaporte falso al intentar una transferencia de cincuenta y cinco millones de dólares a su cuenta bancaria en Uruguay. En 1983 escapó de la prisión suiza y hoy en día vive en algún lugar de Sudamérica, presumiblemente Venezuela o Uruguay. Umberto Ortolani, especialista en contraespionaje durante la Segunda Guerra Mundial de las dos más grandes unidades del servicio de inteligencia militar italiana. Fue principal funcionario del P2 (La “P” significa Propaganda, una logia histórica del siglo XIX) y un hombre con grandes influencias en el Vaticano. Fue el artífice para que Montini, a través de un terrible secreto que se coló desde la Santa Sede, fuese electo como el Papa Pablo VI. Hace algunos años adoptó la nacionalidad brasileña. Por su íntima relación con Gelli y Calvi durante los días antes del asesinato del Papa Juan Pablo I y su relativo y total acceso al Vaticano sin ninguna credencial, lo hace, como a todos los demás, sospechoso del asesinato del Papa. Jean Patrick Cody, cardenal de Chicago, Illinois. Despiadado y frío hombre de negocios, el cardenal estaba contra todo elemento de la vida humana con tal de ver sus arcas plenas. Desfalcó dos millones de dólares en acciones al invertirlos ilegalmente y en forma improductiva en el Penn Central. Días después la empresa quebró. Sin siquiera participarlo al Vaticano, abandonó su puesto en las diócesis de Nueva Orleáns y Ciudad de Kansas, dejando cuantiosas deudas. Se convirtió en el Inquisidor de la Nueva Era. Siendo una persona aberrada, lasciva y torturador de voluntades, abrió más de un millar de expedientes a supuestos sacerdotes y monjas sospechosos de deslealtad. Por ello persiguió a inocentes curas, cerró escuelas y todo el dinero que malamente recababa iba a la cuenta de una joven mujer que era su amante. Cody y Marcinkus eran amigos, no sólo en sus depravaciones, sino que hacían negocios a través del Banco Illinois Continental, de Chicago, y el Banco del Vaticano. Fue cuando ambos planearon que muchos de los fondos del Vaticano debían ser destinados a Polonia, para ayudar a Karol Wojtyla y a Lench Wallesa en su lucha contra la opresión de su pueblo. No obstante, y de antemano, todos los sospechosos implicados en la muerte de Juan Pablo I, veían a futuro que “un Papa polaco no sería obstáculo para seguir con sus negocios sucios”. En 1982, Cody murió y con él la investigación de todos sus crímenes. Jean Villot, Ministro de Relaciones Exteriores del Papa Pablo VI y Secretario Interino del Papa Juan Pablo I. Era tan poderoso, que después del asesinato de Juan Pablo I tuvo el control y mandato de la Iglesia al asumir el papel de chambelán. Su actitud y posterior posición fue considerada sospechosa, ya que fue el mismo Villot quien retiró del dormitorio del Papa los frascos de medicinas, papeles que sostenía en su manos –¿algún borrador de la encíclica Vita Nova?–, los lentes y las pantuflas. Ninguno de esos artículos fueron más nunca vistos y tampoco nadie sabe cuál fue su destino final. Imperturbable ante la muerte del Papa, de quien se decía su amigo, Villot tomó el control total del Vaticano, mintió a la prensa, se opuso a la necesidad de una autopsia y, para contrarrestar todo los comentarios negativos que enseguida se regaron como pólvora, convocó al conclave para elegir lo antes posible al nuevo Papa. La intención de Villot era desviar toda la atención de los feligreses y la prensa sobre la inesperada y súbita muerte de El Papa del los 33 Días. ¿Qué buscaba presurosamente esconder? Villot murió en marzo de 1979 llevándose su secreto a la tumba.
 John Dark, entre los involucrados en la persecución y “silenciamiento” de Santiago, era de los pocos que sabía todo eso y mucho, pero muchísimo más. Él conocía, desde hacía tiempo y al detalle, las intrigas que acontecían diariamente en el Vaticano.
 Del caso del asesinato de Juan Pablo I y de otros asuntos relativos a las altas jerarquías eclesiásticas estaba bien informado. Desde que conoció al cardenal Nocerino éste lo tenía al tanto sobre los más recientes eventos, ya que el prelado era un obseso perseguidor de la verdad, la cual “no está nada clara”, decía al referirse a la muerte del Papa.
 Dark, en realidad, no era lo que aparentaba ser, sino un agente encubierto de los servicios secretos norteamericanos infiltrado en el oscuro mundo de las sotanas y rosarios con la misión de investigar la muerte del Papa y su relación con la Mafia, así como el lavado de dinero proveniente del narcotráfico en bancos norteamericanos.
 Fue enviado primero a Roma, después a Ravenna, donde fue puesto a las órdenes del cardenal Nocerino gracias a la colaboración y complicidad de Robert Sutenfordikov, arzobispo de Nueva York, quien lo recomendó ante las más altas autoridades eclesiásticas por pedido expreso de la misma CIA. El padre del arzobispo Sutenfordikov había sido “Agente de línea” del espionaje norteamericano en la Unión Soviética durante la Guerra Fría y condecorado post mortem con la Orden de Gran Soldado.
 Toda la documentación de Dark sobre tiempo, cargos y logros dentro del sacerdocio, así como sus servicios en favor de la Iglesia como exorcista, tanto en los Estados Unidos como en varios países islámicos, donde supuestamente desde muy joven había sido destacado como misionero, fue falsificada por los servicios secretos con la intención de mantenerlo muy cerca de los círculos de toma de decisiones de la Santa Sede.
 El nombre clave de Dark era Peter Duncan, un agente especial adscrito a la Agencia de Seguridad Nacional (ASN), cuyo cuartel general está enclavado en Fort Meade, Maryland.
 La ASN es una agencia compuesta por analistas, ingenieros, físicos, matemáticos, programadores y supersecretos y bien entrenados agentes expertos en investigaciones financieras ligadas a la Mafia y otras organizaciones criminales, así como al narcotráfico y lavado de dinero.
La actividad principal de la ASN, cuyo presupuesto sobrepasa los veintiún mil millones de dólares, es coordinar, dirigir y llevar a cabo actividades altamente especializadas para proteger los servicios secretos de los Estados Unidos y producir información extranjera, provenga de donde provenga, sin excluir el Vaticano. A esa misión había sido asignado John Dark.
 Los detalles sobre sus progresos en el Vaticano eran enviados periódicamente al presidente norteamericano, quien de manos de la CIA recibía una carpeta azul con letras labradas en rojo que decían “Top Secret”, en la que se incluía, igualmente, los informes de otra media docena de agencias de espionaje regadas por el mundo.
 La CIA coordinaba las actividades confidenciales, consideradas vitales, de Dark. Todos los días, a las 7:30 de la mañana, se le entregaba al presidente norteamericano un resumen de sus informes. Luego que el Jefe de Estado las leía eran inmediatamente destruidos por el agente asignado en llevársela.
 Durante la guerra de Afganistán, además de ser capitán de asalto del grupo aerotransportado, Dark también pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa, un buró federal adscrito a las Fuerzas Armadas Norteamericanas que se ocupaba del espionaje y contraespionaje de los miembros más prominentes de la Alianza Norteña, como de las tropas extranjeras asentadas en Kabul, Kandahar, Mazar-i-Sharif y Herat, ya que conocía el pushtu y algo de dari y urdu, idioma este último que hablaban sus aliados paquistanís.
 El anciano inválido que se le acercó durante su visita al hospital de Kabul y luego asesinado en las puertas de la Mezquita Azul en Mazar-i-Sharif, era un informante local que trabajaba bajo la protección de la Agencia de Inteligencia de Defensa.
 El cardenal Nocerino era pieza clave en las investigaciones de Dark porque conocía, mucho antes de que algunos de ellos muriesen, a todos los sospechosos involucrados en el asesinato de Juan Pablo I. Sabía cómo se movía el ajedrez dentro de la Iglesia. Por ello desechaba, por carecer de seriedad, las versiones que se manejaron, y aún se manejan, en torno a la muerte del Papa de los 33 Días. Sobre ese tema el cardenal se había convertido en un empecinado escéptico. Tan era así, que cuando se refería al asunto, más que hombre de Dios parecía un ateo, ya que los maldecía a todos, incluidos santos, vírgenes y apóstoles.
 Debido al perfil que presentaba el cardenal, la ASN movió sus hilos para que Dark estuviese siempre a su lado o lo más cerca que pudiese de él.
 Nocerino no conocía la verdadera identidad de Dark, pero se encariñó tanto con él, que le confió varios de sus secretos. Aunque, en verdad, lo hacía más que nada para proteger y resguardar sus investigaciones. No quería llevarse a la tumba todos sus hallazgos, los cuales le costaron años de trabajo y muchas noches de vigilia, sin que se esclareciese el caso del asesinato pontificio. Si llegase a morir antes de concluirlas, otros podrían seguir con sus pesquisas.
 Por ello convirtió al ex veterano de Afganistán en su discípulo preferido y depositario de todos sus conocimientos y de los clandestinos arcanos de la Iglesia.
 Fue de boca del propio cardenal Nocerino como Dark se enteró de la existencia de Los Justicieros de Dios, secta secreta a la que fue admitido luego de ser sometido durante varios meses a interrogatorios, peligrosas pruebas, tanto de abstinencia, caridad, despiadada crueldad y habilidades en el manejo de armas e ingenio en la tortura.
 Durante todas las pruebas, tanto él como sus custodios y jueces, endosaban una fina capucha púrpura de seda que encajaba tan perfectamente en sus rostros como una máscara de hule. La misma tenía un doble propósito. El más importante: ocultar la identidad de sus miembros, pues un pequeño desliz en ese sentido pondría en peligro la hermética sociedad de Los Justicieros de Dios, la cual durante siglos había sido salvaguardada de investigaciones o miradas curiosas por desconocer el mundo de su existencia. El otro, para que durante las pruebas, harto difíciles, la visibilidad de los aspirantes fuese indudablemente perfecta para no minar sus destrezas.
 Las demostraciones sobre habilidades físicas se hacían en una especie de pequeño coliseo subterráneo secreto, adonde los aspirantes eran llevados con los ojos vendados en unas camionetas especiales.
 Nadie se había acercado tanto a la verdad como John Dark. Aunque en los inicios su misión era desentrañar los enigmas que se ocultaban tras la muerte del Papa Juan Pablo I, sus órdenes fueron cambiadas.
 Ahora el misterio de Los Papiros y la persecución de un joven predicador al que la Iglesia había sentenciado a muerte sin juicio previo o cargo aparente, ocupaba toda su atención y prioridad.
 Mientras el cisma del cristianismo y los principios de la fe podrían derribarse de un momento a otro, el planeta Tierra, habitado por más seis mil millones de seres humanos, seguía su curso sin desvelo.
 Sólo dos personas ajenas a la curia sabían lo que estaba ocurriendo y porqué en el seno de la Iglesia: Santiago, por su divinidad, y Dark, por sus precisas investigaciones.
 No obstante, el fatídico secreto que encerraba el papiro signado con la marca 3J3, por el cual murió un Papa y quién sabe cuántas otras personas, únicamente era conocido por muy pocos.


26

 Raquel y Juan, bajó la conducción del ex capitán de asalto, se colaron sin ser vistos por la entrada norte de la Misión.
 En el recinto todo estaba oscuro. Un destello que provenía del tejado de la edificación, les hizo presumir que hacia allí podrían haber llevado a Santiago.
 Amparados en las sombras treparon sigilosamente hacia el techo a través de las verjas de hierro de los ventanales y ductos de agua. Cuando Juan, el último en subir estuvo arriba, se acercaron a la luz que proyectaba una claraboya ensombrecida por el sucio y el tiempo. Apenas a unos pasos, Raquel resbaló al pisar una teja enmohecida. La oportuna mano de Dark evitó que cayese al vacío.
 – ¡Gracias! –susurró la joven totalmente pálida y con el corazón que le latía tan fuerte que se podía escuchar.
 Dark no contestó. Se limitó a hacer señas, indicándoles a ambos que siguiesen avanzando agazapados y en silencio.
 Al llegar, trataron de ver a través del vidrio, pero no pudieron. Estaba tan opaco que era virtualmente imposible ver nada.
 Dark hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó un pequeño vaporizador, de los que se usan para refrescar el aliento, y lo roció sobre el cristal. Con la tela del codo frotó con fuerza hasta lograr una abertura por la que se podía ver nítidamente hacia el interior.
 La primera en asomarse fue la inquieta Raquel.
 Abajo, con horror, observó como en una gran mesa parecida a las quirúrgicas dos monjes sujetaban con fuerza a Santiago. Otros se apresuraban en despojarle la ropa y amarrarlo de pies y manos con unas cadenas. El predicador no oponía resistencia. Esperando a que lo inmovilizaran, Lucindo sostenía ansioso dos largos cabos de alambre que estaban conectados a un acumulador.
 Al ver la tétrica escena, Raquel lanzó un sordo alarido y espantada se echó hacia atrás. Juan la sostuvo a tiempo para evitar que se hiciese daño. Al ver que sus pupilas se humedecían, la abrazó.
 Dark hizo señas de silencio, les dio la espalda y miró por la rendija. El joven predicador estaba desnudo. Sólo unos blancos calzoncillos le cubrían el cuerpo. Sangraba por frente y brazos mientras a su lado media docena de monjes, además Basilisco y Fernando, lo rodeaban amenazantes. Una mueca de asco se delineó en sus labios cuando la joroba de Lucindo se pronunció más que de costumbre mientras aplicaba una descarga en el bajo vientre, a la altura de la ingle, de Santiago.
 Al sentir el flujo eléctrico, el joven predicador se estremeció sin quejarse. Ni una lágrima, siquiera un lamento se escuchó en aquella cámara de muerte.
 –Lo están torturando –advirtió pausado Dark apartándose de la claraboya–. Debemos hacer algo y pronto… Ese muchacho no resistirá mucho tiempo…
 Juan soltó a Raquel y aprovechó para ver también.
 – ¡Coño, el tipo tiene un rabo! – exclamó aterrado a los pocos segundos.
 – ¿Qué dices?… ¡Calla! –murmuró Raquel entre dientes, sin denotar sorpresa, tratando de evadir el asunto.
 – ¿Un rabo?... ¡Déjame ver! –requirió extrañado Dark y apartando a Juan volvió a echar un vistazo.
 Inexpresivo, examinó detenidamente la escena. Algo, muy parecido al rabo de un mono, se movía debajo del cuerpo de Santiago. Debía ser bastante largo, porque sobresalía de la camilla y se agitaba vivamente tratando de fustigar el rostro de Lucindo o de cualquier otro que se le pusiese a distancia.
 – ¿Qué pasa?… ¿Qué le están haciendo? –preguntó Raquel sacudiéndolo.
 – ¿Quién es ese hombre? –imprecó mal encarado Dark.
 – ¡Ya te lo dije, un santo!... ¡Un santo!... ¡Un santo diferente! –respondió haciéndose la señal de la cruz a fin de convencer a aquel gigantón que tenía frente a ella.
 – ¿Y los santos tienen cola? –inquirió el ex veterano de Afganistán.
 – ¿Qué?... ¿Qué dices?... –manifestó estallando en sollozos y aparentando no saber nada, aunque percibía que ocultarlo ya era inútil.
 – ¡Mira por ti misma! –invitó Dark dejándole el resquicio a su disposición.
 Raquel lo sabía, lo había visto el día que el predicador le entregó el legajo, pero se resistía en creerlo. En un soplo lo había borrado de su mente. Buscaba convencerse a sí misma que el tal rabo no existía, que había sido una sombra, el cordón de la persiana reflejado en su espalda. El hombre que amaba en silencio no habría podido tener jamás un rabo. Eso era imposible. Todo, se decía en lo más profundo de su ser, fue producto de mi imaginación. No obstante, temerosa se acercó otra vez al cristal.
 Compasiva más que con horror, vio a Santiago sobre la cama de torturas a punto de desfallecer. Un rabo muy largo, mucho más de lo que ella suponía haber visto en la casa del Alto Hatillo, salía de la parte trasera de su cuerpo y pendía hacia la izquierda.
 – ¡No importa!…–dijo desatando la vista de la abertura–. ¡Es un santo!... Un verdadero santo –suspiró mientras dos grandes lágrimas rodaban por sus mejillas.
 – ¿Lo sabías? –interrogó incisivo Dark.
 – ¡Sí!... Pero es un santo… –repitió conmovida.
 – ¿Qué está sucediendo allá abajo? –demandó El Remedón intranquilo.
 – ¿Un santo, no? –refunfuñó haciendo caso omiso a la intervención de Juan.
 –Sí, señor, ¡un santo! –ratificó Raquel con decisión.
 El ex veterano de guerra clavó sus ojos en los de la joven, quien vacilante esperaba una respuesta de aquel desconocido que se había aventurado a ayudarla. La apartó y dio otra ojeada.
 – ¿A quién le importa ese infeliz, santo o no?... ¡Un santo con rabo, es lo único que me faltaba ver en esta vida! –afirmó con intención de dar por acabado el asunto.
 Raquel estaba al borde de la desesperación, sentimiento que se le acentuó al escuchar aquellas inclementes palabras.
 – ¡Sálvalo, por favor!... ¡Yo lo amo! –imploró asiendo a Dark por la chaqueta.
 –Hoy en día nadie ama a nadie –rugió con desagrado el veterano guerrero–. ¡Eso es basura!… No obstante, voy a salvar a ese infeliz porque…
– ¿Por qué?... Por qué vas a salvarlo –preguntó timorato El Remedón.
– Eso no importa… Tardaría toda una vida explicándote mis razones… Lo importante es que voy a hacerlo –concluyó evasivo.
 – ¡Gracias!... ¡Gracias, señor!... –expresó satisfecha la joven abrazándolo.
 – ¡Vamos!... No hay que perder tiempo –apresuró Dark mientras se deslizaba como un felino sobre el tejado–. Síganme y callen –demandó.
 Atrás, pisándole los talones, Raquel y El Remedón lo seguían sin pronunciar palabra. Aunque bajar era más difícil que subir, con su ayuda los jóvenes lo lograron sin lastimarse.
 Al pisar suelo firme caminaron hacia un punto señalado por Dark. De pronto éste se detuvo.
 –Recuerden que tienen que obedecer al pie de la letra cada una de mis instrucciones, de lo contrario se quedan aquí –masculló áspero mientras sacaba de la sobaquera oculta bajo la chaqueta una pistola.
 Los jóvenes asintieron con la cabeza. Raquel, que no perdía detalles sobre los movimientos que hacía el espigado hombre de apariencia extranjera, pronto se percató de que era zurdo.
 Dark entresacó la cacerina de la pistola, chequeó que todo estaba en orden y con la palma de la mano, de un golpe seco, la volvió a encajar y la puso a tiro. De uno de los bolsillos interiores de la chaqueta extrajo un silenciador, el cual atornilló al cañón haciéndolo girar con precisión. Del otro, unos pequeños lentes especiales de visión nocturna, cuya correa pasó encima de la cabeza para que se deslizase hasta el cuello.
 Raquel y El Remedón observaban boquiabiertos todos sus movimientos. Asombrados contemplaron como el ex veterano capitán clavó una rodilla a tierra, se subió el ruedo del pantalón y supervisó una pequeña pistola que guardaba escondida dentro de una funda de cuero negro, casi del mismo color de sus zapatos, la cual tenía sujeta a la pierna izquierda, un poco más arriba del tobillo.
 – ¡Vamos!... Estoy listo –afirmó mientras se incorporaba.
 Los muchachos lo siguieron callados. No sabían quién era aquel hombre que les había ofrecido ayuda desinteresada y tampoco porqué lo hacía. Sin embargo, les daba seguridad y confianza.
 Entre las sombras Dark ubicó la puerta de la celda donde tenían cautivo a Santiago. Un barrote afianzado desde dentro impedía el paso. Metió la mano por una estrecha abertura y logró desencajarlo.
 Con un rápido reconocimiento visual se cercioró de que no había centinelas y avanzó hacia el interior señalándoles a los jóvenes que lo siguiesen en silencio y a su espalda.
 Caminaron a oscuras por un estrecho pasadizo cuyo techo abovedado lleno de telarañas hacía más sombrío el lugar.
 A lo lejos se escuchaban voces, risas y gritos. Sabían que estaban cerca, aunque el eco les impedía ubicar con precisión el lugar exacto.
 Al salir del pestilente corredor se dirigieron hacia un rincón donde un montón de mohosas literas estaban arrumadas contra la pared. Cautelosos avanzaron a tientas varios metros más. Cerca de la pila más grande de las ruinosas camas, que olían a musgo y podredumbre, se detuvieron.
 Una luz que titilaba en el fondo de la cámara les hizo presumir que estaban casi debajo de la claraboya por la que habían observado momentos antes.
 Dark le pidió a los jóvenes calma y que siguiesen detrás de él sin hacer el más mínimo ruido.
 Después de avanzar algunos metros más, en el centro de una gran sala, que en otros tiempos tuvo que haber sido una majestuosa cava de vinos, se abrió delante de ellos la dramática escena que habían visto desde arriba.
 – ¡Shuuuu! –siseó Dark al escuchar la acelerada respiración de Raquel.
 – ¿Qué vamos a hacer? –masculló El Remedón.
 –Por ahora observar y cuando llegue el momento actuar… Yo les avisaré…
 –Pero nosotros no tenemos armas –protestó Juan.
 –No importa… Sólo traten de no hacer ruido –dijo seguro de sí mismo el ex veterano.
 Desde su escondite los tres intrusos escuchaban nítidamente todo el interrogatorio.
 Entre los monjes reinaba el desconcierto. Fernando sólo se limitaba a observar risueño, aunque lo que más quería era cobrar el dinero e irse de ese apestoso lugar lo más rápido posible.
 Basilisco, por el contrario, prendía un cigarrillo tras otro. En su rostro se percibía ese innato y frío instinto criminal que lo había acompañado toda la vida. La agonía de Santiago parecía divertirlo.
 – ¡Púyalo! … ¡Púyalo!... ¡Dale duro a ese animal!... –incitaba a cada rato a Lucindo.
 Al ver que el jorobado monje se ponía nervioso y no sabía qué más hacer, estallaba en desvariada carcajada.
 Todo lo contrario sucedía con el padre Serafino, quien se notaba colérico y con una expresión maligna en su semblante.
 – ¡Habla!... ¡Habla si no quieres morir!... ¡Explícanos a qué corresponde y qué significa esa marca! –demandaba con furia a un Santiago a punto de desfallecer.
 – ¡Habla, si no quieres sentir otra vez el fuego de la descarga! –amenazaba sádicamente Lucindo mostrándole lo cables.
 El padre Consentino, con el espinazo doblado en un improvisado mesón, chequeaba frenético las páginas de viejos y voluminosos tomos de teología y lenguas antiguas. Al presumir que había encontrado algo, con un pesado libro entre sus manos se acercó a Serafino.
 –Prior, ese tatuaje no corresponde al 666, la marca de Satán, ni a la del papiro 5Q9… ¡Nos equivocamos!… En los libros no hay nada parecido y…
 – ¡Busca imbécil!... ¡Tú eres el experto en arameo! –vomitó el principal de la Misión sin dejarlo concluir.
 Los monjes estaban confundidos. Creían que la marca de nacimiento que Santiago tenía tatuada en su costado derecho, a la altura de la quinta costilla, una especie de triángulo color paja quemada de unos siete centímetros de grosor, cuya forma semejaba a un pedazo de cartón rasgado, correspondía a algo diabólico. Con mucha más razón si el hombre que estaba frente a ellos tenía un rabo, simbología que, según los antiguos textos, inobjetablemente representaba a Lucifer. La marca tampoco tenía similitud con la forma y enunciado del papiro clasificado con las siglas 5Q9, cuya inscripción, en arameo, advertía: Cuando las naciones del mundo se encuentren unidas en un globo y todas las lenguas serán conocidas, nacerán nuevos y falsos profetas, del cielo y del averno, y entre ellos el nuevo Mesías.
 Al escuchar a los frailes, Dark comenzó a entender porqué lo habían enviado desde Ravenna a Caracas.
 – ¡Busca!... ¡Traduce lo que aquí está escrito! –imprecó Serafino al capuchino experto en lenguas antiguas señalando la marca en el costado de Santiago.
 –Estoy tratando prior, pero es difícil, porque es muy blanco y la figura no es tan visible y clara –contestó mientras con una gran lupa observaba aquel extraño tatuaje.
 El cuerpo de Santiago brillaba por el copioso sudor que despedían cada uno de sus poros. De su frente brotaban relucientes gotas, algunas bañadas en sangre, que al reflejo de la luz semejaban una corona de espinas. Con los brazos extendidos en forma de cruz y encadenado sobre el camastro de hierro, respiraba profusamente, pero sin quejarse. Su cola, ya inerte, no se movía como minutos antes.
 De improviso una exclamación de terror y sorpresa brotó de la boca de Consentino, por lo que los demás monjes voltearon hacia él.
 – ¿Qué pasa? –preguntó impaciente Serafino.
 – ¡Oh, Dios, qué hemos hecho! –dijo consternado mientras leía unas citas del viejo libro.
 – ¿Qué sucede, dime? –volvió a interrogar el prior, pero esta vez alzando la voz con rabia e indignación.
 Consentino no lo escuchaba. Estaba tan desorientado y con los ojos hundidos en unos párrafos de aquel antiguo texto, que ni un trueno lo hubiese distraído.
 – ¡Dios, perdónanos por nuestro crimen! –volvió a quejarse el viejo teólogo.
 – ¡Dime qué averiguaste, si no te mato aquí mismo! –vomitó enloquecido Lucindo asiéndolo por el cuello.
 –En el centro de la marca hay un pez… ¡Un pez! –exclamó Consentino acongojado y aún sin reponerse del impacto que le causo el descubrimiento, agregó–.: Un pez igual al que los antiguos cristianos pintaban en las cuevas donde alababan a Dios…
 – ¿Y la inscripción?… ¿Qué dice la inscripción? –preguntó Serafino fuera de sí.
 –En claro arameo dice: Con la marca del pez en su cuerpo nacerán Los Elegidos de Dios y de su parte posterior penderá una cola –balbuceó trastornado, Consentino.
 – ¡Bah!, ignorante, eso es mentira… No puede ser... ¡Este muchacho es el diablo, no un Elegido de Dios! –bramó el prior y con furia lo empujó a un lado.
 Sin poder controlar más la angustia que le causaba estar viendo y escuchando aquello, Raquel retrocedió vacilante y se recostó de una de las pila de literas, la cual se desmoronaron con estruendo bestial.
 Al escuchar el ruido, instintivamente Basilisco y Fernando sacaron sus armas. Lucindo soltó los cables eléctricos que había vuelto a blandir para seguir torturando a Santiago y tomó una gran hacha que estaba recostada de un polvoriento saco de carbón.
 Serafino y los demás monjes corrieron en busca de unos enseres de labranza que estaban apilados cerca de ellos. Consentino, en cambio, se arrodilló y desconsolado comenzó a orar en voz alta al lado del cuerpo encadenado de Santiago.
 Dark desenfundó su 9mm. y avanzó hacia el centro del salón seguido por Raquel y El Remedón, quienes caminaban agazapados a su espalda.
 Al verlos, Basilisco se amparó tras el camastro donde estaba encadenado el predicador y disparó varias descargas, pero ninguna de las balas dio en el blanco.
 Frustrado, maldiciendo su mala puntería y con todo el odio del mundo reflejado en el rostro, dirigió el arma hacia Santiago y le disparó a quemarropa. El proyectil penetró el hombro derecho del predicador, quien del impacto perdió el sentido al instante.
 Dark apretó con furia los dientes, alzó su Browning y la apuntó hacia Basilisco. Tres impactos en el pecho lo despegaron del suelo y su cuerpo inerte cayó a dos metros de distancia. Su miserable vida había concluido en un baño de sangre. El odio fue pagado con la muerte y el infierno.
 Aprovechando la confusión, Fernando corrió hacía el cajetín de luces y bajó los brakers. Todo quedó a oscuras. Sólo los esporádicos y fugaces fogonazos de los disparos alumbraban la escena.
 Dark se ajustó sobre los ojos los lentes de visión nocturna justo a tiempo para distinguir, a un par de metro de distancia, a Lucindo que se le venía encima blandiendo en alto el hacha.
 Con un movimiento relámpago y de certero balazo en la frente abatió al jorobado monje, quien con macabra expresión cayó arrodillado a sus pies antes de desplomarse cuan largo era.
 Entretanto, desde el comando de luces, Fernando descargaba sin control la Taurus.
 El ex capitán les pidió a Raquel y a Juan que se tirasen al suelo. Él hizo lo mismo. Con la pistola firme en su mano sólo esperaba un mal movimiento del comisario de la DISIP, quien ahora no parecía tan valiente y risueño como momentos antes.
 Uno de los disparos de Fernando dio en una pequeña caldera de gas situada a un extremo del recinto y en instantes aquella cámara de tortura se convirtió en un infierno.
 La explosión fue tan estrepitosa y resplandeciente, que iluminó otra vez el sótano, momento que aprovechó Dark para ubicar con precisión a Fernando Lisias, quien desesperado se movía disparando sin norte ni objetivo alguno. Dos proyectiles dieron en su humanidad y lo acallaron para siempre.
 Las llamas comenzaron a devorar todo lo que encontraban a su paso, por lo que los otros monjes corrieron espantados hacia la salida.
 Consentino, en su letargoso arrepentimiento, seguía orando arrodillado al pie del camastro donde estaba encadenado Santiago sin, aparentemente, haberse dado cuenta de nada.
 El fuego fue tomando vida voraz y amenazante se iba acercando a la caldera madre que alimentaba de gas a toda la Misión.
 Decididos en ir al rescate de Santiago, Raquel y El Remedón corrieron hacia donde estaba, pero el intenso fuego se los impidió. Sin saber qué hacer, observaban petrificados la escena a corta distancia. Al asegurarse de que todos los monjes se habían ido, Dark enseguida los alcanzó. El Iluminado perdía mucha sangre por el hombro, por lo que les pidió a los muchachos que se quedasen donde estaban. Recogió del suelo el manto que llevaba puesto uno de los monjes, se cubrió con el y se abrió paso entre las llamas. Al llegar donde estaba el predicador desató el burdo nudo que ajustaba las cadenas, las desenrolló y lo liberó.
Raquel fue la primera en socorrerlo. Se deshizo del pañuelo de seda que tenía envuelto en el cuello y comenzó a secar parte de sus heridas. Dark la apartó y se echó el predicador en los hombros.
 – ¡Recoge su ropa!... ¡No hay tiempo qué perder! –le ordenó a Juan, quien para evitar el fuego tomó un largo listón de madera y las arrastró hacia él.
 Consentino seguía orando cuando una llamarada lo envolvió. El pobre, entre rezos y gritos de terror, pronto quedó carbonizado.
 – ¡Rápido, alejémonos!... ¡Esto está por estallar!.. –alertó Dark a los muchachos.
 Entre explosiones corrieron hacia la salida. Las largas lenguas de fuego que se habían propagado por todo el monasterio les retrasaban el avance. Con desesperación Raquel y Juan seguían a su salvador, quien se movía como una pantera entre las llamas. Del cuerpo denudo de Santiago pendía el rabo, el cual se movía rítmicamente de un lado a otro con los movimientos de Dark, pero a nadie parecía ya espantarle.
 Alcanzado el patio, buscaron la salida más corta y afanosamente llegaron a la puerta principal de la Misión. Un descomunal candado ajustado a una cadena que le daba tres vueltas a la reja de entrada, les cerraba la huída. No había tiempo para volver atrás, a la entrada norte, por dónde habían ingresado. Sólo era cuestión de tiempo para que toda la misión volase por los aires en mil pedazos.
 Dark le pidió a los muchachos que se apartasen unos cuantos metros de la verja y con El Iluminado inerte sobre su espalda, disparó una Clod, especie de bala-cohete que le habían obsequiado en Afganistán. El candado voló como un juguete de aserrín.
 El primero en pasar fue El Remedón, quien estaba en shock, después le tocó el turno a Raquel y por último lo hizo Dark con Santiago a cuestas. El joven predicador perdía abundante sangre del hombro.
 Después que penetraron el bosque de flores y plantas silvestres que circundaba al monasterio, a sus espaldas escucharon una fuerte explosión seguida de otras de menor intensidad. Instintivamente se detuvieron y miraron hacia atrás. Grandes llamaradas y columnas de humo se alzaban al cielo.
 Cuando estuvieron fuera de peligro, Dark bajó a Santiago, quien había recobrado a medias el conocimiento y con ayuda de El Remedón se pasó uno de sus brazos por detrás del cuello y casi a rastras se lo llevó hasta los matorrales donde había escondido su auto.
 Mientras lo abordaban, volvieron a mirar hacia la Misión y horrorizados observaron como las llamas habían tomado aún más fuerza y convertido al monasterio en una gran bola de fuego.
 Pero no todo había terminado. Algo aterrador y divino estaba por suceder.
 Aunque no era época de tempestades ni tormentas, una nube color azabache, tan negra como el miedo, bajó de las profundidades del universo y se detuvo sobre lo que quedaba de la Misión arropándola como sábana luctuosa. De pronto se escucharon truenos que hablaban de muerte.
 Dark y sus compañeros, así como el mismo Santiago, sintieron erizar cada partícula de su cuerpo.
 A los pocos segundos, de aquel manto sideral comenzaron a emerger rayos y centellas que vomitaban lanzas de fuego que se estrellaban con cólera divina y justiciera sobre el monasterio.
 Trozos de la nave central, presbiterio, campanario, paredes, columnas y muros comenzaron a derretirse y desmoronarse entre estallidos y llamas hasta convertir a toda la edificación en piedra volcánica.
 Al volante del auto Dark, incrédulo y aterrado, quizás por primera vez en su vida, mantenía pisado a fondo el acelerador para salir lo más pronto posible de aquel infierno.
 En el asiento trasero Raquel tenía apoyado contra su pecho a Santiago mientras El Remedón a duras penas trataba de fajarle el hombro con un pedazo de tela que había rasgado de su camisa a fin de contener la hemorragia.
 – ¡Llévenme con mis hermanos! –pidió con sumisa devoción El Iluminado.
 –Mi amor, ¿y quiénes son tus hermanos? –inquirió con dulzura Raquel, delatando inconscientemente sus verdaderos sentimientos delante de todos.
 –Los Elegidos de Dios.
 – ¿Los Elegidos de Dios? –repreguntaron los dos muchachos con asombro y todavía consternados por lo que acababan de pasar y ver.
 – ¡Sí!… –afirmo Santiago exhalando un suspiro.
 – ¿Y dónde los encontraremos? –indagó imperturbable Dark, quien conducía a toda velocidad y con las dos manos bien sujetas al volante.
 –En la Gran Sabana –alcanzó a contestar antes de perder otra vez el sentido.
 – ¿La Gran Sabana? –soltaron extrañados y al unísono Raquel y Juan.
 – ¿Qué es la Gran Sabana? –inquirió Dark.
 –Un sitio muy hermoso y celestial, pero muy, muy lejos de aquí –contestó Raquel.
 Situada al sudeste del Estado Bolívar y al sur del soberbio río Orinoco de Julio Verne y escenario de la fantástica novela El Mundo Perdido del escritor inglés Sir Artur Conan Doyle, la Gran Sabana es una mágica extensión de tierra constituida por formaciones rocosas, una de las más antiguas del planeta, de más de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados que ha estado alejada durante siglos de la contaminación de la cultura y costumbres occidentales, por lo que aún conserva el encanto de la naturaleza virgen y primitiva.
 Como si fuesen pinceladas por la mano de Dios, sus alucinantes selvas tropicales están rodeadas por tepuyes, unas inmensas y majestuosas torres naturales en forma de pirámides de punta chata pertenecientes a la era precámbrica. A su alrededor puede atraparse en un suspiro toda la divinidad y paz del mundo.
 Por encima de los ochocientos metros sobre el nivel del mar, ese paraíso está lleno de húmedos y frondosos bosques segados por el majestuoso Aponwao, el Suruku, tierno y dulce a su paso, el Kukenán, que se dibuja sobre la tierra como una mano abierta, el Urimán y el Karuay, que parecen cantar un Ave María en susurro, el Yuruaní, una aparición etérea sobre la tierra y el Mauruk e Icabarú, ríos cuyos mágicos nombres son tan hechizantes como sus aguas que vigorizan piel, sentido y espíritu.
 En las riberas del Yuruaní, en donde un manso viento acaricia los rostros como queriéndolos besar, parecen confluir dos mundos: uno celestial y otro humano.
 En aquel inmenso recodo del mundo, el aroma de la vegetación parece desprenderse del mismo cielo despidiendo por sus poros una energía espiritual que casi se puede tocar. Hay tanta paz y quietud, que siquiera el ensordecedor arrullo de las aguas del Kama-Merú, uno de los tantos y asombrosos saltos del lugar, puede turbarla.
 A esa región quería Santiago que lo llevasen. Desde donde se encontraban, el camino era largo, muy largo, y escabroso. Muchos kilómetros deberían recorrer para poder llegar hasta el estado Bolívar, enclave de la Gran Sabana, y él no estaba en condiciones para tan rudo viaje.
 El improvisado vendaje que le puso El Remedón apenas serviría para contener la hemorragia y evitar un mal mayor. Era algo temporal y no una cura. La herida podría infectársele de un momento a otro y su vida estaría en serio peligro.
 Era un riesgo para el muchacho y Dark lo sabía, no así los otros. Su vida ahora dependía de su decisión.


27

 Todos los periódicos del mundo reseñaron en sus primeras páginas la extraña destrucción, devastada por rayos y centellas, de la Misión Capuchina en Venezuela.
 Las cadenas de televisión y los telediarios internacionales se dieron banquete con la noticia mostrando imágenes aterradoras y los cadáveres calcinados de algunos monjes y de otras personas ajenas a la Misión, presumiblemente “viajeros o comerciantes”.
 Los restos de Basilisco y Fernando Lisias nunca pudieron ser identificados, por lo que los investigadores presumieron que pertenecían a labriegos que los monjes tenían bajo su cobijo en el monasterio.
 Un tropel de especulaciones cundió por la red en todo el planeta. En Internet hasta abrieron Blogs especiales, donde se daban alucinantes versiones. Ni científicos ni teólogos hallaron explicación al fenómeno, como comenzaron a denominarlo, por no encontrarle causa humana aparente.
 La mañana siguiente al desastre una reunión urgente y secreta convocada por el Santo Padre en la intimidad de su dormitorio, se estaba realizando muy temprano en el Vaticano.
 Tres cardenales, entre ellos Nocerino y dos civiles, discutían exaltados sobre los eventos ocurridos en la Misión de San Felipe.
 –Si el predicador tenía la marca del papiro 5Q9 o, por el contrario la del 3J3, nunca lo sabremos, porque todos murieron carbonizados. Lo que si es cierto, Santo Padre, es que, según los informes que nos enviaba el finado abad de la Misión, en esa región estaban naciendo niños con cola. A los monjes sólo les faltó comprobar las características de la marca. Eso, ahora, nunca lo sabremos –precisó el cardenal Nocerino.
 –Pase lo que pase, se diga lo que se diga, la Iglesia nada sabía ni nada sabe del asunto. Debemos silenciar todo hasta que consigamos otra prueba viviente. Para ello están estos hombres –dijo el Pontífice señalando a los dos civiles–. Usted, Nocerino, será relevado de toda responsabilidad y será enviado a representar a la Santa Sede como Nuncio Apostólico en Perú. Espero que, como lo ha hecho hasta ahora, no abra la boca y no comente, ni en sueños, el trabajo que estuvo realizando para la Iglesia y menos del hombre que envió desde Ravenna –ordenó el Papa para finiquitar la reunión y haciendo una seña con la mano invitó a todos a salir del recinto.
 En el Vaticano suponían que tanto El Iluminado, así con John Dark y todos los monjes habían perecido en el incendio. Para la alta jerarquía fue un respiro, ya que todos los indicios y pistas que involucraban a la Santa Sede en la persecución del predicador quedaron destruidos con su muerte y los libros y documentos calcinados.
 Aparentemente, el asunto había concluido, sin embargo al día siguiente el cardenal Nocerino fue hallado muerto en la habitación de huéspedes especiales del Vaticano.
 Con él moría una generación de investigaciones y secretos, donde sofisticadas torturas abrían un nuevo y funesto capítulo en la historia de la Iglesia Católica. Un capítulo aún más aberrante y despiadado que el de la propia Inquisición.
 Después de décadas de estudios sobres los Rollos del Mar Muerto, Nocerino estuvo sólo a horas, ya que Dark se lo habría comunicado, de saber que la marca tatuada en el cuerpo de Santiago correspondía al profético 3J3 y que el muchacho era un Elegido de Dios, portador del Ichthys, el pez, cuyo significado es Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador y no alguien diabólico como presumían tanto el Papa como los monjes de la Misión.
 Sin embargo esa realidad no era aceptada por el Vaticano, de ahí que guardasen con tanto celo los enunciados del pergamino 3J3. Admitir que los nuevos profetas, Los Elegidos de Dios, nacerían con una cola, era, según los jerarcas de la Iglesia, más que una herejía un pecado mortal que acabaría con la fe cristiana. Por su comodidad, preferían ceñirse a las profecías enunciadas en el papiro 5Q9.
 Concisamente, mediante un breve comunicado, la Santa Sede especificó que la muerte de Nocerino había ocurrido por deficiencias coronarias, aunque el cardenal era un toro de pura cepa y jamás había sufrido del corazón ni tenía antecedentes de enfermedades coronarias en su familia.
 El cardenal tuvo el mismo fin que el había planificado, pero que abortó pocas horas antes de llevarlo a cabo, para el rebelde arzobispo negro Indalko Coringo: morir envenenado en la misma habitación de huéspedes especiales donde ahora él dejó de existir.
 Nocerino manejó en vida el caso del arzobispo de Nairobi, Indalko Coringo, quien, según el Vaticano, se había “puesto fuera de la Iglesia Católica” al provocar a la curia romana cuando, en 1999, denunció de modo espectacular “rituales satánicos dentro del Vaticano”.
 Luego, en febrero de 2001, el arzobispo negro, que era además curandero y exorcista, desafió la prohibición del Vicario de Cristo al celebrar una misa pública de sanación en la iglesia de San Pablo, diócesis de Roma.
 En aquella oportunidad se planeó, siendo pieza clave en el asunto el cardenal Nocerino, la eliminación física de Coringo, cuyos criminales preparativos se adelantaron cuando el arzobispo negro se casó en Miami en rito público por la secta Moon.
 La amenaza real que representaba Coringo para la Iglesia Católica no se debía a sus desafíos y desacatos contra su autoridad, sino porque era el líder de un nutrido grupo de teólogos y prelados que pensaban declarar, a través de un manifiesto público, una Guerra Santa contra la Iglesia si no iniciaba prontas, radicales y modernas reformas en su seno. Aunque pareciese paradójico, el obispo negro sólo pretendía sacar del negro oscurantismo a la Iglesia Católica.



28

 Turnándose al volante, Dark y El Remedón estuvieron conduciendo toda la noche por oscuras y apartadas carreteras.
 Raquel había sugerido que la mejor vía era la de La Costa, por lo que, desde San Felipe, tuvieron que regresar a Caracas y después tomar la ruta de Oriente. Argumentó que por Los Llanos la carretera era muy accidentada y llena de cráteres, grandes y profundos huecos, que podrían poner en peligro la vida de todos, mucho más de noche, ya que más de media docena de personas mueren sobre el deteriorado asfalto diariamente debido a la desidia gubernamental.
 Aquel viaje se había convertido en un laberinto. Deberían cruzar otros tres grandes estados para llegar a la Gran Sabana, que limita con Brasil y Guyana. Varias veces extraviaron el camino y tuvieron que dar marcha atrás al encontrarse con callejones sin salida repletos de follaje.
 Muy entrada la noche pasaron por El Guapo vía Boca de Uchire, espléndido paraje lleno de playas vírgenes acariciadas por los refrescantes vientos alisios. Luego por Clarines y Puerto Píritu.
 Avanzaban lentos. Tanto Raquel como El Remedón le advirtieron a Dark que de noche, más que de día, transitar por las carreteras venezolanas, no sólo era un riesgo, sino un suicidio.
 Dark escuchaba, pero le interesaban muy poco aquellos comentarios. Su mente estaba centrada en otra cosa. La intriga lo había seducido. Quería saber qué se traía entre manos aquel joven predicador, del que unos decían santo y otros diablo, aunque para él apenas era el hombre de la cola, pese a tener tatuado en su cuerpo la marca del pergamino 3J3. Únicamente por ello, luego de revisarle la herida, accedió a continuar hacia la Gran Sabana.
 Al despuntar el alba seguían rodando bajo un sol abrasador por solitarias y angostas carreteras. Los rayos se colaban por cada rincón del auto haciendo más pesado el viaje. Nadie se quejaba, siquiera Santiago, aunque momentos antes le había pedido a Raquel que le desabrochase la camisa que ella misma le había vuelto a vestir después de la huida de la Misión.
 Pasadas las dos de la tarde, se detuvieron en las afueras de la población de El Tigre para almorzar. Unas cuantas arepas de chicharrón rellenas de carne mechada, café y jugo de lechosa, mitigó temporalmente su hambre. Antes de regresar al auto, Dark y Juan compraron una buena provisión de botellitas de agua mineral para paliar la sed en el camino. Raquel se había quedado dentro del vehículo cuidando a Santiago. Su ropa hecha jirones y manchada de sangre hubiese despertado sospechas. Además, el predicador estaba muy débil para caminar, aunque fuesen pocos pasos.
 Al filo de las cuatro y media de la tarde, al advertirlos agotados y hambrientos, Dark detuvo el auto frente a “La boa azul”, un viejo y solitario hotel de carretera. A un costado del hospedaje, un destartalado letrero que se batía al viento avisaba: “Soledad - 8 Km.”, lo que indicaba que un pequeño pueblo estaba cerca.
 El veterano ex combatiente se bajó y le pidió a El Remedón que lo acompañase. Juntos caminaron hacia la recepción de “La boa azul”.
 Una obesa mujer, desaliñada y grasienta, que no pasaba de los treinta años, los recibió detrás de un mugriento mostrador. A su espalda, un desvencijado afiche que mostraba al actor Al Pacino en su interpretación de El Padrino III, parecía querer desprenderse de la pared para quedar sepultado para siempre en el asqueroso suelo. Aquella imagen representaba un humillante insulto a la ruda fama de implacables asesinos de los mafiosos.
 –Necesitamos dos habitaciones limpias y frescas –solicitó Dark mientras Juan permanecía a su lado–. Preferiblemente con vista a la calle –puntualizó.
 –Puede escoger las que prefiera, ya que todas están vacías –dijo despreocupada–. No es temporada y todavía falta mucho para que el primer turista o aventurero se asome por estos lados... ¿Cuánto tiempo se quedarán? –preguntó rascándose con desespero la cabeza.
 –Sólo pasaremos la noche –precisó Dark alejándose un poco a fin de evadir los piojos que suponía de un momento a otro iban a aterrizar en el mostrador.
 –Bien, entonces pueden quedarse donde quieran –afirmó la dependiente frotándose aún con más fuerza. Su cabello ensortijado y negro lucía aceitoso y sucio.
 Sin soportar más la presencia de la apestosa mujer, Dark pidió la cuenta, pagó por adelantado y regresó al auto.
 Juan se quedó con ella para revisar las habitaciones y escoger dos contiguas, pero con vista a la calle, según indicaciones del ex veterano de Afganistán.
 Mientras lo hacía, por una de las ventanas vio a Dark despojarse de su chaqueta y apoyarla sobre los hombros de Santiago, quien durante parte del viaje perdió mucha sangre, aunque ahora la herida estaba milagrosamente seca. Luego se quitó la sobaquera, puso la pistola en su cintura, a la altura del abdomen, y la ocultó bajo la camisa. Tiró el aparejo de cuero dentro del portaguantes del auto y regresó donde estaba sentado el predicar. Con cuidado lo ayudó a incorporarse y recostarlo de su cuerpo. Juntos, y dando algunos traspiés, caminaron hacia la entrada del pequeño hotel.
 Raquel se había quedado rezagada recogiendo los restos de varias botellitas plásticas vacías que estaban esparcidas en el interior del vehículo. Al tenerlas en sus manos, cerró la puerta con un ligero puntapié y presurosa corrió a alcanzarlos. Al pasar cerca de un viejo barril que fungía de cesto de basura, las botó en su interior.
 Repugnantes, aunque con colchones confortables y camas aparentemente nuevas, las habitaciones de “La boa azul” les pareció un oasis en el desierto. Estaban felices de poder estar allí. Una fue ocupada por Santiago y Raquel, la otra por Dark y Juan.
 Después de instalarse, el ex capitán les comunicó que iría al pueblo cercano para comprar vendas, medicinas y algo de comida.
 Le pidió a Juan que lo acompañase. Quería evitar que los pobladores de Soledad lo acosasen con preguntas necias debido a su aspecto extranjero. “Al ver al mulato junto a mí, pensó, no se atreverán a abordarme”.
 Tengan cuidado –advirtió Raquel–. En estos pueblos uno nunca sabe con qué o quién se encuentra… Eviten cualquier problema y regresen pronto.
 –No te preocupes… No quiero más guerras, es suficiente con lo que hemos pasado –aseveró espontáneo Dark.
 Apenas salieron, la muchacha cerró con llave la puerta, se asomó a la ventana, los vio abordar el auto y sólo cuando los perdió de vista en la carretera quedó tranquila. “Todo irá bien”, se dijo en sus adentros luego de un largo suspiro.
 Sabía que no estaba sola, que Santiago la acompañaba, y que Juan y Dark regresarían pronto. No obstante, una fuerte opresión en el pecho le presagiaban más momentos de angustia y dolor.
 Resignada a la espera, se retiró de la ventana y trató de deslizar las cortinas, pero una de ellas se atascó por la humedad y poco uso del riel. Insistió y de un fuerte tirón lo logró a medias.
 En semisombras, aunque todavía mucha luz se colaba a través de la ranura del cortinaje, se dirigió hacia la cama donde habían recostado a Santiago. Con devoción le tomó suavemente la cabeza y se la acomodó sobre dos almohadas. Luego, sin pronunciar palabra, fue al armario. De lo alto extrajo una cobija y se la extendió sobre el cuerpo.
 –Pronto sanarás y te sentirás mejor… Descansa y no pienses en nada… Lo malo ya pasó –dijo para confortarlo–. No te preocupes… Ellos volverán y te desinfectarán la herida –aseguró acariciándole el cabello.
 Sin saber que más decirle para animarlo y en vista del silencio del predicador, le estampó un tierno beso en la mejilla.
 –Lo malo aún no ha pasado, Raquel –dijo profético Santiago con la mirada dirigida al vacío.
 – ¿Qué quieres decir? –respondió descorazonada la muchacha, que de golpe se sentó a su lado, en el borde de la cama.
 –No te asustes. No me refiero al asunto de los monjes, sino a lo que está por venir… Prométeme que después de dejarme con mis hermanos leerás el manuscrito que te di y comenzarás a difundirlo –rogó–. El tiempo se ha acortado y no se puede esperar hasta la fecha que te había dicho.
 –Lo traje conmigo. Está aquí –afirmó señalando el bolso que todavía pendía de su hombro y del que no se apartó ni un instante durante toda la odisea vivida–. Tuve miedo de dejarlo en el rancho. Aquí está más seguro –aseveró tocando la cartera.
 –Fue una gran decisión –aprobó satisfecho el predicador.
 –Pero, qué es lo grave que va a pasar…–indagó moviéndose nerviosa en el borde de la cama–. No te entiendo, porque creo que peor de lo que nos sucedió no hay…
 –Va a ser algo universal y no personal – la interrumpió–. Pero no te preocupes, tú y Juan estarán a salvo–. …¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!
 – ¿Qué estás diciendo?... ¿A qué te refieres?...
 –No, no es nada... Solo estaba pensando en voz alta –puntualizó para tranquilizarla.
 Al concluir la enigmática sentencia, el joven predicador se volteó y recostó su cuerpo sobre su hombro sano con evidente intención de dar por terminada la conversación.
 Raquel comprendió que su interrogatorio era inoportuno, mucho más en ese momento, después del agotador viaje y de todo lo que había sufrido y padecido en la cámara de torturas de la Misión. Su dolor debería ser insoportable, aunque no se quejaba.
 Según Dark, la herida era profunda, pero gracias a la providencia, la bala, tal como había entrado, salió sin tocar hueso alguno. Era un buen augurio. No ameritaría intervención quirúrgica.
 Como veterano de guerra, tenía experiencia en esos menesteres, mucho más con heridos de bala o esquirlas de mortero. Durante la Operación “Libertad Duradera” había salvado y socorrido a muchos soldados heridos de gravedad.
 Raquel estaba tranquila. Sabía que Dark podría curar y atender a Santiago, aunque, y se lo comentó a Juan, le extrañaba la recuperación tan acelerada que había tenido.
 –Si no te importa voy a darme una ducha. Así descansas un poco de mi preguntadera –expresó con gracia, guiñándole el ojo–. Te dejaré sólo, pero si me necesitas, ¡llámame!… ¡Pega un grito!... ¡Te escucharé a pesar del ruido del agua! –advirtió con un sonrisa mientras se dirigía a la sala de baño.
 –No te preocupes, Raquel… Tómate el tiempo que quieras… Aprovecharé para rezar un poco –contestó mientras la veía desaparecer tras la puerta del lavabo.
 Al escuchar que pasaba el cerrojo, Santiago volvió a tomar su posición horizontal en la cama, extendió los brazos en forma de cruz y comenzó a orar en silencio.
 Mientras lo hacía, desde el este, más abajo de donde sale el sol por las mañanas, un rayo verde, color esmeralda reluciente, penetró por la ventana de la habitación colándose por el resquicio que había quedado abierto entre las cortinas. Poco a poco aquel rayo esmeralda se fue solidificando hasta tomar forma casi corpórea. Sus extremos esparcían destellos que refractaban una luz violeta ligeramente teñida de azul opaco y oro.
 En ese instante Santiago advirtió el parpadeo de algo celestial en su cuerpo. Vibró. Absorbió la energía que entraba por la ventana, suspiró y quedó callado, a la espera.
 Un sudor tenue, como de rocío, inundó sus partes desnudas y de su piel brotaron minúsculas y brillantes escarchas. Su mirada apuntaba a una inmensidad imperceptible.
 Como germen divino, de las palmas de sus manos comenzaron a brotar tenues rosas de sangre que a medida que su oración se hacía más profunda tomaban un color purpúreo. Igual sucedía en sus pies descalzos. Al instante, su cuerpo comenzó a elevarse suavemente de la cama.
 Sus ojos emanaban tan radiante esplendor, que de ellos parecían desprenderse todo el conocimiento humano y la paz del universo entero.
 De pronto, como si una orden hubiese sido calladamente impartida, su cuerpo se detuvo a medio metro de altura del lecho y quedó suspendido en el aire.
 Santiago parecía no percibir nada, siquiera sus sentidos. Surcaba una dimensión muy distante al entendimiento humano.
 Cerró los ojos y suspiró. Luego volvió a abrirlos y fijó la mirada en el último rincón del techo, en una esquina donde colgaba una vieja telaraña que había descosido sus redes muertas en el tiempo, y habló suavemente, con armonía.
 –Dime, buen creyente, ¿qué crees de todo esto?... ¿Es sincera la justicia de la Iglesia?… –pronunciaron sus labios salpicados de un fulgor aperlado, como ansiando que se produjese una respuesta inmediata.
 Mientras decía esas palabras, la luz que había penetrado por la ventana se fue reabsorbiendo tan lentamente, que cualquiera hubiese creído que no quería irse o que alguien, fatigosamente, la retenía.
 – ¡Dios sufre y yo también!... ¡Dime qué piensas!… Sincera tú alma… ¿Crees qué Dios quiere una Iglesia corrompida?... –preguntó colmado de amor y misericordia sublime mientras su cuerpo descendía y de sus ojos brotaban grandes lágrimas–. ¡Háblame, por favor!... ¡Contesta! –suplicó afectuoso mientras la luz se disipaba por la ventana–. ¡No!... No trates de adivinar con quién hablo… Sólo escucha, porque te estoy hablando a ti… ¡Sí, a ti!... A ti, que lees estas líneas... No me contestes ahora pero, por amor a Dios, ilumina tú corazón… Llénalo de fe y deja que tu propia divinidad fluya en tu cuerpo... Cuando quieras responderme, sólo piensa y yo atraparé tus pensamientos y se los llevaré a…
 Un brusco golpe seco en la puerta de entrada sacó a Santiago de su exaltación. Otros dos, aunque más suaves, se escucharon después. Era la señal que Dark había convenido para anunciar su regreso. Antes de salir le advirtió a Raquel de no abrir la puerta si oía otro tipo de toque.
 Ligeramente su cuerpo se fue posando otra vez sobre la cama. Los rosetones de manos y pies se reabsorbieron en cuestión de segundos. Y, como si nada hubiese ocurrido, volvió a tomar la posición que tenía antes de comenzar a levitar y dulcemente cerró los ojos.
 Al oír la señal, Raquel salió presurosa del baño y fue a atender el llamado.
 Había vuelto a vestir su viejo jean y la franela blanca la cambió por una diminuta blusa que había metido en el bolso antes de partir hacia San Felipe. Su cabello, ligeramente húmedo, lo llevaba recogido en un moño.
 – ¡Ya regresaron, Santiago! –advirtió contenta mientras iba hacia la puerta.
 – ¡Sí, los escuché! –asintió abriendo los ojos.
 Los dos hombres traían varios paquetes. Enseguida el ex capitán abrió uno y de su interior sacó vendas, desinfectantes y medicamentos y fue directamente hacia el predicador.
 Deshizo el torniquete que le había aplicado Juan y empezó a limpiar la herida. Para su asombro, no estaba purulenta, sino más bien seca y el tatuaje de pólvora, pese a su blanca piel, había desaparecido.
 Al terminar la cura se dispuso a vendarlo.
 Raquel, que lo observaba atenta a su lado, le quitó delicadamente las gasas de las manos y prosiguió con el vendaje.
 –Conseguí un mapa de la Gran Sabana, así podrás guiarme mejor –dijo Dark recogiendo los deshechos de algodón y vendajes, los cuales, luego de hacer una medición, tal como si fuese un experto basquetbolista, los encestó en el pote de basura.
 – ¡Excelente! –exclamó la joven brindándole una de sus tiernas sonrisas mientras anudaba los extremos de la gasa sobre el hombro de Santiago–. El camino es largo, pero nada complicado –indicó–. Si partimos antes del amanecer llegaremos al caer la tarde.
 Durante la huida John les había revelado su presunta verdadera identidad y, en parte, obviando precisiones, para quién supuestamente trabajaba. Empero, no les dijo qué hacía esa noche espiando en la Misión. Mucho menos de su trabajo en el Servicio Secreto. Solamente les dijo lo primero que se vino a la cabeza y, al parecer, surtió efecto.
 Los jóvenes se conformaron con la explicación. Fue el hombre que salvó a Santiago y ese era aval suficiente para ellos, aunque la curiosidad de Raquel permanecía intacta y, siempre que podía, trataba de sacarle algún otro detalle sobre su misteriosa personalidad.
 Santiago, por el contrario, parecía saberlo todo, pero callaba y sólo se dejaba llevar por los acontecimientos. Comprendía que estaba entre amigos y que su obra en la tierra estaba por terminar.
 –Y mi auto, ¿qué pasará con él? –preguntó de sopetón Juan al recordarles que lo había dejado cerca de la Misión.
 –Por ahora se quedará donde lo dejaste –precisó Dark–. Al regreso lo recogeremos. Nadie sospechará de tu viejo cacharro… Creerán que es de algún labrador que lo dejó abandonado por algún desperfecto mecánico… Nadie reparará en el –manifestó para tranquilizarlo.
 El Remedón consintió con una mueca de resignación y fue a sentarse en el borde de la cama, junto a Santiago.
 –Bien, es hora de celebrar. Traje algo de comida y algunas cervezas –señaló Dark, sacando de un voluminoso envoltorio varias cajitas con hamburguesas y papas fritas.
 Todos, sin excepción, devoraron el contenido de los paquetes. Pero quien verdaderamente tenía un hambre atroz, era el pobre Juan. No desechó nada. Las papas fritas que caían al suelo las recogía y sin limpiarlas siquiera se la metía en la boca. Todos reían y hacían chistes a sus expensas, hasta el mismo Santiago.
 –Recuerda que no sólo de pan vive el hombre –le dijo bromeando.
 Juan no contestaba. Sólo reía y tragaba. Al verlo tan desesperado, Raquel, que no podía con su tercera hamburguesa, se la extendió. Abriendo sus saltarines ojos el joven la aceptó gustoso.
 Después de comer se quedaron charlando y trazando la ruta que deberían tomar al día siguiente. Raquel examinaba minuciosamente el mapa que había traído Dark. El recorrido era largo y sin posibilidad de atajos. Ella lo sabía. Por carreteras asfaltadas sólo se podía tener acceso a la Gran Sabana desde el estado Bolívar, en territorio venezolano, que es donde estaban, o por Brasil.
 –Mañana, una vez que salgamos, en aproximadamente hora y media o dos, dependiendo del estado de la vía, estaremos entrando en Puerto Ordaz. De allí sólo a un paso de San Félix, desde donde tomaremos la vía de Upata. Esa es la mejor parte, después el camino es muy accidentado, lleno de peligrosas curvas y angostas rectas –precisó Raquel.
 –Muy accidentado… Si tú lo dices, te lo creemos –contestó socarronamente El Remedón.
 – ¡Déjame ver!– pidió Dark retirando suavemente el mapa de sus manos.
 Siguieron hablando un buen rato sobre la ruta y sus inconvenientes. Santiago se limitada a escucharlos sin proferir opinión. Cuando surgieron los primeros bostezos, decidieron retirarse a dormir.
 Al amanecer, el ex capitán se encargó de levantarlos uno por uno. El último en hacerlo fue Juan, quien después de la gran comilona de la noche anterior no quería despegar la cara de la almohada.
 Sigilosamente, y sin hacer ruido a fin de no despertar a la recepcionista que los recibió, fueron abordando el auto. Al cerrarse la última puerta, Dark encendió el motor y aceleró con tal fuerza que los neumáticos traseros levantaron una pequeña polvareda y pedruscos que rebotaron debajo del chasis. Atrás quedó “La boa azul” y aquella mujer que tanta repugnancia le causaba a Dark.
 A los pocos minutos estaban pasando sobre el puente colgante Angostura, que une a Soledad y Ciudad Bolívar por la parte más angosta del río Orinoco. De allí en adelante solitarias e interminables rectas se presentaban ante sus ojos. Todo parecía distante, menos el cielo. A los lados de la vía grandes rocas pintadas de blanco con enormes letreros que decían “Cristo viene ya”, “Sólo Cristo salva” y otros mensajes bíblicos destacaban en el verdor del paisaje. En algunos trechos, pequeñas colinas cortadas en dos para dar paso a la carretera mostraban su tierra color ladrillo brillante que al reflejo del sol parecía sangre germinada.
 Cerca de las once de la mañana, ya que perdieron mucho tiempo desayunando, entraban por el lado norte de Puerto Ordaz. La moderna ciudad, uno de los emporios más grandes en extracción de hierro y aluminio, estaba a treinta y nueve grados centígrados sobre cero. El calor era tan insoportable, que el asfalto de la autopista expelía de sus entrañas un vapor que parecía hervir bajo las llantas de los autos.
 Al salir tomaron rumbo a San Félix, también llamada Ciudad Guayana, pequeña urbe abarrotada de negocios y mercaderes, así como de delincuentes, bandoleros de todas las calañas y nacionalidades, refugiados de desastres naturales de otras regiones marginales del país, y basura. De allí prosiguieron hacia Upata, Guasipati, El Callao y Tumeremo, pueblo donde se reaprovisionaron de combustible.
 Durante el viaje hicieron pocas paradas. Habían comprado suficiente agua, galletas, refrescos y el tanque de gasolina lo mantenían full. Les habían advertido que después del llamado “kilómetro 88”, a escasos minutos del caserío Las Claritas, no encontrarían ni un solo expendio de víveres y mucho menos estación de gasolina. Que después de ese caserío había un pequeño surtidor en el Fuerte Militar Manikuyá en Luepa, en plena Sierra de Lema, a unos sesenta kilómetros, pero que no era confiable, ya que casi nunca tenían combustible o cuando lo tenían decían que el despachador no estaba. Aparentemente con esas excusas pretendían reservarse la gasolina para uso militar en caso de cualquier contingencia. Así que el surtidor confiable estaba enclavado cerca de una posada pemón situada en Los Rápidos del Kamoirán, en plena Gran Sabana, por lo que era preciso reaprovisionarse a la altura del famoso “Kilómetro 88”, donde existe uno de los más ricos yacimientos de oro y diamantes del país y centro de reunión de aventureros, mineros, contrabandistas y forajidos.
 Dark no apartaba sus ojos del camino. A su lado Juan, fungiendo de copiloto, examinaba detalladamente el mapa. Atrás, Santiago y Raquel dormían uno recostado del otro en el asiento trasero. Cualquiera los hubiese confundido con dos enamorados que habían planificado una fuga furtiva al no tener consentimiento de sus padres. Parecían estar hechos el uno para el otro, pero nada más lejos de la verdad.
 Tanto amor hubiese podido ser posible, pero no en el caso de Santiago. El era un joven diferente a todos los demás. Además, de su cuerpo pendía una larga cola, aunque ese detalle parecía importarle un bledo a Raquel.
 Aquel muchacho, de rasgos finos y tez blanca, tan hermoso como un ángel, estaba muy lejos de cualquier tentación terrenal. Raquel lo sabía, pero se resistía a aceptarlo. La energía que irradia un corazón enamorado no tiene fronteras ni límites y mucho menos entiende de razones.
 Al filo de las cuatro de la tarde, ahora con cuarenta grados ardiendo encima del latón del auto, Dark seguía con el acelerador a fondo.
 De un clima pasaron a otro, tan fugaz y velozmente como se desplazaba el vehículo.
 Del calor intolerante, saltaron a la humedad de la selva. El olor se transformó en prado salvaje. Hojarascas, helechos derretidos por el tiempo y el fango, que hablaban de sangre y muerte, se presentía en el ambiente.
 Habían pasado por un puesto de control y vigilancia de La Guardia Nacional instalado cerca de El Dorado, pueblo minero en cuyas inmediaciones queda una de las más sanguinarias y tristemente célebres penitenciarías de Venezuela. Estaban apenas a unos noventa kilómetros de la entrada de las minas de oro de Las Claritas, el más grande yacimiento que se conocía desde Alaska a Cabo de Hornos, hoy en día explotado por canadienses, alemanes, aventureros y grandes compañías norteamericanas gracias a concesiones concedidas por el gobierno venezolano.
 Todo, en los alrededores, parecía ser tierra de nadie, cuyo aroma a muerte, oro y riqueza se palpaba en cada arbusto, en cada sueño.
 – ¿Crees que llegaremos antes del anochecer? –preguntó Dark a Juan.
 –Si, creo que sí. Estamos cerca de Las Claritas, por Santa Lucía de Inaway… De ahí pasaremos hacia Las Minas de Caolín –precisó indicando los lugares en el mapa–. Son sitios peligrosos, pero al franquearlos estaremos mucho más cerca de La Piedra de la Virgen, puerta de entrada a la Gran Sabana.
 A los pocos minutos, tal como lo había pronosticado Juan, estaban en la periferia de Las Claritas, caserío alineado a ambos lados de la carretera y lleno de pequeños y destartalados comercios cuyos letreros advertían “Sólo compramos diamantes”, “Aquí pagamos en dólares”. Otros decían “La esquina caliente”, “Carne y bebida fresca”, anunciando la venta de licor y prostitutas. La mayoría de esos negocios, donde circula gran cantidad de dinero, droga y trueques de los más insólitos, son regentados por comerciantes árabes que también ofrecen todo un universo de artefactos, que van desde vestimentas, utensilios de cocina, televisores, lavadoras y hasta armas de todos los calibres.
 Las instalaciones mineras, de donde se extraen centenares de toneladas de oro en polvo todos los años, están pueblo arriba, hacia el corazón de la selva.
 Al pasar por el caserío aminoraron la velocidad y silenciosos avanzaron escrutando a los sudorosos y desaliñados pobladores y mineros que caminaban por las adyacencias. A un lado, cerca de un negocio de comestibles, vieron aparcado un camión militar de la Tercera Compañía del Destacamento de Fronteras, cuyos soldados, todos armados con fusiles-ametralladoras, les devolvieron la mirada mal encarados.
 Después de hacer una pequeña pero tediosa cola de autos, rellenaron el tanque en la estación situada en las afueras del Kilómetro 88. El único que se bajó para estirar un poco las piernas fue Juan, aunque no se apartó ni medio metro del auto. Pronto reiniciaron la marcha.
 Al pasar por un largo túnel natural formado por enormes y frondosos árboles que se unían en arco en su cima, el día de pronto oscureció a su paso. Mientras el auto avanzaba a toda velocidad, millones de pequeñas mariposillas, tan blancas como la nieve, que salían de las profundidades de la selva se cruzaron a su paso por el negro asfalto. Al salir, otra vez el cegador y agobiante sol les encendía la vía.
 Dark estaba seducido por aquella vegetación salvaje e indómita que mordía los bordes de la carretera como queriéndola devorar para devolverla a la selva de la que había sido arrebatada.
 Al ver un claro, aminoró la marcha y detuvo el auto en el borde del camino. Al no percatar peligro alguno se apeó.
 No lo hizo por nada banal, menos para deleitarse con la naturaleza que tenía frente a él, aunque esta fuese maravillosa. Una necesidad fisiológica que estaba a punto de hacerle estallar la vejiga lo obligó a detenerse.
 Antes de meterse entre los arbustos le pidió a Juan que se quedara dentro del auto y esperase su regreso.
 Caminó hacia un farallón, apartó unas ramas y se adentró unos cuantos metros. Al sentirse sólo y lejos de miradas curiosas, deslizó la cremallera, metió la mano en sus calzones y la volvió a sacar. Con suspiro de liberación, empezó a vaciar el saco.
 Como si se tratase de aparecidos, de las entrañas del follaje salieron tres hombres que más que seres humanos parecían bestias.
 – ¡Hola, puedo ayudarles en algo! – atinó a decir Dark mientras se subía la bragueta.
 – ¡Claro, hombre! –exclamó un negro tan inmenso como el miedo que tenía grabada en la cara una cicatriz que le partía la frente en dos. En su mano sostenía un chopo, viejo fusil de cacería calibre 12, cuyo impacto es letal a cien metros de distancia.
 A su izquierda, un desgarbado pelirrojo que no dejaba de esbozar una estúpida sonrisa, levantaba amenazante una vieja Colt 45. Al lado de éste, un viejo, que algún día tuvo que ser granjero debido a su raído sombrero pelo e´ guama, sostenía una morocha, escopeta de dos tiros que de un solo disparo puede acabar con un tigre.
 Dark no se inmutó. Se limitó a observar sus actitudes y movimientos, aunque intuía qué se traían entre manos.
 – ¿Qué anda usté buscando por esto lares?... Este sitio es peligroso, más para extranjeros o estúpidos forasteros –señaló con tono amenazante el más pequeños de ellos blandiendo como loco la morocha.
 – ¿Qué quieren?… Yo no tengo dinero, ni nada de valor –espetó en tono seco Dark.
 – ¡Huyuleeé!… Éste gringo cree que somos pendejos… ¡Usté tiene mucho oro, cabrón! –rumió uno de los forajidos poniéndole la Colt a la altura de la sien.
 – ¿Usté no anda solo, veldá?… ¿Dónde está lo’ otros? –preguntó mal encarado el negro.
 – ¡Vamos la carretera!… ¡Ahí deben de está! –alentó el viejo haciendo señas hacia arriba con la escopeta.
 John Dark había sido sorprendido por los gents, una especie de ex mineros que, defraudados por la mala suerte o timados por las grandes corporaciones mineras, se internaron en las montañas para asaltar a los que trasladaban su cargamento de oro por la selva o al primero que se les atravesase, tanto de día como de noche. El oro y la frustración de no poseerlo, los había convertido en brutales asesinos.
 Los bandoleros, con Dark al frente, comenzaron a subir la loma hacia la carretera.
 Debido a la demora, Juan había decidió ir en su busca. Antes de bajar del auto sacó del compartimiento de guantes la Browning que Dark había dejado allí.
 En el puesto trasero, como si el mundo no existiese, Raquel y Santiago seguían durmiendo uno recostado del otro.
El flacuchento joven se desplazó entre los arbustos, pero no escuchó ni vio nada, aunque percibía que algo anormal estaba sucediendo. “Orinar no se lleva tanto tiempo. ¿Qué habrá pasado?... ¿Dónde se metió Dark?”, se preguntaba.
Cauteloso comenzó a bajar la pendiente sin hacer ruido.
 El sonido de ramas rotas y pisadas, lo alertó. Se escondió tras unos matorrales y apartó unas ramas para poder observar. A un lado, subiendo la cuesta, vio a Dark caminando delante de los tres forajidos que le apuntaban sus armas en la espalda.
 Agazapado, espero a que llegasen cerca de donde estaba. Apenas pasaron, salió sin hacer ruido y se colocó justo detrás de ellos.
 – ¡Alto!... ¡Tiren sus armas!... ¡Ni se les ocurra voltear si no quieren morir! –ordenó.
 El pelirrojo hizo un movimiento tratando de girar hacia el sitio de donde provenía la voz.
 Juan, sin pensarlo dos veces, disparó el arma. La bala fue a dar cerca de los talones del bandido, por lo que se quedó tranquilo.
 – ¡Es un chamo y está solo! –alertó el viejo de la escopeta–. No podrá con toítos nosotros… ¡Acabemos con er! –rumió incitando a los otros.
 Juan se movió ágilmente y sin hacer ruido hacia su izquierda.
 – ¡No está sólo!… ¡Somos cuatro!…–dijo fingiendo una voz grave, que no parecía la suya, e hizo otro disparo–. ¡Volteen y será lo último que verán! –amenazó mientras retornaba a su posición inicial temblando de pies a cabeza.
 Dark permanecía con los dos brazos en alto. Por el tono, sabía que Juan había fingido la voz y que estaba asustado. Que pronto los malhechores de la montaña se percatarían de ello e intentarían algo desesperado. Debería actuar, y pronto, si no quería morir a manos de esos desalmados.
 – ¡Tiren sus armas y levanten las manos! –volvió a exigir Juan recobrando su voz.
 Cuando estaban a punto de hacerlo, Juan resbaló y cayó hacia un lado despidiendo un angustiante grito de dolor.
 Instintivamente los hombres voltearon y accionaron sus armas hacia el follaje, pero no vieron a nadie.
 El Remedón quedó boca arriba sobre unos arbustos y apenas alcanzaba a vérsele el cañón de la pistola, la cual aún permanecía en su mano pese a la brusca caída.
 Aprovechando la confusión, Dark se inclinó y sacó el arma que tenía escondida debajo de la bota del pantalón justo en el momento que el negro corpulento giraba hacia él.
 – ¡Estás muelto desgraciao! –le grito con diabólica maledicencia el forajido.
 Fue lo último que dijo. El fulminante disparo de Dark cerró por siempre su boca. Los otros dos, confundidos, huyeron hacia la selva y desaparecieron entre un enjambre de lianas y cañaverales.
 – ¡Juan!... ¡Dark!... ¿Qué está pasando? –se escuchó desde lo alto–. ¿Me oyen?... ¡Contesten, por favor!
 Era Raquel, quien al escuchar las detonaciones despertó y fue en busca de sus compañeros.
 – ¡Aquí, Raquel!… ¡Espéranos dónde estás que vamos subiendo! –gritó el ex capitán mientras ayudaba a Juan a incorporarse.
 Después que lo sacó de entre los arbustos, le quitó el arma de la mano y comenzaron a subir.
 –Fue una magnífica treta… ¡Gracias por ayudarme! –señaló agradecido–. Eres muy valiente… Fue grandioso, jamás me hubiese imaginado que eso sucedería –dijo dándole palmaditas en el hombro–. Tienes muy buena puntería… ¿Dónde aprendiste a disparar? –preguntó refiriéndose al tiro que le hizo al grandullón pelirrojo cerca del pie.
 – ¿Buena puntería? –contestó extrañado y aún temblando El Remedón–. ¡Le apunté al cuerpo y la bendita bala se clavó en la tierra!
 Ambos echaron a reír y comenzaron a remontar la pequeña pendiente. Dark sonreía y movía incrédulo la cabeza.
 El ex veterano volvió a ponerse frente al volante. Juan, con el cuerpo virado hacia el asiento trasero, contaba a Raquel y a Santiago, entre risas y bromas, la hazaña vivida momentos antes.
 El camino era largo y el calor de un húmedo aletargante, por lo que después de escuchar la aventura de Juan, los dos jóvenes volvieron a quedarse dormidos.
 –Descansa un poco tú también para que estés fresco cuando te toque conducir –recomendó Dark al ver que Juan comenzaba a cabecear.
 – ¡Sí, lo haré! –contestó luego de un prolongado bostezo.
 Subían por la Sierra de Lema. Ya habían sobrepasado La Piedra de la Virgen, El Abismo, El Monumento al Soldado Pionero y el Murey-Tepuy. Se desplazaban cerca del desvío a Kavanayén, donde pasa el río Tarotá, en las inmediaciones del pequeño aeropuerto de Luepa. Todo iba de acuerdo a lo planeado. Ningún otro problema. Un paisaje de cuentos de hadas se abría a cada lado de la carretera. El gigantesco Roraima estaba arropado por un tropel de nubes por lo que apenas la silueta de su cima podía distinguirse en la lejanía.
 Pronto llegaron a los Rápidos de Kamoirán, en el kilómetros 171 de la Gran Sabana. Dejaron la carretera principal, cruzaron a la derecha y se adentraron unos pocos metros. Ahí estaba el salvador surtidor de gasolina, el cual era atendido por un joven indio pemón. Al fondo, una hermosa posada, cabañas con techos tejidos de palma moriche y paredes de piedras de río, un restaurante, baños y los saltos, cuyo susurro apenas se escuchaba desde allí. A no ser por el pemón que atendía el surtidor y otro que se veía en los alrededores, el sitio parecía estar desierto, pero no era así. Todos estaban en sus chozas descansando u ocupados en los quehaceres propios de la vida cotidiana. Mientras Dark se reaprovisionaba de combustible, Raquel y Juan se bajaron y fueron a los baños. Inmutable, Santiago permanecía aparentemente dormido en el puesto trasero.
 Retomaron el camino y al recrearse ante sus ojos el paradisíaco asentamiento pemón Uroy Uaray, Santiago automáticamente despertó. En su mirada se percibía un gozo interior indescriptible. Su rostro pálido había recobrado el fulgor de los días precedentes.
 – ¿En qué piensas? –preguntó Raquel al verlo con la vista perdida hacia el infinito horizonte.
 –En la Tierra Nueva –afirmó sin voltear a verla–. Recuerda siempre que el significado de la vida lo hallaremos al explorar dentro de la inocencia de nuestro Dios interior.
 – ¡Miren! –exclamó Juan después que el auto salió de una pequeña pendiente y ante sus ojos vio una inmensa sabana plena de paz–. ¡Nunca había visto algo tan hermoso!... Es fascinante… ¡Seguramente aquí es donde hace la siesta Dios! –afirmó hechizado, restregándose los ojos.
 Santiago lo observó con ternura, pero calló. Él sabía cosas que no le estaban permitidas revelar, no obstante se asombró con la ocurrencia de Juan, su apóstol y amigo.
 –Sí, Juan, esto es un paraíso… Lo mejor que he visto –aprobó Raquel–. Figúrate que el primero que vino para acá fue un español y le gustó tanto, que llamó a esta inmensa llanura la Gran Sabana.
 Raquel estaba en lo cierto. Su nombre se le debe a Juan María Mundó Freixas, un fornido agente viajero catalán, que al ver por primera vez aquel paisaje extraordinario, quedó tan extasiado que después de hincar rodilla a tierra y rezar un padrenuestro, besó el suelo y bautizó a la región con el nombre de la Gran Sabana.
 A los pocos años de su arribo de España, en las postrimerías del año 1918, Mundó Freixas dejó todo y se convirtió en explorador y minero y nunca más se apartó de esa tierra encantada, la cual, decía, “no sólo nos da fortuna”, refiriéndose al oro y los diamantes, que lo hay a todo su largo y ancho, “sino porque nos proporciona un encuentro con Dios”. Mundó nunca más regresó a España y murió en la tierra que amó. “¡Estoy en el paraíso y nunca más saldré de el. Dios me ama!”, les escribía a sus parientes en la Madre Patria.
 A través de aquel fascinante paisaje, moteado por pequeños oasis de morichales que parecían óleos pintados por una mano divina, recorrieron unos ochenta kilómetros deslumbrados ante tanta belleza. Ninguno de ellos, a excepción de Raquel y Santiago, había estado jamás allí.
 Como para darles la bienvenida, el cielo se había despejado casi totalmente y altivos tepuyes abrigados por blancas nubes se divisaban en la lontananza. Entre ellos el majestuoso Roraima, el más alto y misterioso de todos los tepuyes, el Kukenán, llamado Monte de los Suicidios, y el Ilú-tepuy. Este último, según cuenta la leyenda fue lo que quedó del tronco del Árbol Madre, un gigantesco y frondoso árbol que con sus ramas rozaba el cielo y que estrepitosamente se derrumbó el mismo día en que los romanos crucificaron a Jesucristo a muchos miles de kilómetros de distancia de allí. Al caer, sus ramas formaron lo que es hoy la selva del Amazonas.
 Todos observaban callados. Raquel rompió el silencio.
 –Según los indígenas los tepuyes son pirámides etéreas que actúan como portales dimensionales –refirió a los demás.
 Y ciertamente era así, habitada por los intuitivos indios pemones, en su casi totalidad, e indígenas arekunas, tuarepanes y kumaragotos, toda la Gran Sabana es un refugio espiritual y energético cuyo magnetismo escapa a toda lógica humana o científica. Gracias al cielo, su cultura ancestral aún no ha sido contaminada por la mal llamada civilización y su virginal pureza se mantiene casi tan incólume como en el principio de los tiempos.
 –Dime, mi bella sabelotodo, ¿El Salto Ángel, está cerca, verdad? –preguntó curioso El Remedón.
 – ¡Gracias por lo de bella! –exclamó abriendo sus expresivos ojos mirando a Santiago para que él también se fijase en lo hermosa que era–. No amigo mío, es por aquí, pero no está tan cerca. Y ya que me dijiste sabelotodo, te diré que El Salto Ángel es la catarata más alta del mundo y fue descubierta por el aviador y buscador de tesoros Jimmy Ángel, quien quedó estupefacto cuando desde su avioneta Ryan Flamingo vio aquella gigantesca caída que parecía desprenderse del Auyantepuy y enterrarse en las profundidades de la selva.
 –Profundidades de la selva… ¿El Auyantepuy? –repreguntó El Remedón, de ahí el sobrenombre que le endosaron sus amigos por estar repitiendo siempre o casi siempre la última frase o palabra que escuchaba–. ¿Y qué es el Auyantepuy?
 –Es el tepuy más grande de todos, Juan. Por aquí hay más de cincuenta, pero ese es el más extenso y en su cima nace el Salto Ángel. Figúrate que dicen que Jimmy Ángel quedó tan impactado, que se olvidó de la búsqueda del oro y comenzó a explorar aquella caída de agua que se iniciaba a casi un kilómetro desde lo alto –refirió en tono académico Raquel.
 El Auyantepuy es considerado el Olimpo de los Dioses de los indígenas Arekunas, aunque su traducción verdadera es Montaña del Diablo porque dicen que en su cima se encuentra la casa de los Mawariton, espíritus malignos y de Tramán-Chitá, el ser supremo del mal.
 Aunque Ángel apenas fue el primer occidental en ver aquella maravilla que los pemones llaman “Churún Merú”, desde que hubo vida en el planeta sus aguas caen y seguirán cayendo misteriosamente y con la misma intensidad, desde la Morada de las Divinidades Presentes, según otra leyenda indígena.
 Dicen que sus aguas vienen benditas del Rayo Cielo y que en su caída se escucha el susurro de los planetas y el universo, que en un rugido ininteligible, únicamente escuchado por Los Elegidos, se presiente el Ommmmm, la voz de Dios, su saludo.
 Estaba cayendo la tarde en la Gran Sabana. El sol se convirtió en un huevo frito a punto de quemarse. Más frescos, dentro del auto todos hablaban con brío. Los kilómetros eran devorados por la velocidad, con la misma rapidez que los insectos se suicidaban al estrellarse contra el capó y parabrisas del auto.
 De pronto comenzó a llover. Dark aflojó el acelerador, ya que el camino se puso resbaladizo. En ese momento Raquel comenzó a cantar una vieja canción pemón, pero en castellano.
–Lluvia de Dios… Lluvia de amor… Bendición del cielo… Lágrimas que germinan la semilla. Nuestro pan y nuestro amor y a la tierra das vida y verdor… Lluvia de Dios, lluvia de amor…
 –Hermosa canción… ¿Dónde la aprendiste? –preguntó Santiago.
 –Me la enseñó un abuelo pemón la última vez que estuve por aquí –contestó risueña y siguió cantando.
 – ¿Qué significará pemón? –soltó de pronto Juan, quien estaba pensativo y admirando el paisaje a través de la ventanilla del auto.
 –Tú amiga, “la sabelotodo” –subrayó Raquel dejando de cantar–, lo sabe también, pero no te lo voy a decir.
 –No te lo voy a decir, ja… –remedó, pero enseguida juntó las dos manos en forma de oración a la altura del pecho y en tono suplicante, expresó–: Anda Raquel, por favor, dímelo.
 – Es fácil, Juan…–dijo la muchacha cediendo a sus requerimientos–. Los indígenas no son nada complicados… Pemón quiere decir una persona y pemones, varias personas… ¿Simple, verdad?
 – ¡Simple!... Más de lo que creía… Jamás me lo hubiese imaginado –reconoció Juan con una mueca de asombro.
 Cuando lo consideró oportuno, Dark encendió las luces del auto. La lluvia había cesado y la noche estaba por caer, aunque una luna llena, tan inmensa que abarcaba tanto cielo que parecía que en algún momento se iba a desprender, casi no hacía percibir la diferencia entre la noche y el día.
 Muy atrás habían dejado al pequeño puente sobre el río Kama, que, al igual que casi todos los demás ríos de la Gran Sabana, alimenta al caudaloso Caroní. Después pasaron por el Mirador Irú-Tepuy, el Nak-Piapo y el Valle de Kuravera.
 En las inmediaciones del Arapán Merú, llamada también Quebrada Pacheco, Santiago le indicó a Dark que estaban por llegar. Que antes de arribar al poblado de San Francisco de Yuruaní, un asentamiento de indígenas pemones, llamado por ellos Kumarakapay, le diría dónde detenerse.
 A baja velocidad recorrieron aproximadamente otros cinco kilómetros. Todos estaban atentos a la señal de Santiago.
 Al pasar sobre el puente del Salto del Río Yuruaní escucharon a lo lejos una bandada de pájaros con cola de tijera que iban en busca de sus nidos. A su izquierda, gracias al cielo claro y abierto, aún podía verse a la distancia el imponente Roraima cubierto de nubes y misterios, en cuya alucinante cima reposa El Valle de los Cristales, El Foso, El Laberinto, Las Cuevas-hoteles, el Lago Gladys y la Proa.
 Cerca de un paraje donde se alzaba un pequeño bosque de moriches, especie de palmeras de mediana altura que crecen en ciénagas y cerca de los ríos, Santiago pidió que detuviesen el auto.
 Dark se orilló, apagó las luces y desactivó el encendido del motor.
 Apenas eran las seis y media de la tarde y la carretera estaba completamente desierta. No se escuchaba ruido de motores de autos o camiones transitar por el lugar. Sólo las aguas del Yuruaní, las cuales se percibía muy cerca, rugían plenas de vida.
 – ¡Es aquí! –señaló Santiago–. Por favor ayúdenme a bajar.
 Raquel fue la primera en salir en su auxilio. El Iluminado le pasó el brazo sobre los hombros y se apoyó en ella para caminar.
 –Llévame hasta aquel lugar y luego regresa con los demás –pidió indicando un claro a unos sesenta metros sabana adentro.
 Raquel obedeció sin preguntar y en silencio bajaron por el pequeño desnivel entre cientos de luciérnagas que parpadeaban delante de ellos alumbrándoles el camino.
 Aquel paraje despedía un inconfundible olor a sándalo y laurel que parecía brotar de lo profundo de la tierra.
 Al llegar cerca de una tupida pared de arbustos, la cual indicaba el final del sendero, Santiago se detuvo.
 –Este es el sitio… ¡Déjame y regresa! –requirió con serenidad.
 La joven le dio la espalda y obediente se dispuso volver. Luego de pocos pasos se detuvo. Su mente era un torbellino de interrogantes e indecisiones. No estaba segura si seguir adelante, regresar o quedarse ahí, estática, clavada en la tierra. Su corazón latía con fuerza y desesperación. Suspiró profundamente y, en un soplo, dio vuelta atrás y corrió hacia donde había dejado a Santiago, lo abrazó y con temblorosa emoción robó un beso de su boca.
 El predicador no pronunció palabra, sólo la acarició para apartarle unos rizos que caían sobre sus azules y radiantes ojos.
 – ¡Qué Dios te bendiga Santiago!... ¡Te amaré hasta la eternidad, amor mío! –exclamó conmovida y lo soltó para volver hasta donde la esperaban Dark y Juan.
 Dos brillantes lágrimas rodaron sobre sus mejillas mientras avanzaba hacia la carretera. Al llegar, estaba ahogada en llanto.
 Raquel se sentía destrozada. El hombre que había amado en silencio durante tanto tiempo se iba, quién sabe dónde y porqué. En lo profundo de su corazón sabía que nunca más lo volvería a ver. Que el amor de su vida se había ido y con él parte de su vida.
 Al estar solo, Santiago se arrodilló y extendió sus manos al cielo, como queriendo agarrar al infinito. Así estuvo por instantes imprecisos.
 De lo más profundo del universo se proyectó una luz blanca llameante que iluminó la oscura pared de arbustos, la cual pronto se abrió ante los ojos estupefactos de Raquel, Dark y Juan, quienes observaban desde la carretera.
 De aquel enclave mágico, entre el vuelo de miles de pájaros con colores de arco iris, salieron más de media docena de hombres semidesnudos y con cola, igual a la de Santiago, y fueron a su encuentro.
 Con esfuerzo, el joven predicador se incorporó y corrió hacia ellos. Al encontrarse se abrazaron con paz sublime y juntos regresaron por aquel paraíso de donde habían salido y desaparecieron en la espesura.
 Raquel lanzó un ahogado suspiro y agitó la mano en alto a manera de despedida.
 – ¡Te amaré eternamente! –susurró entre labios secando su última lágrima.
 Pasados algunos segundos, la luz fue desapareciendo lentamente y todo regresó a la normalidad, aunque ahora las miles de estrellas suspendidas en aquel cielo despejado resplandecían con mayor fulgor.
 Raquel, Dark y Juan se miraron la cara atónitos, sin poder salir de su estupor.
 La primera en reaccionar fue Raquel, quien le pidió a Dark que encendiese las luces altas del auto.
 Luego los reunió con ella delante de los faros y extrajo de la cartera el manuscrito que le había entregado Santiago. Rasgó las ataduras y se sentó en el suelo, cosa que imitaron los otros dos. Tomando una gran bocanada de aire, les dijo que ese era el legado de Santiago, el cual ella juró divulgar por el mundo. Aseveró que su contenido no lo conocía y que esa sería la primera vez que lo iba a leer.
 Dark y El Remedón esperaron a que Raquel quitase la última cinta del fajo y que desplegara el escrito ante los faros del auto. Apenas terminado, en voz clara, la joven leyó:
 Estos son designios del Señor. Diez fueron los Mandamientos, diez las profecías:
 1) Lo que es de la tierra a la tierra volverá. Pero será purificada. Lavada con las aguas provenientes de un prediluvio –lluvias, deshielos, ciclones, terremotos, huracanes de piedras, maremotos, tsunamis y tifones– centralizado en zonas urbanas. Grandes ciudades serán desoladas y el cemento y el hormigón con el que fueron construidas las edificaciones, puentes, carreteras y todo lo que se le asemeje, será arrasado y volverá a reintegrarse con el suelo para volver a ser parte de la naturaleza de la cual germinó.
2) Entre la gente deambularán seres como zombis y sin voluntad, anunciando otra de las pestes que se avecinan. La muerte será una bendición, ya que los que sobrevivan a ella estarán condenados al doloroso e implacable castigo eterno.
3) El Sida mutilará genéticamente a más de un tercio de la población mundial por diez generaciones diez, tiempo luego del cual todos los hombres y los descendientes de ellos que tuvieron el gen en su ser, no podrán nunca más procrear mientras exista vida en la Tierra.
4) Una gran guerra asolará a la Tierra convirtiendo al planeta azul en rojo carmesí. Durará diez días cien y ya no habrá pájaros ni animales conocidos sino que nacerán otros después del holocausto. Sólo los más fuertes subsistirán. Entre ellos murciélagos, insectos, peces y diez millones diez de seres humanos, quienes recomenzarán a labrar sobre el pasado viendo el presente y sin pensar en el futuro.
5) El vicio y el materialismo voraz será desterrado por siempre para dar paso al nacimiento de la virtud pura y al pensamiento espiritual.
6) Otra purificación impensada e inimaginada por los sabios y los pensadores caerá con dolor lacerante sobre los hombres viles, pero no tocará a los humildes y puros.
7) Ni niños, ni ancianos de buena fe, serán perturbados, ya que desde el universo sobre sus cabezas caerá un manto andrajoso, símbolo de la verdad pura y absoluta, que cubrirá sus rostros como señal divina y para que no observen el castigo celestial a la maldad. El que osase quitarse el velo verá, pero será condenado de inmediato por maldecir su fe y provocar la ira de Dios.
8) El hombre entenderá que el amor no es sólo un sentimiento, sino un destello de nuestra propia divinidad.
9) Mil millones mil vivirá la humanidad en paz en el Edén de la Tierra Nueva.
10) Cuando todo haya pasado, el universo se desgarrará para abrir a los ojos del hombre la imagen del Creador y los misterios del espacio y del tiempo, las líneas de la luz y el sonido, las cuales podremos mover, domeñar y atrapar en nuestras propias manos. No existirá el silencio en la mudez de los pensamientos, sino voces de gloria, que inundarán con su belleza y felicidad al nuevo mundo.
Santiago, El Elegido de Dios para la Tierra Nueva.

 Después de leer aquel texto, alentador y aterrante a la vez, sin comunicárselo siquiera, como impulsados por una fuerza divina, los tres se dirigieron hacia el claro donde estuvo arrodillado Santiago y se echaron sobre el pasto boca arriba, muy callados, y fijaron la vista al cielo.
 Sólo el latido de sus corazones y lo profundo de su respiración se escuchaba ahora en la Gran Sabana.




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1 comentario:

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